Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
—¿Qué clase de documento?
—La confesión de Upitis redactada y firmada esta noche.
Wallander no dijo nada.
—¿Sigue ahí? —preguntó Murniers—. Lo mejor será que venga a verme cuanto antes.
En el pasillo se topó con el sargento Zids, que venía con una taza de café. Taza en mano, se dirigió al despacho de Murniers, que estaba sentado a su escritorio, con una sonrisa melancólica. Wallander se acomodó y Murniers levantó una carpeta de documentos de la mesa.
—Aquí está la confesión de Upitis —dijo—. Será un placer traducírsela. Parece usted sorprendido.
—Sí —contestó Wallander—. ¿Fue usted quien le interrogó?
—No. El coronel Putnis ordenó al capitán Emmanuelis que se encargara del interrogatorio. Por cierto, ha superado todas las previsiones, esperamos mucho de él en un futuro.
¿Era ironía lo que se insinuaba en el tono de voz de Murniers, o la voz normal del policía cansado y desilusionado que era?
—Upitis, el alcohólico coleccionista de mariposas y poeta, ha hecho al fin una confesión completa —continuó Murniers—. Ha confesado haber asesinado al mayor Liepa la noche del veintitrés de febrero en colaboración con Bergklaus y Lapin. Los tres hombres fueron contratados para quitar de en medio al mayor Karlis Liepa. Upitis dice no saber quién está detrás, lo que con toda probabilidad sea cierto, ya que el contrato ha pasado por muchos intermediarios antes de llegar a la dirección correcta. Puesto que se trataba de un alto mando de la policía, el importe del contrato era considerable. Upitis y sus dos compinches se repartieron unos honorarios que equivalen a cien sueldos anuales de un trabajador en Letonia.
»El trato se cerró hace más de dos meses, o sea, mucho antes del viaje a Suecia del mayor Liepa. Al principio, la persona que pagaba no había puesto fecha. Lo que quería a toda costa era que Upitis y sus dos compinches no fallaran, pero la situación cambió de repente. Tres días antes del asesinato, o sea, mientras el mayor Liepa todavía se encontraba en Suecia, uno de los intermediarios se puso en contacto con Upitis para informarle de que el mayor Liepa tenía que ser eliminado en cuanto regresara a Riga. No dieron ninguna explicación de tan repentinas prisas, pero sí aumentaron los honorarios y pusieron un coche a disposición de Upitis. A partir de entonces, este debía acudir dos veces al día a cierto cine de la ciudad, el Spartak, para ser más exactos. En uno de los postes negros que sostienen el toldo exterior del cine, un día habría una inscripción, lo que ustedes en Occidente llaman graffiti, eso significaría que el mayor Liepa tendría que ser liquidado de inmediato.
»La mañana que regresó de Suecia, la inscripción estaba allí, y Upitis se puso de inmediato en contacto con Bergklaus y Lapin. El intermediario que antes se había puesto en contacto con él también le informó de que harían salir de su casa al mayor Liepa avanzada la noche. Lo que sucediera después, sería asunto suyo. Al parecer, esto había causado grandes problemas a los tres asesinos. Presumieron que el mayor Liepa estaría armado, que estaría atento, y que con toda probabilidad opondría resistencia. Por tanto tendrían que atacar en cuanto saliera del portal. El riesgo de fracasar era considerable.
Murniers se calló de pronto, y miró a Wallander.
—¿Voy demasiado rápido? —preguntó.
—No, creo que le sigo bien.
—Bueno, llevaron el coche hasta la calle en la que vivía el mayor Liepa —prosiguió Murniers—. Tras desenroscar la bombilla que iluminaba el portal, se escondieron en la penumbra armados. Antes habían visitado una cervecería de mala reputación y se habían dado ánimos con una cantidad de alcohol considerable. Cuando el mayor Liepa salió por el portal, le atacaron. Upitis afirma que fue Lapin quien le golpeó en la nuca. En cuanto encontremos a Lapin y Bergklaus, suponemos que se acusarán entre sí. A diferencia de la legislación sueca, aquí podemos procesarlos a los dos, si no nos es posible distinguir al culpable directo. El mayor Liepa se desplomó en la calle, acercaron el coche y metieron el cuerpo en el asiento trasero. Camino del puerto, había vuelto en sí, por lo que Lapin volvió a propinarle un golpe en la cabeza. Upitis es de la opinión de que el mayor Liepa ya estaba muerto cuando le llevaron al muelle. Su intención era que pareciese que el mayor Liepa había sufrido un accidente, si bien el intento estaba condenado al fracaso, pero no parece que Upitis y sus compinches se esforzaran demasiado en hacer que la policía siguiera una pista falsa.
Murniers dejó caer el informe sobre la mesa.
Wallander pensó en la noche que había pasado en la cabaña, en Upitis y en sus preguntas, y en el haz de luz de la puerta, donde alguien debía de estar escuchando.
«Sospechamos que traicionaron al mayor Liepa, sospechamos del coronel Murniers.»
—¿Cómo sabían el día exacto en que el mayor volvía? —preguntó.
—Tal vez sobornaron a algún empleado de Aeroflot. Hay listas de pasajeros. Averiguaremos cómo sucedió, por supuesto.
—¿Por qué asesinaron al mayor?
—Los rumores corren con rapidez en una sociedad como la nuestra. El mayor Liepa era demasiado molesto para ciertos círculos de la delincuencia.
Wallander pensó un instante antes de formular la siguiente pregunta. Había escuchado el informe de la confesión de Upitis, y comprendió que no era cierta, y aunque estaba convencido de que todo era mentira, no podía discernir si había algo de verdad en ella. Las mentiras se solapaban entre sí, y lo que había ocurrido en realidad, las causas de lo sucedido, no podía salir a la luz.
Se dio cuenta de que no tenía más preguntas, sino vagas y confusas afirmaciones.
—Pero usted sabe que nada de lo que Upitis ha admitido en su confesión es cierto —dijo.
Murniers le miró inquisitivo.
—¿Por qué no iba a serlo?
—Por la sencilla razón de que es obvio que Upitis no ha matado al mayor Liepa. Toda la confesión ha sido inventada. O le han obligado a confesar, o ha sufrido un trastorno mental.
—¿Por qué alguien de tan dudosa reputación como Upitis no podría haber asesinado al mayor Liepa?
—Porque lo conozco —dijo Wallander—. Hablé con él. Estoy convencido de que si hay una persona en este país al que puedan descartar como sospechoso de haber matado al mayor Liepa, ese es Upitis.
El asombro con que reaccionó Murniers no podía ser fingido. «Así que no era él quien estaba escuchando en la oscuridad de la cabaña —pensó Wallander—. Pero, entonces, ¿quién? ¿Baiba Liepa? ¿El coronel Putnis?»
—¿Dice usted que conoce a Upitis?
Wallander decidió recurrir de nuevo a una media verdad, ya que se sentía obligado a proteger a Baiba Liepa.
—Vino a verme al hotel presentándose como Upitis. Cuando el coronel Putnis me lo enseñó a través del cristal disimulado tras el falso espejo de la sala de interrogatorios, enseguida le reconocí. Me dijo que era un amigo del mayor Liepa.
Murniers se había enderezado en la silla y salido de su ensimismamiento. Wallander vio que estaba muy tenso, que toda su atención se centraba en lo que acababa de decirle.
—Curioso —comentó—. Muy curioso.
—Me dijo que sospechaba que al mayor Liepa le habían asesinado sus propios compañeros de trabajo.
—¿La policía letona?
—Sí. Upitis quería que le ayudara a averiguar qué había ocurrido en realidad. No tengo ni la más remota idea de cómo sabía que yo estaba en Riga.
—¿Qué más le dijo?
—Que los amigos del mayor Liepa carecían de pruebas, pero que aun así el mayor se sentía amenazado.
—Amenazado, ¿por quién?.
—Por alguien de dentro de la policía, quizá por el KGB.
—¿Para qué iban a amenazarle?
—Por la misma razón que tuvo Upitis para afirmar que los círculos de delincuencia en Riga habían decidido liquidarle. Desde luego se puede ver una conexión en esto.
—¿Qué conexión?
—Que Upitis tenía razón por partida doble, a pesar de haber mentido una sola vez.
Murniers se levantó de la silla de un salto.
Wallander pensó que había ido demasiado lejos, que había traspasado todos los límites, pero, para su sorpresa, Murniers le miró suplicante.
—Esto que acaba de decirme tiene que saberlo el coronel Putnis —dijo Murniers.
—Sí —asintió Wallander—; estoy de acuerdo.
Murniers alargó el brazo para llamar por teléfono y, a los diez minutos, entraba el coronel Putnis por la puerta. Apenas tuvo tiempo de darle las gracias por la cena, cuando Murniers se puso a contarle en un letón exaltado y forzado lo que Wallander acababa de explicarle sobre su encuentro con Upitis. Wallander pensó que, si había sido Putnis el que se había escondido en las sombras de la cabaña, enseguida lo vería en su cara, pero su rostro no reflejaba nada. Wallander no vio ninguna de las señales que había esperado. Intentó encontrar una explicación razonable a la falsa confesión de Upitis, pero todo era tan confuso y extraño que desistió.
La reacción de Putnis fue diferente a la de Murniers.
—¿Por qué no nos había contado su encuentro con el criminal Upitis? —preguntó.
Wallander no tenía respuesta, y comprendió que a ojos del coronel Putnis había agotado la confianza que tenía en él. Al mismo tiempo, Wallander se preguntaba si era una simple casualidad que hubiese estado cenando en casa del coronel la noche en que Upitis había confesado. ¿Existían acaso las casualidades en una sociedad totalitaria? ¿No había dicho Putnis que siempre prefería interrogar a sus presos a solas?
La exaltación de Putnis desapareció tan rápido como había aflorado. Sonrió de nuevo y puso su mano paternal en el hombro de Wallander.
—Upitis, el coleccionista de mariposas y poeta, es un hombre muy astuto —dijo—. Es una maniobra extremadamente refinada conducir las sospechas que recaen sobre él hacia otro, yendo a ver a un inspector sueco de visita casual en Riga, pero la confesión de Upitis es auténtica. He esperado con paciencia hasta que no ha resistido más. El asesinato del mayor Liepa está resuelto, por lo que no hay ninguna razón para que usted prolongue su estancia en Riga. Arreglaré su viaje de regreso con celeridad. Ni que decir tiene que enviaremos una nota de agradecimiento al Ministerio de Asuntos Exteriores sueco a través de nuestros canales oficiales.
Y fue en ese preciso momento, al darse cuenta de que su estancia en Letonia estaba a punto de acabar, cuando Wallander descubrió el alcance de la gran conspiración.
No solo comprendió la magnitud y el ingenioso equilibrio de verdades y mentiras, de pistas falsas y casualidades reales, sino que también descubrió que el mayor Liepa había sido el inspector hábil y honrado que siempre había imaginado. Entendió el temor de Baiba Liepa, al igual que su rebeldía. Aunque le obligaran a regresar a su casa, sabía que tenía que verla una vez más. Se lo debía, de la misma manera que se sentía en deuda con el mayor.
—Me iré a casa, claro —aceptó—, pero me quedaré hasta mañana. Anoche me di cuenta, cuando hablé con su esposa, de que no he tenido tiempo de visitar esta bonita ciudad.
Al hablar, se había dirigido a los dos coroneles, salvo las últimas palabras que iban dirigidas a Putnis.
—El sargento Zids es un cicerone excelente —continuó—. Espero poder usar sus servicios el resto del día aunque mi trabajo haya concluido.
—Por supuesto —dijo Murniers—. ¿Por qué no celebrar que esta extraña historia se esté acercando a su resolución? Sería muy descortés por nuestra parte dejarle marchar sin hacerle algún regalo o brindar juntos.
Wallander pensó en lo que se avecinaba aquella noche; pensó en Inese, que le esperaba en el club nocturno del hotel en calidad de su amante ficticia, en que tendría que verse con Baiba Liepa.
—Hagámoslo con discreción —sugirió—. Al fin y al cabo, somos policías y no actores que celebran un estreno exitoso. Además, tengo una cita esta noche con una joven que ha prometido hacerme compañía.
Murniers sonrió y sacó una botella de vodka de uno de los cajones del escritorio.
—No vamos a impedírselo —dijo—. Y ahora brindemos.
«Tienen prisa —pensó Wallander—. No saben cómo echarme del país.»
Brindaron y Wallander alzó la copa hacia los dos coroneles al tiempo que se preguntaba si alguna vez sabría quién de los dos había firmado la sentencia de muerte del mayor. Eso era lo único de lo que aún dudaba. Lo único que no podía saber. ¿Putnis o Murniers? Ahora estaba seguro de que el mayor Liepa tenía razón, de que sus investigaciones secretas le habían conducido a una verdad que se llevó a la tumba. Si había dejado algunas anotaciones, tendría que encontrarlas Baiba Liepa si quería averiguar quién mató a su marido: Murniers o Putnis. Solo entonces tendría la explicación de por qué Upitis, que se había autoinculpado del asesinato del mayor, había hecho la falsa confesión en un último intento desesperado, tal vez también confuso, de averiguar quién de los dos coroneles era el culpable de la muerte del mayor.
«Estoy brindando con uno de los peores criminales a los que jamás me he acercado —pensó Wallander—. Solo que no sé quién es de los dos.»
—Mañana le acompañaremos al aeropuerto —dijo Putnis cuando acabaron con los brindis.
Wallander salió del cuartel general de la policía tras el sargento Zids con la sensación de ser un prisionero acabado de liberar. Atravesaron la ciudad mientras su cicerone le señalaba, contaba y describía con todo lujo de detalles lo que veían. Wallander miraba y asentía con la cabeza murmurando «Sí» o «Muy bonito» cuando lo encontraba pertinente, aunque sus pensamientos estaban en otro lugar: pensaba si Upitis había tenido otra opción.
¿Qué le habían susurrado al oído Murniers o Putnis?
¿Qué amenazas habían elegido para la ocasión, qué atrocidades que Wallander ni siquiera se atrevía a imaginar?
Tal vez Upitis tenía su propia Baiba, tal vez tenía hijos.
Pero ¿todavía mataban a niños en un país como Letonia? ¿O era suficiente amenazar con que el futuro estaría cerrado para siempre, perdido de antemano?
¿Era así como gobernaba el Estado totalitario,
cerrando
la vida?
¿Qué otra elección había tenido Upitis?
¿Acaso había salvado su propia vida, la de su familia, la de Baiba Liepa, reconociendo ser el delincuente y asesino que en realidad no era? Wallander intentó recordar lo poco que sabía de los llamados juicios ficticios, el hilo conductor de las incomprensibles injusticias cometidas a lo largo de la historia en los Estados comunistas. Upitis era un ejemplo de ello. A Wallander le parecía incomprensible que se obligase a la gente a confesar crímenes que no habían cometido: confesar haber matado a sangre fría a su mejor amigo, la persona que tenía el mismo sueño de futuro que él.