—Pero yo sí. No puedo explicárselo, pero siento la explicación sin ser capaz de traducirla a palabras, y quizá por eso he alcanzado resultados que mis colegas no han podido alcanzar. Sin embargo, me vuelvo ampuloso, lo cual es un signo inequívoco de que debería volverme prosaico. Para imitar un cerebro humano, cuando no sé casi nada sobre el funcionamiento del cerebro humano, se requiere un salto intuitivo... algo que a mí me parece poesía. Y el mismo salto intuitivo que me daría el cerebro positrónico humaniforme sin duda debería darme nuevos conocimientos sobre el propio cerebro humano. Esa era mi creencia: que a través de la humaniformidad podría dar al menos un pequeño paso hacia la psicohistoria de la que le he hablado.
—Comprendo.
—Y si consiguiera elaborar una estructura teórica que desemboca en un cerebro positrónico humaniforme, necesitaría un cuerpo humaniforme donde implantarlo. Como comprenderá, el cerebro no existe por sí mismo. Actúa recíprocamente con el cuerpo, de modo que un cerebro humaniforme en un cuerpo no humaniforme se convertiría, hasta cierto punto, en no humano.
—¿Está seguro de eso?
—Absolutamente. Sólo tiene que comparar a Daneel con Giskard.
—¿Así que Daneel fue construido como objeto experimental para favorecer la comprensión del cerebro humano?
—Ha dado en el clavo. Trabajé dos décadas en esa labor con ayuda de Sarton. Tuvimos numerosos fracasos que hubieron de ser descartados. Daneel fue el primer éxito verdadero y, naturalmente, lo conservé como objeto de estudio y también por... —esbozó una sonrisa, como si admitiera una tontería— afecto. Al fin y al cabo, Daneel capta el concepto de deber humano, mientras que Giskard, con todas sus virtudes, tiene dificultades en hacerlo. Ya lo ha visto.
—¿Y la temporada que Daneel pasó conmigo en la Tierra, hace tres años, fue su primera misión?
—La primera de cierta importancia, sí. Cuando Sarton fue asesinado, necesitábamos algo que fuera un robot y resistiera las enfermedades infecciosas de la Tierra y, sin embargo, se pareciera lo bastante a un hombre para evitar los pre-juicios antirrobóticos de los terrícolas.
—Es una asombrosa coincidencia que dispusieran de Daneel precisamente entonces.
—¿Oh? ¿Cree usted en las coincidencias? Yo opino que cuando quiera que se desarrollara un invento tan revolucionario como el robot humaniforme, surgiría alguna misión que requeriría su empleo. Probablemente habían surgido de modo regular misiones similares durante los años en que Daneel no existía, y como Daneel no existía, tuvieron que emplearse otras soluciones y dispositivos.
—¿Y han tenido éxito sus esfuerzos, doctor Fastolfe? ¿Comprende ahora el cerebro humano mejor que antes?
Fastolfe había ido avanzando cada vez más lentamente y Baley había ido adaptando su paso al de su compañero. Ahora estaban parados, a medio camino entre el establecimiento de Fastolfe y el del otro. Era el punto más difícil para Baley, ya que estaba a la misma distancia de la protección en ambas direcciones, pero reprimió su creciente inquietud, decidido a no provocar a Giskard. No deseaba que un movimiento o un grito —o incluso una expresión— por su parte activara el molesto anhelo que Giskard tenía de salvarle. No quería que lo cogieran en brazos y lo llevaran al refugio más cercano.
Fastolfe no dio muestras de comprender la dificultad de Baley. Dijo:
—No cabe la menor duda de que se han hecho progresos en mentología. Quedan enormes problemas que resolver, y quizá nunca se resuelvan, pero se ha avanzado. Sin embargo...
—¿Sin embargo?
—Sin embargo, Aurora no se da por satisfecha con un estudio puramente teórico del cerebro humano. Se han sugerido empleos para los robots humaniformes que no apruebo.
—Como el empleo en la Tierra.
—No, ése fue un breve experimento que yo aprobé por completo e incluso me fascinó. ¿Podría Daneel engañar a los terrícolas? Resultó que sí, aunque, naturalmente, los terrícolas no tienen muy buena vista en lo que concierne a los robots. Daneel jamás engañaría a un aurorano, aunque me atrevo a asegurar que los futuros robots humaniformes estarán tan perfeccionados que podrán hacerlo. No obstante, se han propuesto otras misiones.
—¿Como cuáles?
Fastolfe miró pensativamente hacia la lejanía.
—Ya le he dicho que este mundo estaba domesticado. Cuando inicié mi movimiento para alentar un nuevo período de exploración y colonización, no pensé en los supercómodos auroranos, o los espaciales en general, como posibles líderes. Más bien pensé en alentar a los terrícolas a ejercer el liderazgo. Con un mundo tan horrible, discúlpeme, y una vida tan corta, tienen tan poco que perder que sin duda acogerían con entusiasmo esa posibilidad, en especial si nosotros les ayudáramos tecnológicamente. Ya le hablé de esto cuando le ví en la Tierra hace tres años. ¿Lo recuerda? —Miró de soslayo a Baley.
Imperturbable, Baley contestó:
—Lo recuerdo muy bien. De hecho, la idea me gustó tanto que he promovido un pequeño movimiento en esa dirección.
—¿De veras? Me imagino que no sería fácil. Hay que tener en cuenta la claustrofilia de todos ustedes, y su resistencia a abandonar los muros que les rodean.
—Lo estamos combatiendo, doctor Fastolfe. Nuestra organización se propone salir al espacio. Mi hijo es un líder del movimiento y espero que llegará un día en que abandonará la Tierra a la cabeza de una expedición para colonizar un nuevo mundo. Si verdaderamente recibimos la ayuda tecnológica de la que usted habla... —Baley dejó la frase en suspenso.
—¿Si suministramos las naves, quiere decir?
—Y el resto del equipo. Sí, doctor Fastolfe.
—Hay dificultades. Muchos auroranos no quieren que los terrícolas salgan al espacio y colonicen nuevos mundos. Temen la rápida difusión de la cultura terrícola, sus Ciudades-colmena, su caos. —Se movió con desasosiego y añadió—: ¿Por qué estamos aquí parados? Sigamos adelante.
Echó a andar despacio y dijo:
—Yo he sostenido que no ocurriría nada de eso. He señalado que los colonos de la Tierra no serían terrícolas al estilo clásico. No estarían encerrados en Ciudades. Al llegar a un nuevo mundo, serían como los Padres auroranos al llegar aquí. Desarrollarían un equilibrio ecológico controlable y su actitud sería más aurorana que terrícola.
—¿No desarrollarían, entonces, todas las debilidades que usted encuentra en la cultura espacial, doctor Fastolfe?
—Quizá no. Aprenderían de nuestros errores. Pero eso es en teoría, pues ha surgido algo que hace discutible el argumento.
—¿Y qué es?
—El robot humaniforme. Verá, hay quienes ven al robot humaniforme como el colonizador perfecto. Son ellos quienes pueden construir los nuevos mundos.
Baley objetó:
—Ustedes siempre han tenido robots. ¿Quiere decir que esta idea no se había propuesto con anterioridad?
—Oh, sí, pero siempre fue claramente inviable. Los robots no humaniformes ordinarios, sin una supervisión humana directa, construirían un mundo acorde con su propia naturaleza no humaniforme, y no podrían domesticar y construir un mundo adecuado para las mentes y los cuerpos más delicados y flexibles de los seres humanos.
—El mundo que construirían seguramente serviría como una primera aproximación razonable.
—Seguramente, señor Baley. Sin embargo, y como una muestra de la decadencia aurorana, nuestro pueblo considera que una primera aproximación razonable es irrazonablemente insuficiente. Por el contrario, un grupo de robots humaniformes, lo más parecidos posible a los seres humanos de cuerpo y de mente, lograrían construir un mundo que, al convenirles a ellos, también convendría inevitablemente a los auroranos. ¿Comprende el razonamiento?
—Perfectamente.
—Así pues, construirían un mundo tan perfecto, que cuando hubieran acabado y los auroranos estuvieran finalmente dispuestos a marcharse, nuestros seres humanos saldrían de Aurora para ir a otra Aurora. No habrían abandonado su hogar; sólo tendrían uno nuevo, exactamente igual que el anterior, donde continuar su decadencia. ¿Comprende también este razonamiento?
—Comprendo su enfoque de la cuestión, pero deduzco que los auroranos no lo hacen.
—Quizá no lo hagan. Creo que puedo defender eficazmente mis convicciones, si la oposición no arruina mi carrera política con este asunto de la destrucción de Jander. ¿Ve el motivo que se me atribuye? Me acusan de haberme embarcado en un programa de destrucción de robots humaniformes para impedir que sean utilizados en la colonización de otros planetas. O eso afirman mis enemigos.
Ahora fue Baley quien dejó de andar. Miró pensativamente a Fastolfe y dijo:
—Comprenderá, doctor Fastolfe, que a la Tierra le interesa el triunfo de su punto de vista.
—Y a usted también, señor Baley.
—Y a mí. Pero aun sin pensar en mí por un momento, sigue siendo vital para mi mundo que nuestro pueblo sea autorizado, alentado y ayudado a explorar la Galaxia; que conservemos nuestras propias costumbres; que no seamos condenados a una reclusión eterna en la Tierra, ya que allí sólo podemos perecer.
Fastolfe observó:
—Algunos de ustedes, creo yo, insistirán en permanecer recluidos.
—Naturalmente. Quizá lo hagan casi todos. Sin embargo, al menos algunos de nosotros, tantos como sea posible, huiremos de allí en cuanto nos den permiso.
»Por lo tanto es mi deber, no sólo como representante de la ley de una gran fracción de la humanidad, sino como terrícola normal y corriente, ayudarle a limpiar su nombre, sea culpable o inocente. De todos modos, sólo puedo lanzarme con entusiasmo a esta labor si sé que, realmente, las acusaciones contra usted son injustificadas.
—¡Naturalmente! Lo comprendo.
—Entonces, en vista de lo que me ha contado sobre el motivo que se le atribuye, asegúreme una vez más que usted no lo hizo.
Fastolfe respondió:
—Señor Baley, me doy perfecta cuenta de que no tiene alternativa en este asunto. Sé muy bien que puedo decirle, con toda impunidad, que soy culpable y que usted seguiría estando obligado por la naturaleza de sus necesidades y las de su mundo a trabajar conmigo para encubrir el hecho. En realidad, si yo fuera verdaderamente culpable, me sentiría obligado a decírselo, para que tomara ese hecho en consideración y, sabiendo la verdad, trabajara más eficazmente para rescatarme... y rescatarse a sí mismo. Pero no puedo hacerlo, porque la verdad es que soy inocente. Por mucho que las apariencias estén contra mí, yo no destruí a Jander. Jamás se me había ocurrido tal cosa.
—¿Jamás?
Fastolfe sonrió tristemente.
—Oh, quizá haya pensado una o dos veces que Aurora habría estado mejor si yo nunca hubiese elaborado los ingeniosos conceptos que condujeron al desarrollo del cerebro positrónico humaniforme, o que sería mejor que esos cerebros demostraran ser inestables o estar fácilmente sujetos a paralizaciones mentales. Pero sólo fueron pensamientos fugaces. Ni por una milésima de segundo pensé en llevar a cabo la destrucción de Jander por esta razón.
—Entonces, debemos destruir este motivo que le atribuyen.
—Bien. Pero, ¿cómo?
—Podríamos demostrar que no tiene ningún objeto. ¿De qué sirve destruir a Jander? Pueden construirse más robots humaniformes. Miles. Millones.
—Me temo que no es así, señor Baley. No puede construirse ninguno. Sólo yo sé cómo diseñarlos, y, mientras la colonización robótica sea un posible destino, me niego a construir más. Jander se ha ido y sólo queda Daneel.
—Otros descubrirán el secreto.
Fastolfe alzó la barbilla.
—Me gustaría ver al robótico capaz de eso. Mis enemigos han fundado un Instituto de Robótica sin más propósito que desarrollar los métodos que existen tras la construcción de un robot humaniforme, pero no lo lograrán. No lo han logrado hasta ahora y sé que no lo lograrán.
Baley frunció el ceño.
—Si usted es el único hombre que conoce el secreto de los robots humaniformes, y sus enemigos están desesperados por saberlo, ¿no intentarán arrancárselo?
—Por supuesto. Amenazando mi existencia política, tal vez provocando algún castigo que me impida trabajar en ese campo, con lo cual también pondrían fin a mi existencia profesional, esperan inducirme a compartir el secreto con ellos. Incluso pueden hacer que la Asamblea Legislativa me ordene compartir el secreto bajo pena de confiscación de bienes, reclusión... ¿quién sabe qué? Sin embargo, estoy decidido a sufrirlo todo —todo— antes que ceder. Pero no quiero tener que hacerlo, como es lógico.
—¿Conocen ellos su determinación de resistir?
—Eso espero. Se los he dicho con toda claridad. Seguramente piensan que es una baladronada, que no hablo en serio. Pero se equivocan.
—Pero si le creen, pueden tomar medidas más graves.
—¿A qué se refiere?
—Pueden robarle sus documentos. Secuestrarle. Torturarle.
Fastolfe lanzó una estrepitosa carcajada y Baley enrojeció. Dijo:
—Detesto hablar como en un melodrama, pero ¿ha tomado en cuenta esa posibilidad?
Fastolfe contestó:
—Señor Baley... En primer lugar, mis robots pueden protegerme. Sería necesaria una guerra a gran escala para capturarme o adueñarse de mi trabajo. Segundo, aunque se las arreglaran de algún modo para conseguirlo, ninguno de los robóticos contrarios a mí se atrevería a confesar que sólo podrá obtener el secreto del cerebro positrónico humaniforme robándomelo o arrancándomelo por la fuerza. Su reputación profesional quedaría arruinada. Tercero, esas cosas son impensables en Aurora. El más leve indicio de atentado poco ético contra mí haría que la Asamblea Legislativa, y la opinión pública, se inclinara en mi favor.
—¿Es eso cierto? —murmuró Baley, maldiciendo el hecho de tener que trabajar en una sociedad cuyos detalles no entendía.
—Sí. Fíese de mi palabra. Ojalá intentaran algo tan melodramático. Ojalá fueran tan increíblemente estúpidos para hacerlo. De hecho, señor Baley, me gustaría poder persuadirle de que se mezclara con ellos, ganara su confianza, y les incitara a atacar mi establecimiento o asaltarme en un camino solitario... o cualquiera de esas cosas que, al parecer, son frecuentes en la Tierra.
Baley repuso con dignidad:
—No creo que ése sea mi estilo.
—Yo tampoco lo creo de modo que ni siquiera intentaré llevar a cabo mis deseos. Y le aseguro que es una lástima, porque si no podemos persuadirles de que recurran al suicida método de la fuerza, harán algo mucho mejor, desde su punto de vista. Me destruirán por medio de falsedades.