Los papeles póstumos del club Pickwick (71 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Está esto muy preparado —respondió Perker a Mr. Pickwick—. Son chicos listos esos Dodson y Fogg. Preparan admirablemente los efectos, mi querido señor.

Mientras decía esto Perker, empezaba la señora Bardell a recobrarse lentamente, y la señora Cluppins, después de abrochar cuidadosamente al pequeño Bardell, procurando que los botones entraran en sus ojales propios, colocó al chico frente a su madre de modo que pudiera verle toda la Sala, estratégica posición en la cual no podía menos de despertar la compasión y la simpatía del juez y del jurado. Mas no se hizo esto sin gran resistencia y afluencia de lágrimas por parte del caballerete, que abrigaba la íntima convicción de que situarle a la vista del juez no era sino preludio evidente de recibir una orden de ejecución inmediata o, por lo menos, de deportación, más allá de los mares, por el resto de sus días.

—Bardell contra Pickwick —exclamó el caballero de negro, abriendo la vista, que ocupaba el primer lugar entre las del día.

—Yo vengo por el demandante, señor —dijo el doctor Buzfuz.

—¿Quién está con usted, compañero Buzfuz? —dijo el juez.

Saludó Mr. Skimpin para declarar que era él.

—Yo comparezco por el procesado, señor —dijo el doctor Snubbin.

—¿Quién hay con usted, compañero Snubbin? —inquirió el juez.

—Mr. Phunky, señor —respondió el doctor Snubbin.

—El doctor Buzfuz y Mr. Skimpin, por el demandante —dijo el juez, anotando los nombres en su cuaderno y leyendo al mismo tiempo—; por el procesado, el doctor Snubbin y Mr. Monkey.

—Dispense, señor: Phunky.

—¡Ah, muy bien! —dijo el juez—. Nunca tuve el gusto de oír el nombre de este señor.

Inclinóse a esto Mr. Phunky y sonrió; sonrió y saludó el juez a su vez, y ruborizándose Mr. Phunky hasta el blanco de los ojos, pretendió comportarse como si nadie fijara en él su atención, cosa que ningún hombre ha logrado hacer todavía ni lo logrará probablemente.

—Adelante —dijo el juez.

De nuevo impusieron silencio los ujieres, y procedió Mr. Skimpin a abrir la causa; y la causa parecía tener muy poco dentro, luego que fue abierta, porque Mr. Skimpin guardó para sí todos los pormenores que conocía y sentóse al cabo de tres minutos, dejando al jurado en el mismo estado de ignorancia que tenía antes de la lectura.

Levantóse entonces el doctor Buzfuz con toda la grave majestad que exigía el procedimiento y, después de comunicar algo por lo bajo a Dodson y de conferenciar sumariamente con Fogg, se arregló la toga sobre los hombros, encasquetóse la peluca y se dirigió al jurado.

El doctor Buzfuz empezó diciendo que nunca, en el curso de su experiencia profesional, nunca, desde el primer momento en que se dedicara al estudio y a la práctica de la Ley, habíasele ofrecido un caso tan hondamente conmovedor ni que entrañara para él responsabilidad tan grave y aplastante; responsabilidad, decía, que jamás hubiera aceptado de no alentarle y fortalecerle la convicción firmísima, que alcanzaba el grado de positiva certeza, de que la causa de la verdad y de la justicia o, en otros términos, de que la causa de su ultrajado y oprimido cliente había de prevalecer en las altas mentalidades de los doce hombres que se sentaban en aquella tribuna que ante él se levantaba.

Los abogados suelen empezar de esta suerte, con objeto de bienquistarse con el Jurado, haciéndole pensar que se halla compuesto de hombres agudos y extraordinariamente sagaces. Prodújose un efecto inmediato: varios jurados empezaron a tomar voluminosas notas con afanosa diligencia.

—Habéis oído de labios de mi docto amigo, señores —continuó el doctor Buzfuz, bien consciente de que el jurado no había podido enterarse de nada de labios del aludido amigo—; habéis oído de labios de mi docto amigo, señores, que se trata de un proceso incoado con motivo de una ruptura de promesa matrimonial, cuya indemnización se ha estipulado en mil quinientas libras. Pero no habéis oído de labios de mi docto amigo, porque no era esto de la competencia de mi docto amigo, cuáles son los hechos y circunstancias del caso. Estos hechos y esas circunstancias, señores, vais a oírlos detallados por mí y probados por la intachable dama que se halla ante vosotros en esa tribuna.

Aquí, el doctor Buzfuz, acentuando con énfasis tremendo la palabra tribuna, golpeó su mesa ruidosamente y miró a Dodson y Fogg, que asentían, maravillados, al doctor y miraban con aire de reto al procesado.

—El demandante, señores —prosiguió el doctor Buzfuz con voz suave y melancólica—, el demandante es una viuda; sí, señores, una viuda. El difunto Mr. Bardell, después de gozar durante muchos años la confianza y la estima de su Soberano, como custodio de las rentas de la Corona, deslizóse sigilosamente de este mundo para buscar en otra parte la paz y el reposo que una aduana nunca puede proporcionar.

Al hacer esta patética descripción del fallecimiento de Mr. Bardell, a quien habían tirado a la cabeza un vaso en una taberna, el ilustrado doctor dejó oír su voz conmovida y prosiguió con acento emocionado:

—Poco antes de morir había estampado su imagen en un tierno niño. Con este tierno niño, único que tuviera de su difunto compañero, apartóse del mundo la señora Bardell; confinóse en el retiro y la tranquilidad de Goswell Street y allí puso en el frente de la ventana de la sala principal un rótulo con esta inscripción: «Habitaciones amuebladas para señor soltero. Razón, aquí».

Detúvose entonces el doctor, en tanto que varios miembros del Jurado tomaban nota del documento.

—¿No tiene fecha, sir? —preguntó un jurado.

—No hay fecha, señores —respondió el doctor Buzfuz—; mas se me ha dicho que fue colocada la cédula en la ventana de la demandante hace precisamente tres años. Llamo la atención del jurado sobre la redacción de este documento: «¡Habitaciones amuebladas para señor soltero!». Las opiniones de la señora Bardell en relación con el sexo contrario dimanaban de una prolongada contemplación de las inestimables cualidades de su difunto esposo. No abrigaba temor, desconfianza ni sospecha. «Mr. Bardell», decía la viuda, «Mr. Bardell fue un hombre de honor. Mr. Bardell fue un hombre de palabra. Mr. Bardell no engañó jamás. Mr. Bardell fue un tiempo soltero. Pues a un soltero acudo en demanda de protección, de amparo, de ayuda, de consuelo; en un soltero veré siempre algo que me recuerde lo que fue Mr. Bardell cuando supo adueñarse de mi ternura virgen; a un soltero debo alquilar mi casa». Inspirada en tan hermoso y conmovedor impulso (el más noble de todos los impulsos de nuestra defectuosa naturaleza, señores), enjugó sus lágrimas la atribulada y solitaria viuda, amuebló su primer piso, estrechó a su inocente niño contra su pecho maternal y puso el anuncio en la ventana de su gabinete. ¿Permaneció allí el anuncio mucho tiempo? No. La serpiente espiaba; tendíase la trampa; socavábase la mina; la zapa y el pico laboraban de consuno. No llevaba tres días el anuncio en la ventana (ni tres días, señores) cuando un ser, sostenido por dos piernas y que asumía todas las apariencias exteriores de una criatura humana, y no de un monstruo, llamó a la puerta de la señora Bardell. Inquirió, tomó el piso, y de él se posesionó aquel mismo día. Este hombre era Pickwick; Pickwick, el demandado.

El doctor Buzfuz, que se había producido acaloradamente, tenía el rostro enrojecido. Se detuvo para tomar aliento. El silencio despertó al justicia Stareleigh, que escribió inmediatamente algo con una pluma que no tenía tinta y miró en derredor con aire de gran profundidad, para dar al jurado la impresión de que, si cerraba los ojos, hacíalo con objeto de meditar con mayor sutileza. El doctor Buzfuz prosiguió:

—Poco he de decir, señores, acerca de este hombre, pues el tema ofrece atractivo escaso; y ni yo, señores, ni vosotros somos capaces de gozarnos en la contemplación de la perversidad repulsiva, de la villanía convertida en hábito.

En este momento, Mr. Pickwick, que llevaba un rato conteniendo su rabia, hizo un brusco movimiento, como si hubiera asaltado su mente el vago anhelo de agredir al doctor Buzfuz en la presencia augusta de la Justicia. Hízole reprimirse un gesto de Mr. Perker, y siguió escuchando al docto letrado con mirada de indignación, que contrastaba con los semblantes arrobados de la señora Cluppins y de la señora Sanders.

—Digo villanía, señores —dijo el doctor Buzfuz, volviéndose hacia Mr. Pickwick y dirigiéndose a él—, y al decir villanía permítaseme advertir al procesado Pickwick, ya que se encuentra en la Audiencia, según se me ha dicho, que hubiera sido más decoroso, más discreto, más juicioso y de mejor gusto que se hubiera quedado a la puerta. Permítaseme decirle, señores, que no ha de hacer mella en vosotros cualquier gesto de reprobación o disconformidad que tenga a bien producir en esta Sala; que vosotros sabéis el valor y el aprecio que habéis de otorgarle, y permítaseme decirle, además, como el señor ha de decírselo, que un letrado no puede ser intimidado, retado ni cohibido en el desempeño de los deberes que tiene para su cliente, y que cualquier intento que pretenda de lo uno, de lo otro, de lo primero o de lo último caerá sobre la cabeza del insolente, así sea demandante o demandado, llámese Pickwick, Noakes, Stoakes, Stiles, Brown o Thompson.

La breve digresión con que el orador se desviaba del tema capital tenía, por supuesto, el exclusivo objeto de que todas las miradas se concentraran en Mr. Pickwick. Parcialmente recobrado el doctor Buzfuz del estado de moral exaltación a que se había entregado, prosiguió:

—He de haceros saber, señores, que por espacio de dos años residió Pickwick constantemente, sin interrupción ni intermisión, en casa de la señora Bardell. He de haceros saber que la señora Bardell, durante todo ese tiempo, le sirvió, atendió a sus comodidades, aderezó sus comidas, apuntaba la ropa blanca cuando iba a la lavandera, la repasaba, ventilaba y disponía para su uso luego que a casa la traían; gozaba, en suma, de su plena y absoluta confianza. He de deciros que en muchas ocasiones dio el demandado medio penique al pequeño y hasta seis peniques algunas veces; y he de probaros, por un testimonio que mi preclaro amigo no podrá debilitar ni controvertir, que en cierta ocasión dio el demandante una palmadita cariñosa en la cabeza del niño, y, después de preguntarle si había ganado últimamente muchas canicas (que son, a lo que entiendo, trozos de un mármol especial, muy apreciados por la chiquillería de esta ciudad), dejó escapar esta frase significativa: «Si tuvieras otro padre, ¿cómo te gustaría que fuera?». Os probaré, señores, que hará cosa de un año empezó Pickwick a ausentarse de casa por largas temporadas, como si abrigara el propósito de romper con mi cliente paulatinamente; mas también he de probaros que, o su resolución no estaba por ese tiempo suficientemente madurada, o que triunfaban en él los buenos sentimientos, si es que los tiene, o que los encantos y atenciones de mi cliente prevalecían contra sus inhumanos designios; he de probaros que, al regresar de cierto viaje, propuso formalmente el matrimonio a la señora Barden, si bien tomando previamente la precaución de que no hubiera testigos del solemne pacto; y me hallo en condiciones de probaros también, valiéndome del testimonio de sus propios amigos (testimonio que han de deponer mal de su grado por cierto), que una mañana sorprendiéronle teniendo en sus brazos a la demandante y consolando su agitación por medio de caricias y tiernas súplicas.

Las palabras del ilustre doctor produjeron visible efecto en el auditorio. Sacando dos papeles de su cartera, prosiguió:

—Y ahora, señores, sólo una palabra: Dos cartas se han cruzado entre ambas partes, cartas que se ha demostrado ser de puño y letra del demandado y que son más elocuentes de lo que pudieran serlo cien volúmenes. Esas cartas descubren además el carácter del hombre. No son francas, ardorosas ni elocuentes; no respiran el lenguaje del amor y de la ternura. Son solapadas, astutas; contienen frases de sentido oculto; mas, por fortuna, son más concluyentes que si se hallaran concebidas en lenguaje fervoroso y en el estilo más lleno de poéticas figuras. Son cartas que han de ser revisadas con mirada cautelosa y sagaz; cartas que fueron escritas indudablemente por Pickwick con el designio de extraviar y engañar a las personas en cuyas manos pudieran caer. Dejadme que lea la primera: «Garraway, a las doce. Querida señora Bardell: Chuletas y salsa de tomate. Su afectísimo, Pickwick». ¿Qué significa esto, señores? ¡Chuletas y salsa de tomate! ¡Su afectísimo Pickwick! ¡Chuletas, cielo santo, y salsa de tomate! Señores, ¿es que la sensibilidad y el derecho a la aventura de una mujer inocente y confiada pueden ser burlados de esta suerte por este género de arteras maquinaciones? La otra no tiene fecha, lo cual es ya bastante sospechoso: «Querida señora Bardell: No llegaré hasta mañana. Coche retrasado», y luego sigue esta significativa frase: «No se preocupe usted del calentador». ¡El calentador! ¿Quién, señores, habría de preocuparse por un calentador? ¿Cuándo viose la paz de ánimo de un hombre o de una mujer perturbada o inquietada por un calentador, que no es en sí más que un utilísimo e inofensivo artefacto del menaje doméstico? ¿Qué puede significar esta recomendación de que la señora Bardell no se incomodase por el calentador, que no es sino un recipiente para contener las brasas, como no fuera una frase que entrañara alguna promesa o consoladora palabra, perteneciente a una clave de correspondencia previamente concertada, habilidosamente imaginada por Pickwick, con miras a una deserción premeditada y que no podría explicar? ¿Y a qué viene esta alusión al coche retrasado? No puede ser, a mi entender, sino una frase que se refiere al mismo Pickwick, el cual ha sido indudablemente durante todo el tiempo que comprende este asunto un coche retrasado y despacioso, mas cuya presteza se verá inesperadamente acelerada y cuyas ruedas, señores, verá pronto a su costa bien engrasadas por vosotros.

Hizo una pausa el doctor Buzfuz en este punto, para observar si el jurado sonreía ante este rasgo humorístico; mas como advirtiera que ninguno paró mientes en él, salvo el tendero, cuya sensibilidad acerca del asunto se hallaba despertada por haber sometido a esa operación aquella misma mañana a un carro, consideró el ilustre doctor discreto dar una nueva pincelada lúgubre antes de concluir:

—Pero ya es bastante, señores —dijo el doctor Buzfuz—; es difícil sonreír cuando un corazón padece; no es posible bromear cuando se conmueven nuestras más hondas inclinaciones. Las esperanzas y perspectivas de mi cliente se han venido al suelo, y no es mera figura decir que lo mismo le ha ocurrido a su industria. La cédula de alquiler no está en la ventana... pero no hay inquilino. Pasan por allí una vez y otra caballeros solteros, dignos de aceptarse... pero no se les invita a entrar. Todo es silencio y melancolía en la casa; hasta la voz del niño se ha apagado; sus juegos infantiles quedan relegados al olvido, porque su madre llora. Sus canicas permanecen menospreciadas; ha olvidado el niño las voces familiares del juego; las divertidas partidas de pares y nones. Mas Pickwick, señores, Pickwick, el inhumano destructor de este oasis doméstico en el desierto de Goswell Street; Pickwick, que ha cegado el manantial y reducido a cenizas el verde césped; Pickwick, que comparece hoy ante vosotros con su salsa de tomate y su calentador; Pickwick aún levanta con desenfado su cabeza y contempla sin un suspiro de remordimiento el estrago que ha producido. La indemnización, señores, una fuerte indemnización, es el único castigo que podéis imponerle; la única recompensa que podéis ofrecer a mi cliente. Y para esa indemnización apela ella a las luminosas, altas, concienzudas, rectas, desapasionadas y compasivas mentalidades del jurado que componen sus conciudadanos.

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