Un día, los mormones no aparecieron. Los postulantes búlgaros sí, pero me pareció que faltaba alguno y además estaban desperdigados y tal vez recelosos. Temían algo. No es que estuvieran asustados, pero resultaba muy evidente que no consideraban ilógico el que se les presentase algún problema. La Tremenda opinó que sin duda habían degollado a los pobres misioneros seglares y les habían chupado la sangre para reponer vitaminas: la Tremenda siempre tenía ocurrencias tremendas. Yo intenté sonsacar a Dani, pero él se escabulló con una sonrisilla maliciosa y enigmática; Gildo le miró a Dani, sobre la marcha, unas ronchas que tenía en el cuello y le anunció que aquello era un principio de kaposi. Yo tuve que esperar a que Kyril apareciese por casa, ya de noche, en busca de la dieta, para preguntárselo abiertamente.
—¿Qué ha pasado con los mormones?
—Nada —dijo, displicente, Kyril—, Dos búlgaros se han ido a Canadá.
No parecía que tuviera mucho que ver una cosa con otra.
—Qué bien —dije yo—. ¿Tenían visado?
Porque Kyril también tenía el lejano proyecto de emigrar a Canadá, o a Suráfrica, o a Nueva Zelanda o Australia; a algún país lejano y mítico en el que nadie le persiguiera.
—No visado. ¿Para qué visado? Llevan pasaporte.
—No basta con el pasaporte, Kyril. Los búlgaros necesitáis visado para entrar en Canadá.
Yo mismo le había ayudado a traducir y rellenar los formularios que la embajada canadiense entrega, con indudable sadismo, a quienes pretenden emigrar a ese país.
—Con pasaporte americano —aclaró Kyril—, no problema.
—¿Americano?
Americano. Y, más en concreto, mormón. Y es que, por fin, dos chicos búlgaros, dos de aquellos muchachos a quienes yo —un caballero— imaginaba desbordados por la delicadeza de su alma, tenía cada uno el pasaporte de un mormón, los habían robado, habían sacado provecho del embobado éxtasis de los predicadores, les habían arrebatado la rubia y desvaída identidad atrapada en la fotografía del pasaporte. Ahí estaba la explicación. Eso explicaba la devota fidelidad de los búlgaros a los cónclaves mormones de la Puerta del Sol. Por eso todos aquellos búlgaros eran rubios y despintados, como sus catequistas. No como Kyril. Kyril no habría conseguido pasar por uno de aquellos mormones en cualquier control internacional de viajeros. En cambio, los dos búlgaros que, al parecer, ya iban camino de Canadá, sí que podían pasar —según Kyril, según todos— por los chicos imprecisos, casi clónicos, de las fotografías. Les había bastado a aquellos dos afortunados búlgaros con ganarse la confianza de los predicadores mormones, aprovechar un descuido y birlarles el pasaporte americano y quizás un puñado de dólares. Con eso pensaban entrar en Canadá.
—Con el pelo largo, la cara cambiar bastante —dijo Kyril—. No problema.
Cierto. Basta con que los rasgos sean ligeramente parecidos. Es el defecto básico de las fotografías de pasaporte: son incapaces de reflejar el alma. ¿Cómo puede distinguir un policía de frontera, por una fotografía de pasaporte, el deterioro que sin duda ha padecido el alma eslava? No quería sentirme decepcionado, pero ¿qué podía yo pensar de la delicadeza del alma eslava, tras haber desvalijado el alma eslava a los mormones? Traté de reconciliarme, mirándole a los ojos, con el alma de Kyril. ¿Qué podía esperar de ella? ¿Rapiña, mentira, maldad, falsedad? Cierto que otras dimensiones eslavas de Kyril me han servido de consuelo, pero eso no me ha librado de estar a merced del inmenso y ardiente misterio de su alma.
Denso, pegajoso, con un aroma bravio que no me despierta recuerdo alguno, el
rakía
búlgaro al que me propongo confiar la sacramental tarea de emborracharme no hay quien lo beba, a menos que se sea búlgaro, claro. Apenas me he mojado los labios y no he podido evitar algunos aspavientos indignos no ya de un soldado endurecido en el aguardiente, sino de una señorita dedicada al descorche. Esto de querer ser coherente y ajumarme a la búlgara, con
rakía
, es una lata. El
rakía
debería tener siquiera un color bonito, verde por ejemplo, como el pipermín, y un sabor mentolado o frutal que encubriese un poco su brutalidad. Emborracharme con
rakía
no va a ser nada fácil.
Dobré
. Que quiere decir: «Vale».
Podría emborracharme con
dobrés
. Resultaría muy literario. Ese tic lingüístico del búlgaro coloquial, esa muletilla del lenguaje búlgaro cotidiano, mil veces repetida, mil veces saboreada, mil veces engullida debe de tener un efecto tóxico, conseguiría aturdirme, desordenarme, derrumbarme.
Dobré, dobré, dobré
. Cada tres palabras en búlgaro, los búlgaros decían
dobré
.
—
Dobré
—dijo también el consejero comercial de la embajada búlgara al rogarle que tomara asiento, cuando vino a visitarme a mi despacho.
Denso, pegajoso, con aroma bravio que no me despertaba apetito alguno, perfectamente a juego con el intragable
rakía
, así era Simenon Iliev, consejero comercial de la embajada de su país en Madrid. Pese a todo, lo encontré conmovedor. De repente, por culpa de Kyril, todo lo búlgaro me emocionaba, todo lo búlgaro se me antojaba desamparado y digno de protección, todo lo búlgaro tenía la virtud de reclamar mi padrinazgo y mi ferviente solidaridad en la titánica tarea de acomodarse a las grandezas y miserias del mundo libre. Todo, incluido el sector petroquímico de Bulgaria.
—Doctor Daniel Vergara —me dijo Simenon Iliev, con el acento y la retórica de quien ha pasado unos años en algún país hispanoamericano—, el Gobierno de mi país está muy apurado por el sector petroquímico. Está sobredimensionado, la tecnología es obsoleta y la calidad del producto no resulta competitiva. Necesitamos con urgencia un estudio para la reconversión del sector y, por supuesto, alguien que lo financie.
Aquello resultaba verdaderamente búlgaro. Todos los búlgaros enumeraban de golpe sus infinitas desgracias, sin el menor pudor, y en seguida pedían dinero. En esto, Kyril y Simenon Iliev eran idénticos. De hecho, cuando recibí la llamada telefónica del consejero comercial de Bulgaria solicitándome una entrevista me sentí extraordinariamente turbado: la causa búlgara había entrado de lleno en mi vida, el destino me había ligado con lazos muy profundos al porvenir de Bulgaria, de mí dependía en gran medida el bienestar futuro de ese país, en mí confiaba para su salvación no sólo Kyril, sino a lo mejor gran parte del entramado financiero, cultural, comercial e industrial búlgaro, incluido por supuesto el desdichado sector petroquímico. Pensaba en el sector petroquímico y se me saltaban las lágrimas. De todos los sectores petroquímicos de los antiguos países socialistas, la petroquímica búlgara era precisamente la que estaba ante mí, hecha papilla. Porque Simenon Iliev había puesto encima de mi mesa un mamotreto de aspecto aterrador y no era preciso ser un iluminado para adivinar que el sector petroquímico búlgaro no tenía arreglo. A pesar de todo, pensé en Kyril y le dije al denso, pegajoso y bravio consejero comercial de la embajada de Bulgaria:
—Le prometo que haré todo lo posible. Puede confiar en mi experiencia y en mi solvencia profesional como consultor: conozco el consultin de ingeniería óptimo para realizar ese estudio. Y le encontraré, por supuesto, un esponsor. Entre todos, el sector petroquímico se lo vamos a dejar como nuevo.
Era todo un reto. Mejor dicho: era una maldición. Cuando se lo conté a Kyril, no se lo podía creer. Consideraba
súper
que la embajada de su país hubiese acudido a mí para un trabajo tan científico, pero me advirtió que tuviera cuidado. En la embajada de su país todos eran unos piratas. Y lo mismo opinaba la totalidad de los chicos búlgaros que acudieron a la fiesta que organizó en su casa Gildo, la Molokai, encantada de poder mostrarse ante la colonia búlgara como una anfitriona rumbosa, y en la que yo le conté a Kyril la asombrosa visita de Simenon Iliev.
Fue la primera de otras muchas fiestas similares, todas disparatadas. Además de Kyril —que fue invitado en calidad de pareja no transferible ni endosable de un servidor—, estaban Dani, el primo de Kyril, con quien Gildo no quería compromiso sentimental fijo, aunque, a cambio, lo había contratado, a cuenta de la comunidad de vecinos, para que pintase la escalera del edificio; Assen, un muchacho espigado y fino, con pinta de teleco, pero que fregaba platos en un restaurante italiano y a quien Gildo estaba ya considerando apto para que se instalase en su casa y le ofreciera, además de sus encantos al parecer demasiado cohibidos y fugaces, la compañía que le faltaba desde hacía tanto tiempo; Ivo, un rubio compacto y travieso, con labio leporino, especialista en dejar a deber los productos más heterogéneos en los grandes almacenes y, por entonces, íntimo de Assen y de Kyril; Petre y Vladimir, hermanos, el primero en relaciones con un zapatero remendón —la Mediasuela— que no tenía más remedio que permitirle alternar y holgar con otras loquilobas por falta de posibles para financiarle todas sus ilusiones, y el segundo, un bellezón, muy hábil para coquetear sin consecuencias y con discretos beneficios, experto en martirizar con sus dengues y desdenes a un pintor de brocha gorda —la Brochaflaca—, y que Gildo había designado como segunda opción, por si Assen le fallaba; Dimo, feote, treintañero largo, enorme —presumía de haber estado a prueba en un equipo de baloncesto de Alicante— y destartalado, invitado por los otros búlgaros a pesar del disgusto de Gildo; Bambi, que tenía algo de campesino murillesco, muy sonrosado, muy celeste de ojos, muy mullido, un poco asustado de estar allí, no como los demás, ni como Kris, Kardan, Bobi y algún otro de nombre inverosímil, todos ellos buscando descaradamente esponsorización, como su desvencijado sector petroquímico. Todos habían tomado posesión de la casa de Gildo con tal desparpajo y tal capacidad de adaptación a las comodidades occidentales que, si tamañas virtudes eran comunes en Bulgaria, hasta la petroquímica búlgara podía salvarse.
Gildo vivía en un piso moderno y amplio, en un edificio muy bien construido, muy bien situado, muy bien comunicado, muy bien vigilado —de noche, en la portería, había siempre un guarda jurado, y aquella noche, sin duda, no daría crédito al trajín de búlgaros y caballeros escurridizos que acudían al segundo izquierda—, un piso con buenos muebles de familia, cuadros sugerentes, plata primorosa, alfombras caras, algún que otro libro deslucido y un criado filipino, Toni, a quien los búlgaros en seguida aprendieron a mortificar. También yo estaba asombrado de lo bien y lo rápido que se adaptaban aquellos muchachos al pernicioso esquema capitalista. Claro que los asombros del guarda jurado y mío no eran los únicos aquella noche. Bambi, el búlgaro que parecía pintado al pastel, al ver la nutrida concurrencia de hombres, y sólo hombres, hizo acopio de todos sus conocimientos de español y preguntó, entre sorprendido y divertido:
—¿Y qué hacer las pobres chicas españolas?
Para Bambi, era obvio que, en España, las chicas lo tenían imposible. Si en España se organizaba una fiesta, sólo iban hombres. En la Puerta del Sol, con el propósito de disfrutar las golosas novedades procedentes del Este, no aparecían más que hombres. Bambi estaba a punto de sacar la arriesgada conclusión de que en España todo el mundo era pederasta. A lo mejor en todo el mundo libre sólo había pederastas y era cosa de acostumbrarse. Eso sí, sus amigos búlgaros ya le habrían informado a Bambi de que a los pederastas españoles se les puede sacar un dineral y se conforman con poco. El tiempo se encargaría de abrirle los ojos a Bambi: para dar mucho y conformarse con poco es necesario ser un caballero.
Y no había muchos caballeros, aquella noche, en la fiesta de Gildo. Bien mirado, lo que más había eran espectros. Los más jóvenes, y ya cuarentones, éramos Adelardo Taormina, la Mogambo, y el que suscribe. A Adelardo Taormina —un nombre sin duda inventado, pero, así como en el Registro Civil cada uno se llama como debe, para la historia del arte y de la cultura cada cual se llama como quiere—, refinado dibujante de efebos ensimismados, lírico secuestrador de ejemplares jóvenes de la jungla urbana, le llamaban la Mogambo porque, a la hora de la verdad, era como Grace Kelly, demasiado fina para andar por la selva. Le gustaba la selva, le excitaba adivinar el áspero y pujante embrujo de la selva, pero le atemorizaba pisar de verdad la selva y se conformaba con saborearla enlatada en reductos como el Ajedrez o, de modo inesperado, en fiestas como la de Gildo; Adelardo Taormina, la Mogambo, llegó a la fiesta de Gildo con ganas de selva. Lo que encontró fue una manada de resabiados potrillos búlgaros, sin duda admirables, y una notable colección de carcamales —exceptuando al que suscribe, insisto— que tenían un aire algo fantasmal, como de achacosos resucitados.
Allí estaban, que recuerde: Gregorio Patino, un pintor de retratos de sociedad, ya prácticamente retirado y con todo el aspecto de haber dejado la mortaja colgada en la percha del recibidor; Sebastián de la Gándara, barroco letrista de tonadillas que tenían todo que envidiar a las de Rafael de León, y que hacía el paripé de apoyar su imponente y colgadiza gordura en un bastón de inoportuna delicadeza; Aldo Neri, un falso italiano de bronceada decrepitud a quien las loquivíboras de Madrid llamaban la Regina —en honor de Régine, la anfitriona oficiosa de la Costa Azul— por su oficio de organizarles saraos de postín a los holgazanes del gran mundo; Rafael Castillo, anticuario cordobés de vejez irrazonablemente pizpireta y con tienda en Madrid saqueada, con rigurosa periodicidad —cada año y medio—, por sucesivos protegidos del ramo de la construcción; Vicente Murcia, un arquitecto reciclado en diseñador y a quien las loquibífidas habían dado en llamar la Tiralíneas, primero por su honrado oficio y, segundo, por su teórico afán por adelgazar y su tenacidad en perder la línea, con lo que conservaba desde hacía años un gracioso perfil de tinaja; y no quisiera olvidar, aunque me consta que alimento olvidos, a Manolo Cueto, un decorador que todo lo encontraba hortera, incluso la noble y antigua costumbre de pagar a chaperos —quizás hiciera una excepción al tratarse de chaperas búlgaros—, y a la Clementina, fiel y maniático vejestorio de compañía de Gildo, que llegó el último, ya muy tarde, por verse obligado a atender una visión de san José Obrero que había tenido de repente. Todos parecían lázaras rescatadas aquella noche para la vida gracias a la convocatoria de Gildo, se diría que todos habían abandonado precipitadamente el sudario sobre la losa del sepulcro para llegar a tiempo a la cita, todos, loquidráculas, observaban con mal disimulada ansiedad a los desheredados de la petroquímica eslava, mientras Toni, el criado filipino, atendía con heroica profesionalidad sus abundantes caprichos alcohólicos.