Los misterios de Udolfo (37 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Cuando Montoni y monsieur Quesnel se reunieron con las damas, el grupo dejó el pórtico para dirigirse a los jardines, donde el ambiente encantador no tardó en alejar de la mente de Emily los temas dolorosos. Las formas majestuosas y el rico verdor de los cipreses que nunca había visto tan perfecto; ramas de cedro, limoneros y naranjos, las agujas de los pinos, el exuberante castaño y el plátano oriental, extendían su pomposa sombra sobre estos jardines; mientras matas de mirto y de otras especies unían su fragancia a la de las flores, cuyos colores vívidos y variados aumentaban el contraste bajo las sombras de las ramas. El aire se refrescaba de continuo con riachuelos que, con más gusto que exigencias de la moda, habían sido abiertos en los espacios verdes.

De vez en cuando Emily se retrasaba del grupo para contemplar el paisaje lejano o para quedarse bajo el oscuro follaje. Las cumbres de las montañas, tocadas de un tinte púrpura, se elevaban hacia el cielo creciendo desde su base, donde estaba el valle abierto, marcado sin las líneas formales del arte y las altas ramas de los cipreses y los pinos, a veces asomando por una mansión en ruinas, cuyas columnas rotas surgían entre las ramas de un pino que parecía inclinarse sobre su caída.

Desde otras partes de los jardines, la vista cambiaba por completo y la belleza solitaria del paisaje se mudaba en las abigarradas y variadas coloraciones inhabitadas.

El sol ascendía rápido en el cielo y el grupo abandonó los jardines y se retiró a descansar.

Capítulo IV
Y la pobre Desgracia siente el azote del Vicio.

THOMSON

E
mily aprovechó la primera oportunidad para conversar a solas con monsieur Quesnel en relación con La Vallée. Las respuestas fueron concisas, y expuestas con el aire de un hombre que es consciente de poseer un poder absoluto y que se impacienta al oír que es puesto en duda. Declaró que el disponer del lugar era una medida necesaria, y que se debía considerar en deuda con él por su prudencia incluso por los pequeños ingresos que le habían quedado.

—Sin embargo, cuando este conde veneciano (he olvidado su nombre) se case contigo, tu desagradable estado de dependencia cesará. Como pariente tuyo me alegra esta circunstancia, tan afortunada para ti, y, debo añadir, tan inesperada para tus amigos.

Durante unos momentos Emily se quedó fría y silenciosa ante sus palabras; y, cuando trató de desengañarle, aclarándole los propósitos de la nota que había incluido en la carta de Montoni, pareció que tenía razones privadas para no creer en su afirmación y durante considerable tiempo insistió en acusarla por su conducta caprichosa. Sin embargo, convencido al fin de que ella detestaba realmente a Morano y de que había rechazado decididamente su propuesta, su resentimiento fue desmesurado y se expresó en términos igualmente acusadores e inhumanos, porque, secretamente envanecido ante la posibilidad de su conexión con un noble, cuyo título había simulado olvidar, era incapaz de sentir piedad por cualquier sufrimiento que pudiera padecer su sobrina que se interpusiera en el camino de su ambición.

Emily vio de golpe en su actitud todas las dificultades que la esperaban, y aunque no hubiera poder que la hiciera renunciar a Valancourt por Morano, su fortaleza temblaba al enfrentarse a las violentas pasiones de su tío.

Se opuso a su turbulencia y a su indignación únicamente con la suave dignidad de una mente superior; pero su firmeza amable sirvió para exasperar aún más su resentimiento, ya que le obligaba a sentir su propia inferioridad, y, cuando se separó de ella, declaró que si persistía en su locura, tanto él como Montoni la abandonarían al desprecio del mundo.

La calma que había asumido en su presencia abandonó a Ernily cuando se vio sola y lloró amargamente, invocando frecuentemente el nombre de su padre fallecido, cuyo consejo desde su lecho de muerte recordó entonces. «¡Ahora me doy cuenta! —se dijo—, me doy cuenta que tiene más valor el poder de la fortaleza que la gracia de la sensibilidad y que me esforzaré en cumplir la promesa que hice entonces; no caeré en lamentaciones inútiles, sino que trataré de superar, con firmeza, las opresiones que no puedo eludir».

Consolada en parte por la conciencia de cumplir la última petición de St. Aubert y decidida a seguir la conducta que él hubiera aprobado, se sobrepuso a las lágrimas, y, cuando se reunieron para cenar, había recobrado la habitual serenidad de su rostro.

En el frescor de la tarde, las damas tomaron el/resco por las orillas del Brenta en el carruaje de madame Quesnel. El estado de ánimo de Emily contrastaba melancólicamente con los alegres grupos reunidos bajo las sombras que rodeaban la corriente. Unos bailaban bajo los árboles, y otros, reclinados en la hierba, tomaban helados y café y disfrutaban calmosamente de los efectos de una noche hermosa en un paisaje exuberante. Emily, cuando miró las cumbres nevadas de los Apeninos, ascendiendo en la distancia, pensó en el castillo de Montoni y sintió el terror de que pudiera ser confinada allí con el propósito de forzar su obediencia; pero su temor desapareció al considerar que estaba tan en su poder en Venecia como en cualquier otra parte.

Ya había salido la luna cuando el grupo regresó a la villa, en la que la cena había sido dispuesta en el ventilado vestíbulo que tanto había llamado la atención de Emily la noche anterior. Las damas se sentaron en el pórtico, hasta que monsieur Quesnel, Montoni y otros caballeros se unieran a ellas a la mesa, y Emily decidió dejarse llevar por la tranquilidad de la hora. En ese momento, una barcaza se detuvo en los escalones que conducían al jardín y poco después distinguió las voces de Montoni y Quesnel, y después la de Morano, que apareció de inmediato. Recibió sus galanterías en silencio y su frialdad le descompuso de momento, pero no tardó en recobrar sus habituales maneras alegres, aunque la oficiosa amabilidad de monsieur y madame Quesnel, según percibió Emily, le disgustara. Nunca había visto tal grado de atención por parte de monsieur Quesnel y casi no podía creerlo, porque nunca le había visto más que en presencia de inferiores a él o iguales.

Cuando se retiró a su habitación pensó, casi involuntariamente, en el medio más efectivo con el conde para que retirara su solicitud, y ante su concepción liberal ninguno parecía más probable que el hacerle saber de un compromiso anterior y ampararse en su generosidad. Cuando al día siguiente renovó sus atenciones, renunció a llevar adelante el plan que había calculado. Había algo que repugnaba a su justo orgullo al abrir el secreto de su corazón a un hombre como Morano y en solicitar su compasión, de modo que rechazó impacientemente su decisión y se asombró de haberse detenido en ella algún momento. Repitió el rechazo a su solicitud con los términos más decisivos que pudo encontrar, mellándolos con una censura severa por su conducta; pero, aunque el conde parecía mortificado por ello, perseveró en su más ardiente profesión de admiración, hasta que fue interrumpido y Emily liberada por la presencia de madame Quesnel.

Durante su estancia en la grata villa, Emily se vio así desgraciada por la asiduidad de Morano, junto con la cruel autoridad de monsieur Quesnel y Montoni, quien, con su tía, parecían ahora más decididamente determinados a este matrimonio de lo que habían estado en Venecia. Monsieur Quesnel, comprobando que tanto los argumentos como las amenazas no surtían efecto en forzarla a una decisión inmediata, renunció a su empeño y confió en el poder de Montoni y en el curso de los acontecimientos en Venecia. Emily esperaba el regreso a Venecia, porque allí se vería libre en alguna medida de la persecución de Morano, que ya no habitaría en la misma casa y de la de

Montoni, cuyos compromisos no le permitirían estar continuamente con ella. Pero entre las presiones de sus propias desgracias, no podía olvidar las de la pobre Theresa, para la que pidió ayuda a Quesnel, quien prometió, en términos vagos, que no sería olvidada.

Montoni, en una larga conversación con monsieur Quesnel, arregló el plan que seguiría en relación con Emily, y monsieur Quesnel propuso que iría a Venecia tan pronto como fuera informado de que el compromiso quedaba concluido.

Era nuevo para Emily separarse de una persona con la que estaba conectada sin un sentimiento de dolor; sin embargo, el momento en que se alejó de monsieur y madame Quesnel fue, tal vez, la única satisfacción que había conocido en su presencia.

Morano volvió en la barcaza de Montoni, y Emily, según contemplaba la aproximación gradual a la ciudad mágica, tuvo a su lado a la única persona que podía ocasionar que lo viera con menos agrado. Llegaron alrededor de medianoche y Emily fue liberada de la presencia del conde, que, con Montoni, se marchó al casino y se le indicó que se retirara a su habitación.

A la mañana siguiente, Montoni, en una breve conversación que tuvo con Emily, le informó de que no habría más confusiones y que teniendo en cuenta que su matrimonio con el conde presentaba tantas ventajas para ella, sólo una locura podría oponerse a ello y que en consecuencia debería celebrarse sin más demora, y si era necesario sin su consentimiento.

Emily, que hasta entonces había tratado de protestar, recurrió a las súplicas, ya que su desesperación impidió que viera que con un hombre de la disposición de Montoni las súplicas serían igualmente inútiles. Después de ello le preguntó con qué derecho ejercía una autoridad ilimitada sobre ella. Una pregunta que con un juicio más calmado no habría formulado, puesto que no habría de servirle de nada y daría a Montoni otra oportunidad de triunfar sobre su condición indefensa.

—¿Con qué derecho? —gritó Montoni, con una sonrisa maliciosa—: con el derecho de mi voluntad. Si puedes eludirlo, no preguntaré con qué derecho lo haces. Ahora te recuerdo, por última vez, que eres una desconocida en un país extranjero y que te conviene que sea amigo tuyo. Sabrás lo que significa el que me obligues a ser tu enemigo. Me aventuro a indicarte que el castigo excedería con mucho tus expectativas. Debes saber que no se puede jugar conmigo.

Durante algún tiempo, tras la marcha de Montoni, Emily continuó en estado de desesperación o, mejor, de estupefacción, con una conciencia plena de su desgracia en el pensamiento. Así la encontró madame Montoni, y al oír su voz, Emily levantó la mirada. Su tía, en parte ablandada por la expresión de desesperación de su rostro, le habló en un tono más amable del que lo había hecho nunca. Emily se sintió conmovida, se le escaparon las lágrimas y lloró durante un buen rato, recobrándose finalmente lo suficiente para poder hablar de la causa de su desesperación y tratar de interesar a madame Montoni a su favor. Pero, aunque la compasión de su tía había sido despertada, su ambición no era fácil de superar y su objetivo en aquellos momentos era ser tía de una condesa. En consecuencia, los esfuerzos de Emily tuvieron tan poco éxito como lo habían tenido con Montoni y se retiró a su habitación para pensar y llorar a solas. ¡Cuántas veces recordaba la escena de su separación de Valancourt y el deseo de que el italiano hubiera mencionado el carácter de Montoni con menos comedimiento! Cuando se recobró de la primera impresión de su comportamiento, consideró que sería imposible para él alcanzar la alianza con Morano si ella persistía en rehusar tomar parte en la ceremonia del matrimonio y mantenerse en su decisión de esperar la amenazadora venganza de Montoni antes de entregarse para toda la vida a un hombre que desdeñaba por su comportamiento, aunque no hubiera estado enamorada de Valancourt. Con todo, tembló ante la idea de la venganza y se decidió a tener valor.

No tardó en suceder algo que apartó en parte la atención de Montoni hacia Emily. Las misteriosas visitas de Orsino se hicieron más frecuentes desde que regresaron a Venecia Había otros también, además de Orsino, que eran admitidos a esas reuniones de medianoche y, entre ellos, Cavigni y Verezzi. Montoni se volvió reservado y austero en sus maneras que nunca; y Emily, por su propio interés, no había hecho indicación alguna de advertirlo y de que algo extraordinario ocupaba la mente de Montoni.

Una noche, en la que no hubo reunión, Qrsino acudió muy agitado y envió a Montoni, que estaba en el casino, a su criado de confianza, indicándole que desearía que regresara a casa inmediatamente; pero encargando al criado que no mencionara su nombre.

Montoni obedeció a la llamada, y al encontrarse con Orsino fue informado de las circunstancias que explicaban su visita y su visible alarma, que en parte ya conocía.

Un noble veneciano que recientemente había provocado el odio de Orsino había sido hallado apuñalado por asesinos a sueldo; y, como la persona asesinada tenía importantes contactos, el Senado había intervenido en el asunto. Uno de los asesinos había sido aprehendido y había confesado que Orsino le había contratado para aquel acto atroz; y éste, al corriente del peligro que corría, había acudido a Montoni para consultarle sobre las necesarias medidas para escapar. Sabía que en aquel momento los oficiales de la policía le perseguían por toda la ciudad; salir de ella, por tanto, era impracticable, y Montoni accedió a ocultarle durante unos días hasta que cediera la vigilancia de la justicia y a ayudarle después a salir de Venecia. Se daba cuenta del peligro que corría él mismo al permitir que Orsino quedara en su casa, pero tal era el sentido de sus obligaciones con aquel hombre, que no pensó que era prudente negarle el asilo. Así era la persona que Montoni había admitido como confidente y por el que sentía tanta amistad como le permitía su modo de ser.

Mientras Orsino permaneció escondido en su casa, Montoni no estaba dispuesto a atraer la observación pública con el matrimonio del conde Morano; pero este obstáculo quedó superado en unos pocos días con la marcha del visitante criminal y entonces informó a Emily de que el matrimonio se celebraría a la mañana siguiente. A sus repetidas afirmaciones de que no se celebraría replicó sólo con una sonrisa perversa, diciéndole que el conde y un sacerdote llegarían a la casa a primera hora de la mañana, y avisándole que no insistiera en despertar su resentimiento oponiéndose a su voluntad y a su propio interés.

—Ahora voy a salir —dijo Montoni—, recuerda que concederé tu mano al conde Morano mañana por la mañana.

Emily, que desde las últimas amenazas había esperado que el problema llegara a la crisis, se sintió menos conmovida por la declaración de lo que habría estado en otro caso y se esforzó por apoyarse en la creencia de que el matrimonio no sería válido mientras ella rehusara ante el sacerdote participar en la ceremonia. Sin embargo, según se acercaba el momento de la prueba, su espíritu se conmovió casi igual ante la idea de enfrentarse a su vengador como ante la mano del conde Morano. Ni siquiera estaba totalmente segura de las consecuencias de su permanente rechazo ante el altar, y tembló más que nunca al pensar en el poder de Montoni, que parecía tan ilimitado como su voluntad, puesto que ya había visto que no tenía escrúpulos en transgredir las leyes y que, haciéndolo, lograría sus propósitos.

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