Los papeles póstumos del club Pickwick (72 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Con esta hermosa invocación, sentóse el doctor Buzfuz y despertó el justicia Stareleigh.

—Que llamen a Isabel Cluppins —dijo el doctor Buzfuz, levantándose un minuto después, con renovado brío.

El ujier más cercano llamó a Isabel Tuppins; otro, que se hallaba a alguna distancia, requirió a Isabel Jupkins, y un tercero se precipitó casi hasta King Street y gritó hasta enronquecer llamando a Isabel Muffins.

Entre tanto, la señora Cluppins, con la ayuda conjunta de la señora Bardell, la Sanders, Mr. Dodson y Mr. Fogg, era izada a la tribuna de testigos, y cuando ya se hallaba en seguridad, encaramada en el peldaño superior, veíase a la señora Bardell en el inferior, con el pañuelo y los zuecos en una mano y con una botella de un cuarto de pinta de capacidad, que contenía sales olorosas, en la otra, preparada para cualquier contingencia. La señora Sanders, cuyos ojos estaban intensamente fijos en la cara del juez, acercóse con el inmenso paraguas, y oprimía la empuñadura del mismo de tal manera, que parecía hallarse dispuesta a esgrimirlo en la primera ocasión.

—Señora Cluppins —dijo el doctor Buzfuz—: haga el favor de reportarse, señora.

No hay que decir que en cuanto se dirigió esta súplica a la señora Cluppins empezó a suspirar con gran violencia y a manifestar síntomas alarmantes de un inminente desmayo o, como ella dijo después, de ser vencida por sus internos sentimientos.

—¿Recuerda usted, señora Cluppins —dijo el doctor Buzfuz, después de dirigirle algunas preguntas sin importancia—, recuerda usted haber estado en casa de la señora Bardell en cierta mañana del pasado julio, cuando ésta se hallaba limpiando la habitación de Pickwick?

—Sí, señor jurado, lo recuerdo —replicó la señora Cluppins.

—¿El despacho de Mr. Pickwick estaba en el centro del primer piso, creo?

—Sí, allí estaba, sir —replicó la señora Cluppins.

—¿Y qué hacía usted en aquel cuarto, señora? —preguntó el segundo juez.

—Señor y jurado —dijo la señora Cluppins con gran agitación—: no quiero engañarles.

—Hará usted bien, señora —dijo el segundo juez.

—Estaba allí —continuó la señora Cluppins— sin que lo supiera la señora Bardell; había salido de casa, señores, con una cestita, a comprar tres libras de riñones, que me costaron dos peniques y medio cada una, cuando vi a la señora Bardell por la puerta de la calle, que se hallaba abierta a medias.

—¿Que se hallaba cómo? —exclamó el segundo juez.

—Entreabierta, señor —dijo el doctor Snubbin.

—Ha dicho entreabierta —dijo el segundo juez con mirada de malicia.

—Lo mismo da, señor —dijo el doctor Snubbin.

Miró el segundo juez con aire dubitativo, y dijo que tomaba nota de ello. Entonces, la señora Cluppins prosiguió:

—Entré, señores, precisamente a darle los buenos días, y, subiendo alegremente la escalera, entré en la habitación inmediata a la que ella estaba. Entonces, señores, oí ruido de voces en el despacho, y...

—¿Y se puso usted a escuchar, según creo, señora Cluppins? —dijo el doctor Buzfuz.

—Dispense, sir —repuso la señora Cluppins con ademán majestuoso—; me hubiera repugnado esa acción. Las voces eran bastante altas, sir, y era forzoso oírlas.

—Bien, señora Cluppins; no se puso usted a escuchar, pero oyó las voces. ¿Y era una de esas voces la de Pickwick?

—Sí era, sir.

Y luego de afirmar de una manera categórica la señora Cluppins que Mr. Pickwick hablaba con la señora Bardell, fue repitiendo poco a poco y a costa de muchas preguntas la conversación que ya conocen nuestros lectores.

Miró el jurado con aire suspicaz, sonrió el doctor Buzfuz y se sentó. Era su actitud verdaderamente espantosa cuando el doctor Snubbin declaró que no pensaba interrogar a la testigo, porque Mr. Pickwick deseaba hacer constar que la versión que diera la señora era absolutamente correcta.

Roto el hielo, la señora Cluppins aprovechó aquella oportunidad favorable para entrar en una breve disertación acerca de sus asuntos domésticos; procedió inmediatamente a participar a la Sala que ella era madre de ocho niños en la actualidad y que abrigaba la esperanza de presentar a Mr. Cluppins el noveno dentro de unos seis meses. Ante manifestaciones tan interesantes, el segundo juez interrumpió lleno de ira, y el efecto de esta interrupción fue que la digna señora y la señora Sanders fueron políticamente sacadas de la Sala, escoltadas de Mr. Jackson, sin demora alguna.

—¡Nathaniel Winkle! —dijo Mr. Skimpin.

—¡Presente! —respondió una voz débil.

Mr. Winkle subió a la tribuna de testigos y, después de prestar riguroso juramento, saludó al juez con gran deferencia.

—No se dirija a mí, sir —dijo el juez bruscamente, contestando al saludo—; diríjase al jurado.

Obedeció el mandato Mr. Winkle y miró hacia el lugar en que juzgaba pudiera hallarse el jurado, pues no veía, en el estado de confusión mental que le embargaba, nada en absoluto.

Fue interrogado Mr. Winkle por Mr. Skimpin, quien, siendo un hombre de cuarenta y tres años que prometía mucho, deseaba ansiosamente confundir a un testigo que notoriamente se inclinaba en favor de la parte contraria.

—Ahora, sir —dijo Mr. Skimpin—, tenga la bondad de dar a conocer al señor y al jurado cuál es su nombre.

Y Mr. Skimpin inclinó su cabeza a un lado, haciendo ademán de escuchar atentamente, mirando al jurado entre tanto, como si esperase que la afición natural de Mr. Winkle al perjurio habría de inducirle a dar un nombre supuesto.

—Winkle —respondió el testigo.

—¿Cuál es su nombre de pila, sir? —inquirió airadamente el segundo juez.

—Nathaniel, sir.

—Daniel... ¿algún otro nombre?

—Nathaniel, sir, quiero decir...

—¿Nathaniel Daniel o Daniel Nathaniel?

—No, señor, nada más que Nathaniel; nada de Daniel.

—¿Pues para qué me ha dicho usted Daniel, sir? —preguntó el juez.

—Yo no lo he dicho, señor —replicó Mr. Winkle.

—Lo ha dicho —replicó el juez, con severo entrecejo—. ¿Cómo hubiera yo apuntado Daniel si usted no me lo hubiera dicho, sir?

Este argumento era realmente incontrovertible.

—Mr. Winkle, señor, es algo desmemoriado —interrumpió Mr. Skimpin, mirando de nuevo al Jurado—. Yo encontraré medios de refrescarle la memoria antes de que acabe el interrogatorio.

—Tenga usted cuidado con lo que hace, sir —dijo el pequeño juez, mirando al testigo de modo siniestro.

Inclinóse el pobre Mr. Winkle, esforzándose por simular una tranquilidad y un aplomo que, en el estado de confusión en que se hallaba, le daban un aire de raterillo desconcertado.

—Ahora, Mr. Winkle —dijo Mr. Skimpin—, póngame atención, si me hace el favor, sir, y permítame que le recomiende, en su propio beneficio, que no olvide la advertencia que le ha hecho el señor de que tenga cuidado. Creo que es usted amigo íntimo de Pickwick, el demandado, ¿no es así?

—Conozco a Mr. Pickwick, según creo, desde hace...

—Perdone, Mr. Winkle; no eluda la respuesta. ¿Es usted o no amigo íntimo del demandado?

—Iba a decir que...

—¿Quiere usted o no quiere responder a mi pregunta, sir? —Si no responde usted a la pregunta, será usted procesado, sir —interrumpió el pequeño juez, mirando por encima de su cuaderno de notas.

—Vamos, sir —dijo Mr. Skimpin—: tenga la bondad de decir sí o no.

—Sí, lo soy—replicó Mr. Winkle.

—Lo es usted. ¿Y por qué no lo dijo desde un principio, sir? ¿Conoce usted por ventura también a la demandante, Mr. Winkle?

—No la conozco; la he visto.

—¡Ah! ¿No la conoce, pero la ha visto? Entonces, tenga la bondad de decir a los señores y al jurado qué es lo que eso significa, Mr. Winkle.

—Quiero decir que no tengo amistad con ella, pero que la he visto cuando he ido a visitar a Mr. Pickwick en Goswell Street.

—¿Cuántas veces la ha visto usted, sir?

—¿Cuántas veces?

—Sí, Mr. Winkle, ¿cuántas veces? Repetiré la pregunta una docena de veces, si usted lo quiere, sir.

Y el ilustre señor, con firme ceño, se puso las manos en las caderas y sonrió maliciosamente al jurado.

Con motivo de esta pregunta suscitóse la edificante controversia que es habitual en tales circunstancias. En primer lugar, Mr. Winkle dijo que le era completamente imposible asegurar cuántas veces había visto a la señora Bardell. En seguida se le preguntó si la habría visto veinte veces, a lo cual replicó: «Ciertamente, más de eso». Entonces se le preguntó si la habría visto cien veces; si podría jurar haberla visto más de cincuenta veces; si podría afirmar que la hubiera visto veinticinco veces por lo menos, y así sucesivamente, llegándose al fin a la conclusión satisfactoria de que debía tener cuidado y recapacitara en lo que decía. Una vez reducido el testigo por estos medios al requerido extremo de excitación nerviosa y de vacilaciones, continuó el interrogatorio como sigue:

—¿Recuerda Mr. Winkle haber visitado al demandado Pickwick en casa de la demandante, en Goswell Street, cierta mañana del mes de julio pasado?

—Sí, lo recuerdo.

—¿Iba usted acompañado en aquella ocasión por un amigo llamado Tupman y otro llamado Snodgrass?

—Sí.

—¿Están ellos aquí?

—Sí, están —replicó Mr. Winkle, mirando ávidamente hacia el lugar en que se hallaban sus amigos.

—Haga el favor de prestarme atención, Mr. Winkle, y no ocuparse de sus amigos —dijo Mr. Skimpin, dirigiendo al Jurado otra expresiva mirada—. Ellos contarán sus historias sin necesidad de consultar previamente con usted, si es que esa consulta no ha tenido ya efecto —otra mirada al Jurado—. Ahora, sir, diga al señor y al jurado lo que usted vio al entrar en la habitación del demandado esa mañana. Vamos, rompa usted, sir; tarde o temprano hemos de saberlo.

—El demandado, Mr. Pickwick, sostenía en sus brazos a la demandante y la abrazaba por la cintura —replicó Mr. Winkle con la natural vacilación—, y la demandante parecía estar desvanecida.

—¿Oyó usted decir algo al demandado?

—Le oí decir a la señora Bardell que era muy buena y rogarle que se tranquilizara, porque debía considerar la situación en que se hallaban si alguna persona venía, o cosa por el estilo.

—Ahora, Mr. Winkle, sólo he de preguntarle una cosa, y le suplico que tenga en cuenta la advertencia de su señoría. ¿Es usted capaz de jurar que Pickwick, el demandado, no dijo en aquella ocasión: «Mi querida señora Bardell: es usted muy buena; tranquilícese, porque ya llegará la situación», o cosa por el estilo?

—Yo... yo no le entendí eso, en realidad —dijo Mr. Winkle, estupefacto ante aquella ingeniosa tergiversación de las pocas palabras que había dicho—; yo estaba en la escalera y no podía oír distintamente; mi impresión es...

—Los señores del Jurado no necesitan conocer sus impresiones, Mr. Winkle, que, por otra parte, presumo han de ser de escasa utilidad para las personas rectas y honradas —interrumpió Mr. Skimpin—. Estaba usted en la escalera y no podía oír distintamente; ¿mas no querrá usted jurar que Pickwick no empleó la expresión que acabo de indicar? ¿Debo entender eso?

—No, no quiero jurarlo —replicó Mr. Winkle. Y Mr. Skimpin se sentó con aire triunfador.

El caso de Mr. Pickwick no llevaba derrotero tan favorable hasta este momento para que le fuera posible resistir el peso de una sospecha. Pero como tal vez se hallara en lo posible proyectar sobre él una luz que permitiera contemplarlo bajo mejores auspicios, levantóse Mr. Phunky con objeto de ver si podía sacar algún partido del contrainterrogatorio de Mr. Winkle. Si sacó o no sacó algo importante de éste, se verá inmediatamente.

—Creo, Mr. Winkle —dijo Mr. Phunky—, que Mr. Pickwick no es un muchacho.

—¡Oh, no! —replicó Mr. Winkle—. Es bastante viejo para poder ser mi padre.

—Ha dicho usted a mi ilustre amigo que conoce hace mucho tiempo a Mr. Pickwick. ¿Tiene usted alguna razón para suponer o creer que pensara contraer matrimonio?

—¡Oh!, no; desde luego que no —replicó Mr. Winkle, con tan marcado afán, que hubiera hecho bien Mr. Phunky en hacerle descender de la tribuna lo más pronto posible.

Sostienen los juristas que hay dos clases de testigos perjudiciales: el que declara a regañadientes y el que lo hace con empeño excesivo. Mr. Winkle asumía fatalmente estas dos predisposiciones.

—Voy a ir más lejos, Mr. Winkle —continuó Mr. Phunky con modales amables y complacientes—. ¿Vio usted alguna vez, en las inclinaciones y en la conducta de Mr. Pickwick en relación con el sexo contrario, algo que le indujera a presumir que proyectase contraer un matrimonio tardío?

—¡Oh!, no; desde luego que no —replicó Mr. Winkle.

—¿Se condujo siempre entre las damas como un hombre que, habiendo alcanzado una edad bastante avanzada, se contenta con sus propias ocupaciones y esparcimientos y las trata como un padre pudiera tratar a sus hijas?

—Así es, indudablemente —replicó Mr. Winkle, hablando con todo su corazón—. Eso es ... eso es.

—¿No advirtió usted nunca, en su proceder para con la señora Bardell o para con cualquiera otra mujer, nada que le hiciera concebir sospechas? —dijo Mr. Phunky, disponiéndose a sentarse, en vista de las señas que le hacía el doctor Snubbin.

—No... no —repuso Mr. Winkle—; como no sea cierto episodio insignificante que, desde luego, podría explicarse fácilmente.

Si el desafortunado Mr. Phunky se hubiera sentado cuando el doctor Snubbin inició sus guiños, o si el doctor Buzfuz hubiera interrumpido este irregular contrainterrogatorio desde el principio (lo cual se guardó muy bien de hacer, advirtiendo la ansiedad de Mr. Winkle y conociendo de sobra que había de tomar un camino favorable para él), no hubiera tenido lugar esta desdichada intervención. En el momento en que dejaba escapar Mr. Winkle aquellas palabras, cuando ya se sentaba Mr. Phunky y el doctor Snubbin decía al primero, con notoria prisa, que abandonara la tribuna, cosa que ya empezaba a hacer Mr. Winkle, hízole detenerse el doctor Buzfuz.

—¡Espere, Mr. Winkle, espere! —dijo el doctor Buzfuz—. Ruego a su señoría se sirva preguntarle qué sospechoso episodio es ese a que se refiere este señor y del que es protagonista ese anciano que puede ser su padre.

—Ya oye usted lo que dice el ilustre letrado, sir —observó el juez, volviéndose hacia el mísero y angustiado Mr. Winkle—. Describa las circunstancias a que se refiere usted.

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