—Hombre, guárdame tú el dinero —me pidió—. Voy a ahorrar para comprarme una cadena de oro así de gorda —y señaló con las manos un grosor perfectamente eslavo.
Aquello mejoraba de un modo turbador. No sólo era encubridor o colaborador o cómplice del delito, sino que el producto del mismo se me confiaba para que yo lo cuidase y lo defendiese. Estaba ya no sólo al mismo nivel de la Manoslargas, sino también al de la Cajamadrid. La Cajamadrid era una loquicuca, Gregorio de nombre de pila y Goyo para los jóvenes emigrantes de la Puerta del Sol, a quienes les guardaba los ahorros a cambio de un hipotético interés mensual y a quienes les hacía préstamos por un interés semanal nada hipotético. Cierto que la Cajamadrid era un usurero ambulante y de pacotilla, una raquítica babosa que había encontrado la manera de obtener un sobresueldo mientras el mundo se hacía añicos, y yo no buscaba ventaja material al echar sobre mi alma el peso de un dinero sucio y sentimental, pero, a fin de cuentas, me convertía en cajero y contable de un mafiosillo de tercera —si bien, con posibilidades de ir a mucho más—, me transformaba en alcancía estricta para que mi patrocinado pudiera comprarse una cadena de oro de un gusto infame —y que ya tenía localizada en el escaparate de una arrogante joyería de la Gran Vía—, devenía en cancerbero y libreta de ahorros de los sueños chabacanos y barriobajeros de un buscavidas búlgaro. Todo era tan nuevo y enervante que el caballero sobrio y controlado que siempre hubo en mí ni siquiera protestaba.
Las que protestaban eran la Molokai, la Tremenda, la Ley de los Angeles, la Mogambo, la Tiralíneas, todas comidas por la envidia y aconsejadas por el sentido común. Y eso que la historia de Kyril con las holandesas acabó bien —ellas se esfumaron de pronto y sólo dejaron, como huella visible, un moratón lascivo en el cuello dócil y nervioso de Yordan—, y cuando Kyril conoció, una noche que pasó en comisaría, a un italiano que le propuso un trabajo secreto y rentable, yo no lo conté. En casa de Gildo sólo dije que Kyril no podía acudir a la fiesta porque estaba ocupado.
—¿Trabaja?
—Algo hace.
—Me han dicho —tanteó Gildo— que frecuenta un garito clandestino de juego y que le va muy bien.
Algo de eso me había contado Kyril, y me había pedido una parte del dinero que yo le guardaba, pero lo del italiano era más arriesgado y confidencial. Tan confidencial que Kyril ni siquiera consintió en darme las pistas que me había dado en el caso de las holandesas. Se cerró en banda. Los días que le tocaba arreglarme el cuerpo aparecía en casa con muchas prisas, muy cansado, con las manos destrozadas por productos químicos que, al parecer, se veía obligado a manejar, y quejándose de una fuerte irritación en los ojos. Fueron inútiles todas las preguntas que le hice. Se limitaba a sonreír y a asegurarme que era mejor que yo no supiera absolutamente nada. Quería protegerme. Por pequeños indicios, pensé que podía tratarse de un laboratorio para la destilación de droga o la elaboración de estupefacientes sintéticos, o de un taller de falsificación de billetes de banco o tarjetas de crédito, o algo similar, pero descubrí que me faltaba valor para seguir especulando, sobre todo cuando me entregaba, para que se los custodiase con el resto de sus ahorros, puñados de billetes de apariencia perfectamente legal. Mi alma, por veleidosa que fuera, no parecía capaz de soportar la verdad. Era necesario ignorarlo todo. Por eso, cuando Gildo me preguntó, me limité a encogerme de hombros y a darle a entender que no era un asunto que me afectase.
Aquella nueva fiesta en su casa la había organizado Gildo, la Molokai, a instancias de Adelardo Taormina, la Mogambo. Es verdad que Gildo no necesitaba que le animasen mucho para invitar a media emigración búlgara y a las polilocas habituales —cualquiera de las cuales, en honor a la verdad, habría superado de modo airoso un examen suficientemente riguroso de aparente masculinidad—, pero el proyecto de la Mogambo se le antojaba demasiado exótico y propenso al fracaso. La Mogambo pretendía convertir la reunión en una velada literaria. Había descubierto que algunos de aquellos muchachos, forzados por una educación servil a la madre Rusia, eran capaces de recitar a Pushkin y otros poetas románticos eslavos, e imaginaba una hermosa velada llena de nostalgias poéticas, a la que él contribuiría con versos de poetas grecolatinos y sobre la que pendía la amenaza de Gildo recitando humoradas de Campoamor. La propuesta era una locura semejante a la de Fitzcarraldo empeñado en montar una ópera de Verdi en la selva de Manaos, pero el afán de la Mogambo por combinar la llamada de la selva con los primores del espíritu conducía a despropósitos así de enternecedores. Gildo, desde luego, estaba dispuesto a intentarlo, pero, como imaginaba que no podría funcionar, había ideado una alternativa mucho más práctica: celebrar una subasta de chicos, con salidas mínimas de cinco mil pesetas —la cifra mágica— que, fuera cual fuese el muchacho que se prestara a subastarse, los elementos capitalistas debíamos comprometernos a cubrir.
—Es una idea espantosa —murmuró, afligido, Adelardo.
Lo era, en efecto. Pero no para los muchachos búlgaros, la mayoría alegremente dispuestos a ser objeto de puja, a hacer ostentación y propaganda de sus cualidades y prestaciones, a ponerse codiciosamente en las codiciosas manos del mejor postor. Lo de Pushkin y otros poetas románticos y grecolatinos les parecía, por supuesto, una soberana pamplina. Estaban impacientes —incluido Dimo, el pobre gigantón feo y destartalado que Gildo no podía soportar— por comprobar cuánto podían recaudar y a cuáles nos los disputábamos con más ahínco y mejores remates. Toni, el criado filipino, servía las copas con una inexpresividad muy parecida al desprecio. Gildo nos animaba a entrar en el juego, proponía que empezáramos con Petre, uno de los dos hermanos obligados a ser infieles a sus protectores de limitados recursos, y el propio Gildo estaba dispuesto a iniciar la subasta con las cinco mil pesetas de rigor, aunque no podría rematarla, en ningún caso, porque él ya tenía sus obligaciones económicas con Assen y, desde hacía un par de semanas, con Vasil, un guapo y esbelto muchacho al que, después de haberle adjudicado, en cuanto recaló en la Puerta del Sol recién llegado de Bulgaria, un imposible vitíligo contagioso, acogió también en su casa con el consentimiento y la complicidad de Assen; Vasil y Assen discutían todas las noches para decidir a quién le tocaba contentar a Gildo. Para disgusto de Gildo, todos los demás estábamos bloqueados por los escrúpulos. Y, sin embargo, ¿escrúpulos por qué? ¿Qué era bueno y qué era malo, qué era decente y qué era indecente, qué era bello y qué era feo, o justo e injusto, o verdadero y falso? El mundo estaba patas arriba y no resultaba tan sencillo establecer que el bien era una cosa y el mal otra distinta, parecía evidente que la misma cosa podía ser el bien para unos y el mal para otros, y quizás para el mismo hombre una misma cosa puede ser tan pronto buena como mala. Es el secreto de los discursos dúplices: Vasil y Assen discutían para no acostarse con Gildo porque debían aparentar que les resultaba desagradable, pero discutían por acostarse con él si aquella noche los dos necesitaban el dinero, y lo que para Adelardo y para mí era espantoso —pujar por un muchacho que quería que pujaran por él—, para nosotros mismos no lo era cuando la puja se hacía bajo cuerda, es decir, cuando yo engordaba la beca de Kyril para retenerle o Adelardo le prometía a Vladimir, el hermano de Petre, las quince mil pesetas que acaso habría obtenido en la subasta. Gildo insistía en que Vladimir tenía aún los condilomas, aunque replegados por el tratamiento. Kyril se arriesgaba para comprarse una cadena de oro del grosor de su muñeca sin permitir que un puñado de pederastas pusilánimes pujaran por su cuerpo. Las holandesas estaban a salvo, creo que en Rotterdam, mientras en el penal de Ocaña un turco rumiaba la humillación inflingida por un búlgaro cuya única ventaja era estar libre. Adelardo Taormina, la Mogambo, había llegado a un pacto para recitarles algunos versos grecolatinos a los condilomas camuflados de Vladimir. Y yo confiaba en que mis deberes de mujer fatal esposada a un joven y temerario aventurero búlgaro no me agotaran hasta el extremo de impedirme identificar, al menos, los irresolubles problemas del sector petroquímico de Bulgaria.
—¿Cómo va esa petroquímica?
—De pena.
—Toda Bulgaria está de pena —dijo Vasil, que estaba recién llegado de la pena, con toda la pena encima.
La pena estaba saliendo de Bulgaria. La pena se quedaba en Bulgaria. Encima de la mesa de mi despacho iba acumulándose la pena petroquímica, mientras el resto de la pena habría que comprarla, olvidarla, asfixiarla, compartirla. La pena estaba en los condilomas enquistados de Vladimir, en el moratón lascivo del cuello de Yordan, en los desesperados desafueros de Kyril, en las llamadas telefónicas de Kalina, en el alma que yo creía conocer y cuya debilidad no sospechaba. La pena estaba en el
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que nadie quería beber y en los repudiados versos de Pushkin.
—En Bulgaria no hay casi nada —insistió Vasil—, y lo poco que hay es horrible.
—Un horror —dijo Gildo, como si lo horrible fuera un herpes y nos lo hubieran contagiado.
Pero yo entonces recordé la réplica de Poe, y la adapté a mis circunstancias: el horror no viene de Bulgaria, viene del alma.
El alcohol, como la pena enquistada de los búlgaros —y como el desvarío de un caballero—, aviva la temeridad, adormece la suspicacia, descuartiza la memoria, desnuda los afectos, limpia las heridas, irrita las mucosas y los sentimientos y debilita las defensas del cuerpo y del espíritu. El alcohol, desde luego, agravaba la soriasis de Kyril, pero él decidió que en nuestro cumpleaños tenía que emborracharse.
También yo debería emborracharme con
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. Pero tiene el aguardiente búlgaro un aroma corto y desabrido, incapaz de conservar los recuerdos desorbitados, insuficiente para rescatar las viejas esperanzas desvanecidas, hostil a la mirada secreta de todo cuanto se ha ido abandonando, sólo apto para envolver y paralizar los pulmones del alma. El
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nunca proporciona una borrachera llorona y expansiva. A Kyril ni siquiera se le ocurrió llevar una botella de Grozdova a nuestra fiesta de cumpleaños.
Había optado por celebrarla en Drinks. Quería invitar a sus mejores amigos búlgaros y no le parecía bien metérmelos en casa: no quería que mi casa fuese como la de Gildo. Hablaba ya con desprecio y resentimiento de aquellas reuniones en casa de Gildo, aquellas cenas en las que los muchachos búlgaros engullían decepcionantes canapés y los invitados anhelantes se permitían toda clase de melindres antes de servirse un buen trozo de carne búlgara. Kyril me amenazó alegremente con darme una paliza si se enteraba de que alguna noche yo había salido con otro búlgaro de casa de Gildo, y yo le dije que eso tenía que jurármelo. Gildo, cuando supo que Kyril y yo celebrábamos el cumpleaños el mismo día, nos ofreció su casa, sus abundantes provisiones de alcohol —la comida correría de nuestra cuenta—, la ayuda servicial y rencorosa de Toni, el criado filipino, y nos prometió que obligaría a todo el mundo a presentarse con un regalo. Pero Kyril quería organizar su propia fiesta, rechazaba la tutela de Gildo tan llena de manoseos, tan intrigante, tan malherida por el aburrimiento y la soledad, tan escarmentada por el comportamiento de Assen y Vasil, sus huéspedes, quienes —y Gildo lo contaba como si no tuviera más remedio que resignarse—, cuando los tres estaban de noche en casa, le ponían algo en la cerveza hasta dejarle fuera de combate y poder ellos, tras escarbarle un poco en la billetera, coleccionar visitas a discotecas hasta el amanecer; muchos meses después, cuando Assen y Vasil ya no vivían con él, Gildo descubrió que padecía una diabetes extrema y que sus novios búlgaros no necesitaban ponerle ningún narcótico en la bebida, porque un par de cervezas bastaban para que entrase prácticamente en coma. Lo de la billetera, en cambio, era cierto, y Kyril lo encontraba justo y purificador. Como se lo parecía el que él pudiese, gracias a su secreto trabajo con el italiano, gastarse una pequeña fortuna en reservar todo el fondo de Drinks y ser el único en hacerme un regalo.
Los regalos los intercambiamos en mi casa, a media tarde. Kyril se presentó muy apurado de tiempo, con un gran paquete de una tienda de lujo y una bolsa mediana de unos grandes almacenes.
—Esto es para que metas todo el dinero —y me entregó, sin mayores solemnidades, el paquete voluminoso—, si te sale bien el negocio de la petroquímica de mi país.
Era un maletín de piel, de una marca de categoría, excelente, y desde luego no parecía verosímil que las elegantes dependientas de una de las tiendas más lujosas de Madrid cometieran el descuido de dejar en el regalo la etiqueta con el precio. Y, sin embargo, el precio estaba allí, escandaloso. No hubiera hecho falta, porque un caballero reconoce en seguida un producto caro y puede calcular lo que cuesta con un escaso margen de error, pero tal vez Kyril decidió tomar todas las precauciones para que yo no tuviera duda sobre el alcance de su afecto. Se supone que un caballero no aprecia los regalos por lo que cuestan, pero en el dineral que se había gastado en aquel maletín de piel había puesto Kyril todo su orgullo, toda la gratitud y toda la gentileza que un balarrasa búlgaro de corazón impulsivo puede tener con un amigo, y, en tales circunstancias, un caballero se deja de monsergas y se emociona como una churrera a quien un hijo con éxito en la vida acaba de regalarle un visón.
—Y esto otro —se apresuró Kyril, al ver cómo me brillaban los ojos— para que lo uses si, por culpa de la petroquímica de mi país, te arruinas.
En la bolsa de los grandes almacenes, sin envoltorio de regalo, había un pistolón de artesanía que aportaba el ingrediente bromista a una situación que corría el riesgo de convertirse en un folletín. No obstante, a pesar de aquella oportuna descarga de humor, creo que durante un instante estuve a punto de levitar. Kyril estaba haciendo algún dinero con actividades nada claras y que podían salpicar mi encogida honorabilidad, pero era desprendido, cariñoso y tenía ingenio para camuflar sus debilidades sentimentales. A este lado del Muro ya iban quedando pocos hombres así.
Yo, por el contrario, carezco de ingenio a la hora de regalar. Mis regalos a los amigos, o esos obsequios que no hay más remedio que hacer por puro compromiso, suelen ser anodinos y, a lo sumo, con un poco de fortuna, útiles. Quizás el regalo más certero que he hecho en mi vida, por la acogida tan fervorosa que tuvo, fue el que le hice a Kyril aquel día de nuestro común cumpleaños.