—El Infierno —su voz tembló como la de un villano de la escena— es tanto un estado mental como un lugar físico. Razón por la cual el Klub Infierno me ha arrastrado hasta aquí esta noche, para viajar con ustedes hasta los mundos de la mente que normalmente sólo se experimentan durante el sueño. El mundo del subconsciente profundo.
»Y para nuestro viaje de esta noche, voy a requerir la presencia de varios voluntarios, que escogeré entre el sector femenino. No se ofendan caballeros; es sólo que me gustan las chicas.
»Ahora, señoras, mientras camino entre el público, voy a pedirles a todas que se levanten las faldas… nada indecente, sólo hasta las rodillas. Mi trabajo, lo confieso, era mucho más fácil hace algunos años, cuando se llevaban las faldas cortas. Pero en estos tiempos me veo en la obligación de pedirles a todas que se vuelvan a subir las faldas, señoras, hasta donde estaban en 1929; levántenselas para que pueda apreciar su forma y carácter. Así está bien. Gracias. Muchísimas gracias a todas.
A Willi se le antojó asombroso que ni una sola mujer se negara a obedecer aquella orden, sino que, casi al unísono, se subieran todas las faldas para deleite de sus acompañantes masculinos.
—No se trata sólo de que me guste mirar las piernas de las mujeres, que me gusta. Pero es un hecho conocido,
meine Damen und Herren,
que hay nueve tipos básicos de piernas femeninas, y que éstos pueden decir tanto sobre el carácter de una mujer como su cara o la palma de su mano. Bueno, por ejemplo, esta encantadora dama de aquí tiene lo que se denomina piernas de Botella de Champán, y no sólo porque sean caras y deliciosas, que estoy seguro de que lo son, sino por su forma de finos y delicados tobillos y firmes y rotundas pantorrillas. La rodilla nunca es huesuda, sino redondeada y esférica. Esto me indica que se trata de una mujer compasiva y cariñosa, maternal. Que tiene muchos amigos y un hogar cálido donde reina el amor. ¿Estoy en lo cierto?
—¡Sí, sí que lo está!
—¿Está usted de acuerdo? —le preguntó al hombre que acompañaba a la mujer.
—Sí, completamente.
—Entonces es usted un hombre afortunado. Por desgracia, las mujeres con piernas de Botella de Champán no son las personas idóneas para nuestro experimento. No, lo que estoy buscando son las llamadas piernas de Muñeca, en las que el tobillo se ahúsa imperceptiblemente hasta la pantorrilla, complementando delicadamente la rodilla, porque una mujer con piernas de Muñeca es una mujer curiosa de la que uno se puede fiar. También estoy buscando las piernas Clásicas, que nos dicen que una mujer es tan intuitiva como imaginativa. Y las mejores de todas, las piernas Ideales. Es posible, señoras, que todas deseasen tener estas piernas. Pero sólo una entre mil mujeres las posee. La pierna Ideal, como cualquier otra cosa maravillosa y perfecta, denota una fuerza vital enérgica y poderosa. ¡La pasión!
Willi no pudo menos que imaginarse las piernas monstruosamente mutiladas de la Sirena. O aquella foto de la princesa búlgara, con su marido haciéndole una reverencia. ¿Podría ser que tuviera piernas de Muñeca? ¿O Clásicas? Había algo en aquel Gustave que parecía más diabólico de lo que sugería su mera actuación en el cabaré. No sólo evaluaba las piernas, sino las caras de aquellas mujeres, sus actitudes, su ropa, seleccionando el sujeto exacto que andaba buscando. ¿O es que estoy paranoico perdido?, se preguntó Willi. ¿Será resistencia natural a una fuerza de evidente poder? Porque aquel Gustave había perfeccionado su juego al máximo, y sólo estaba escogiendo a las mujeres más atractivas para que participaran en sus travesuras hipnóticas.
Cuando las seis mujeres más atractivas de la sala estuvieron sentadas en el escenario formando un semicírculo, las luces volvieron a caer sobre el resto de la muchedumbre.
—Señoras… —retumbó la voz—. Quiero que mantengan sus ojos clavados directamente en los míos. Mientras hablo, empezarán a sentirse cansadas, muy cansadas. Sentirán que quieren relajarse. Un sentimiento de placentero cansancio y somnolencia se apoderará de ustedes… se sienten bien… se sienten relajadas… cierren los ojos y en pocos minutos caerán en un sueño dulce y placentero.
Su voz se había vuelto deliberadamente baja y monótona, e incluso se podía ver que algunas personas que no estaban en el escenario cabeceaban.
—MeineDamenund Herren,
estas damas están ahora sumidas en un leve trance hipnótico. No hay nada mágico en ello. Ellas son conscientes de lo que está sucediendo. ¿Todo bien, chicas?
Todas las mujeres asintieron con la cabeza. Gustave le dio una palmadita en el hombro a una bonita morena.
—Cariño, ¿cómo te llamas?
—Hannah Lore —respondió ella, todavía con los ojos cerrados.
—¿Y cómo te sientes, Hannah Lore?
—Muy bien. Perfectamente.
—Ahora las llevaré a un trance profundo.
»Estáis cómodas, absolutamente cómodas. Todo vuestro cuerpo está relajado. No sentís ninguna tensión. Y os estáis deslizando suavemente hacia el sueño. Hacia un sueño profundo, profundo y placentero. Voy a empezar a contar hacia atrás desde diez, y cuando termine, estaréis dormidas, profundamente dormidas… Diez… nueve…
Al terminar la cuenta atrás, el Gran Gustave examinó a todas las mujeres en busca de signos de trance.
—Los brazos deberían estar laxos como una cuerda —dijo, dirigiéndose al público. Y en efecto, cuando los levantó, varios brazos volvieron a caer como si no tuvieran vida—. Los ojos deberían estar en blanco. —Lo cual demostró, levantándoles los párpados a varias de las mujeres.
—Hannah Lore. —Se volvió hacia la mujer—. ¿Puedes oírme?
—Sí.
—¿Cómo te sientes ahora?
—Muy bien.
—Damas y caballeros, ahora les demostraré el poder que el trance hipnótico ejerce sobre la mente humana.
—Hannah Lore… ¿sabes hablar chino?
—Pues claro que no. —La chica se rió tontamente —. Soy de Dusseldorf.
—Cuando chasquee los dedos, te despertarás y ya no serás nunca más Hannah Lore, de Dusseldorf, sino la emperatriz viuda de la Antigua China. Estás muy enfadada porque uno de tus siervos te ha robado tu taza de té favorita. No estás segura de quién ha sido, pero prometes atrapar al ladrón y cortarle la cabeza. Allá vamos. Uno. Dos. Tres. —Y chasqueó los dedos.
Hannah Lore se levantó de golpe de la silla, enfurecida y ceñuda, y empezó a gritar a voz en cuello.
—Ching how ni gon! He how gon ni how? Chow kow Ling chew! Ling chew!
Ling chew!
Al tiempo que decía aquello, no paraba de pasarse los dedos a lo largo del cuello, como si estuviera rebanándolo.
La concurrencia se puso histérica.
—Cuando dé una palmada, ¡volverás a dormirte!
Gustave dio una palmada, y la emperatriz se derrumbó como si estuviera envenenada, directamente sobre su trono.
—Hannah Lore —dijo Gustave—. ¿Sabes hablar chino?
—No, por supuesto que no. —Y volvió a soltar una risita floja—. Soy de Dusseldorf.
Y de esta guisa siguió el espectáculo del Gran Gustave durante una hora.
Willi estaba asombrado por el evidente halo de seducción de todo aquello. Por la manera que tenía el hombre de pararse sobre los cuerpos inertes de aquellas mujeres, dándoles órdenes con su imperiosa y grave voz masculina, y que sus deseos fueran obedecidos al instante. Por la manera de convertir a las mujeres en abejorros, en bailarinas, en descaradas chicas de servir.
Era evidente que Gunther tampoco era ajeno a las implicaciones.
—¡Qué no podría hacer yo con seis chicas sometidas a mi control de esa manera! —masculló, fantaseando en presencia de Willi.
Y éste tenía la plena seguridad de que todos los hombres entre el público estaban pensando exactamente lo mismo.
Aunque no todos los hombres presentes entre el público poseían los dones del Gran Gustave.
Después, la actuación del Rey de la Mística devolvió a sus protagonistas al mundo de la conciencia ordinaria y a los reverenciales brazos de sus hombres. Ninguna recordaba nada de sus aventuras; todas se sentían de maravilla, informaron, como si acabaran de pasar una semana en el más elegante balneario de Baden–Baden. Los clientes del Infierno quedaron plenamente satisfechos de su vistazo nocturno al estrambótico y oneroso mundo de las tinieblas del Berlín de Weimar.
En cuanto las luces se encendieron, Willi condujo a Gunther por entre bastidores para tratar de localizar el camerino del Gran Gustave. Encontraron al artista sentado a su mesa de maquillaje ya medio metamorfoseado. El pelo negro azabache había desaparecido y reposaba entonces en un soporte para pelucas; los ojos negros de aspecto sepulcral eran sendas manchas en una docena de servilletas estrujadas. La piel blanca y los extraños labios rojos aparecían completamente lavados bajo la crema facial.
—¿La Kripo? ¡Dios bendito! —Se levantó, dando muestras de una emoción más natural que a lo largo de toda la noche—. ¿Y qué demonios he hecho ahora? Vamos, entren.
—Herr Gustave —dijo Willi, utilizando el tratamiento—. El sábado por la noche hipnotizó a una joven que desapareció más tarde.
—¿Cómo? ¿Que desapareció?
Willi le entregó la foto de la princesa.
—No la recuerdo. De verdad. Se lo diría, si así fuera. No tengo nada que esconder. Pero ¿tiene idea de la cantidad de actuaciones que hago al cabo de la semana? Las caras de todas esas mujeres se me confunden en la cabeza. Mi trabajo exige muchísima concentración. Puede que tanto como el suyo, Herr Inspektor–Detektiv.
—¿Y qué hay de las piernas? —preguntó Willi—. ¿Diría que las tenía de Botella de Champán? ¿De Muñeca? ¿O son del tipo Ideal?
¡Ah, eso! —Gustave se rió, quitándose lo que le quedaba de crema facial de la cara y convirtiéndose en un hombre absolutamente anodino que frisaba los cincuenta, de escaso pelo castaño, ojos tranquilos y dulces y una expresión bastante amigable—. ¿No se habrán tomado realmente en serio todas esas tonterías de las piernas? Forma parte de la actuación. Lo utilizo simplemente para alborotar a las mujeres. Ellas son mi tarjeta de visita. Debo estar a la altura de mi reputación y demostrar que puedo tener incluso a las más atractivas completamente en mis manos. No existen las tales nueve clases de piernas. Me lo inventé para que pareciera que poseo todo tipo de conocimientos esotéricos. La gente siempre está dispuesta a creer en la magia; descosa de entregarse a un poder superior. Todo forma parte de mi trabajo, caballeros. Ustedes hacen el suyo, y yo el mío. Lo siento por esa pobre chica que ha desaparecido. De verdad se lo digo. No albergo ningún mal deseo hacia ningún ser vivo. Pero pueden estar seguros de que no tengo nada que ver con eso. En cuanto despierto a esas mujeres, vuelven completamente a la normalidad. Lo han visto con sus propios ojos.
—Sí, por supuesto que lo hemos visto. Pero, sin duda alguna, usted sería el primero en admitir —la voz de Willi no era todo lo severa que le habría gustado— que lo que uno «ve» y lo que realmente «es» no siempre son lo mismo. —Muy a su pesar, le gustaba aquel hombre. Había algo en su personalidad fuera del escenario que le resultaba extremadamente afable Lamento haberlo molestado, Herr Gustave —terminó—. Su espectáculo ha sido de lo más instructivo. Más que eso, instructivísimo.
Willi decidió que pediría una orden inmediatamente para registrar la casa del Rey de la Mística.
L
a mañana siguiente se fue toda en reuniones. Reuniones con los jefes de unidad; reuniones con los jefes de división; reuniones con los que estaban por encima de él; reuniones con los subordinados. Y luego, una reunión de lo más fructífera con Gunther a primera hora de la tarde, después de que su ayudante regresara de los archivos médicos del Hospital de la Caridad.
—Al final he conseguido algo sobre trasplantes de huesos. —La cara de Gunther había perdido la expresión de lujuria canina que Willi había visto aflorar la noche anterior. Volvía a ser sencillamente el bueno de Gunther; el lobo que había en él se había ido a dormir—. Una importante conferencia en el Colegio de Médicos de Leipzig en 1930, centrada concretamente en la posibilidad de implantar huesos humanos y utilizar las técnicas del injerto para permitir su regeneración en el cuerpo del receptor. Y adivine quién la pronunció.
A Willi le encantaba que el muchacho se pusiera juguetón en momentos así.
Gunther se inclinó hacia delante con un brillo en sus ojos azules.
—El doctor Hermann Meckel.
¡Así que todo estaba relacionado! Willi se llevó un repentino sobresalto. Meckel estaba implicado tanto en el caso de la Sirena como en el de la princesa búlgara. Algo gordo se estaba fraguando allí.
Algo terriblemente gordo.
—Y no sólo eso —añadió Gunther—, sino que el expediente de Meckel también ha desaparecido de los archivos de la Caridad. Pertenece a la junta, pero no hay la menor constancia de ello. El empleado me ha asegurado que el expediente estaba allí antes, pero que ahora, por alguna razón, ha desaparecido.
—Y sólo puede haber un motivo —dijo Willi, sintiendo surgir una repentina oscuridad—. Que alguien los esté sacando antes de que demos con ellos, Gunther. Alguien, o algo, va un paso por delante de nosotros.
Gunther tragó saliva y su enorme nuez le rebotó en el cuello.
—Puede que la insignia de oro que encontraron en la ropa de la Sirena nos dé una pista.
—¿Qué insignia de oro? —Willi lo miró.
—¿No lo sabía? Fui a ver al doctor Shurze, del Anatómico, y me dijo que habían descubierto una insignia de oro del Partido Nazi prendida en la bata gris que llevaba la Sirena.
Dentro de la cabeza de Willi saltó una alarma.
—El doctor Hoffnung nunca mencionó ninguna insignia de oro. ¿Y quién es ese tal Shurze?
—El nuevo jefe del Anatómico. Hoffnung se ha jubilado.
—¿Jubilado? Pero eso es… —Willi se percató de que uno de sus detectives, el pequeño Herbert Thurmann, un sujeto con un bigotito negro, remoloneaba cerca de la puerta— muy interesante.
Una vez a solas, Willi se retrepó en la silla de su despacho y miró fijamente por la ventana. Estaba lo bastante cuerdo para darse cuenta de que era ilusorio imaginar que un inspector judío pudiera encargarse de un general de las SA sin ayuda de nadie. Pero eso no significaba que el tipo fuera intocable; sólo que había llegado el momento de recurrir a una mayor potencia de fuego: a Fritz, uno de los periodistas más famosos de Alemania. No había en Berlín un alma que él no conociera. Y no tanto por sus incisivos análisis políticos como por su apellido Hohenzollern. El mismo que el de la depuesta familia real, de la que era una especie de primo. Destronados o no, aquel nombre abría cualquier puerta en Alemania.