—En absoluto, compañero Elijah. No tienes más que preguntarle al robot su nombre completo y número de serie, y él te lo dirá.
—¿Incluso si el robot ha sido programado para que me dé unos datos falsos?
—¿Por qué se iba a programar así a un robot?
Baley decidió no explicárselo. En cualquier caso, Giskard estaba ya de vuelta y le dijo a Batey:
—Será usted recibido, señor. Venga por aquí, por favor.
Los dos robots del establecimiento abrieron la marcha. Detrás iban Baley y Daneel; éste todavía asía el brazo de Baley con aire protector.
Cerrando la marcha iba Giskard.
Los dos robots se detuvieron ante una puerta doble que se abrió en ambas direcciones, al parecer automáticamente. La sala en la que entraron estaba bañada de una luz mortecina y grisácea, y la luz diurna del Exterior apenas conseguía atra-vesar las gruesas cortinas.
Baley distinguió, no muy claramente, una pequeña figura humana en la sala, medio sentada en un taburete alto, con un codo apoyado en una mesa que era tan larga como la pared.
Baley y Daneel entraron, y Giskard lo hizo tras ellos. La puerta se cerró haciendo que la sala pareciera menos iluminada todavía.
—¡No se acerquen más! ¡Quédense donde están! —dijo una voz de mujer en tono cortante.
Y la sala se iluminó de repente con toda la luz del dia.
Baley parpadeó y alzó la mirada. El techo era acristalado y a su través podía verse el sol. Este parecía, sin embargo, extrañamente mortecino y podía ser contemplado directamente sin peligro, aunque ello no parecía afectar a la calidad de la iluminación en el interior de la sala. Presumiblemente, el cristal (o lo que fuera aquella sustancia transparente) difuminaba la luz sin absorberla.
Baley observó a la mujer, que todavía mantenía su postura en el taburete, y preguntó:
—¿La doctora Vasilia Fastolfe?
—Doctora Vasilia Aliena, si prefiere llamarme por mi nombre completo. No llevo prestados los apellidos de otros. Puede llamarme doctora Vasilia. Es el nombre por el que se me conoce habitualmente en el Instituto. —Su voz, que había sonado bastante ruda, se suavizó ligeramente—. ¿Cómo estás, mi viejo amigo Giskard?
Giskard, en un tono de voz extrañamente diferente del que utilizaba habitualmente, respondió:
—Me alegro de verla... —hizo una pausa y repitió—: Me alegro de verla. Señorita.
Vasilia sonrió.
—Y éste, supongo que es el robot humaniforme de quien tanto he oído hablar... ¿Daneel Olivaw?
—Sí, doctora Vasilia —dijo Daneel al instante.
—Y por último, aquí tenemos al... terrícola.
—Elijah Baley, doctora —se presentó Baley con aire severo.
—Si, sé que los terrícolas tienen nombres y que el suyo es Elijah Baley —replicó ella fríamente—. No se parece usted en nada al actor que interpretó su papel en el programa de hiperondas.
—Soy consciente de ello, doctora.
—En cambio, el que interpretaba a Daneel se parecía bastante más al original, pero supongo que no estamos aquí para comentar ese programa.
—En efecto.
—Creo que estamos aquí, terrícola, para hablar de Santirix Gremionis. Está bien, diga lo que tenga que decir y terminemos de una vez. ¿Le parece bien?
—No del todo —replicó Baley—. Esa no es la razón principal de mi visita, aunque imagino que también hablaremos de eso.
—¿De veras? ¿Tiene usted la impresión de que estamos aquí para enfrascarnos en una conversación larga y complicada sobre cualquier tema que a usted se le ocurra escoger?
—Doctora Vasilia, creo que sería preferible dejar que yo llevara la entrevista a mi modo.
—¿Es eso una amenaza?
—No.
—Bien, nunca he conocido a un terrícola y puede resultar interesante observar hasta qué punto se parece usted al actor que hizo su papel. Me refiero a su parecido con él en otros aspectos aparte del físico. ¿Es usted de verdad la persona dominante que parecía ser en el programa?
—Ese programa —replicó Baley con evidente disgusto— era excesivamente dramático y exageraba mi personalidad en todos sus rasgos. Preferiría que me aceptara como soy y que me juzgara sólo por cómo aparezco ahora mismo delante de usted.
Vasilia se echó a reír.
—Por lo menos, no parece abrumado por mi presencia. Eso es un punto a su favor. ¿O quizás considera que ese asunto de Gremionis que tiene en la cabeza le coloca en posición de darme órdenes?
—No estoy aquí para otra cosa más que para descubrir la verdad en el asunto de la muerte del robot humaniforme Jander Panell.
—¿Su muerte? ¿Llegó a estar vivo alguna vez, pues?
—Utilizo una palabra en lugar de una frase del estilo de «en estado de inoperatividad permanente». ¿La confunde a usted el término «muerte»?
—Se defiende usted bien —dijo Vasilia—. Debrett, trae una silla para el terrícola. Se va a fatigar estando de pie, si la conversación va a ser larga. Después, métete en tu nicho. Y tú también puedes buscar uno, Daneel. Giskard, ven y quédate cerca de mí.
Baley tomó asiento.
—Gracias, Debrett. Doctora Vasilia, carezco de autoridad para interrogarla, y no dispongo de medios legales para obligarla a responder a mis preguntas. No obstante, la muerte de Jander Panell ha colocado a su padre en una posición de...
—¿Qué ha colocado a quién?
—A su padre.
—Terrícola, yo a veces me refiero a cierto individuo como «mi padre», pero nadie más lo hace. Haga el favor de utilizar el nombre propio.
—El doctor Han Fastolfe. Él es su padre, ¿no? Aunque sólo sea en los registros.
—Esta usted utilizando un término biológico. Comparto con él unos genes en la forma característica que en la Tierra se consideraría una relación padre-hija. Este dato resulta absolutamente indiferente en Aurora, salvo en temas médicos y genéticos. Entiendo que algunas de mis dolencias se deben a ciertos estados metabólicos en los cuales puede resultar conveniente estudiar la fisiología y la bioquímica de aquellos con quienes comparto los genes: padres, hermanos, hijos, etcétera. Fuera de estos casos concretos, la relación existente entre las personas no suele mencionarse entre la sociedad aurorana bien educada. Se lo explico porque es usted un terrícola.
—Si he ofendido sus costumbres —respondió Baley—, ha sido por ignorancia y le pido disculpas. ¿Puedo referirme al caballero de quien estamos hablando por su nombre?
—Desde luego.
—En tal caso, la muerte de Jander Panell ha puesto al doctor Han Fastolfe en una situación de cierta dificultad, y yo creía que ello le preocuparía a usted lo suficiente para desear ayudarle.
—¿Eso creía usted, ¿verdad? ¿Por qué?
—Porque es su... Porque él la crió. Él cuidó de usted. Ustedes sentían un profundo afecto el uno por el otro. Y él todavía siente un profundo afecto por usted.
—¿Se lo ha dicho él?
—Resulta evidente por detalles de nuestras conversaciones, e incluso por el hecho de que se haya interesado por la mujer de Solaria, Gladia Delmarre, debido a su parecido con usted.
—¿Eso se lo ha dicho él?
—En efecto. Pero aunque no lo hubiera hecho, el parecido es evidente.
—No obstante, no le debo nada al doctor Fastolfe, terrícola. Puede abandonar sus suposiciones.
Baley se aclaró la garganta.
—Aparte de los sentimientos personales que pueda usted tener o dejar de tener, está el tema del futuro de la galaxia. El doctor Fastolfe desea que el ser humano explore y colonice nuevos mundos. Si las repercusiones de la muerte de Jander llevan a la exploración y colonización de nuevos mundos mediante robots, el doctor Fastolfe cree que ello resultaría catastrófico para Aurora y para la humanidad. Estoy seguro de que no querrá usted ser parte responsable de una catástrofe de esas dimensiones.
Vasilia respondió con indiferencia, observándole meticulosamente.
—Desde luego que no, si estuviera de acuerdo con el doctor Fastolfe. Pero no es así. No veo nada malo en que esa labor la realicen robots humaniformes. De hecho, estoy aquí en el Instituto para hacer eso posible. Soy una globalista y, dado que el doctor Fastolfe es un humanista, le considero un enemigo político.
Las respuestas de Vasilia eran concisas y directas, expresadas sin una palabra más de las necesarias. A cada respuesta seguía un claro silencio, como si aguardara con interés la siguiente pregunta. Baley tuvo la impresión de que Vasilia sentía curiosidad hacia él, que le divertía; se dijo que quizá Vasilia estaba haciendo apuestas respecto a cuál sería su siguiente pregunta, decidida a ofrecerle la información mínima necesaria para forzar otra pregunta.
—¿Hace mucho que es usted miembro del Instituto?
—Desde su formación.
—¿Hay muchos miembros?
—Yo calculo que alrededor de un tercio de los roboticistas de Aurora son miembros, aunque sólo la mitad de ellos vive y trabaja realmente en terrenos del Instituto.
—¿Los demás miembros del Instituto comparten sus opiniones respecto a la exploración de otros mundos mediante robots? ¿Se oponen radical y definitivamente a la opinión del doctor Fastolfe?
—Supongo que la mayor parte de los roboticistas son globalistas, pero no sé que hayamos adoptado ninguna decisión sobre el tema o siquiera que se haya discutido oficialmente. Será mejor que pregunte uno por uno, personalmente.
—¿El doctor Fastolfe es miembro del Instituto?
—No.
Baley aguardó un poco, pero Vasilia no añadió nada a la negativa. Por último, Baley añadió:
—¿No es eso sorprendente? Creía que precisamente él, de todos los que conozco en este planeta, sería miembro del Instituto.
—En realidad, no le queremos aquí. Y él tampoco desea estar aquí, aunque eso es quizá menos importante.
—¿No resulta eso todavía más sorprendente?
—No lo creo —respondió ella. Luego, como si cediera a la tentación de añadir algo por causa de la irritación que llevaba dentro de sí, prosiguió—: Él vive en la ciudad de Eos. Supongo que sabrá usted el significado de ese nombre, ¿verdad, terrícola?
Baley asintió y contestó:
—Eos es la antigua diosa griega del amanecer; en Roma, a esa misma diosa se la conocía con el nombre de Aurora.
—Exacto. El doctor Han Fastolfe vive en la Ciudad del amanecer, en el mundo del amanecer, y no comprende el método necesario para la expansión a través de la galaxia, para convertir el amanecer espacial en el día galáctico. La exploración robótica de la galaxia es el único método práctico de desarrollar dicha tarea, y el doctor no podría aceptarlo, igual que tampoco nos puede aceptar a nosotros.
—¿Por qué es el único método práctico? —preguntó en voz baja Baley—. Aurora y los otros mundos espaciales no fueron explorados y colonizados por robots, sino por seres humanos.
—Una corrección: por terrícolas. Se trataba de un procedimiento costoso y poco eficaz. Además, ahora no permitiríamos que ningún terrícola volviera a servir de colono. Nosotros nos hemos convertido en espaciales, sanos y de larga vida, y tenemos robots infinitamente más versátiles y flexibles que aquellos de que disponían los seres humanos que poblaron originariamente nuestros mundos. Los tiempos y las circunstancias son totalmente distintos, y hoy día sólo es concebible la exploración mediante robots.
—Supongamos que tiene usted razón y que el doctor Fastolfe está equivocado. Aun así, su opinión sigue siendo lógica. ¿Por qué no se aceptan mutuamente el Instituto y él? ¿Sólo porque no están de acuerdo en este punto?
—No. Este desacuerdo en concreto es sólo un tema de menor importancia, comparativamente. Existe un conflicto más fundamental.
Baley hizo una nueva pausa y, otra vez, la mujer no añadió una palabra más a su observación. Baley no se sentía lo bastante seguro de su posición para demostrar irritación y se limitó a preguntar tímidamente, sin gran confianza:
—¿Cuál es ese conflicto más fundamental?
En la voz de Vasilia casi afloró un tono de divertida sorpresa. Los rasgos de su rostro se dulcificaron ligeramente y, por un instante, su parecido con Gladia se hizo aún mayor.
—Supongo que no podría usted adivinarlo si no se lo cuento.
—Precisamente por eso lo pregunto, doctora Vasilia.
—Está bien, terrícola. Me han dicho que los terrestres tienen una vida corta. Supongo que no me habrán informado mal, ¿verdad?
Baley se encogió de hombros.
—Algunos hombres alcanzan los cien años de edad, en años terrestres —permaneció pensativo unos instantes y añadió—: Quizás unos ciento treinta años métricos.
—¿Y usted qué edad tiene?
—Cuarenta y cinco años terrestres, sesenta años métricos.
—Yo tengo sesenta y seis años métricos. Y espero vivir tres siglos métricos más, por lo menos. Si llevo cuidado.
Baley abrió ambas manos en dirección a ella.
—La felicito —exclamó.
—Eso tiene sus desventajas.
—Esta mañana me han comentado que, en tres o cuatro siglos, una persona puede sufrir muchísimas pérdidas.
—Me temo que así es —asintió Vasilia—. Y también se pueden acumular muchas cosas beneficiosas. En conjunto, unas y otras se equilibran.
—¿Cuáles son entonces las desventajas?
—Usted no es un científico, naturalmente.
—No, soy detective. Policía, si lo prefiere.
—Pero quizá conozca a algún científico en su mundo.
—Sí, conozco a algunos —admitió Baley con cautela.
—¿Sabe cómo trabajan? Nos han dicho que en la Tierra necesitan colaborar unos con otros. Tienen, como mucho, medio siglo de trabajo activo en el transcurso de sus cortas vidas. Menos de siete décadas métricas. No puede hacerse mucho en ese lapso de tiempo.
—Algunos de nuestros científicos han conseguido notables progresos en un período de tiempo considerablemente menor.
—Porque han aprovechado los descubrimientos realizados por otros con anterioridad, y por las ventajas que les reporta el uso de los hallazgos que otros llevan a cabo simultáneamente. ¿No es así?
—Por supuesto. Tenemos una comunidad científica a la que contribuye todo el género humano a través del tiempo y del espacio.
—Exactamente. De otro modo, no funcionaría. Cada científico, consciente de lo improbable que sería la consecución de grandes resultados por su propia cuenta, se ve obligado a entrar en la comunidad científica. No puede evitar el formar parte de la cámara de intercambio de informaciones. De este modo, el progreso resulta enormemente mayor de lo que sería si ese intercambio no existiera.