Los misterios de Udolfo (44 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—Ahora, mademoiselle —añadió—, tengo tanto sueño que estoy segura de que si tuvierais vos otro tanto no me pediríais que me quedara.

Emily pensó que era cruel hacerlo. Había esperado ya bastante tiempo sin ser llamada por Montoni y le daba la impresión de que no pensaba molestarla a aquella hora, por lo que decidió despedir a Annette. Cuando miró otra vez por la habitación y recordó determinadas circunstancias, los temores la invadieron de nuevo y dudó.

—Creo que no debo pedirte que te quedes hasta que me duerma —dijo—, porque me temo que pasará mucho tiempo hasta que lo consiga.

—Eso creo, mademoiselle —dijo Annette.

—Pero, antes de que te marches —prosiguió Emily—, tengo que hacerte una pregunta. ¿Se habían separado el signor Montoni y el conde Morano cuando te dispusiste a Egresar?

—No, seguían juntos.

—¿Has estado en las habitaciones de mi tía durante ese tiempo?

—No. Llamé a la puerta al pasar, pero estaba cerrada. Pensé que mi señora se había ido a la cama.

—¿Entonces quién estaba con tu señora hace un momento? —dijo Emily, olvidando, por sorpresa, su habitual prudencia.

—Nadie, creo —replicó Annette—, nadie ha estado con ella desde que os dejé.

Emily no hizo más alusiones al asunto, y tras una lucha interior con sus miedos imaginarios, prevaleció su buen carácter sobre ellos y despidió a Annette. Se quedó sentada pensando en su situación y en la de madame Montoni, hasta que su mirada se posó en la miniatura que había encontrado tras la muerte de su padre, entre los papeles que le había ordenado destruir. Estaba sobre la mesa, ante ella, con algunos dibujos, donde los dejó al sacarlos de una caja unas horas antes. Su contemplación le despertó numerosos recuerdos, pero la dulzura melancólica de aquel rostro calmó sus emociones. Era el mismo aspecto del rostro de su padre desaparecido y, mientras lo contemplaba, imaginó que tenían un parecido. Pero su tranquilidad fue interrumpida bruscamente cuando recordó las palabras del manuscrito que había encontrado con aquel retrato y que le despertaron entonces tantas dudas y temores. Consiguió, finalmente, desprenderse de su ensoñación, a la que le habían conducido los recuerdos, pero, cuando se levantó para desvestirse, el silencio y la soledad que la envolvía en medio de la noche, ya que no se oía ni un solo ruido, conspiró con la impresión que le había producido el tema en el que había estado pensando y con las insinuaciones de Annette en relación con su habitación, aunque eran mínimas, que no habían dejado de afectarla, puesto que se vieron seguidas del espectáculo horroroso del que había sido testigo, precisamente en una cámara bien próxima a la suya.

La puerta que conducía a la escalera era, tal vez, un tema para una preocupación más razonable. Le surgió la idea, tal vez debido al miedo de que aquella escalera podría conducir a la habitación cuyo recuerdo le hacía temblar. Decidió no desvestirse y dormir con su ropa, con el perro de su desaparecido padre, el leal Manchon, a los pies de la cama, al que consideraba como una especie de guardián.

Todas aquellas circunstancias, que trató de borrar de su mente, no la abandonaron, y oyó las campanadas de las dos en el reloj del castillo antes de quedarse dormida.

No tardó en despertarse de su dormitar por un ruido que parecía proceder de la misma habitación. Aunque escuchó atentamente, sólo percibió el más absoluto silencio, lo que la inclinó a creer que había despertado por algún sonido de su sueño y apoyó la cabeza en la almohada.

Volvió a oír el ruido. Parecía proceder de la parte de la habitación que comunicaba con la escalera y recordó al instante la extraña circunstancia de que la puerta hubiera sido cerrada durante la noche anterior por una mano desconocida. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Se incorporó en la cama y apartando suavemente las cortinas, miró hacia la puerta que conducía a la escalera, pero la lámpara, que ardía en el suelo, lanzaba una luz tan débil que los extremos de la habitación se perdían en las sombras. Sin embargo, el ruido, que estaba convencida de que procedía de la puerta, continuó. Parecía hecho al tratar de correr un cerrojo oxidado; se detenía con frecuencia y volvía de nuevo, con suavidad, como si la mano que lo ocasionaba se viera detenida por temor a ser descubierta. Emily tenía los ojos fijos en aquel lugar y vio que la puerta se movía, abriéndose lentamente, percibiendo que algo entraba en la habitación, pero la extrema oscuridad le impedía distinguir de qué se trataba. Casi desmayada por el miedo consiguió dominarse y contener el grito que se escapaba de sus labios. Dejó caer la cortina que sostenía con la mano y continuó observando en silencio los movimientos de la forma misteriosa que venía. Estaba avanzando desde la lejana oscuridad de la habitación, después se detuvo. Al acercarse a la chimenea comprobó que se trataba de una figura humana. Un cierto parecido le hizo creer que le reconocía y casi perdió los últimos débiles esfuerzos de su ánimo. Siguió observando a la figura que se quedaba inmóvil por momentos, avanzando luego lentamente hacia la cama, situándose silenciosamente a sus pies, donde las cortinas, un poco abiertas, le permitían seguir mirando. Sin embargo, el terror le había hecho perder la posibilidad de distinguirle.

Tras unos momentos, la forma se alejó hacia la chimenea, cogió la lámpara y recorrió la habitación, avanzando de nuevo hacia la cama. La luz despertó al perro, que dormía a los pies de Emily, y ladró con fuerza. Saltando al suelo, se lanzó sobre el desconocido, que golpeó al animal con la vaina de la espada, y se acercó a la cama. Emily le reconoció. ¡El conde Morano!

Se quedó contemplándole sin poder musitar palabra, mientras él, poniéndose de rodillas al lado de la cama, le suplicó que no temiera nada, y tras dejar la espada trató de cogerle la mano, cuando las facultades que el terror había anulado, volvieron inesperadamente y pudo saltar de la cama, vestida gracias a sus proféticos temores.

Morano se levantó y la siguió hasta la puerta por la que había entrado y cogió su mano en el momento en que ella llegaba al comienzo de la escalera, no sin que antes descubriera, a la luz de la lámpara, a otro hombre a medio camino de los escalones. Dio un grito desesperado, creyéndose entregada por Montoni y sin posibilidades de escapar.

El conde, que seguía sosteniendo su mano, la hizo regresar a la habitación.

—¿A qué viene ese terror? —dijo con voz temblorosa—. Escuchadme, Emily. No he venido para asustaros, no, ¡el cielo lo sabe!, os amo demasiado, demasiado para mi propia tranquilidad.

Emily le miró un momento, llena de temores y de dudas.

—Entonces, dejadme señor —dijo—, dejadme ahora mismo.

—Escuchadme, Emily —continuó Morano—, ¡escuchadme!, os amo y estoy desesperado, sí, desesperado. ¿Cómo puedo miraros y saber que tal vez lo hago por última vez, sin sufrir todas las angustias de la desesperación? Pero no me quedaré así, seréis mía, a pesar de Montoni y de todas sus villanías.

—¡A pesar de Montoni! —exclamó Emily—, ¿qué queréis decir?

—Montoni es un villano —exclamó Morano con vehemencia—, ¡un villano que os habría vendido a mi amor! ¡Que...!

—¿Y lo es menos quien me habría comprado? —dijo Emily, fijando en el conde una mirada de calma desdeñosa—. Salid de la habitación, señor, al instante —continuó con la voz temblorosa por el miedo y el júbilo—, o despertaré a mi familia y recibiréis la venganza del signor Montoni, a quien he suplicado vanamente su piedad —pero Emily sabía que era difícil que la oyeran los que podían protegerla.

—No debéis tener esperanza alguna de su piedad —dijo Morano—, me ha usado de modo infamante y mi venganza le perseguirá. Y para vos, Emily, para vos, tiene planes más beneficiosos que este último, no lo dudéis.

El rayo de esperanza que había hecho revivir las primeras palabras del conde se veía extinguido por las últimas y, mientras el rostro de Emily traicionaba las emociones de su interior, él se dispuso a aprovecharse de la ventaja de su descubrimiento.

—Estoy perdiendo el tiempo —dijo—, no he venido para manifestarme contra Montoni, sino para solicitaros, para pedir a Emily; para comunicarle todo lo que sufro, para suplicarle que me libre de mi desesperación y que ella se vea libre de su destrucción. ¡Emily!, los planes de Montoni son inescrutables, pero, os lo aviso, son terribles; carece de principios cuando el interés o la ambición son sus guías. ¿Puedo amaros y abandonaros a su poder? Huid, entonces, huid de esta siniestra prisión, con un amante que os adora. He sobornado a un sirviente del castillo para que abra las puertas y antes de que amanezca estaremos bien lejos, camino de Venecia.

Emily, sobreponiéndose a la impresión que acababa de recibir, cuando se había abierto la esperanza a días mejores, pensó después que la destrucción la rodeaba por todas partes. Incapaz de replicar y casi de pensar, se dejó caer en un sillón, pálida y sin aliento. Que Montoni la hubiera vendido a Morano anteriormente era muy probable; que hubiera retirado después su consentimiento al matrimonio era evidente por la conducta del conde, y era casi tan cierto que algún plan de mayor interés tenía que haber inducido el egoísmo de Montoni para cambiar un proyecto que había perseguido con tanto empeño. Estas consideraciones la hicieron temblar ante las insinuaciones que acababa de manifestar Morano, que ya no dudaba en creer, y mientras se veía abatida por las nuevas amenazas de desgracia y opresión que podían esperarla en el castillo de

Udolfo, dedujo que la única posibilidad de escapar era someterse a la protección de aquel hombre, con el que males más ciertos y no menos terribles podían amenazarla, males sobre los que no podía detenerse ni un instante.

Su silencio, aunque era el de la agonía, alentó las esperanzas de Morano, que observaba su rostro con impaciencia. Cogió de nuevo la mano de Emily, y apretándola contra su corazón la instó a que se decidiera inmediatamente.

—Cada minuto que perdamos hará nuestra marcha más peligrosa —dijo—, esos pocos momentos perdidos pueden permitir que Montoni nos alcance.

—Os lo imploro, señor, guardad silencio —dijo Emily en tono desmayado—. Estoy desesperada y desesperada debo quedarme. Marchaos, os lo ordeno, abandonadme a mi destino.

—¡Nunca! —exclamó el conde vehementemente—, ¡antes pereceré! ¡Perdonad mi violencia!, la idea de perderos me enloquece. No podéis desconocer el carácter de Montoni, aunque ignoréis sus planes. Pero no, no debe ser así. De otro modo no dudaríais entre mi amor y sus poderes.

—No dudo —dijo Emily.

—Entonces, marchémonos —dijo Morano, besando apasionadamente su mano y poniéndose en pie—, mi carruaje espera al pie de los muros del castillo.

—Me habéis entendido mal, señor —dijo Emily—, permitidme que os agradezca vuestro interés en mi bienestar y que decida por mí misma. Continuaré bajo la protección del signor Montoni.

—¡Bajo su protección! —exclamó Morano orgullosamente—, ¡su
protección
! Emily, ¿por qué os dejáis engañar?, ya os he dicho lo que podéis esperar de su
protección.

—Perdonadme, señor, si en este momento dudo de las afirmaciones y, para convencerme, necesito algún tipo de pruebas.

—No tengo ni tiempo, ni medios para aportaros pruebas —replicó el conde.

—Ni yo tendría, señor, deseos de escucharlas, si las tuvierais.

—Estáis jugando con mi paciencia y con mi desesperación —continuó Morano—. ¿Es tan terrible ante vuestros ojos el matrimonio con un hombre que os adora, que preferís toda la miseria a la que Montoni puede condenaros en esta remota prisión? Algún desventurado debe haber robado el afecto que debería ser mío, o no podríais insistir tan obstinadamente en rehusar una oferta que os colocaría más allá del alcance de la opresión. —Morano paseó por la habitación con pasos rápidos y aire inquieto.

—Ese comentario, conde Morano, prueba suficientemente que mis afectos no pueden ser vuestros —dijo Emily con suavidad—, y esa conducta, que no estaría más allá del alcance de la opresión mientras permaneciera en vuestro poder. Si deseáis que piense de otro modo, dejad de presionarme con vuestra presencia. Si rehusáis a hacerlo, me obligaréis a exponeros al resentimiento del signor Montoni.

—Sí, hacedle venir —exclamó Morano furioso—, y que conozca mi resentimiento. Haced que se enfrente, una vez más, al hombre al que ha injuriado tan cobardemente; el peligro puede que le enseñe moralidad y la venganza justicia. ¡Hacedle venir y recibirá mi espada en el corazón!

La vehemencia con que lo dijo supuso para Emily una nueva causa de alarma e intentó ponerse en pie, pero su cuerpo se negaba a sostenerla y continuó sentada. Las palabras murieron en sus labios y, cuando miró hacia la puerta que conducía al pasillo, que estaba cerrada, comprendió que era imposible que escapara de la habitación antes de que Morano se diera cuenta de sus intenciones y contraatacara.

Sin darse cuenta de su agitación, él continuó recorriendo la habitación con el ánimo totalmente alterado. Su rostro expresaba la ira de los celos y de la venganza. Cualquier persona que hubiera visto aquel rostro con su sonrisa de inefable ternura, no podría creer que se trataba del mismo.

—Conde Morano —dijo Emily, recobrando la voz—, calmaos, os lo' ruego, contened esa agitación, y atended a las razones si no podéis hacerlo con la piedad. Habéis equivocado vuestro amor y vuestro odio. Nunca podría devolveros el afecto con el que honráis, y nunca os he animado a ello; ni el signor Montoni os ha ofendido, porque debéis saber que no tiene derecho a disponer de mi mano aunque poseyera el poder para ello. Marchad entonces, marchad del castillo mientras estéis a tiempo. Ahorraos las consecuencias de una injusta venganza y el remordimiento de haber prolongado en mí estos momentos de sufrimiento.

—¿Os alarcnáis por mi seguridad o por la de Montoni? —dijo Morano, fríamente, y dirigiéndole una mirada recriminatoria.

—Por los dos —replicó Emily con voz temblorosa.

—¡Venganza injusta! —exclamó el conde volviendo a su tono apasionado—. ¿Quién puede imaginar un castigo adecuado a la injuria que él me ha hecho? Sí, abandonaré el castillo, pero no lo haré solo. He sido engañado demasiado tiempo. Ya que mis oraciones y mis sufrimientos no pueden vencer, lo lograré por la fuerza. Tengo gente esperando que os llevará a mi carruaje. Vuestros gritos no os proporcionarán socorro alguno; no serán oídos desde esta distante parte del castillo; someteos, en consecuencia, silenciosamente, y venid conmigo.

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