Los Sonambulos (5 page)

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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

BOOK: Los Sonambulos
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—Nein.
—Hans se rió—. ¡Aunque es igual de cabrona, te lo aseguro! La gran Marlene Dietrich. Es un verdadero incordio. El problema con estas estrellas internacionales es que sólo porque son especiales creen que deben ser tratadas como tales. Quejas y más quejas. Todo es cien veces mejor en Estados Unidos. Bueno, si eso es lo que piensas, ¿por qué no te vas a Norteamérica?, es lo que yo digo.

—Todavía está a tiempo, Hans. —Willi pinchó en una fuente de espárragos
au gratín
—. Todavía está a tiempo.

Estaba terminando una tarta Sacher y un café, satisfecho como no lo había estado en todo el día, cuando Hans anunció la llegada del portero. Willi se reunió con él en la entrada del hotel, bajo el largo toldo rayado.

—Herr Inspektor–Detektiv. —Rudy ya tenía puesto el uniforme—. ¿Cómo iba a saber que sería la última vez que hablaba con ella? —Sus ojos serviles tenían una expresión de verdadero miedo, como incluso los más inocentes solían tener cuando eran interrogados por la Kripo—. Se comportaba de forma extraña, es verdad. Pero ¿quién soy yo para preguntar a los huéspedes?

—Tranquilízate, Rudy. Nadie dice que hicieras algo malo. Ahora, cuéntame exactamente qué es lo que ocurrió. ¿A qué te refieres cuando dices que se comportaba de manera extraña?

—Era poco más de medianoche. Cuando más ocupados estamos. La señora se acercó a mí con aquella pinta tan exótica. El pelo negro peinado muy llamativamente. Los ojos negros. Y con un abrigo de leopardo, pero ¡sin sombrero! En voz muy baja, va y me pregunta por la estación más cercana del S–Bahn. Qué raro, pienso, que uno de nuestros ilustres huéspedes coja el transporte público, y mucho más una dama sola a altas horas de la noche. Pero lo verdaderamente extraño era su voz… y la expresión que tenía en los ojos. Tengo un hijo, ¿sabe?, de diez años, y con cierta frecuencia se levanta en medio de la noche y empieza a caminar por la casa, hablando… pero está dormido. Sonámbulo. Se supone que nunca hay que despertar a los sonámbulos, tan sólo dejar que vuelvan a la cama, que es exactamente lo que yo hago con Tommy. Esta señora tenía el mismo aspecto… como si no estuviera despierta. Tenía los ojos abiertos, pero no estaba realmente aquí. Tuve el fuerte presentimiento de que debía llevarla de nuevo adentro. Pero, como ya he dicho, ¿es cosa mía interrogar a nuestros huéspedes? Además, en ese preciso instante, llegaron el ministro de Asuntos Exteriores italiano y su esposa. Tenía que atenderlos. Así que le dije a la señora que la estación más próxima del S–Bahn estaba en la Friedrich Strasse. Le pregunté si quería que le pidiera un taxi. «No, no», contestó, «necesito caminar». Y eso fue lo último que le oí decir. Mientras le abría la puerta al ministro, la vi avanzar por el Unter den Linden, sola, con aquel abrigo de leopardo… ¡y sin sombrero!

—¿Te dijo adonde quería ir en el S–Bahn? —Willi estaba perplejo por la historia—. Piensa, Rudy. Es importante.

—¡Vaya, pues sí! —Abrió los ojos desmesuradamente cuando se acordó—. Sí, sí que lo hizo. Me dijo: «¿Dónde está el S–Bahn más próximo que pueda llevarme a Spandau?».

—¡A Spandau! —Un escalofrío recorrió las venas de Willi—. ¿Estás seguro?

—Sí, completamente. Recuerdo que me pregunté si el S–Bahn llegaba a Spandau.

Willi se imaginó la estación que había visto allí esa mañana.

Durante un segundo se quedó sin palabras. ¿Sería una mera coincidencia? Miró el reloj; eran casi las nueve. A pesar de su agotamiento, aún le quedaba algo por hacer. Volver de nuevo a Spandau. Esta vez en el S–Bahn.

Capítulo 4

T
enía casi treinta y seis años y había vivido allí toda su vida, pero atravesar la capital a toda velocidad en el tren elevado seguía proporcionando a Willi la sensación de viajar sobre una alfombra mágica. El paisaje, fascinante como siempre. Berlín era la Chicago de Europa: una inmensa ciudad de ladrillo y piedra caliza, nueva según criterios continentales, en su mayoría con una antigüedad que no llegaba al siglo. Ambiciosa, arrogante, siempre avanzando. Hacia qué, ni él ni los restantes cuatro millones de berlineses tenían la menor idea.

Desde Friedrich Strasse siguieron el curso del río Spree como una exhalación y dejaron atrás la gran cúpula acristalada del Reichstag. Después de bordear el Tiergarten, el gran pulmón de la ciudad, el tren se adentró en el elegante barrio Oeste, corriendo en paralelo a la interminable sucesión de manzanas con bellos edificios de viviendas, lo que permitía a los pasajeros un acceso inigualable a las vidas de todas aquellas sombras mal definidas. Una sucesión de escenas de calma doméstica pasaron volando ante los ojos de Willi: familias pendientes de la radio o reunidas en torno a un piano o adornando árboles navideños…

Cuanto más al norte y al oeste se dirigían, más pobres se iban haciendo los edificios y más tristes las imágenes que ofrecían. Huesudas amas de casa inclinadas sobre tablas de planchar; padres en ropa interior que zurraban a sus hijos… Cuando el tren redujo la velocidad para tomar una curva junto a un enorme almacén, Willi vio a través de unas ventanas grandes y agrietadas que el edificio se había convertido en un albergue para vagabundos donde se amontonaban cientos de almas, y el hedor a desesperanza casi atufó el vagón del tren.

Al llegar a las nuevas urbanizaciones construidas por Siemens Electronics, el vagón se había vaciado prácticamente de pasajeros. Tal vez un sábado por la noche hubiera más gente, reflexionó Willi, pero con todo debió de haber sido un paseo solitario para la princesa. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué podía haberla llevado a hacer semejante cosa? ¿Adonde había ido al llegar a la estación? Cuarenta y cinco minutos después de dejar Friedrich Strasse se detuvieron con un chirrido en la parada de Spandau, al final de la línea.

Tras bajar los escalones que conducían a la calle, la oscuridad engulló a Willi. Después de la iluminación del centro de Berlín, siempre llevaba un rato acostumbrarse a la penumbra del resto del mundo. Una única fuente de iluminación atrajo su atención… justo al otro lado de la calle. La posada en la que había reparado esa mañana, con la cervecería al aire libre y la esvástica encima de la puerta. El Ciervo Negro, vio que se llamaba, y a menos que alguien la hubiera estado esperando para recogerla, era casi seguro que la princesa se habría dirigido allí. Aunque sólo fuera porque no había ningún otro sitio. Así que encaminó sus pasos hacia el establecimiento.

Respiró hondo, pasó bajo la bandera nazi y entró. Dentro, una gran habitación forrada de madera en la que una tercera parte de las veinte mesas, también de madera, estaban ocupadas. La propietaria, una pechugona de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, algo bizca y teñida de rubio, estaba en la caja registradora revisando unas cuentas. Le preguntó a Willi en qué podía servirlo. La experiencia había enseñado al policía cuándo y cómo su placa de la Kripo podía servirle de ayuda; en ocasiones como ésta, tenía la sensación de que era mejor mantenerla en reserva.

—Busco a una amiga. A una mujer. Me preguntaba si quizá podría haber entrado aquí la otra noche.

La bizca le lanzó una mirada de reojo:

—¿Quién es usted, un actor de los Estudios Babelsberg… ensayando una escena de espías? ¿Cómo iba a saber yo quién es su amiga y quién no?

—Tiene unos veinticuatro años. Pelo negro. Ojos oscuros. Y lleva un abrigo de leopardo.

Entonces la mujer soltó una carcajada.

—¿Un abrigo de leopardo, dice? ¿Le parece éste la clase de establecimiento donde las mujeres llevan abrigos de leopardo?

—Podría haber entrado aquí sin ningún propósito desde la estación del S–Bahn. Es probable que fuera el único lugar al que se habría dirigido.

—Oiga, señor. —Su voz se hizo un poco más aguda cuando entraron dos hombres con unos largos abrigos de lana—. No sé qué es lo que le parece, pero éste es un restaurante familiar. Las mujeres solas no entran aquí sin más, con o sin abrigos de leopardo. Ni siquiera desde la estación del S–Bahn.

—¿Qué está pasando aquí, Gretel? —preguntó uno de los hombres—. ¿Un alborotador?

—No exactamente. —La mujer puso cara de pocos amigos—. Sólo me está molestando con preguntas idiotas.

—¿Qué clase de preguntas?

Willi se volvió hacia ellos. Los dos tenían unos treinta y tantos años y un aspecto muy remilgado, con corbata y sombrero. Ambos llevaban las insignias plateadas del Partido clavadas en las solapas.

—Busco a una amiga. Puede que hubiera entrado aquí el sábado por la noche.

—Como ha dicho la señora… —Uno de los dos se adelantó con una sonrisita agresiva, al tiempo que se quitaba el sombrero. Era de la variedad aria no rubia, con el pelo negro engominado peinado hacia atrás y una sonrisa burlona que dejaba al descubierto un hueco excepcionalmente grande entre sus dos paletas—. Esta no es la clase de sitio en el que entran mujeres sin acompañante. Es un lugar decente. Para los alemanes decentes.

A Willi le pareció ver una bata de médico bajo el abrigo del hombre.

—¿Dónde se cree que está,
mein Herr?
—terció el de piel más clara y ojos negros, con una sonrisa verdaderamente sarcástica—. Quizá se ha apeado en la parada equivocada. El Judíos–damm está en otra dirección.

Al oír eso, los hombres y la camarera estallaron en sonoras carcajadas.

—El Judíos–damm. Ja, ja, ja! Eso sí que ha estado bien. No lo olvidaré, Schumann —dijo el primer hombre con verdadero deleite, tras lo cual volvió su mirada hacia Willi, dejando de sonreír—. Vuelve a tu Judíos–damm. Y disfrútalo mientras puedas.

Willi sintió que había llegado el momento de llamar a los refuerzos.

Sacó su placa de la Kripo. Aquello no produjo el efecto deseado.

A ninguno de los tres pareció impresionarles el poder del Estado.

—¿Crees que nos puedes asustar con eso? —El del pelo negro se rió, mostrando los dientes—. Con tu república judía y tu constitución judía. ¡Me cago en ellas!

—Alles in Ordnung,
Josef? —Un hombre con botas negras y el uniforme de las SA apareció por una puerta trasera golpeando una porra de madera contra la palma de la mano.

Willi calculó que disponía de unos treinta segundos para salvar su cráneo.

—Sólo buscaba a una amiga —dijo con la más amistosa de las sonrisas—. Pero, como nadie parece haberla visto… Seguiré mi camino.

Aquello rompió la tensión el tiempo suficiente para que iniciara una retirada táctica. De nada servía dejarse matar por aquella princesa, aseveraba la lógica. Al cabo de un minuto, estaba a bordo del tren suburbano de regreso al centro de Berlín.

Schumann, habían llamado a uno; su amigo el de los dientes de conejo… Josef.

De una u otra manera, tendría que volver a la pequeña y cordial taberna.

Media hora más tarde, mientras la parte occidental de Berlín pasaba zumbando ante sus ojos, se preguntó qué podría haber llevado a la princesa Magdelena Eugenia a coger aquel tren sola a medianoche. ¿Para encontrarse con un amante? ¿Para comprar drogas? Iodo parecía de lo más improbable. ¿Y qué había del asunto de los sonámbulos? ¿Podía ser que realmente no estuviera despierta? Eso parecía aun más absurdo. Quizá ni siquiera hubiera ido a Spandau; quizá sólo había cogido aquella línea y se había apeado en cualquiera de la docena de estaciones del recorrido. Estaba demasiado cansado para pensar.

Ni más ni menos que como un sonámbulo.

Ni siquiera había amanecido cuando abrió los ojos de golpe. Había estado soñando. Miraba el último éxito holliwoodiense de Marlene Dietrich en el Gloria Palast, el cine más famoso de Berlín. La actriz estaba tan mágica como siempre, pero el público parecía aterrorizado. La gente había empezado a salir corriendo del cine, gritando. Willi miró con más atención y vio que las piernas de la gran estrella eran monstruosas. ¡Estaban del revés! En lugar de contonearse por la pantalla, la Dietrich caminaba a trompicones, y a cada fotograma su cuerpo aparecía más horriblemente mutilado.

Willi seguía en un extraño estado de agotamiento y alerta cuando llegó a la Dirección General de la Policía, y le sorprendió descubrir que Gunther ya estaba en su despacho. Ruta, silbando, le llevó un café recién hecho y un
Brötchen.

—No tienes buen aspecto, Gunther —dijo Willi, en cuanto vio la expresión del muchacho.

Gunther le lanzó una mirada atribulada.

—Aquí tiene. —Deslizó una hoja de papel por la mesa—. Los principales cirujanos ortopédicos de Alemania.

A Willi no le sonaba ninguno de los nombres, pero se alegró al ver que casi todos tenían direcciones de Berlín. Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

—Todavía no he encontrado nada sobre trasplantes de huesos. Es un tema bastante oscuro.

—Prueba en la biblioteca médica de la universidad. O en el Hospital de la Caridad. Allí tiene que haber algo.

—Sí, señor. —Gunther escribió los nombres—. Bueno, en cuanto a los norteamericanos desaparecidos, ha habido tres en este año, pero sólo una mujer. Se llama Gina Mancuso y es de una pequeña ciudad llamada Schenectady, en el estado de Nueva York.

Mancuso. Willi recordó aquellos ojos cálidos y oscuros.

—Veamos su expediente.

—No estaba allí.

—Venga ya.

—Su nombre y país de origen figuraban en el Registro Central de Personas Desaparecidas, pero su expediente había desaparecido del Archivo.

—¿Así que no sólo ha desaparecido ella, sino también su expediente? Esto es muy extraño.

—¿Conoce a la monada que trabaja ahí abajo, Elfrieda? —Y añadió—: Jura que vio la carpeta hace una semana, al volver a ordenar la letra «M». Pero la ha buscado una y otra vez, y ahora la carpeta no está allí.

—¿No la sacó nadie?

—Oficialmente, no.

—Bueno, Gunther, voy a tener que ponerte a trabajar en esto mientras ande persiguiendo a la princesa búlgara. Tienes que averiguar todo lo que puedas sobre Gina Mancuso, y veamos si al menos podemos hacer una identificación positiva.

—Todavía hay más, señor. ¿Se acuerda de los manicomios públicos de Prusia?

—Sí, por supuesto. ¿Qué has encontrado? ¿La tal Mancuso había estado ingresada?

—No hay constancia oficial de ello. Pero en cuanto a lo del afeitado de la cabeza… todas las instituciones del Estado abandonaron esa práctica hace más de cuatro años.

—Ya. —Willi pensó en el asunto. Por un lado, aquélla era una buena noticia; por otro, una información intrigante.

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