Los Sonambulos (11 page)

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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

BOOK: Los Sonambulos
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C
uando llegó al Instituto Psicoanalítico de Berlín, Willi se sorprendió al descubrir que Kurt se afanaba en meter todos sus libros en cajas de embalaje.


Mensch
—dijo—, ¿qué pasa aquí?

Su primo, un tipo alto, calvo y con gafas, le sonrió sombríamente:

—Tienes buen aspecto, Willi. Más vale que tengas motivos para ello. ¿Qué te parece que pasa? Cierro el chiringuito. Me marcho. Y si tuvieras algo de sentido común, tú harías lo mismo.

Lo mismo que Einstein le había dicho la víspera. ¡Qué curioso! Siempre había considerado a Kurt, dos años más pequeño que él, el Einstein de la familia. Un genio que se había elevado hasta lo más alto de su profesión, publicado artículos y dado conferencias en la universidad. El súmmum de la racionalidad. ¿A qué venía aquella repentina histeria?

—¿Te enteraste de lo que tuvimos aquí la última semana? Guardias de asalto. Toda una cuadrilla. Debía de haber unos treinta. Irrumpieron en pleno día y empezaron a recorrer los pasillos, gritando: «¡Muera la ciencia judía! ¡Alemania para los alemanes!».

—¿Así que estás huyendo?

¿Sería porque había combatido en la guerra, se preguntaba Willi, y hecho frente a los mayores peligros a los que un hombre se podía enfrentar, que no se dejaba atrapar por aquella oleada de pánico que atenazaba a tantos otros? Kurt dejó de embalar los libros.

—Sí, Willi. Estoy huyendo. Me llevo a Kathe y a los niños, y no pienso volver la vista atrás.

Willi sintió un enorme vacío en el estómago.

—¿Adonde vais?

—A Palestina. El 2 de enero nos vamos al puerto de Bremer, y desde allí en barco hasta Haifa. Mi hermana nos ha alquilado un piso para vivir. En Tel Aviv.

Willi también tenía una hermana en Tel Aviv. Greta había emigrado con su marido en 1925 porque les parecía que en Europa no había futuro para los judíos. Willi recibía sus cartas, en las que le hablaba de la primera ciudad hebrea desde la Antigüedad, de lo libres que se sentían allí, de lo hermosa, blanca y fresca que era, levantada como estaba junto al mar. A él le gustaba mucho el mar, pero…

—Al menos saca a los niños. —Los ojos de Kurt ardieron detrás de las gafas—. ¿Tienes idea de lo que está pasando en los colegios? Están convirtiendo a los niños judíos en parias.

—Vamos a volver a enviar a Erich a un colegio judío —reconoció Willi—. Después de Año Nuevo.

—Willi, las cosas no van a mejorar nada, ¿es que no te das cuenta? Han liberado al genio, no hay marcha atrás. ¿Querías saber algo sobre hipnosis? Pues escucha a Hitler y a Goebbels. Aprenderás todo lo que tienes que saber. Están hipnotizando a Alemania, convirtiéndola en un país de sonámbulos.

—Von Schleicher tiene ahora el control. Y desprecia a los nazis.

—Ach.
No quieres enfrentarte a ello.

Lo que quiero de ti, Kurt, es que me expliques cómo es posible que una persona que ha sido sacada de un trance hipnótico, y parece estar completamente normal, revierta de nuevo al trance de manera repentina e inexplicable unas horas después.

Kurt depositó una pila de libros.

—Es fácil. —Se quitó las gafas y empezó a limpiarlas con un pañuelo—. Se llama sugestión posthipnótica. Consiste en dar una clave a una persona cuando está hipnotizada. Puede ser una palabra, un sonido, una hora del día. Y cuando esa clave se acciona, independientemente de las horas que hayan pasado —se puso de nuevo las gafas y miró fijamente a Willi—, la persona en cuestión siente un impulso irrefrenable de realizar aquello que se le había ordenado.

Asombroso. Las horribles piezas de aquel rompecabezas empezaban a encajar. La princesa búlgara con el esguince de tobillo había acudido al doctor Meckel. Probablemente fuera él quien le recomendara el Klub Infierno para ir a cenar. Gustave la había escogido como «voluntaria» y le había dado una orden posthipnótica para que, llegada la medianoche, ella se pusiera su abrigo, cogiera el S–Bahn hasta Spandau y se dirigiera a la posada de El Ciervo Negro. Willi se las tenía que ver con un nivel de conspiración como nunca habría imaginado que existiera. Entonces más que nunca se alegró de haber reclutado a Von Schleicher, que en ese momento ostentaba el máximo poder del Estado alemán.

Antes de despedirse del último miembro de su extensa familia allí, tenía que preguntarle algo más. Algo difícil.

—Kurt, ¿me podrías explicar por qué una persona obtendría placer sexual del… dolor?

—¡Aja! He aquí un tema sobre el que podríamos estar semanas discutiendo, sin que llegáramos a ninguna respuesta definitiva. Pero me temo que en este preciso momento no tenemos tiempo, Willi. No hay…

Y como si quisieran refrendar sus palabras, las campanas de la iglesia del Káiser Guillermo empezaron a dar la hora.

El doctor Shurze fue lo bastante amable para entregar a Willi la insignia de oro del Partido Nazi supuestamente hallada en la bata gris de la Sirena, para que rastreara su procedencia. Fue incluso lo bastante amable para darle el nombre del orfebre que fabricaba todas las insignias del Partido Nazi, H. Bieberman, de la Dorotheen Strasse. Willi llegó allí antes de que el joyero cerrara y recibió la amable ayuda del propio H. Bieberman, que examinó el objeto bajo una lupa e identificó su número de fabricación, lo que le permitió decir con absoluta seguridad que la insignia de oro macizo de veinticuatro quilates había sido entregada a Hermann Meckel en el séptimo aniversario del Golpe de Múnich del 9 de noviembre, por sus prolongados servicios como médico de las SA.

Lo que contribuyó a reforzar el dedo acusatorio que apuntaba directa e inconfundiblemente al médico fue que, según el joyero, el cirujano había acudido a la tienda el miércoles por la mañana, considerablemente disgustado, y le había contado a Bieberman que había perdido inexplicablemente su insignia durante una fiesta celebrada la noche anterior. Así que deseaba que le hiciera una copia de inmediato, copia que pagaría de su bolsillo. Pero debía ser una réplica exacta. Imagínese, ¡perder algo así! Y le pidió a Bieberman que se esforzara al máximo en terminar la copia a toda prisa. ¿Qué duda podía caber, pues, de que Meckel, el prestigioso traumatólogo y nazi veterano, era el cirujano que Willi andaba buscando?

Sólo que, si la insignia se había perdido el martes por la noche — ¿por qué habría de mentir Meckel al joyero a ese respecto?—, era indudable que no podía haber llegado a la ropa de la Sirena mientras estaba viva, porque ya llevaba muerta tres días. La insignia había sigo arrancada de la solapa de Meckel, con toda probabilidad durante aquella fiesta, y luego colocada en la morgue. Meckel podía o no haber enviado a la princesa búlgara al Klub Infierno, pero sin duda no era el cirujano que había destrozado las piernas a Gina Mancuso.

Alguien intentaba tenderle una trampa.

—Gracias, Herr Bieberman. Ha sido usted de una gran ayuda.

Willi decidió hacer una visita al «jubilado» doctor Hoffnung en Wilmersdorf, a las afueras de la ciudad.

Sin embargo, para su enorme disgusto, se enteró por el portero del edificio de que los Hoffnung ya no vivían allí.

—¿Adonde se han ido?

—Eso no sabría decírselo. Sólo sé que se han ido y que no han dejado ninguna dirección para enviarles el correo.

Por primera vez, un miedo auténtico hizo que Willi se estremeciera de la cabeza a los pies.

¿Hoffnung y su esposa habían desaparecido sin dejar una dirección para enviarles el correo?

De repente, sintió como si unas manos negras estuvieran tejiendo una red en torno a él.

Y él fuera una estúpida mosca.

Libro segundo

LA ISLA DE LOS MUERTOS

Capítulo 10

DICIEMBRE DE 1932

U
na señorita lo espera en su despacho, Herr Inspektor–Detecktiv. — Ruta sonrió entre las volutas de humo del cigarrillo—. Y es muy atractiva. Es más, una de las jóvenes más atractivas que jamás haya visto. —Ruta le estaba dando coba, mientras miraba fijamente a Willi con curiosidad maternal—. En circunstancias normales, no daría mi aprobación a una mujer así. No me parecería una persona sana. Pero ésta, bueno, no me pregunté por qué… pero la encuentro agradable. Quizá porque es una corista. Como lo fui yo. Sí, Fräulein Hoffmeyer y yo hemos tenido una larga y amigable charla. Willi cerró la puerta tras él.

Putzi estaba sentada con las piernas cruzadas en la silla del otro lado de la mesa. Los breves pantalones cortos habían desaparecido. Y las ligas. Y las botas moradas. Su lugar lo ocupaba un traje: zapatos conjuntados, chaqueta a juego y blusa suéter. Era como si una varita mágica la hubiera transformado en una joven respetable. Los mitones de encaje negro habían sido sustituidos por unos guantes de cabritilla. El sombrero, a la última moda, de copa alta y a la corta, le caía sobre un ojo formando una curva. Incluso llevaba lo último de 1933 en faldas, observó Willi, trágicamente varios centímetros más larga que la del año anterior. Pero tenía un aspecto fantástico.

Cuánta dignidad en su compostura, cuánta resolución en su desenvoltura. Debía de haberse gastado en el atuendo casi los cincuenta marcos que él le había dado. Y aquello le emocionó. Porque significaba bastante más que la simple ropa: ella estaba demostrando respeto. Hacía sí misma. Y hacia él. Sin aquel estridente maquillaje, su cara era verdaderamente preciosa. Willi se avergonzó por la repentina hinchazón de sus ojos. Entonces era posible: Putzi podía cambiar. El la había ayudado. Y ahora ella acudiría en su ayuda.

—No pongas esa cara de horror, Herr Inspektor–Detektiv —dijo Putzi con una media sonrisa—. Con una pequeña ayuda, cualquier chica puede parecer bonita.

—No. Tienes que ser bonita para parecer bonita. Y tú, sencillamente… —bajó la voz— estás maravillosa.

—Perdón por irrumpir así, sin previo aviso. Pero pensé que te gustaría saberlo enseguida. Este sábado, el Gran Gustave da una fiesta de Navidad en su yate. Me he dejado el pellejo para que nos invitara.

—¿Nos?

—No puedes ir a esas cosas sin compañía. No se hace así. Willi se rió.

—Además, necesitas que alguien esté ojo avizor por ti entre esa gente.

—¿Lo necesito?

—¿Quién sabe…? A lo mejor no eres tan listo como crees. Y aunque lo seas, a veces no basta con usar el cerebro. Necesitas a gente acostumbrada a lidiar con esos personajes. Puede que lleven chistera y frac, pero son ratas de alcantarilla, todos sin excepción.

—Bueno, da la casualidad de que algunos de mis mejores amigos son ratas de alcantarilla.

—¡Oh, cielos! —Ella le dio una palmada en broma.

—¿Has desayunado ya? Hay un lugar estupendo a dos pasos de aquí.

—Sería un honor. —Agarró delicadamente su bolso.

Cuando Willi abrió la puerta, Ruta fingió no haber estado escuchando.

—Fräulein Hoffmeyer y yo estaremos fuera un rato, Frau Garber. Pasaré a recoger mis mensajes.

—Jawohl,
Herr Inspektor–Detektiv —soltó ásperamente la mujer—.
Bon appétit.

Acabaron yendo directamente a casa de Willi.

Después de que Vicki muriera y los niños se fueran a Dahlem, él se había mudado a un pequeño aunque cómodo piso de una habitación en Nuremberger Strasse, a tan sólo una manzana de distancia de Tauentzien, donde Putzi trabajaba.

—Un barrio familiar —dijo ella, cuando Willi le abrió la puerta para que pasara. El grave tañido de las campanas de la iglesia del Káiser Guillermo los acompañó al interior.

El salón, que daba a la calle animada por el chirrido de los tranvías y el tráfico, rebosaba de sol. Dos de las cuatro paredes estaban absolutamente cubiertas de estanterías. Putzi miró en derredor con verdadero asombro.

—¿Qué es esto, una biblioteca?

Se detuvo para examinar más o menos una docena de viejas fotos familiares situadas en el lado opuesto a las ventanas, y se quedó impresionada por los hombres de luengas barbas y extraños sombreros, las ceremonias nupciales celebradas bajo recargados palios y los niños pequeños envueltos en chales de oración hebreos. Quedó fascinada con la foto del pequeño Willi en su primer día de colegio el año 1903, en la que aparecía con un traje de marinero con bombachos y un adornado cucurucho de papel lleno de frutas y caramelos.

—¡Mira qué monada!

Junto a ésta, estaba colgada la foto de un grupo de unos veinte jóvenes con el uniforme imperial de la Gran Guerra. Willi había sido capitán, vio Putzi. Y había ganado la Cruz de Hierro de Primera Clase, lo que no pareció sorprenderla. Más emotividad despertó la visión de la foto nupcial con Vicki; cuando la miró, su pecho se agitó.

—Jo! —dijo Putzi, secándose una lágrima con el guante de cabritilla—. Era realmente hermosa. ¡Qué… refinada! Debiste de quererla mucho. Y mira, aquí están los niños. —Putzi pasó a Erich y Stefan—. ¡Cómo se parecen a ti!

Willi se sentía como un colegial que estuviera haciendo novillos. No se podía creer que hubiera llevado a una chica a su casa a las diez de la mañana. Y en un día laboral. Desde que había ido a escondidas a un burdel francés antes de la batalla de Passchendaele, no había sentido semejante agitación de excitación ilícita. Que Putzi estuviera allí con él, transformada en una joven saludable, era sencillamente… una fantasía hecha realidad. Había llorado a Vicki tanto tiempo que ni siquiera se dio cuenta de la fuerza que conservaba su pasión por la vida. No de la mera existencia, sino de la vida en sí: emocionante, satisfactoria, llena de promesas. Ya no quería estar solo ni vivir únicamente para su trabajo. Quería vivir de verdad, amar y ser amado. ¡Y follar con Putzi todos los días!

La cogió entre sus brazos y la besó como antaño había besado a Vicki, en cuerpo y alma. Ella tembló y suspiró, sucumbiendo con ternura. Cayeron sobre el sofá, la respiración cada vez más agitada. Willi le quitó el suéter y buscó sus pechos. Pero, como empezaba a ser costumbre, Putzi no se quitó los guantes.

—Dame un minuto, Willi. —Se alejó, contoneándose—. Abre la cama, cariño. Y pon algo de música. —Cogió su bolso y desapareció tras la puerta del baño.

Willi preparó la cama como se le había ordenado, empalmado como una farola, y permaneció así durante unos interminables minutos. Cuando salió, Putzi estaba completamente desnuda salvo por aquellos mitones de encaje negros. Su visión fue como un cubo de agua helada. ¿Por qué se había ido y hecho eso, recordándole a Willi lo que hacía para ganarse la vida?

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