Los perros de Riga (24 page)

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Authors: Henning Mankell

BOOK: Los perros de Riga
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«Está impasible —pensó Wallander—. ¿Lo estaría si el mayor Liepa hubiese estado en lo cierto?»

—¿Qué conclusiones saca usted? —preguntó Murniers.

—Ninguna en absoluto. Solo quería mencionárselo.

—Ha hecho bien —dijo Murniers—. Explíqueselo también a mi colega, el coronel Putnis.

Murniers se fue. Wallander se puso la chaqueta y se encontró con el sargento Zids en el pasillo. Cuando regresó al hotel, se echó en la cama y durmió una hora envuelto con el cubrecama. Luego se obligó a darse una ducha rápida con agua fría y se puso el traje azul marino que se había traído de Suecia. Poco después de las siete bajó al vestíbulo, donde el sargento Zids le esperaba apoyado en el mostrador de recepción.

El coronel Putnis vivía en el campo, a unos veinte kilómetros al sur de Riga. Durante el trayecto, Wallander se dio cuenta de que siempre viajaba por Letonia en la oscuridad. Se movía en la oscuridad y pensaba en la oscuridad. En el asiento trasero del coche, sintió una repentina nostalgia por su casa, que atribuyó a la ambigüedad de su misión. Miró fijamente el paisaje oscuro. Al día siguiente llamaría a su padre sin falta, que a su vez le preguntaría por su regreso.

«Pronto —contestaría—. Muy pronto.»

El sargento Zids salió de la carretera principal y pasó por entre dos altas verjas de hierro. La entrada estaba asfaltada. El camino privado del coronel Putnis era el más cuidado que había visto durante su estancia en Letonia. El sargento Zids frenó delante de una terraza iluminada por unos focos invisibles. Wallander tuvo la sensación de haber llegado a otro país. Al salir del coche y ver que todo lo que le rodeaba ya no era oscuro, también dejó Letonia tras de sí.

El coronel Putnis le recibió en la terraza. Se había quitado el uniforme policial y vestía un traje elegante que a Wallander le recordó la ropa que llevaban los dos hombres del bote salvavidas. A su lado estaba su esposa, que era mucho más joven que él. Wallander calculó que aún no habría cumplido los treinta. Cuando se saludaron, pudo apreciar que hablaba un excelente inglés, y Wallander entró en la hermosa casa con una agradable sensación de bienestar, de esas que solo se sienten al concluir un largo y penoso viaje. El coronel Putnis, con una copa de whisky en la mano y sin poder ocultar su orgullo, le guió por la casa. Los muebles de las habitaciones eran de importación, lo que le daba a la casa un aire ostentoso y frío.

«Seguramente sería como ellos si viviese en un país donde todo parece estar derrumbándose», pensó. Se asombró de que un coronel de la policía pudiera ganar tanto dinero para costearse esa casa. «Sobornos —pensó—. Sobornos y corrupción.» Pero rechazó de inmediato tal pensamiento. No conocía al coronel Putnis ni a su esposa Ausma. Quizá todavía quedasen fortunas familiares en Letonia, a pesar de que los gobernantes habían dispuesto de casi cincuenta años para cambiar las leyes económicas del país.

¿Qué sabía él en realidad? Nada.

Cenaron en un comedor iluminado por unos candelabros altos. En el transcurso de la conversación, se enteró de que la esposa de Putnis trabajaba en la policía, pero en otro sector. Tuvo la vaga impresión de que su trabajo implicaba muchos secretos, y rápidamente pensó que tal vez perteneciese al departamento local del KGB letón. Putnis le hizo muchas preguntas sobre Suecia, y Wallander notó que el vino le volvía arrogante, a pesar de que intentó contenerse.

Después de la cena, Ausma desapareció en la cocina para preparar el café. Putnis sirvió el coñac en una sala amueblada con elegantes sofás de piel. Wallander pensó que nunca podría costearse unos muebles así, y tal pensamiento le volvió repentinamente agresivo. De forma confusa, se responsabilizó de ello, como si él mismo, por no protestar, hubiese contribuido a los sobornos que habían costeado la casa del coronel Putnis.

—Letonia es un país de grandes contrastes —comentó, y notó que se atrancaba con el inglés.

—¿No lo es también Suecia?

—Por supuesto, pero no resulta tan llamativo como aquí. Para un oficial de policía sueco sería impensable vivir en una casa como esta.

El coronel Putnis extendió los brazos a modo de disculpa.

—Mi esposa y yo no somos ricos —empezó—; durante años hemos vivido con grandes estrecheces. Tengo más de cincuenta y cinco años, señor Wallander, y quiero gozar de una vejez confortable. ¿Hay algo malo en eso?

—No digo que lo sea —aclaró Wallander—. Me refería a los contrastes. Cuando conocí al mayor Liepa era la primera vez que me encontraba con una persona de los Estados bálticos y me figuré que venía de un país extremadamente pobre.

—No voy a negarle que aquí hay muchas personas pobres.

—Me gustaría saber cómo es en realidad.

El coronel Putnis le contempló con ojos inquisitivos.

—Creo que no entiendo su pregunta.

—Los sobornos, la corrupción, la conexión entre las organizaciones de delincuencia y los políticos. Me gustaría obtener la respuesta a algo que me dijo el mayor Liepa cuando estuvo en Suecia, algo que dijo cuando estaba más o menos tan bebido como lo estoy yo ahora.

El coronel Putnis le miró sonriente.

—Claro —dijo—. Se lo aclararé si puedo. Pero antes tengo que saber lo que dijo el mayor Liepa.

Wallander repitió las falsas palabras que unas horas antes le había dicho al coronel Murniers.

—Ha habido irregularidades dentro de la policía letona —respondió Putnis—. Los sueldos son muy bajos y la tentación de dejarse sobornar es grande, pero también tengo que decirle que el mayor Liepa tenía, por desgracia, cierta tendencia a exagerar la situación existente. Su honradez y celo eran por supuesto admirables, pero quizá de vez en cuando confundía los hechos con espejismos emocionales.

—¿Quiere decir que exageraba?

—Me temo que sí.

—¿Como su afirmación de que algún alto oficial de la policía estaba involucrado en actividades delictivas?

El coronel Putnis calentaba la copa de coñac con las manos.

—Se refería al coronel Murniers o a mí —dijo pensativo—. Me asombra. Una afirmación tan desafortunada como insensata.

—Aun así debe de haber una explicación, ¿verdad?

—Quizás el mayor Liepa pensara que tanto Murniers como yo tardábamos demasiado en retirarnos —dijo Putnis con una sonrisa—. A lo mejor estaba descontento porque interferíamos en su propio ascenso.

—El mayor Liepa no daba esa impresión.

Putnis asintió pensativo con la cabeza.

—Déjeme darle una posible respuesta, pero solo entre nosotros —dijo.

—No suelo ir contando las confidencias de la gente.

—Hace unos diez años el coronel Murniers tuvo una debilidad lamentable. Le sorprendieron aceptando un soborno del director de una de nuestras fábricas textiles, a quien habían detenido como sospechoso de grandes desfalcos. El dinero que aceptó fue en compensación por haber hecho la vista gorda con uno de los compinches del director y por hacer desaparecer documentos comprometedores.

—¿Qué ocurrió después?

—Se echó tierra sobre el asunto, y el director de la empresa recibió un castigo simbólico. Un año después se convertía en director de una de las serrerías más importantes de nuestro país.

—¿Qué le sucedió a Murniers?

—Nada. Estaba muy arrepentido. En aquella época estaba totalmente agotado y, además, había pasado por un divorcio largo y muy doloroso. El politburó que vio el caso consideró que había que perdonarle. Quizás el mayor Liepa confundiera una debilidad momentánea con un defecto de carácter crónico. Eso es todo lo que puedo decirle. ¿Le sirvo un poco más de coñac?

Wallander acercó su copa. Algo le preocupaba, algo que el coronel Putnis acababa de decirle, y que también Murniers le había dicho, pero no sabía qué. En ese momento, entró Ausma con el café, y empezó a contar con entusiasmo todo lo que Wallander debía ver sin falta antes de abandonar Riga. Mientras la escuchaba, sentía que la angustia se apoderaba de él. Se había dicho algo decisivo, algo que casi pasó inadvertido, pero que de todos modos llamó su atención.

—La Puerta de Suecia —dijo Ausma—. ¿Ni siquiera ha visto nuestro monumento de cuando Suecia era una de las más temidas y mayores potencias de Europa?

—Me temo que no.

—Suecia es una gran potencia todavía hoy —continuó el coronel Putnis—. Un país pequeño, pero envidiable por su gran riqueza.

Por miedo a perder el hilo de la idea difusa que le había asaltado, Wallander se excusó y se fue al lavabo. Cerró la puerta con llave y se sentó encima del inodoro. Muchos años antes, Rydberg le había enseñado a coger al vuelo cualquier sensación que tuviera de que un dato revelador estaba ante él, pero que, por la proximidad misma, era incapaz de ver.

Luego lo supo: era algo que Murniers había dicho, y que horas después Putnis había contradicho con palabras casi idénticas.

Murniers había hablado de la sensatez del mayor Liepa, mientras que el coronel Putnis se había referido a su insensatez. Considerando lo que Putnis le había contado sobre Murniers, no era de extrañar. Sentado en la tapa del inodoro, se dio cuenta de que lo que le preocupaba era el hecho de que se había esperado lo contrario.

Baiba Liepa había asegurado que sospechaban de Murniers; y que temían que el mayor Liepa fue traicionado.

«Quizás haya pensado completamente al revés —pensó Wallander—. Quizá vea en el coronel Murniers lo que debería buscar en el coronel Putnis.» Esperaba oír lo contrario de quien hablaba de la sensatez del mayor Liepa. Intentó recordar la voz de Murniers, y de repente tuvo la sensación de que el coronel quiso decir algo más: «El mayor Liepa es una persona sensata, un policía sensato. Por tanto tiene razón».

Sopesó la idea y comprendió que había aceptado con demasiada facilidad las sospechas e informaciones que le habían llegado de segunda y tercera mano.

Tiró de la cadena y regresó al lado de su taza de café y su copa de coñac.

—Nuestras hijas —dijo Ausma enseñándole dos fotografías enmarcadas—, Alda y Lija.

—Yo también tengo una hija —contestó Wallander—. Se llama Linda.

A partir de ese momento, la conversación fluctuó sin rumbo fijo. Wallander deseaba marcharse sin parecer descortés. Cerca de la una el sargento Zids le dejó delante del hotel Latvia. Wallander se había adormilado en el asiento trasero a causa de lo que había bebido de más. Al día siguiente se despertaría cansado y con resaca.

Se quedó largo rato mirando fijamente en la oscuridad antes de dormirse.

Las caras de los dos coroneles se unían en una única imagen. De repente comprendió que no soportaría regresar a casa antes de haber hecho todo lo posible para aclarar la muerte del mayor Liepa.

«Las conexiones están ahí —pensó—. El mayor Liepa, los cadáveres del bote salvavidas, la detención de Upitis. Todo está conectado. El único que no lo ve soy yo. Y detrás de mí, al otro lado de la pared, alguien invisible escucha mi respiración. Tal vez informen de que me paso despierto mucho rato antes de dormirme. Tal vez así crean que pueden seguir el hilo de mis pensamientos.»

Un camión solitario pasó con estruendo por la calle. Antes de dormirse, cayó en la cuenta de que llevaba seis días en Riga.

13

Cuando Kurt Wallander se despertó a la mañana siguiente, tenía resaca y se sentía tan cansado como había temido. Las sienes le retumbaban, y al lavarse los dientes pensó que estaba a punto de vomitar. Echó dos comprimidos para el dolor de cabeza en un vaso de agua mientras reconocía que habían quedado atrás los buenos tiempos en que podía tomarse unas copas de noche sin que al día siguiente tuviera que encontrarse fatal.

Se miró en el espejo y se dio cuenta de que cada día se parecía más a su padre. La resaca no solo le hizo sentirse mal, sentir que había perdido el tiempo, sino que también le hizo percatarse de las primeras señales de envejecimiento en su pálido e hinchado rostro.

A las siete y media bajó al comedor; se tomó un café y un huevo frito. El malestar le fue desapareciendo con los primeros sorbos de café. Aprovechó la media hora que le quedaba antes de que pasara a recogerle el sargento Zids para repasar mentalmente todos los hechos. Era difícil tener una visión de conjunto de todo aquel embrollo que había empezado con la aparición de los dos cadáveres vestidos con ropa de marca en la playa de Mossby Strand. Le costó un gran esfuerzo asimilar lo que había descubierto la noche anterior: que acaso fuera el coronel Putnis y no Murniers quien desempeñaba el papel de tránsfuga invisible, pero sus pensamientos solo le llevaban de vuelta a sus propios puntos de partida. Todo era demasiado fluctuante y confuso. Se figuraba que las investigaciones en un país como Letonia tenían unas condiciones totalmente diferentes a las de Suecia. Había un rasgo escurridizo en el Estado totalitario que dificultaba la posibilidad de recoger hechos, y reunir una serie de pruebas era mucho más complicado.

«Quizá sea así en Letonia, donde lo primero es dilucidar si un crimen va a ser investigado y examinado, o si entrará en la categoría de no crimen que impregna toda la sociedad.»

Cuando por fin se levantó y salió en busca del sargento, que le aguardaba en el coche, pensó que tenía que buscar las explicaciones en los dos coroneles con mucho más ahínco que antes. Tal como estaba ahora, no sabía si le estaban abriendo o cerrando las puertas, para él invisibles.

Atravesaron Riga en coche, y al ver la abigarrada disposición de casas en mal estado y plazas desoladas, le invadió una extraña melancolía que hasta ahora jamás había experimentado. Se imaginó que las personas que veía esperando en las paradas de los autobuses, o apresurándose por las aceras, albergaban la misma desolación, y tal pensamiento le estremeció. De nuevo sintió nostalgia de su casa. Pero ¿qué anhelaba en realidad?

El teléfono sonó con estruendo cuando entró en el despacho, después de haber enviado al sargento Zids a por café.

—Buenos días —dijo Murniers, y Wallander notó que el sombrío coronel estaba de buen humor—. ¿Lo pasó bien anoche?

—No había comido tan bien desde que llegué a Riga —respondió Wallander—, pero me temo que bebí demasiado.

—La moderación es una virtud desconocida en nuestro país —replicó Murniers—. Tengo entendido que el éxito sueco se debe a la capacidad que tienen de vivir austeramente.

Wallander no supo qué objetar. Murniers prosiguió:

—Tengo un documento sobre mi mesa que le interesará —afirmó—. Creo que le hará olvidar que ayer tomó demasiado buen coñac.

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