Sin embargo, a la Coqueti no le faltaban motivos para estar asombrada por nuestro comportamiento. Muchachos que no tenían nada que ofrecer se ganaban de pronto una devoción que atentaba contra las más elementales leyes de la oferta y la demanda. Aquellos chicos no vendían sexo, o al menos no lo vendían de calidad suficiente como para preferirlo al de otros profesionales mucho más cumplidores y hasta mejor surtidos. ¿Qué ofrecían, entonces? Quizás melancolía. O desamparo. O puede que tan sólo incertidumbre. O disponibilidad. Eran nuevos en la dicha y el infortunio, en la amistad y la soledad, en la ternura y el resentimiento, y eso despertaba en nosotros un apetito insensato de protección y de socorro.
—Cuando tú me digas —le dije a Kyril—, le mando a Kalina la carta invitándola a mi casa, con todos los gastos a mi cargo.
Era el sistema más sencillo para que Kalina obtuviese un visado de turista en el consulado de España en Berlín. Ella se había informado perfectamente y, al parecer, presionaba a Kyril para hacer el viaje cuanto antes. Se acercaban las Navidades y también a mí me angustiaba la idea de dejar a Kyril solo en Madrid. Incluso se me había ocurrido la temeridad de llevármelo a casa de mis padres, durante esas dos semanas de diciembre que paso con ellos cada año. A mi madre podría planteárselo como una obra de caridad, por lo demás bastante vistosa: no todas las familias de categoría tienen la oportunidad de compartir con un búlgaro la cena de Nochebuena. Y mi padre, que jamás ha entendido bien el tipo de trabajo que hago, quizás consideraría admirable el que un consultor, en los tiempos que corren, se vea obligado a alternar incluso con búlgaros. La mejor solución, desde luego, era que Kalina adelantase el viaje; podría dejarles mi apartamento durante las dos semanas que yo estuviese fuera, y quizás Kalina volviese luego a Berlín, hasta que Kyril lograra reunir todas las comodidades que se le antojaban imprescindibles para crear una familia. Pero Kyril se negaba a precipitar el viaje de Kalina, se negaba a presentarse ante ella —y, en consecuencia, ante el padre de ella— como un completo desheredado, prefería esperar un poco y confiar en su talento para el
bisnes
, talento que si hasta entonces le había servido para ponerse a salvo, bien podía servirle también para sentar cabeza.
El problema de las Navidades seguía, por consiguiente, en pie, pero no me decidía a proponerle a Kyril que las pasara conmigo, en la ceremoniosa y rutinaria casa de mis padres.
—Ni se te ocurra —a Gildo, la Molokai, le horrorizó la idea— Mira: por ese hombre puedes perder la salud, puedes perder los principios, puedes perder los ahorros, puedes perder la conciencia de clase, pero lo que no puedes es perderles el respeto a tus padres. Daniel, eso sí que no.
De pronto, era como si Gildo conociera a mis padres de toda la vida y considerase una cuestión de honor preservarlos de mis ocurrencias desaprensivas. Gildo esgrimía en aquel momento, en un brioso arrebato de hombre de principios, el concepto de familia como bastión de la sociedad, como piedra angular de la especie humana, como emblema sagrado y protector que yo no tenía derecho a profanar con mis veleidades nefandas. Es frecuente entre nosotros, hombres solitarios y de afectos frágiles y provisionales, poner a la familia en un pedestal, tratar de defenderla de nosotros mismos, mantenerla alejada de nuestras miserias y debilidades, conservarla ajena a nuestra felicidad o nuestro dolor; en eso, Gildo era intransigente. No obstante, a él, a cualquiera de nosotros, sin duda le parece normal que cualquiera de nuestros hermanos o nuestras hermanas incorpore a la familia, por vía matrimonial, al mayor cretino o la más redomada imbécil, y que exijan para ellos respeto, paciencia y todos esos sentimientos que se renuevan periódicamente —cada Navidad, cada cumpleaños, cada bautizo, cada funeral— y forman el alma turbulenta y narcótica de una familia. A nada de eso tienen casi nunca derecho nuestros amores, y a nada de eso tenía derecho, por lo visto, Kyril.
Yo pasé las Navidades en casa de mis padres, como cada año, y Kyril se quedó en Madrid, con las llaves de mi apartamento, que prácticamente no utilizó. Por alguna extraña razón, tal vez relacionada con el sentimiento de libertad, prefirió seguir en la habitación alargada y abarrotada del hostal, con sus amigos búlgaros, compartiendo con ellos el dinero que yo le dejé, y dándole por teléfono nerviosas explicaciones a Kalina sobre la conveniencia de que no viajase aún. Cuando volví, encontré en el buzón una postal navideña de Kalina, enviada desde Sofía; había ido a pasar la Nochevieja con su madre, y hacía votos para que el próximo fin de año pudiéramos pasarlo juntos los tres: ella, Kyril y yo. Kyril vino a casa y hablamos con ella por teléfono —yo en aquel inglés difícil que Kalina utilizaba y me obligaba a utilizar a mí y que de hecho sólo servía para que ella me diese las gracias—, y Kyril le prometió que para nuestro común cumpleaños, como muy tarde, todo estaría solucionado. Kalina volvería a Berlín a mediados de enero, y volvería su voz temblorosa todas las semanas, y Kyril trataba de convencerla de que todo estaba cada vez un poco mejor, aunque en realidad nada había cambiado, en realidad Kalina seguía estando lejana y continuaba sin recibir la carta de invitación que Kyril no me dejaba escribirle aún, como si Kalina no fuera a venir nunca. Y, sin embargo, a mí me tranquilizaba comprender lo pertinaz, deseada, exigente e inevitable que era Kalina.
A veces el alma de un caballero resulta tan engañosa como la de un eslavo en apuros. Por eso mi alma se llenó de expectación y vitalidad, como la de quien de pronto descubre —o, al menos, adivina— un placer hasta entonces insospechado, cuando comprendí que Kyril se había metido, a causa de dos lagartas holandesas, en una aventura peligrosa.
Coincidió con la llegada de Yordan, aquel muchacho escuálido y de aparatosa risa melancólica, cuya desdicha parecía concentrarse en unos grandes ojos azules y saltones, siempre enrojecidos. Se había hecho muy amigo de Kyril durante el servicio militar en Bulgaria; Yordan admiraba a Kyril como sólo un muchacho sensible y morigerado puede admirar a otro indisciplinado y excesivo, sobre todo si se ven obligados a compartir una coacción tan abrasiva como la castrense. Pero aquella admiración, reanimada como por ensalmo a tantos kilómetros de distancia y en circunstancias tan distintas, hacía que Kyril se avergonzara de su miseria y, más aún, de su aparente resignación. Tal vez por eso Kyril decidió arriesgarse con aquellas dos lagartas holandesas que parecían ansiosas y maltratadas, y que aparecieron una tarde en Drinks con el evidente propósito de buscar ayuda para salir de un aprieto sin duda notable.
Kyril, desde lejos, en seguida las clasificó:
—Problemas.
Una de las lagartas, la de aspecto más femenino y voraz, observaba a Kyril con la mirada experta de la mujer acostumbrada a reconocer a simple vista a los hombres con recursos no precisamente económicos, y Kyril respondió con una sonrisa casi imperceptible, pero que significaba que ellos dos podían entenderse. Al día siguiente ya habían empezado a ponerse de acuerdo.
—Cuidado —le advertí a Kyril.
—Sin problemas —dijo él, y era obvio que se sentía capaz de hacerse dueño de la situación.
Las lagartas eran cuarentonas y duras y tenían esa tensión agazapada de quien sólo en casos extremos decide fiarse de un desconocido.
—A ver si te pega algo.
Kyril hizo un gesto de extrañeza.
—Enfermedades —aclaré.
—Estás loco.
La enfermedad, cualquier enfermedad, incluso la más irremediable, era una locura, una excentricidad que no entraba en los planes de Kyril, que él rechazaba como se rechaza un sentimiento de culpa cuando se intuye que puede ser el inicio de la propia aniquilación. Yo sabía, por supuesto, que la enfermedad, cualquier enfermedad, incluida la más irremediable, podía aparecer de pronto como una invitada desaprensiva —Stoyan, un muchacho en constante actitud de avidez y que inesperadamente decidió regresar a Bulgaria, había adelgazado de un modo escandaloso en muy poco tiempo, y él mismo, comulgando con una broma feroz de algunos de sus compatriotas, decía «voy a demostrarles a las autoridades de mi país que un búlgaro es capaz hasta de coger el sida»—, la enfermedad podía estar muy cercana y, además, ser esgrimida como argumento para reclamarle a Kyril cierta clase de fidelidad. Pero Kyril me daba a entender que no estaba dispuesto a correr riesgos innecesarios, que ningún contagio inoportuno iba a estropearle los planes para apropiarse de un buen rincón del paraíso, y que yo, si de eso se trataba, no tenía nada que temer. Aquello era un asunto profesional y haría bien manteniéndome al margen.
Kyril se reunía en Drinks con las lagartas y Yordan completaba el cuarteto como acompañante de la otra holandesa, una pelirroja de pelo corto y aspecto hombruno que siempre parecía estar esperando una sorpresa desagradable. Yo, o estaba solo en la barra, o me unía al grupo de la Molokai y su corte de búlgaros desahuciados por la dermatología; la Molokai, la Tremenda, la Ley de los Angeles, todos querían saber. Kyril se había ofrecido a las holandesas a solucionar lo que fuera, siempre que el pago estuviera en consonancia con la dificultad y el riesgo. Trescientas mil pesetas acabaría cobrando por lo que, de haberse alcanzado el acuerdo en mi despacho de consultor, se habría llamado una gestión de primer nivel: la jerga es amoral. Nunca conocí todos los detalles de la operación —Kyril se negó a dármelos para, según él, mantenerme a salvo de cualquier problema que pudiera surgir—, pero yo, que hasta ese día me recuerdo como un caballero intachable, conforme fui atando cabos empecé a sentirme la querindonga de un gánster que, por fin, iba a conocer las emociones de la delincuencia.
—Esto ya no me gusta nada —me dijo Gildo, la Molokai.
—Yo que tú cortaba por lo sano y por la tremenda —me aconsejó la Tremenda.
—Como mínimo —me informó la Ley de los Angeles—, podrían acusarte de encubrimiento.
Supongo que no debí contarles nada, pero lo hice porque, para un principiante, con el encubrimiento de un delito pasa como con una envidiable aventura sexual: si no lo cuentas, sólo lo disfrutas la mitad. Conté lo poco que sabía y dejé entrever lo que adivinaba y, por un lado, era consciente de estar incurriendo en algún tipo de delación —como si buscara protegerme, gracias a la alarma de mis confidentes, de mi propia inconsciencia— pero, por otro, necesitaba dar cuenta de aquella alteración que se estaba produciendo en la textura, hasta entonces digna y apacible, de mi alma. Los demás debían saber que yo estaba aparcando gracias a un hombre mi estirada e insípida honradez, que el desastre de los países del antiguo bloque socialista había tenido la virtud de conducirme —de la mano de un búlgaro— a los movedizos y apasionantes terrenos que se extienden extramuros de la ley, que por gentileza de un joven y brioso ejemplar de los nuevos buscadores de fortuna yo iba a disfrutar el privilegio de sentirme réprobo y marginal, como la Perseguida, en busca y captura por la mitad de los juzgados de Madrid y provincia, o como la Manoslargas, a quien cualquier día le descubrirían todas las alhajas de inconfundible procedencia, compradas a emigrantes rápidos de reflejos, a precios de colega y, según el perista, más que nada por echarles una mano. Cierto: no es que yo hubiera ingresado en un grupo terrorista, o que hubiese participado por culpa de Kyril en la violación colectiva y posterior asesinato de tres adolescentes casquivanas, o que estuviera beneficiándome de la venta ilegal de uranio enriquecido a los ayatolas iraníes. Pero jamás hasta entonces, ni siquiera a causa de mis travesuras hormonales o mis conflictos íntimos, había experimentado la confusa satisfacción de sentirme, aunque fuera por una minucia, fuera de la ley. Y es que el alma de un rancio caballero, si la caballerosidad no ha logrado disecarle, es tornadiza como la de un eslavo impaciente por apurar todas esas oportunidades que, sólo a los más desaprensivos, concede la libertad.
En realidad, Kyril no era libre para moverse como quisiera. El estatuto de refugiado político y la subvención de la Cruz Roja le impedían, como a todos, alejarse más de cincuenta kilómetros del término municipal de Madrid, pero eso no podía ser un obstáculo serio para quien había decidido apostar fuerte. El primer viaje que hizo Kyril por cuenta de las holandesas, en el coche de ellas, fue a Ocaña, al penal, para entrevistarse con un turco encarcelado por razones que no era necesario que nadie me explicase, y de quien debía recibir instrucciones precisas para sacar a las lagartas del aprieto en que se encontraban. Kyril me aseguró, divertido, que en el control de visitas del penal había escrito un nombre falso, como elemental medida de precaución, sin que ninguno de los policías o funcionarios se hubiera tomado la molestia de efectuar la pertinente comprobación. Para Kyril, todos los policías españoles, de cualquier clase, eran unos ineptos, y no había que olvidar que él estaba acostumbrado a bregar con policías búlgaros. Yordan volvía a encontrar justificada su admiración por Kyril. De hecho, Yordan, que hablaba un inglés sólido y ágil, no se limitaba a servir de acompañante a la lagarta con pinta de lagarto, sino que ejercía de intérprete entre las holandesas y Kyril, y se sabía útil y comprometido. Y aquella admiración creció todavía más, como creció mi excitada zozobra, cuando Kyril realizó, siempre en el coche de las lagartas y siempre solo, un rápido y eficaz viaje a Bilbao, para el que me pidió un adelanto de una semana de beca y del que me hizo cómplice la víspera, durante unas horas, al pedirme y conseguir que le guardara en casa una bolsa de viaje que, según él, sólo contenía alguna ropa y útiles de aseo, y que yo no abrí para no llevarme una terrible decepción si, efectivamente, eso era lo único que contenía.
Yo era cómplice, encubridor, colaborador de un acto delictivo, una acción punible que además había financiado abusando del espíritu dignísimo que anima la muy noble actividad del mecenazgo. Los caballeros incapaces de traicionar su caballerosidad no saben lo que se pierden. He leído en alguna parte que el portavoz del último gobierno comunista de Polonia se está convirtiendo ahora en uno de los hombres más ricos de su país al haberse reciclado en editor de una solicitadísima revista pornográfica, pero toda la excitación que pueda sentir mientras cuenta sus caudales es puro histrionismo en comparación con la de un caballero cuando descubre lo accesible que es la delincuencia. Y no sólo la delincuencia, sino la indignidad, la insensatez y, desde luego, el mal gusto. Porque Kyril, mientras fue rematadamente pobre, no podía permitirse alardes decorativos, pero en cuanto cobró las trescientas mil pesetas por su trabajo para las holandesas le faltó tiempo para demostrar que tenía un gusto pésimo, y yo, embobado, hice cuanto pude para alimentárselo.