Los robots del amanecer (29 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los robots del amanecer
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Ahora resultaba que no sólo era una ciudad, sino además la más importante. Baley miró a ambos lados.

—Tenía la impresión de que los establecimientos de Fastolfe y de Gladia estaban en las afueras de Eos. Hubiera asegurado que ya estábamos fuera de los límites de la Ciudad.

—En absoluto, compañero Elijah. Estamos atravesando el centro. Los límites están a siete kilómetros y nuestro destino está casi cuarenta kilómetros más allá.

—¿El centro de la ciudad? No veo grandes estructuras...

—No están hechas para ser vistas desde las carretera, pero ahí entre los árboles puedes ver una. Es el establecimiento de Fuad Labord, un famoso escritor.

—¿Conoces todos los establecimientos con sólo verlos?

—Están catalogados en mis bancos de memoria —dijo Daneel en tono solemne.

—No se ve tráfico en la carretera. ¿A qué se debe?

—Las distancias largas son cubiertas por aeromóviles o por submóviles magnéticos. Las conexiones tridimensionales...

—En Solaria las denominan «visionados» —dijo Baley.

—Y aquí también, en las conversaciones informales. Su nombre más formal es TVC. Estas comunicaciones constituyen el medio más usado de relacionarse. Por otra parte, a los auroranos les encanta pasear y no es extraño que recorran varios kilómetros para hacer una visita social o incluso para acudir a una reunión de negocios, cuando disponen del tiempo necesario.

»Y nosotros tenemos que acudir a un sitio que queda demasiado lejos para ir andando, demasiado cerca para tomar un aeromóvil, y no se desea la visión tridimensional; por eso utilizamos un vehículo terrestre. Un planeador, para ser más exactos, compañero Elijah, aunque cabe calificarlo de vehículo terrestre, supongo.

—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar al establecimiento de Vasilia?

—No mucho, compañero Elijah. Está en el Instituto de Robótica, como quizá sepas.

Hubo unos instantes de silencio y por fin Baley dijo:

—Allí en el horizonte parece haberse nublado el cielo.

Giskard tomó una curva a toda velocidad y el planeador se inclinó en un ángulo de unos treinta grados. Baley reprimió un gemido y se asió a Daneel, quien pasó su brazo izquierdo sobre los hombros de Baley y le sostuvo con fuerza, con una mano en cada hombro. Baley respiró lenta y profundamente cuando el planeador recuperó su posición.

—Si —dijo entonces Daneel—, esas nubes darán lugar a precipitaciones conforme avance el día, tal como predijo el servicio meteorológico.

Baley frunció el ceño. Durante sus trabajos experimentales en el Exterior, en la Tierra, la lluvia le había pillado una vez, una sola vez. Había sido como permanecer bajo una ducha fría con las ropas puestas. Había sufrido un momento de auténtico pánico al comprender que no había modo alguno de manipular ningún control que detuviera la lluvia. ¡El agua caería sin parar! Después, todo el mundo se echó a correr y él hizo lo mismo, encaminándose a la Ciudad, siempre seca y fácil de controlar.

Pero ahora estaba en Aurora y no tenía idea de lo que debía hacer uno cuando empezaba a llover y no había por ninguna parte una Ciudad adonde escapar. ¿Debía correr al establecimiento más próximo? ¿Los refugiados eran automáticamente bien recibidos?

Después de otra pequeña curva, Giskard dijo:

—Estamos en el aparcamiento del Instituto de Robótica, señor. Podemos entrar y visitar el establecimiento que la doctora Vasilia tiene en terrenos del Instituto.

Baley asintió. El viaje había durado entre quince y veinte minutos (ésa fue la máxima precisión de que fue capaz, contando en tiempo terrestre) y Baley se alegraba de que hubiese terminado. Casi sin aliento, murmuró:

—Antes de reunirme con la hija del doctor Fastolfe, me gustaría saber algo de ella. Tú no la conoces, ¿verdad, Daneel?

—Cuando empecé a existir —contestó Daneel—, el doctor Fastolfe y su hija llevaban separados bastante tiempo. No la he visto nunca.

—En cuanto a ti, Giskard, tú y ella os conocéis muy bien, ¿no es cierto?

—Lo es, señor —asintió Giskard, impasible.

—¿Y os gustabais?

—Creo, señor —contestó el robot—, que a la hija del doctor Fastolfe le complacía estar conmigo.

—¿Y a ti te complacía estar con ella?

Giskard pareció escoger sus palabras antes de contestar.

—Me producía una sensación que, creo, corresponde a lo que los seres humanos entienden por complacerse en la compañía de otro ser humano.

—Pero con Vasilia, esa sensación tuya era más acusada, ¿estoy en lo cierto?

—Su complacencia ante mi compañía —confesó Giskard— parecía estimular, en efecto, los potenciales positrónicos que producen en mí acciones equivalentes a las que el placer produce en los seres humanos. O al menos así me lo explicó una vez el doctor Fastolfe.

—¿Por qué abandonó Vasilia a su padre? —preguntó de repente Baley.

Giskard no respondió.

—Te he hecho una pregunta, muchacho —insistió Baley con la súbita brusquedad que solían utilizar los terrícolas con los robots.

Giskard volvió la cabeza y miró fijamente a Baley quien, por un instante, creyó que el fulgor de los ojos del robot reflejaba un destello de resentimiento hacia aquella mezquina palabra.

No obstante, cuando Giskard habló lo hizo en un tono suave y sin mostrar ninguna expresión identíficable en sus facciones.

—Me gustaría responderle, señor, pero la señorita Vasilia me ordenó que guardara silencio en todo lo referente a dicha separación, cuando ésta se produjo.

—Pero yo te ordeno que respondas, y puedo ordenarlo de una manera muy firme y convincente, si lo deseo.

—Lo lamento —insistió Giskard—. La señorita Vasilia, ya por aquel entonces, tenía grandes conocimientos de robótica y las órdenes que me dio eran suficientemente poderosas como para permanecer, pese a todo lo que pueda usted decirme, señor.

—Es cierto que debía de ser muy hábil en robótica —asintió Baley—, pues el doctor Fastolfe me ha contado que Vasilia te reprogramó en varias ocasiones.

—No resultó peligroso hacerlo, señor. El doctor Fastolfe en persona podía corregir en todo momento cualquier error que ella pudiese cometer.

—¿Y tuvo que hacerlo?

—Nunca, señor.

—¿Cuál era la naturaleza de la reprogramación?

—Cosas de poca importancia, señor.

—Quizá, pero insisto en que sacies mi curiosidad. ¿Qué es lo que hizo Vasilia?

Giskard titubeó y Baley supo inmediatamente qué significaba aquello. El robot contestó:

—Me temo que cualquier pregunta referente a la reprogramación no puede ser respondida por mí.

—¿Lo tienes prohibido?

—No, señor, pero la reprogramación borra automáticamente lo que había anteriormente. Si sufro una modificación en algún aspecto, a mí me parecerá que siempre he sido así y no guardaré recuerdo alguno de lo que era antes de sufrir la modificación.

—Entonces, cómo sabes que las reprogramaciones fueron sobre asuntos de poca importancia.

—Dado que el doctor Fastolfe no ha visto nunca la necesidad de corregir nada de cuanto hizo la señorita Vasilia (o al menos eso me dijo él cierta vez), no puedo sino suponer que los cambios fueron de poca importancia. Puede usted preguntárselo a la señorita Vasilia, señor.

—Así lo haré —asintió Baley.

—No obstante, me temo que ella no le responderá, señor.

A Baley le dio un vuelco el corazón. Hasta aquel momento, sólo había interrogado al doctor Fastolfe, a Gladia y a los dos robots, y todos ellos tenían razones muy manifiestas para colaborar. Ahora, por primera vez, se enfrentaría con una persona hostil.

37

Baley descendió del planeador, que descansaba sobre un túmulo cubierto de hierba, y sintió un cierto placer al notar el suelo firme bajo sus pies.

Miró a su alrededor, sorprendido de que los edificios estuvieran tan próximos unos a otros. A su derecha había uno particularmente grande, construido sin grandes ornamentaciones, como un inmenso bloque de metal y cristal de aristas perfectamente dispuestas en ángulos rectos.

—¿Eso es el Instituto de Robótica? —preguntó.

—El Instituto abarca todo el complejo, compañero Elijah —contestó Daneel—. Ese edificio sólo es una parte, y está construido con más solidez de lo habitual en Aurora porque forma una entidad política autónoma. Contiene establecimientos vivienda, laboratorios, bibliotecas, gimnasios comunales, etcétera. El edificio grande es el centro administrativo.

—Parece tan poco aurorano, con tantos edificios a la vista (al menos a juzgar por lo que he visto de Eos), que supongo que habría una considerable oposición a su construcción.

—Creo que la hubo, compañero Elijah, pero el jefe del Instituto era amigo del Presidente, que tenía mucha influencia y consiguió un permiso especial, creo, en base a necesidades de investigación. En realidad, es más sólido de lo que pensaba —añadió Daneel con aire pensativo.

—¿De lo que pensabas? ¿Nunca habías estado aquí antes, Daneel?

—No, compañero Elijah.

—¿Y tú, Giskard?

—No, señor —dijo el aludido.

—Pues habéis encontrado el camino sin ningún problema, y parecéis conocer el lugar.

—Hemos sido informados convenientemente, compañero Elijah —dijo Daneel—, ya que era necesario que viniéramos contigo.

Baley asintió, pensativo, y preguntó por qué no les había acompañado el doctor Fastolfe. Una vez más, decidió que no tenía sentido intentar pillar por sorpresa a un robot. Si se les hacía una pregunta rápida o inesperada, los robots simplemente aguardaban a que la pregunta fuera asimilada y entonces contestaban. No había manera de cogerles desprevenidos.

—Como dijo el doctor Fastolfe, no es miembro del Instituto y considera inadecuado acudir a visitarlo sin haber sido invitado —contestó Daneel.

—¿Por qué no es miembro?

—Nunca se me ha informado de las razones, compañero Elijah.

Los ojos de Baley se volvieron hacia Giskard, que rápidamente respondió:

—Ni a mí, señor.

¿No lo sabían? ¿O tenían instrucciones de afirmarlo así? Baley se encogió de hombros. No importaba. Los seres humanos podían mentir y los robots podían ser programados.

Naturalmente, los seres humanos podían ser intimidados o manipulados para hacerles reconocer sus mentiras —si quien lo intentaba era lo bastante hábil o lo bastante cruel— y los robots podían ser manipulados para saltarse las instrucciones —si el manipulador era suficientemente hábil y carente de escrúpulos—, pero la habilidad necesaria en cada caso era muy distinta y Baley carecía por completo de ellas en lo referente a robots.

—¿Dónde podríamos encontrar a la doctora Vasilia Fastolfe? —preguntó Baley.

—Delante mismo de nosotros está su establecimiento.

—Entonces, habéis sido programados para dirigiros a su casa, ¿verdad?

—Eso está impreso en nuestros programas de memoria, compañero Elijah.

—Entonces, conducidme hasta ella.

El sol anaranjado estaba ahora bastante alto en el cielo y se aproximaba claramente al mediodía. Cuando se acercaron al establecimiento de Vasilia, penetraron en la sombra de la factoría y Baley se puso algo nervioso al apreciar el brusco cambio de temperaturas.

Apretó los labios ante la perspectiva de ocupar y poblar mundos sin Ciudades, donde las temperaturas no pudieran controlarse y estuvieran sometidas a cambios impredecibles e idiotas. Además, apreció Baley con cierto nerviosismo, las nubes del horizonte habían avanzado un poco. Podía llover en cualquier momento y de forma torrencial.

¡La Tierra! ¡Cuánto echaba de menos las Ciudades!

Giskard fue el primero en entrar en el establecimiento y Daneel cogió por el brazo a Baley para evitar que éste siguiera adelante.

¡Naturalmente! Giskard estaba de reconocimiento.

Igual que Daneel, por supuesto. Sus ojos escrutaron el paisaje con una intensidad que ningún ojo humano hubiera podido igualar. Baley tuvo la certidumbre de que aquellos ojos robóticos no se perdían nada. (Se preguntó por qué los robots no irían equipados con cuatro ojos distribuidos por un igual alrededor del perímetro de la cabeza, o una banda óptica que lo rodeara por completo. Naturalmente, no cabía esperar aquello en Daneel, dada su apariencia humaniforme, pero ¿por qué no Giskard? ¿No suponía ello unas complicaciones de visión que los pasos positrónicos no podían controlar? Por un instante, Baley tuvo una leve visión de las complejidades que ofrecía la vida de un roboticista.)

Giskard reapareció en el umbral e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. La mano de Daneel ejerció una considerable presión sobre el brazo de Baley y éste avanzó. La puerta siguió entornada.

En el establecimiento de Vasilia no había cerraduras en las puertas, y Baley recordó de repente que tampoco las había visto en los establecimientos de Gladia y del doctor Fastolfe. La escasa población y la separación entre los habitantes contribuía a asegurar la intimidad. También ayudaba a ello la costumbre de no interferir unos con otros. Y, pensándolo bien, la permanente guardia de los robots resultaba más eficaz que cualquier cerradura.

La presión de la mano de Daneel sobre el brazo de Baley indicó a éste que se detuviera. Giskard, delante de ellos, hablaba en voz baja con dos robots, muy parecidos al propio Giskard.

Una repentina sensación de frío encogió el estómago de Baley. ¿Qué sucedería si en una rápida maniobra alguien cambiaba a Giskard por otro robot similar? ¿Sería capaz de reconocer la sustitución, de discernir cuál era cada robot? ¿Corría el peligro de ser dejado en manos de un robot sin instrucciones especiales de protegerle, de un robot que, sin quererlo, podía ponerle en peligro y luego reaccionar con in-suficiente rapidez en el momento en que fuese necesaria la protección?

Controlando su propia voz, le dijo en tono tranquilo a Daneel:

—Es notable el parecido de esos robots, Daneel. ¿Tú puedes decir cuál es cada uno?

—Desde luego, compañero Elijah. Los diseños del vestuario son distintos y sus números de código también lo son.

—A mí no me parecen distintos.

—No estás acostumbrado a advertir ese tipo de detalles.

—¿Qué números de código? —insisto Baley.

—Compañero Elijah, son muy fáciles de ver cuando uno sabe dónde tiene que mirar, y cuando se tienen ojos más sensibles al infrarrojo que los ojos humanos.

—En tal caso, puedo verme en dificultades sí tengo que efectuar la identificación de alguno de ellos, ¿no?

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