—Hágalo, por favor —pidió Baley.
—Hemos trabajado para producir un planeta que, en conjunto, obedeciera las Tres Leyes de la Robótica. No hace nada que pueda dañar a los seres humanos, sea por comisión u omisión. Hace lo que nosotros queremos que haga, siempre que no le pidamos dañar a los seres humanos. Y se protege a sí mismo, excepto en las ocasiones y los lugares en que debe servirnos o salvarnos a nosotros incluso a costa de dañarse a sí mismo. En ningún otro sitio, ni en la Tierra ni en los otros mundos espaciales, es esto tan cierto como en Aurora.
Baley comentó tristemente:
—Los terrícolas también perseguíamos este fin, pero ya somos demasiado numerosos y deterioramos demasiado nuestro planeta en los días de nuestra ignorancia para que ahora podamos hacer algo al respecto... Pero, ¿qué hay de las formas de vida indígenas de Aurora? Sin duda no se encontraron con un planeta muerto.
Fastolfe contestó:
—Ya sabe que no, si ha leído libros sobre nuestra historia. Aurora tenía vegetación y vida animal cuando llegamos, así como una atmósfera de nitrógeno y oxígeno. Eso era así en los cincuenta mundos espaciales. Cosa extraña, en todos los casos, las formas de vida eran escasas y no muy variadas, Tampoco se aferraban con demasiada tenacidad a su propio planeta. Nos impusimos, por así decirlo, sin lucha de ninguna clase... y lo que queda de la vida indígena está en nuestros acuarios, nuestros zoológicos, y en unas pocas zonas primitivas que mantenemos con gran cuidado.
»No acabamos de entender por qué los planetas con vida que los seres humanos han encontrado han sido tan débiles en lo que respecta a conservar esa vida, por qué sólo la Tierra ha desarrollado tantísimas y tan tenaces formas de vida, y por qué sólo la Tierra ha dado muestras de inteligencia.
Baley repuso:
—Quizá sea una coincidencia, el accidente de una exploración incompleta. Aún conocemos muy pocos planetas.
—Admito —dijo Fastolfe— que es la explicación más probable. En algún lugar tiene que haber un equilibrio ecológico tan complejo como el de la Tierra. En algún lugar tiene que haber vida inteligente y una civilización tecnológica. Sin embargo, la vida y la inteligencia de la Tierra se han extendido muchos parsecs en todas direcciones. Si hay vida e inteligencia en otro lugar, ¿por qué no se han extendido también... y por qué no nos hemos encontrado unos con otros?
—Por lo que sabemos, eso podría ocurrir mañana mismo.
—En efecto. Y si tal encuentro es inminente, con más razón no deberíamos esperar pasivamente. Porque nos estamos volviendo pasivos, señor Baley. Hace dos siglos y medio que no se ha colonizado un nuevo mundo espacial. Nuestros mundos son tan cómodos, tan agradables, que no deseamos dejarlos. Este mundo fue colonizado porque la Tierra se había tornado tan desagradable que los riesgos y peligros de mundos nuevos y vacíos parecían preferibles comparados con ella. Cuando finalizó el desarrollo de nuestros cincuenta mundos espaciales, Solaria fue el último, ya no había ningún estímulo, ninguna necesidad de ir a otro lugar. Y la misma Tierra se ha retirado a sus cuevas subterráneas de acero. Es el fin.
—Usted no puede creer eso.
—¿Si continuamos tal como estamos? ¿Si continuamos plácidos y cómodos e inmóviles? Sí, lo creo. La humanidad debe ampliar su campo de acción si quiere seguir floreciendo. Un método de expansión es a través del espacio, a través de la colonización constante de otros mundos. Si no lo hacemos, alguna otra civilización que esté llevando a cabo dicha expansión nos dará alcance y nosotros no podremos contener su dinamismo.
—¿Acaso espera una guerra espacial... como una destrucción por hiperondas?
—No, dudo que eso fuera necesario. Una civilización que se esté extendiendo por el espacio no necesitará nuestros pocos mundos y probablemente estará demasiado avanzada en el aspecto intelectual para imponer su hegemonía por medios tan drásticos. Sin embargo, si estamos rodeados por una civilización más activa, más llena de vitalidad, nos marchitaremos por la mera fuerza de la comparación; moriremos al darnos cuenta de lo que ha sido de nosotros y del potencial que hemos desperdiciado. Naturalmente, podríamos recurrir a otras expansiones; una expansión de conocimientos científicos o de vigor cultural, por ejemplo. No obstante, me temo que esas expansiones no son separables. Debilitarse en una es debilitarse en todas. Indudablemente, nos estamos debilitando en todas. Vivimos demasiado. Estamos demasiado cómodos.
Baley comentó:
—En la Tierra nos imaginamos a los espaciales como todopoderosos, como totalmente seguros de sí mismos. No puedo creer que uno de ustedes me esté diciendo esto.
—No se lo dirá ningún otro espacial. Mis teorías no están de moda. Los demás las encontrarían intolerables y no hablo a menudo de esas cosas con los auroranos. En cambio, hablo de dar un nuevo impulso al descubrimiento de otros mundos, sin expresar mis temores de las catástrofes que ocurrirán si abandonamos la colonización. En eso, al menos, he triunfado. Aurora ha considerado seriamente, incluso entusiástamente, una nueva era de exploración y colonización.
—Lo dice —señaló Baley— sin que se le vea muy entusiasmado. ¿Por qué?
—Es que nos estamos acercando a mi motivo para destruir a Jander Panell.
Fastolfe hizo una pausa, meneó la cabeza y continuó:
—Ojalá, señor Baley, pudiera entender mejor a los seres humanos. He pasado seis décadas estudiando las particularidades del cerebro positrónico y espero seguir dedicando mis esfuerzos a este problema durante quince o veinte más. En este tiempo, apenas he rozado el problema del cerebro humano, que es mucho más complicado. ¿Hay Leyes de Humánica igual que hay Leyes de Robótica? ¿Cuántas Leyes de Humánica podría haber y cómo pueden expresarse matemáticamente? No lo sé.
»Sin embargo, quizá llegue el día en que alguien enuncie las Leyes de la Humánica y entonces podré predecir los rasgos generales del futuro y sabré qué le espera a la humanidad, en vez de limitarme a hacer conjeturas como hasta ahora, y sabré qué hacer para mejorar las cosas, en vez de limitarme a especular. A veces sueño con fundar una ciencia matemática a la que llamaría "psicohistoria", pero sé que no puedo y me temo que nadie lo hará jamás.
Guardó silencio.
Baley esperó, y luego preguntó suavemente:
—¿Y su motivo para destruir a Jander Panell, doctor Fastolfe?
Fastolfe no pareció oír la pregunta. Al menos, no respondió. En cambio, dijo:
—Daneel y Giskard vuelven a hacernos señas de que el camino está despejado. Dígame, señor Baley, ¿se aventuraría a ir un poco más lejos?
—¿Adonde? —preguntó Baley con cautela.
—Hacia un establecimiento cercano. En esa dirección, al otro lado del prado. ¿Le molestará internarse tanto en el exterior?
Baley apretó los labios y miró en aquella dirección, como intentando calibrar su efecto.
—Creo que lo soportaré. No preveo ningún problema.
Giskard, que estaba lo bastante cerca para oírle, se acercó aún más; sus ojos no brillaban a la luz del sol. Aunque su voz estuvo desprovista de emoción humana, sus palabras denunciaron su preocupación.
—Señor, ¿puedo recordarle que en el viaje hacia aquí sufrió graves molestias al descender al planeta?
Baley se volvió hacia él. A pesar de sus sentimientos hacia Daneel y su actitud tolerante hacia los robots, no pudo reprimir una intensa sensación de desagrado. El más primitivo Giskard le resultaba sumamente repulsivo. Luchó por sofocar la ira que sentía y dijo:
—En la nave fui imprudente, muchacho, por culpa de una curiosidad excesiva. Me encontré ante una visión que no había experimentado nunca y no tuve tiempo para adaptarme. Esto es distinto.
—Señor, ¿siente ahora alguna molestia? ¿Me lo puede asegurar?
—Esto —dijo Baley con firmeza (recordándose a sí mismo que el robot estaba sujeto a la Primera Ley e intentando mostrarse cortés con un montón de metal que, al fin y al cabo, tenían el bienestar de Baley como único objetivo)— no importa. He de cumplir con mi deber y no podré hacerlo si me escondo en lugares resguardados.
—¿Su deber? —preguntó Giskard como si no hubiera sido programado para comprender esa palabra.
Baley miró rápidamente en dirección a Fastolfe, pero éste se mantenía impasible y no parecía dispuesto a intervenir. Daba la impresión de estar escuchando con abstraído interés, como si sopesara la reacción de un robot de un tipo concreto ante una situación nueva y la comparase con correspondencias, variables, constantes y ecuaciones diferenciales que sólo él comprendía.
O eso pensó Baley. Le molestó formar parte de una observación de ese tipo y dijo, quizá demasiado bruscamente:
—¿Sabes lo que significa «deber»?
—Lo que ha de hacerse, señor —respondió Giskard.
—Tu deber es obedecer las Leyes de la Robótica. Y los seres humanos también tienen leyes, como tu amo, el doctor Fastolfe, estaba diciendo ahora mismo, que han de obedecerse. Yo he de hacer lo que me han encomendado. Es importante.
—Pero salir al descubierto cuando no...
—De todos modos, hay que hacerlo. Quizás algún día mi hijo vaya a otro planeta, uno mucho menos cómodo que éste, y se exponga al Exterior durante el resto de su vida. Y si yo pudiera, iría con él.
—Pero, ¿por qué haría tal cosa?
—Ya te lo he dicho. Lo considero mi deber.
—Señor, yo no puedo desobedecer las Leyes. ¿Puede usted desobedecer las suyas? Porque debo pedirle que...
—Puedo optar por no cumplir con mi deber, pero no lo haré... y a veces ésta es la compulsión más fuerte, Giskard.
Hubo un momento de silencio y luego Giskard preguntó:
—¿Le ocasionaría algún daño que yo lograra persuadirle de no seguir adelante?
—En cuanto a que entonces creería no estar cumpliendo con mi deber, me lo ocasionaría.
—¿Más daño que cualquier molestia que pueda sentir al aire libre?
—Mucho más.
—Gracias por explicármelo, señor —dijo Giskard, y a Baley le pareció ver una expresión satisfecha en el rostro casi impasible del robot. (La tendencia humana a personificar era irreprimible.)
Giskard retrocedió y el doctor Fastolfe se decidió a intervenir.
—Ha sido muy interesante, señor Baley. Giskard necesitaba instrucciones antes de comprender plenamente cómo adaptar la respuesta de potencial positrónico a las Tres Leyes o, más bien, cómo iban a adaptarse esos potenciales en vista de la situación. Ahora sabe cómo comportarse.
Baley comentó:
—He obserbado que Daneel no ha hecho ninguna pregunta.
Fastolfe repuso:
—Daneel le conoce. Ha estado con usted en la Tierra y en Solaria... Pero, ¿qué le parece si seguimos andando? Iremos muy despacio. Mire atentamente a su alrededor y, si en cualquier momento desea descansar, esperar, o incluso volver atrás, confío en que me lo hará saber.
—De acuerdo, pero ¿cuál es el propósito de este paseo? Ya que usted teme un posible malestar por mi parte, no creo que lo sugiriera sin tener una buena razón.
—Así es —respondió Fastolfe—. Supongo que querrá ver el cuerpo inerte de Jander.
—Como un formulismo, sí, pero me inclino a pensar que no me revelará nada.
—Estoy seguro de ello, pero quizá también tenga la oportunidad de interrogar a la persona que era casi dueña de Jander en el momento de la tragedia. Sin duda le gustará hablar de la cuestión con algún ser humano aparte de mí mismo.
Fastolfe echó a andar lentamente, arrancando una hoja de un arbusto, doblándola por la mitad y mordisqueándola. Baley le miró con curiosidad, extrañado de que un espacial se llevara a la boca algo que estaba sin tratar, sin calentar e incluso sin lavar, cuando temían tantísimo las infeccnes. Recordó que Aurora estaba libre (¿enteramente libre?) de microorganismos patógenos, pero de todos modos encontró la acción repugnante. La repugnancia no tenía por qué tener una base racional, pensó a la defensiva... y de pronto se sorprendió a punto de disculpar la actitud de los espaciales hacia los terrícolas.
iRetrocedió! ¡Aquello era diferente! ¡Allí estaban implicados los seres humanos!
Giskard se adelantó, dirigiéndose hacia la derecha. Daneel se quedó atrás y hacia la izquierda. El sol anaranjado de Aurora (Baley apenas notaba ya el tinte anaranjado) le calentaba ligeramente la espalda, desprovisto del calor que tenía el sol de la Tierra en verano (pero, ¿acaso sabía cuál era el clima y la estación en aquel sector de Aurora y aquel momento determinado?).
La hierba o lo que fuese (parecía hierba) era un poco más gruesa y esponjosa que la de la Tierra, y el suelo era duro, como si no hubiese llovido en bastante tiempo.
Se dirigían hacia una casa que se levantaba algo más lejos, seguramente la casa del casi propietario de Jander. Baley oyó el crujido de un animal en la hierba hacia la derecha, el repentino gorjeo de un pájaro oculto en un árbol detrás de él, los tenues zumbidos cuyos antepasados habían vivido en la Tierra. No tenían modo de saber que el pedazo de tierra donde habitaban no era lo único que existía o había existido jamás. Los mismos árboles y la misma hierba procedían de unos árboles y una hierba que en otro tiempo habían crecido en la Tierra.
Sólo los seres humanos podían vivir en aquel mundo y saber que no eran autóctonos sino que descendían de los terrícolas y, sin embargo, ¿lo sabían los espaciales realmente o preferían relegarlo al olvido? ¿Llegaría, tal vez, un tiempo en que no lo sabrían? ¿En que no recordarían de qué mundo provenían o si había siquiera un mundo de origen?
—Doctor Fastolfe —exclamó súbitamente, en parte para librarse de unas reflexiones que empezaban a hacérsele opresivas—, aún no me ha dicho su motivo para destruir a Jander.
—¡Cierto! ¡No lo he hecho! Vamos a ver, señor Baley, ¿por qué supone que he trabajado tanto para elaborar la base teórica de los cerebros positrónioos de los robots humaniformes?
—Lo ignoro.
—Pues bien, piense. La cuestión es diseñar un cerebro robótico lo más parecido posible al cerebro humano y, en mi opinión, eso requiere un cierto talento poético. —Hizo una pausa y su leve sonrisa se hizo más amplia—. Algunos de mis colegas siempre se molestan cuando les digo que, si una conclusión no está poéticamente equilibrada, no puede ser científicamente cierta. Me dicen que no saben lo que eso significa.
Baley declaró:
—Me temo que yo tampoco lo sé.