En Drinks, el pub donde los búlgaros empezaron a reunirse a media tarde una vez que empezaron a disponer de algo de dinero, Kyril se mantenía siempre lejano, incluso despectivo, con las chicas españolas o portuguesas que formaban la clientela femenina habitual del local. Todas le parecían —lo eran— enanas, feas e ignorantes. Nada que ver, me dijo, con las chicas búlgaras. Nada que ver, desde luego, con Kalina. Ya se veían en Drinks búlgaros altos y atractivos ennoviados con morenitas reducidas y regordetas, en una especie de sacrificio por parte de los muchachos que parecían dispuestos a lo que fuera —incluso a un matrimonio grotesco— con tal de asegurarse el permiso de residencia, pero Kyril despreciaba ese método y no se permitía el menor desliz que pudiera abocarle a un compromiso engorroso. Para él, serle fiel a Kalina era una cuestión de amor propio. Y conmigo, por lo visto, no le era infiel a su mujer —porque él insistía, con una hábil mezcla de desdén y nostalgia, en que era su mujer—. Lo nuestro era otra cosa.
En realidad, resultaba muy sorprendente la naturalidad y el candor con que los búlgaros aceptaban y practicaban unas relaciones con hombres que deberían tener asumidas, según la doctrina oficial en la que habían crecido, como abominables. Pero daba la impresión de que se lo tomaban como un hábito occidental y capitalista tan corriente como el disfrute de la propiedad privada o la libertad para viajar, una manera como cualquier otra de ponerse al día. Quizás la mayoría lo considerase molesto y todos eran intransigentes en lo mismo —por ejemplo, besar en la boca—, pero ninguno daba muestras de sentirse culpable o avergonzado. Kyril, desde luego, prefería estar sentado conmigo en Drinks, charlando tranquilamente, sin importarle lo que pudieran pensar o murmurar todas las españolas o portuguesas que se sentían menospreciadas, a tener que ser amable con una dominguera bajita, culona y, además, pobre. Otros búlgaros, en cambio, trataban de combinarlo todo, y Drinks se convirtió en un curioso pub de clientela muy confusa y sospechosa, joven y madura, cuya contemplación, algunas noches, no dejaba de producir cierto vértigo.
A Drinks se trasladaron, en especial cuando llegaron los fríos, todas las parejas hispanobúlgaras que se habían formado en la Puerta del Sol y que gozaban de cierto reconocimiento general, a pesar de las enanas españolas o portuguesas que trataban de meter cizaña. Aparte de Kyril y yo —ligados por algo tan respetable y académico como una beca—, estaban Kasi y la Milesposas, un impresentable funcionario del Ministerio del Interior a quien se le había puesto cara de haberle tocado la lotería con aquel rubio gigantesco y hermoso, aunque pronto se comprobaría que a quien le había tocado la lotería era al búlgaro; Alex, con pinta de modelo publicitario en cuanto empezó a vestir bien, y la Rizos, asesor jurídico en una gestoría de barrio y cuya más destacada seña de identidad era un peluquín espantoso; la Ley de los Angeles y un protegido con el que jamás se había ido ni se iría a la cama, Vladi, un chico algo lánguido y con un corte de pelo, a lo hospiciano, que tenía la virtud de despertar en el postinero abogado mercantilista oleadas de compasión, hasta el punto de tenerlo a cuerpo de rey a cambio, eso sí, de que no se dejara crecer el cabello y mantuviera aquel aire expósito, aquel desamparo craneal que tanto le emocionaba; la Manoslargas y Ludo, pequeño pero musculoso y que llevaba al perista por la calle de la amargura… A veces aparecía Gildo con Assen, que por fin. se había convencido de las ventajas de trasladarse a vivir a casa del dermatólogo, pero como Assen padecía el despótico horario de trabajo del ramo de hostelería, Gildo solía aparecer con cualquier otro, a quien, por supuesto, ya se había encargado de adjudicarle un herpes tenaz para que nadie se lo madrugase. Por lo demás, todos aquellos chicos habían dejado en Bulgaria una familia, muchos de ellos una mujer, algún que otro hijo —el propio Kyril, con veinticuatro años, ya estaba divorciado una vez, y aseguraba tener un hijo con una bailarina que a la postre se había negado a casarse con él—, pero ninguno de ellos, excepto Kyril, parecía dispuesto a recuperar aquellos afectos mutilados para siempre. Para ellos, nosotros éramos una cierta clase de familia, conquistada a golpe de pelvis, y ya les llegaría el momento de mutilársela también. Sólo con Kyril me parecía que quizá fuera diferente: estaba empeñado en que Kalina y yo nos considerásemos el uno al otro parte de la familia.
—Si no te importa —me dijo—, voy a darle el teléfono de tu casa, y así puedo hablar con ella sin que ni a ti ni a mí nos cueste dinero.
Así empezó a llegarme la voz de Kalina. Cuando Kalina llamaba, Kyril nunca estaba en casa —llegó a parecerme premeditado—, y ella y yo hablábamos en un inglés trabajoso y triste que hacía que Kalina me pareciera especialmente vulnerable; siempre me suplicaba que le diera a su
boyfriend
recados que tenía que adivinar y a los que Kyril no daba, en apariencia, la menor importancia. Kalina hablaba de
boyfriend
, de novio, no de marido, y comprendí que Kyril confiaba en conmoverme más con el drama del matrimonio separado por las crueldades de la vida que con un noviazgo que yo podía tener la tentación de boicotear sin excesivo cargo de conciencia. Kyril necesitaba mi ayuda para que Kalina viniese a Madrid, y Kalina debía de saberlo, así que era conmigo dulce y agradecida y yo consideré que aquel entendimiento no podía ser más que beneficioso para todos.
Empecé a mirar con buenos ojos a Kalina. Todavía no era más que una sombra, una voz que llegaba temblorosa desde Berlín, un mohín rubio y punzante que Kyril guardaba en su cartera como una atadura de la que era incapaz de desprenderse, pero aquella niña lejana y pertinaz permitía que Kyril y yo nos tuviéramos afecto, había decidido considerar razonable que su novio pudiera, en teoría, ser localizado en mi casa como si fuera suya —a pesar de todo, Kyril nunca se fue a vivir conmigo, y sólo una noche, desde que le conocí, se quedó a dormir en mi apartamento—, y estaba deseando conocerme para darme las gracias en persona por todo lo que hacía por ellos. Alguna vez, cuando Kalina llamaba, Kyril estaba conmigo, y entonces siempre terminaban peleándose, hasta el punto de que Kyril cortaba bruscamente la comunicación y juraba que no quería volver a saber nada de ella, que buscaría una chica española para casarse y se acabarían todos sus problemas. Yo entonces me ponía de parte de Kalina, trataba de explicarle que por teléfono —cuando se está separado durante tanto tiempo— siempre se producen malentendidos, le prometía hacer cuanto estuviera en mi mano para propiciar el encuentro entre ambos y me dejaba acongojar por las explicaciones de Kyril, que no quería que Kalina viniese a Madrid hasta que él no tuviera un apartamento presentable, algún dinero en el banco y la documentación en regla. Así, aquella sombra, aquella voz que llegaba temblorosa desde Berlín, aquel mohín rubio y pertinaz que Kyril guardaba en la cartera, se convirtió ya en un problema personal que tenía que resolver, si quería que Kyril continuara sintiéndose orgulloso de mí.
Kyril vivía en un hostal próximo a la Puerta del Sol. En una habitación de mediano tamaño y alargada, con una ventana a un patio interior, había un lavabo, una mesa, tres o cuatro sillas y tres camas en las que dormían, según las noches, entre cinco y nueve búlgaros. Se suponía que los dueños habían alquilado la habitación a sólo tres huéspedes, pero a un precio tan abusivo por cada uno que era razonable pensar que estaban al tanto del exceso de ocupación del cuarto. Tengo fotografías, hechas con la máquina de Kyril, en las que se ven hasta tres búlgaros durmiendo en una misma cama, entre ellos el propio Kyril, su primo Dani, Assen antes de mudarse a casa de Gildo, Ivo desnudo e indiferente y con el labio leporino proporcionando un extraño candor a su sueño, Alex con su aspecto de maniquí tenebroso y algún otro a quien recogían, clandestinamente, cuando se quedaba sin dinero para pagar una habitación. Se ayudaban entre ellos, y me consta que el importe diario de la beca de Kyril sirvió muchas veces, entre otras cosas, para comprar comida y pagar copas para todos. No me parecía raro que Kyril se sintiera, ante sus amigos, orgulloso de mi protección, y que los demás me tuvieran mucha consideración y confianza.
Gracias a esa confianza supe que Ivo guardaba en la habitación del hostal una cantidad asombrosa de prendas de vestir, zapatos, aparatos eléctricos, productos de perfumería, de marroquinería, de papelería, regalos. Lo primero que Kyril me regaló, desde que nos conocimos, fue un estuche de instrumentos y productos para el afeitado que Ivo había dejado a deber en un gran almacén del centro y que Kyril a su vez, como es lógico, le debía a Ivo; supongo que el dinero de mi beca serviría al final para pagar aquel regalo, pero no dejaba de ser emocionante —o astuto— que Kyril sacrificara parte de sus ingresos, vinieran de donde viniesen, para ofrecerme un obsequio. Porque de lo que no cabía duda era de que a Ivo el género había que pagárselo. En eso Ivo era implacable.
Aunque vivían atemorizados por la idea de que los expulsasen de España, Ivo —y luego supe que también Vladi— se permitía pequeños robos con cuyo producto comerciaba para ahorrar cuanto antes la mayor cantidad de dinero posible, porque Ivo era de los que estaban obsesionados con emigrar a Canadá, donde algún familiar suyo al parecer había logrado ya instalarse. La posibilidad de hacer dinero rápido le compensaba del riesgo de ser detenido y devuelto a Bulgaria. Pero Kyril no podía permitirse eso. Kyril había tenido ya suficientes problemas en su país, y en Alemania, Italia y Francia —en todos ellos, al parecer, estaba reclamado por la Interpol, por tráfico de vehículos robados, y en Francia, además, por la Legión Extranjera, de la que había desertado: para tener veinticuatro años, no estaba mal—, lo que le aconsejaba no dar pasos en falso. España era el único lugar de Europa en el que se sentía relativamente a salvo. No se cansaba de repetir que había tenido mucha suerte al conocer a alguien como yo, un solvente caballero, y todos los búlgaros estaban al tanto de nuestro acuerdo económico: siete mil pesetas el día que me alegraba el cuerpo, y tres mil cuando sólo me alegraba la vista; el cuerpo me lo alegraba, con puntualidad centroeuropea, un día sí y otro no. Los extras —comidas, invitaciones, cartones enteros de tabaco— se contabilizaban aparte. La dotación de la beca, por tanto, no era insignificante. Era comprensible que la mayoría de los búlgaros envidiaran a Kyril.
—Ya puedes ir controlándote un poco —me advirtió Gildo, la Molokai—, porque te veo empeñando los collares. Y, además, luego el mío no quiere ser menos.
Es el eterno problema de quienes aseguran desconfiar de los resultados de la generosidad: si alguien es generoso, se sienten obligados a emularle para no quedar como tacaños o, lo que es peor, pobretones. Cierto que, a primera vista, Gildo era generoso con Assen —lo tenía en su casa, lo cuidaba, lo alimentaba, incluso le hacía algunos regalos sorprendentes y un poco inútiles—, pero con el dinero contante y sonante el brazo siempre se le quedaba corto, porque con el dinero pagaba, estrictamente, los momentos de amor. El resultado era penoso: a Gildo el amor siempre le parecía poco, y a Assen el dinero siempre le parecía escaso. En cambio, entre Kyril y yo el dinero circulaba a un ritmo sostenido y en cantidades preestablecidas, porque era consecuencia de un pacto entre caballeros, y ambos cumplíamos nuestros compromisos con respeto y naturalidad, sin que nunca hubiera reproches por su parte o por la mía —ni yo pedía más amor ni él pedía más dinero—, y el resultado era que el afecto de Kyril, palpable aunque no arrebatado, me emocionaba. La experiencia me ha demostrado que con dinero sólo puede comprarse el interés de una persona —interés que se desvanece cuando el dinero flaquea o alguien pone más dinero por medio— y el afecto se logra sólo con afecto, consideración y magnanimidad. Y de algo sirve descubrir a tiempo las ventajas de comportarse como un caballero: Kyril no se avergonzaba de ser cariñoso conmigo. Jamás se me ocurrió reprocharle que no fuera más apasionado o más servicial, y, desde luego, no cometí la tontería de exigirle, a cambio de seguir disfrutando de la beca, que encontrase y conservase un trabajo. Pretender que un novio trabaje es de feministas o de pobres.
Ni que decir tiene que Kyril no estaba dispuesto a trabajar. Por eslavo que fuese, sabía a la perfección que trabajando, lo que se dice trabajando, nadie se hace rico. Y él estaba decidido a hacerse razonablemente millonario. Necesitaba tener pronto casa propia —o, al menos, alquilada a su nombre—, buen coche, mucho oro, las comodidades ineludibles —los mejores electrodomésticos y aparatos de sonido, para empezar— y todos los lujos a los que estaba acostumbrada, o debería acostumbrarse, Kalina. Fregando platos en un restaurante italiano, como Assen, o trabajando a destajo en la construcción y robando menudencias en los grandes almacenes, como Ivo, o repartiendo propaganda callejera, como Dani, no se pagaba pronto todo eso. Kyril confiaba en métodos más imaginativos: jugar con el cambio del dólar, exportar a Bulgaria cantidades incontables de piedras de mecheros, dar sangre cada dos días como hizo durante algún tiempo en Alemania —opción que descartó cuando le expliqué que, en España, la donación de sangre ya no se remunera—, donar semen en centros de fecundación artificial, o, llegado el caso, desplegar todas sus facultades eslavas en un
peepshow
, con una búlgara de confianza, por veinticinco mil pesetas al día. Kyril consideraba que la mayoría de los españoles eran estúpidos por no enriquecerse con rapidez y comodidad gracias a cualquiera de esas posibilidades. Eso sí, mientras llegaba el momento de que Kyril amasase su fortuna, yo desembolsaba religiosamente mi beca.
—No os entiendo —me dijo Pablo Méndez, la Coqueti, uno de los que no fallaban en la Puerta del Sol, no iban jamás con búlgaros, sino sólo con marroquíes, y eran conocidos como las Marroquineras—. Estáis todas locas.
Estábamos, simplemente, en nuestro tiempo. La historia había sufrido una convulsión y había puesto de repente a nuestro alcance la necesidad, el anhelo, la premura y la incontinencia en forma de criaturas maleadas de golpe, echadas a perder en apenas semanas, ansiosas de salvación, felices por haber encontrado quienes les corrompiesen en poco tiempo y sin excesivas exigencias. A fin de cuentas, a otros les habían obligado a renunciar a sus viejos ideales, a las convicciones o esperanzas de toda una vida, a una causa maltrecha pero que alguna vez se creyó noble y necesaría, a una existencia vaciada de repente. Ellos apenas habían tenido que sacrificar un poco de virilidad, como esos otros centenares de muchachos, rumanos sobre todo, que acuden a prostituirse alegremente en los burdeles masculinos de Amsterdam, aprovechando visados para turistas con permiso de estancia de tres meses, sin que nadie tenga derecho a reprocharles nada. Así que no estábamos locas, como decía la Coqueti. Estábamos, simplemente, en el lugar oportuno, en el momento oportuno. Cumplíamos la meritoria tarea de corromper, en el momento adecuado, a quien necesitaba que le corrompiesen.