Baley tampoco estuvo en contacto con el Exterior al finalizar el trayecto. Cuando se apeó del vehículo, se hallaba en un garaje subterráneo y un pequeño ascensor le llevó al nivel del suelo (como no tardaría en descubrir).
Fue introducido en una soleada habitación y, cuando pasó a través de los rayos de sol (sí, ligeramente anaranjados), se encogió un poco.
Fastolfe lo advirtió. Dijo:
—Las ventanas no son opacas, pero pueden oscurecerse. Lo haré, si lo desea. De hecho, debería haber pensado en ello...
—No es necesario —contestó Baley con aspereza—. Me sentaré de espaldas a ellas. Tengo que aclimatarme.
—Como quiera, pero hágamelo saber si, en cualquier momento, se siente demasiado incómodo... Señor Baley, en esta parte de Aurora es casi mediodía. No sé por qué horario se regía usted en la nave. Si ha estado muchas horas despierto y le gustaría dormir, podemos arreglarlo. Si está desvelado pero no tiene apetito, no es necesario que coma. Sin embargo, si se ve con ánimos para ello, le invito a almorzar conmigo dentro de un rato.
—Casualmente, eso concordaría con mi horario personal.
—Excelente. Me permito recordarle que nuestro día es alrededor de un siete por ciento más corto que el de la Tierra. No creo que eso le ocasione demasiadas dificultades biorrítmicas, pero si es así, intentaremos adaptarnos a sus necesidades.
—Gracias.
—Por último... ignoro cuáles pueden ser sus preferencias en materia de comida.
—Comeré cualquier cosa que me den.
—De todos modos, no me ofenderé si algo no le parece... apetecible.
—Gracias.
—¿No le importará que Daneel y Giskard nos acompañen? Baley esbozó una sonrisa.
—¿Es que también comerán?
Fastolfe no le devolvió la sonrisa. Contestó con seriedad:
—No, pero quiero que estén con usted en todo momento.
—¿Acaso sigue existiendo peligro? ¿Incluso aquí?
—No confio en nada. Ni siquiera aquí.
Un robot entró en la habitación.
—El almuerzo está servido, señor. Fastolfe asintió.
—Muy bien, Faber. Iremos en seguida.
Baley preguntó:
—¿Cuántos robots tiene?
—Bastantes. No estamos al nivel solariano de diez mil robots por ser humano, pero yo tengo más que el término medio: cincuenta y siete. La casa es grande y también me sirve de oficina y taller. Además, mi esposa, cuando la tengo, debe disponer de espacio suficiente para estar aislada de mi trabajo en un ala independiente, y debe poseer su propio servicio.
—Bueno, con cincuenta y siete robots, me imagino que puede prescindir de dos. Me siento menos culpable de que haya enviado a Giskard y Daneel para escoltarme hasta Aurora.
—No fue una elección impensada, se lo aseguro, señor Baley. Giskard es mi mayordomo y mi mano derecha. Ha estado conmigo durante toda mi vida adulta.
—Y sin embargo, lo envió a recogerme. Me siento muy honrado —dijo Baley.
—Eso demuestra su importancia, señor Baley. Giskard.es el mejor de mis robots, fuerte y robusto.
Baley desvió los ojos hacia Daneel y Fastolfe añadió:
—No incluyo a mi amigo Daneel en estos cálculos. El no es mi sirviente, sino una obra de la que tengo la debilidad de sentirme sumamente orgulloso. Es el primero de su clase y, aunque el doctor Roj Nemennuh Sarton fue su diseñador y modelo, el hombre que...
Hizo una discreta pausa, pero Baley asintió bruscamente y dijo:
—Comprendo.
No deseaba que la frase terminara con una referencia al asesinato de Sarton en la Tierra.
—Aunque Sarton supervisó la construcción en sí —prosiguió Fastolfe—, mis cálculos teóricos hicieron posible la existencia de Daneel.
Fastolfe sonrió a Daneel, que inclinó la cabeza.
Baley dijo:
—También estaba Jander.
—Sí. —Fastolfe meneó la cabeza y pareció afligido—. Quizá debería haberle conservado conmigo, como a Daneel. Pero él era mi segundo humaniforme y eso supone una gran diferencia. Daneel es mi primogénito, como si dijéramos... un caso especial.
—¿Y ya no construye más robots humaniformes?
—Ya no. Pero vamos —dijo Fastolfe, frotándose las manos—. Debemos ir a almorzar. No creo, señor Baley, que la población de la Tierra esté acostumbrada a lo que podríamos llamar la comida natural. Tomaremos ensalada de gambas, junto con pan y queso, leche, si lo desea, o algún jugo de fruta. Todo es muy sencillo. Helado para postre.
—Todo ello platos tradicionales de la Tierra —comentó Baley—, que ya no existen en su forma original más que en la literatura antigua.
—Ninguno de ellos es demasiado corriente en Aurora, pero he considerado preferible no imponerle nuestra propia versión de la gastronomía, que incluye productos alimenticios y especias de variedades auroranas. Hay que estar acostumbrado al sabor.
Se levantó.
—Haga el favor de venir conmigo, señor Baley. Sólo seremos nosotros dos, de modo que prescindiremos de las ceremonias y rituales innecesarios.
—Gracias —dijo Baley—. Lo acepto como una atención. He mitigado el tedio del viaje hasta aquí informándome exhaustivamente sobre Aurora, y sé que existen muchas reglas de cortesía para una comida formal que me resultarían muy molestas.
—No debe preocuparse por eso.
Baley dijo:
—¿Podemos infringir las normas hasta el punto de hablar de trabajo durante la comida, doctor Fastolfe? No debo perder tiempo innecesariamente.
—Estoy de acuerdo con usted. Hablaremos de trabajo y me imagino que puedo confiar en su discreción respecto a este desliz. No me gustaría perder mi puesto entre la gente educada. —Se rió entre dientes, y luego añadió—: Aunque no debería reírme. No es cosa de risa. Perder tiempo puede ser más que una simple inconveniencia. Podría ser fácilmente fatal.
La habitación que Baley abandonó era sobria: varias sillas, una cómoda, algo que se asemejaba a un piano pero tenía válvulas de latón en lugar de teclas, y algunos dibujos abstractos en las paredes que parecían brillar tenuemente. El suelo era un tablero en varios tonos de marrón, diseñado con la probable intención de que recordara la madera, y aunque relucía bajo los rayos del sol como si estuviera encerado, no se notaba resbaladizo bajo los pies.
El comedor, aunque tenia el mismo suelo, no se parecía en ninguna otra cosa. Era una larga estancia rectangular, sobrecargada de ornamentación. Contenía seis grandes mesas cuadradas, compuestas por módulos que podían ensamblarse de distintas maneras. A lo largo de una pared corta se veía un bar, con brillantes botellas de diversos colores ante un espejo curvado que confería una extensión casi infinita a la habitación que reflejaba. A lo largo de la otra pared corta había cuatro nichos, en cada uno de los cuales esperaba un robot.
Ambas paredes largas eran mosaicos, cuyos colores cambiaban lentamente. Uno representaba un paisaje planetario, aunque Baley no habría podido decir si era Aurora u otro planeta, o algo completamente imaginario. En un extremo había un campo de trigo (o algo por el estilo) lleno de complicada maquinaria agrícola, toda ella controlada por robots. A medida que los ojos recorrían la pared, eso daba paso a viviendas humanas diseminadas que, en el otro extremo, se convertían en lo que Baley interpretó como la versión aurorana de una Ciudad.
La otra pared larga era astronómica. Un planeta, iluminado por un distante sol, reflejaba la luz de tal manera que ni el examen más detenido impedia tener la impresión de que estaba girando lentamente. Las estrellas que lo rodeaban —al-gunas mortecinas, otras brillantes— también parecían cambiar de configuración, aunque cuando uno concentraba la mirada en un pequeño grupo y la mantenía fija allí, las estrellas parecían inmóviles.
Baley lo encontró todo muy desconcertante y repulsivo.
Fastolfe dijo:
—Una verdadera obra de arte, señor Baley. Costó una fortuna, pero Fanya se empeñó en comprarla. Fanya es mi actual compañera.
—¿Se reunirá con nosotros, doctor Fastolfe?
—No, señor Baley. Como le he dicho, sólo seremos nosotros dos. Mientras tanto, le he pedido que se quede en sus habitaciones. No quiero implicarla en este problema que tenemos. Lo comprende, ¿verdad?
—Sí, por supuesto.
—Vamos. Haga el favor de tomar asiento.
Una de las mesas estaba dispuesta con platos, tazas y complicados cubiertos, algunos de ellos desconocidos para Baley. En el centro habla un cilindro alto y un poco ahusado que parecía un gigantesco peón de ajedrez hecho con un grisáceo material rocoso.
Mientras se sentaba, Baley no pudo resistir la tentación de alargar la mano hacia él y tocarlo con un dedo.
Fastolfe sonrió.
—Es un especiero. Posee unos sencillos mandos que permiten usarlo para echar una cantidad determinada de cualquiera de doce condimentos distintos sobre cualquier porción de un plato. Para hacerlo debidamente, hay que cogerlo y realizar unas evoluciones bastante complicadas que son inútiles en si mismas, pero para los auroranos elegantes tienen mucho valor como símbolos de la gracia y delicadeza con que deben servirse las comidas. Cuando yo era más joven podía hacer lo que llamamos la triple genuflexión, con el pulgar y dos dedos, y echar sal cuando el especiero me daba en la palma de la mano. Si ahora lo intentara, correría el riesgo de romper la crisma a mi invitado. Espero que no le importará que no lo intente.
—Le ruego que no lo intente, doctor Fastolfe.
Un robot colocó la ensalada encima de la mesa, otro les trajo una bandeja de zumos de fruta, un tercero llevó el pan y el queso, y un cuarto desdobló las servilletas. Los cuatro trabajaban con perfecta coordinación, yendo y viniendo sin chocar ni tener dificultades aparentes. Baley los contempló con asombro.
Terminaron, sin que pareciera estar previsto, uno a cada lado de la mesa. Retrocedieron al unísono, se inclinaron al unísono, se volvieron al unísono, y regresaron a los nichos abiertos en la pared del otro extremo de la habitación. Baley reparó súbitamente en la presencia de Daneel y Giskard. No los habla visto entrar. Esperaban en dos nichos que habían aparecido de algún modo en la pared con el campo de trigo. Daneel era el que estaba más cerca.
Fastolfe dijo:
—Ahora que se han ido... —Hizo una pausa y meneó lentamente la cabeza—. Sólo que no se han ido. Normalmente, es costumbre que los robots se marchen antes de que empiece el almuerzo. Los robots no comen, mientras que los seres humanos si lo hacen. Por lo tanto, es lógico que quienes comen lo hagan y quienes no comen se marchen. Y eso ha terminado convirtiéndose en otro ritual. Sería impensable comer antes de que los robots se hubieran marchado. Sin embargo, en este caso...
—No se han marchado —dijo Baley.
—No. He pensado que la seguridad era más importante que la etiqueta y he supuesto que, no siendo usted aurorano, no le molestaría.
Baley esperó a que Fastolfe hiciera el primer movimiento. Fastolfe levantó un tenedor, y Baley hizo lo mismo. Fastolfe lo usó, moviéndolo lentamente y dejando que Baley viera todo lo que hacía.
Baley mordió con cautela una gamba y la encontró deliciosa. Reconoció el sabor, parecido a la pasta de gambas producida en la Tierra pero mucho más sutil y suculento. Masticó con lentitud y, durante unos minutos, a pesar de su ansiedad por llevar adelante la investigación mientras comían, le resultó impenetrable hacer nada más que concentrar toda su atención en el almuerzo.
De hecho, fue Fastolfe quien dio el primer paso.
—¿No deberíamos empezar a hablar del problema, señor Baley?
Baley se sintió enrojecer ligeramente.
—Sí. Por supuesto. Le pido disculpas. Su comida aurorana me ha pillado por sorpresa, impidiéndome pensar en nada más... El problema, doctor Fastolfe, es una consecuencia de sus propios actos, ¿verdad?
—¿Por qué dice eso?
—Según lo que me han contado, alguien ha cometido un roboticidio que requiere una gran experiencia.
—¿Un roboticidio? Es un término divertido. —Fastolfe sonrió—. Naturalmente, entiendo a lo que se refiere... Le han informado bien; es algo que requiere una enorme experiencia.
—Y también según lo que me han contado, sólo usted tiene la experiencia necesaria para llevarlo a cabo.
—También en eso le han informado bien.
—E incluso usted mismo admite, de hecho, asegura, que sólo usted habría podido causar un bloqueo mental en Jander.
—Sostengo lo que, al fin y al cabo, es la verdad, señor Baley. No me serviría de nada mentir, aunque fuese capaz de hacerlo. Nadie ignora que soy el roboticista teórico más sobresaliente de los Cincuenta Mundos.
—Sin embargo, doctor Fastolfe, ¿no sería posible que el segundo mejor roboticista teórico de todos los mundos, o el tercero, o incluso el decimoquinto, tuviera la habilidad necesaria para cometer ese acto? ¿Se requiere realmente toda la habilidad del mejor?
Fastolfe contestó con calma:
—En mi opinión, verdaderamente se requiere toda la habilidad del mejor. Lo que es más, también en mi opinión, yo mismo sólo podría realizar esa labor en uno de mis días buenos. Recuerde que los mejores cerebros en robótica, incluido yo, han trabajado específicamente para diseñar cerebros positrónicos en los que no pudiera producirse bloqueo mental.
—¿Está seguro de todo esto? ¿Completamente seguro?
—Completamente.
—¿Y lo declaró públicamente así?
—Por supuesto. Se realizó una investigación pública, mi querido terrícola. Me hicieron las preguntas que usted me está haciendo ahora y las contesté con toda sinceridad. Es otra de las costumbres auroranas.
Baley dijo:
—Por el momento, no pongo en duda que usted estuviera convencido de que contestaba con toda sinceridad. Pero ¿no es posible que se dejara llevar por un orgullo innato en usted? Eso también sería típicamente aurorano, ¿verdad?
—¿Quiere decir que mi ansiedad por ser considerado el mejor me haría colocarme voluntariamente en una posición que obligara a todo el mundo a creer que yo había bloqueado mentalmente a Jander?
—Por alguna razón, me inclino a pensar que no le importaría perder su posición social y política, siempre que su fama como científico permaneciera intacta.
—Comprendo. Es un punto de vista interesante, señor Baley. A mí no se me habría ocurrido esa idea. Si tuviera que elegir entre admitir que soy el segundo en importancia y admitir que soy culpable de lo que usted ha definido como roboticidio, opina que aceptaría intencionalmente esto último.