Los perros de Riga (21 page)

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Authors: Henning Mankell

BOOK: Los perros de Riga
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Nunca antes le habían vigilado, y raras veces se había visto implicado en el seguimiento de algún sospechoso. Intentó recordar si Rydberg se había manifestado en alguna ocasión acerca del difícil arte de seguir a alguien, pero no recordó que Rydberg hubiera dicho nada al respecto. Además, sabía que se hallaba en una situación extremadamente difícil, ya que apenas conocía las calles de Riga, y por tanto no podía planear ninguna acción sorpresa. Tendría que aprovechar la ocasión, y no tenía mucha fe en conseguirlo.

De todos modos, se sentía obligado a intentarlo. Baiba Liepa no haría tantos esfuerzos por proteger sus encuentros si no tuviese un buen motivo. Imaginaba que la viuda del mayor no era proclive a escenas dramáticas innecesarias.

Cuando salió del hotel ya había oscurecido. Dejó la llave en el mostrador de la recepción sin decir adónde iba ni cuándo iba a volver. La iglesia de Santa Gertrudis, en la que se celebraba el concierto, se hallaba cerca del hotel Latvia. Albergaba la ligera esperanza de poder escabullirse entre la gente que salía del trabajo y se dirigía a sus casas.

Fuera, notó unas ráfagas de viento. Se abrochó la chaqueta hasta el mentón y echó una mirada a su alrededor. No vio a nadie parecido a su vigilante. ¿Y si eran más de uno? En algún sitio había leído que los buenos vigilantes nunca se acercaban por detrás, sino que andaban siempre por delante de la persona a la que vigilaban. Caminaba despacio y a menudo se detenía ante algún escaparate. No se le ocurrió nada mejor que simular ser un paseante, un turista de visita en Riga, quizá con la ambición de comprar los regalos adecuados antes de marcharse. Atravesó la ancha avenida y torció por la calle de detrás del Parlamento. Estuvo casi tentado de parar un taxi y pedirle que le llevara a cualquier lugar para luego cambiar de coche, pero pensó que era un ardid demasiado fácil de descubrir para sus perseguidores. Seguro que tenían acceso a un coche y la posibilidad de trazar un mapa sabiendo dónde y con qué taxis de la ciudad había viajado.

Se detuvo ante un escaparate con una triste colección de ropa para caballero. No reconoció a ninguna de las personas que pasaban detrás de él reflejadas en el cristal. «¿Qué hago? —pensó—. Baiba, debiste explicarle al señor Eckers cómo llegar a la iglesia sin que le siguieran.» Continuó andando. Notó que tenía las manos frías y lamentó no haberse llevado los guantes.

Por una repentina inspiración, decidió entrar en una cafetería cuando pasó por delante. El local estaba lleno de humo y a rebosar de gente, y olía a cerveza, tabaco y sudor. Miró a su alrededor en busca de una mesa vacía. No quedaba ninguna, pero sí una silla libre en un rincón. Dos hombres mayores conversaban acaloradamente con unas jarras de cerveza; cuando Wallander les hizo un gesto interrogativo por la silla vacía se limitaron a asentir con la cabeza. Una camarera con manchas de sudor en las axilas le gritó algo, y él señaló una de las jarras de cerveza. No podía apartar la vista de la puerta exterior. ¿Le seguiría la sombra hasta allí? La camarera le trajo la jarra espumosa, él le extendió un billete y ella le dejó el cambio sobre la pegajosa mesa. Un hombre con una chaqueta de cuero gastada entró por la puerta. Wallander le siguió con la mirada hasta que se sentó entre un grupo de gente, que al parecer estaba esperándole con impaciencia. Wallander probó la cerveza y miró su reloj de pulsera: las seis menos cinco. Tenía que decidir lo que iba a hacer. Detrás de él estaban los lavabos, y cada vez que alguien abría la puerta, le azotaba el fuerte olor a orín. Cuando se había bebido la mitad de la cerveza se dirigió al lavabo. Una bombilla solitaria se bamboleaba en el techo, y cruzó un estrecho pasillo flanqueado por cabinas de inodoros. Fue hasta el final del pasillo porque creyó que tal vez habría una puerta trasera por donde salir, pero el pasillo acababa en una pared y un urinario. «No funcionará —pensó—. Es inútil intentarlo. ¿Cómo escapar de lo que no se ve? Por desgracia el señor Eckers acudirá acompañado al concierto de órgano.» Su incapacidad de encontrar una solución le irritó. Se puso a orinar cuando entró un hombre que se metió en una de las cabinas de inodoros y cerró la puerta tras de sí.

Wallander supo de inmediato que era alguien que había entrado después que él en la cafetería. Tenía buena memoria para la indumentaria y las fisonomías, y comprendió en el acto que tenía que arriesgarse a un posible error. Salió deprisa del urinario y atravesó el local, que estaba lleno de humo, hasta la puerta. Una vez en la calle, miró a su alrededor en busca de las sombras, pero no detectó ninguna. Luego regresó por donde había venido, torció por una callejuela y corrió todo lo que pudo hasta salir nuevamente a la avenida. Se detuvo un autobús en una parada y logró entrar justo en el momento en que se cerraban las puertas. En la parada siguiente se bajó sin que nadie le exigiera el importe, se alejó de la amplia avenida y torció de nuevo por una de las innumerables callejuelas. A la luz de una farola, sacó el mapa para orientarse. Todavía le quedaba tiempo, por lo que decidió demorarse un rato más antes de seguir adelante. Se introdujo en un portal oscuro. Al cabo de diez minutos, no vio pasar a nadie que él juzgara una de sus sombras. A pesar de ser consciente de que aún podrían estar vigilándole, consideró que había hecho todo lo que estaba en sus manos por deshacerse de ellos.

A las siete menos nueve minutos atravesó el atrio de la iglesia, donde ya se habían congregado muchas personas. Vio un sitio libre en el extremo de una capilla lateral. Se sentó y contempló a la gente que entraba a raudales en la iglesia, y por ninguna parte vio a nadie que pudiera estar siguiéndole; pero tampoco vio a Baiba Liepa.

El estruendo del órgano le produjo un gran sobresalto, como si todo el recinto eclesiástico estallara con la potente música. Wallander recordó que de niño su padre le llevó a la iglesia y el órgano le asustó tanto que rompió a llorar. Ahora, sin embargo, encontraba sosiego en la música. «Bach no tiene patria —pensó—. Su música está en todas partes.»

Wallander dejó que la música penetrase en su conciencia: «Puede que fuera Murniers quien le llamara por teléfono —reflexionó—. Tal vez el mayor dijo algo a su regreso que le forzó a acallarle inmediatamente. Puede que al mayor Liepa le ordenaran presentarse en comisaría. Le podían haber asesinado allí mismo».

La sensación de que alguien le observaba le sacó de su ensimismamiento. Miró a los lados pero solo vio caras concentradas en la música. En la nave central solo veía espaldas y nucas. Paseó la mirada hasta llegar a la capilla lateral que estaba frente a él.

Baiba Liepa le devolvió la mirada. Estaba sentada en medio de una fila de ancianos con un gorro de piel. Hasta que no estuvo segura de que Wallander la había visto, no desvió la mirada. Durante la hora que duró el concierto evitó mirarla, pero irremediablemente se le escapaba la vista, y observó que estaba con los ojos cerrados escuchando las notas que surgían del órgano. Le embargó una sensación de irrealidad: unas semanas atrás su marido había estado sentado en el sofá de su apartamento escuchando la voz de María Callas en
Turandot
mientras fuera caía una tormenta de nieve. Y ahora se encontraba en una iglesia de Riga, el mayor había sido asesinado y su viuda estaba con los ojos cerrados escuchando una fuga de Bach.

«Ella tiene que saber cómo salir de aquí —pensó—. Ha sido ella quien ha elegido este lugar como punto de encuentro, no yo.»

Al finalizar el concierto, el público se levantó rápidamente y salió de la iglesia en grupos que se apretujaban. A Wallander le sorprendió aquella prisa. Era como si el concierto no hubiese existido nunca, como si el público evacuase la iglesia tras una amenaza de bomba. Perdió de vista a Baiba Liepa, y se vio arrastrado por la muchedumbre. A punto de llegar al atrio, la vio de pronto en la penumbra de la capilla lateral, y advirtió que le hacía señas; se escabulló como pudo de la corriente humana.

—Sígame —fue todo lo que le dijo.

Detrás de una capilla centenaria había una pequeña puerta lateral que abrió con una llave más grande que su mano. Salieron a un cementerio, ella miró rápidamente a su alrededor y luego apresuró el paso por entre las lápidas rotas y las cruces de hierro oxidadas. Cruzaron una verja que daba a una callejuela; un coche con las luces apagadas puso el motor en marcha con gran estruendo. Subieron al coche y esta vez Wallander estaba seguro de que se trataba de un Lada. El hombre que estaba al volante era muy joven y fumaba los mismos cigarrillos fuertes que el mayor. Baiba Liepa sonrió a Wallander, tímida e insegura, y luego enfilaron una calle —Wallander creía que era la de Valdemar—. Se dirigieron al norte, pasaron por delante del parque que Wallander había visto esa mañana con el sargento Zids, y después torcieron a la izquierda. Baiba Liepa le preguntó algo al conductor, que negó con la cabeza. Wallander se dio cuenta de que a menudo tenía la mirada fija en el espejo retrovisor. Torcieron de nuevo a la izquierda y de repente el conductor pisó a fondo el acelerador e hizo un giro brusco hasta colocarse en el carril contrario. Volvieron a pasar por delante del parque —Wallander ya estaba seguro de que era el parque Verman— y volvieron al centro de la ciudad. Baiba Liepa se inclinaba hacia delante como si le diese órdenes tácitas al conductor con el aliento. Enfilaron el bulevar Aspasias, y luego una de las tantísimas plazas solitarias de Riga, y cruzaron el río por un puente cuyo nombre Wallander ignoraba.

Se internaron en un barrio de fábricas en ruinas y viviendas tristes. El conductor redujo la velocidad, Baiba Liepa se reclinó en el asiento y Wallander entendió que por fin se habían librado de las sombras.

Minutos después el coche se detuvo frente a una casa de dos plantas medio abandonada. Baiba Liepa le hizo una señal con la cabeza a Wallander, y los dos salieron del coche. Le condujo deprisa por una verja de hierro, subieron por un sendero de grava y abrió la puerta con una llave. Wallander oyó el ruido del coche que se alejaba a sus espaldas. Entró en un recibidor que olía ligeramente a desinfectante; por toda iluminación había una débil bombilla bajo una pantalla de tela roja, y Wallander pensó que bien podrían hallarse en un club nocturno de dudosa reputación. Ella se quitó el grueso abrigo y él dejó la chaqueta encima de una silla; la siguió hasta una sala de estar, donde lo primero que atrajo su atención fue un gran crucifijo colgado de la pared. Ella encendió unas lámparas, de pronto pareció que se sentía completamente tranquila, y le hizo señas a Wallander de que se sentara.

Después, mucho tiempo después, le sorprendería no recordar nada de la habitación donde se reunió con Baiba Liepa. Lo único que le quedó grabado en la memoria fue la cruz negra de un metro de altura que colgaba entre dos ventanas, cuyas cortinas estaban cuidadosamente cerradas, y el ligero olor a desinfectante del recibidor. Pero ¿de qué color era el viejo sillón donde escuchó sentado la historia espantosa de Baiba Liepa? Nunca pudo recordarlo. En su memoria era como si hubiesen conversado en una habitación con los muebles invisibles. La cruz negra bien podía haber colgado del aire por una fuerza divina.

Ella vestía un traje chaqueta de color teja. Más tarde supo que se lo había comprado el mayor en un almacén de Ystad. Dijo que lo llevaba para honrar la memoria de su marido, y para no olvidar la traición y el asesinato de su esposo. Solo salían de la habitación para ir al lavabo, situado a la izquierda del pasillo, o para preparar té en la cocina. Wallander fue quien habló más y quien hizo más preguntas, a las que ella respondió con voz contenida.

Lo primero que hicieron fue borrar al «señor Eckers», pues ya no hacía ninguna falta.

—¿Por qué ese nombre? —preguntó.

—Un nombre cualquiera —respondió ella—. Puede que exista o no. Me lo inventé para la ocasión. Además, era fácil de recordar. Es muy probable que encuentre a alguien con ese nombre si busca en el listín telefónico. No lo sé.

Al principio su forma de hablar le recordó a la de Upitis.

Era como si necesitara dar rodeos antes de ir al grano. Como estaba acostumbrado al doble sentido de las frases, muy frecuentes por otra parte en la sociedad letona, Wallander escuchó atentamente. Sin embargo, Baiba repitió las palabras de Upitis sobre los monstruos que acechaban en las sombras y sobre la lucha irreconciliable que tenía lugar en Letonia. Le habló de la venganza y del odio, y del temor que lentamente soltaba las garras de una generación oprimida desde la Segunda Guerra Mundial. Imaginó que ella sería anticomunista, antisoviética, una de los simpatizantes occidentales con los que los Estados del Este, paradójicamente, siempre habían suplido a sus llamados enemigos. Aun así, no se entregó a afirmaciones sin argumentarlas con todo detalle: intentaba hacerle comprender. No quería que ignorase todo lo que había detrás, la explicación de toda una serie de acontecimientos que aún no podían abarcarse, y se dio cuenta de que no sabía nada de lo que acontecía en Europa oriental.

—Llámame Kurt —le dijo.

Pero ella negó con la cabeza, y continuó manteniendo las distancias que había establecido desde el principio. Para ella seguiría siendo el señor Wallander.

Le preguntó dónde se encontraban.

—En el apartamento de un amigo —respondió—. Para poder soportar esta situación y sobrevivir tenemos que compartirlo todo, especialmente en un país y en una época en que se nos anima a todos a pensar solo en nosotros mismos.

—Pensaba que el comunismo era justo lo contrario —dijo—. Que lo único que se valoraba era lo que se hacía y se pensaba en común.

—Alguna vez fue así. Entonces todo era distinto. Quizá sea posible hacer renacer ese sueño en el futuro, aunque mucho me temo que los sueños muertos no puedan resucitarse, igual que ocurre con los difuntos.

—¿Qué fue lo que ocurrió realmente? —preguntó.

Al principio no supo a qué se refería, pero luego comprendió que hablaba de su marido.

—A Karlis le traicionaron y luego le asesinaron —empezó—. Se había adentrado bajo la superficie de un crimen demasiado grande y que englobaba a demasiadas personas importantes para que le dejaran continuar con vida. Sabía que estaba amenazado, pero no sospechaba que le habían descubierto como a un tránsfuga, como a un traidor dentro de la Nomenklatura.

—Cuando regresó de Suecia se fue derecho al cuartel general de la policía para entregar su informe. ¿Usted fue a recogerle al aeropuerto?

—Ni siquiera sabía que él iba a regresar ese día —respondió Baiba Liepa—. Quizás intentó ponerse en contacto conmigo, o tal vez enviase un telegrama a la policía pidiéndoles que me avisaran, pero nunca lo sabré. No me llamó hasta que estuvo de vuelta en Riga. Ni siquiera tenía comida en casa para celebrar su regreso, y un amigo mío tuvo que ofrecerme un pollo. Cuando acabamos de cenar me enseñó el hermoso libro que usted le regaló.

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