Los misterios de Udolfo (38 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Mientras sus pensamientos se alteraban por el sufrimiento, y en un estado casi de ausencia, fue informada de que Morano había solicitado permiso para verla, y el criado no había hecho más que salir con una excusa cuando se había arrepentido de ello. Al momento siguiente, volviendo de su decisión anterior y decidida a intentar lo que el justo desdén y el rechazo no había logrado, volvió a llamar al criado y envió un mensaje diferente, preparándose para bajar a ver al conde.

La dignidad y la segura compostura con la que le recibió, y el aspecto de resignación pensativa que suavizaba su rostro no eran circunstancias favorables a inducirle a él a renunciar, cuando la pasión conmovía su juicio. Escuchó todo lo que ella dijo con una complacencia aparente y un deseo de obligarla, pero su resolución permaneció invariable y trató de ganarse su admiración por todos los medios de la insinuación que tan perfectamente sabía practicar. Convencida al fin de que nada podía esperar de su justicia, Emily repitió, de modo solemne e impresionante, el absoluto rechazo a su solicitud y le dejó con la afirmación de que ese rechazo lo mantendría ante cualquier circunstancia en que fuera necesario. El orgullo le había permitido contener las lágrimas en su presencia, pero ahora brotaban de lo más profundo de su corazón. Invocó varias veces el nombre de su padre desaparecido y se sintió angustiada ante el pensamiento de Valancourt.

No bajó a cenar, sino que permaneció sola en su cuarto, a veces cediendo a la influencia de la desesperación, y otras decidida a fortificar su pensamiento contra ellas y a prepararse para enfrentarse con coraje a la escena de la mañana siguiente, cuando las estratagemas de Morano y la violencia de Montoni se unirían contra ella.

Era ya tarde avanzada cuando madame Montoni fue a su habitación con algunos adornos nupciales que el conde había enviado a Emily. Aquel día había evitado a propósito a su sobrina; tal vez porque su habitual insensibilidad fallaba y temía enfrentarse con la escena de la desesperación de Emily; o, posiblemente, porque aunque su conciencia era rara vez audible, le reprochaba ahora su conducta con la hija huérfana de su hermano, cuya felicidad le había sido confiada por un padre en su lecho de muerte.

Emily no prestó atención alguna a los regalos e hizo al final, aunque casi sin esperanza, esfuerzos para lograr la compasión de madame Montoni, quien, si es que sintió en algún grado piedad o remordimiento, supo ocultarlo con éxito, y reprochó a su sobrina el que se sintiera tan desgraciada ante un matrimonio que tendría que hacerle feliz.

—Estoy segura —dijo— que si yo no estuviera casada y el conde me hubiera hecho una proposición me habría sentido halagada por la distinción; y si yo hubiera hecho eso, estoy segura, sobrina, que tú, que no tienes fortuna, deberías sentirte altamente honrada y mostrar tu gratitud y humildad hacia el conde por su condescendencia. Me sorprende a veces, tengo que reconocerlo, observar con qué humildad se presenta ante ti, a pesar de los altivos aires con que le tratas. Me sorprende que tenga paciencia para ello. Si yo fuera él, sé que más de una vez habría estado pronta para reprenderte y para que supieras un poco mejor quién eres. Te aseguro que no te habría galanteado, porque es absurdo y te hace fantasear sobre ti misma y pensar que nadie te merece. ¡Se lo he dicho al conde con frecuencia, porque no tengo paciencia para oírle sus galanterías, que tú te crees al pie de la letra!

—Vuestra paciencia, madame, no puede sufrir más cruelmente en tales ocasiones que la mía —dijo Emily.

—¡Oh!, eso es simple afectación —continuó su tía—, sé muy bien que te gustan los halagos y que te hacen tan vanidosa que crees que tienes el mundo entero a tus pies, pero te equivocas. Te aseguro, sobrina, que nunca te encontrarás con muchos pretendientes como el conde. Cualquier otra persona hace tiempo que te habría dado la espalda y te habría dejado arrepentirte de tu locura.

—¡Qué pena que el conde no sea como cualquier otra persona! —dijo Emily, con un profundo suspiro.

—Por fortuna para ti, no es así —comentó madame Montoni—, y todo lo que digo es por simple amabilidad. Trato de convencerte de tu buena fortuna y de persuadirte de que te sometas a esta necesidad de buen grado. A mí no me preocupa, como sabes, si te gusta o no este matrimonio, porque ha de ser. En consecuencia, todo lo que te digo es sólo y simplemente consideración. Quiero verte feliz y es culpa tuya si no lo eres. Quiero preguntarte ahora, con seriedad y con calma, ¿qué clase de unión puedes esperar, teniendo en cuenta que el conde no puede satisfacer tu ambición?

—No tengo ambición alguna, madame —replicó Emily—, mi único deseo es permanecer en mi situación presente.

—¡Oh!, eso es hablar bastante claro —dijo su tía—, ya veo que sigues pensando en monsieur Valancourt. ¡Pide liberarte de todas esas nociones fantásticas sobre el amor y ese orgullo ridículo para ser una criatura razonable! Pero eso tampoco tiene sentido, ya que tu matrimonio con el conde se celebrará mañana, lo apruebes o no. No se puede seguir jugando con el conde.

Emily no intentó contestar a este curioso discurso; se dio cuenta de que estaría cargado de resentimiento y de que sería inútil. Madame Montoni dejó los regalos del conde sobre la mesa, en la que Emily estaba apoyada y, deseando que estuviera preparada por la mañana temprano, le dio las buenas noches. «Buenas noches, madame», dijo Emily, con un profundo suspiro, mientras la puerta se cerraba tras su tía y quedaba una vez más a solas con sus tristes pensamientos. Durante algún tiempo permaneció sentada con la mente perdida, como inconsciente de dónde se encontraba; por fin levantó la cabeza, y al contemplar la habitación, su tristeza y profundo silencio la despertaron. Fijó los ojos en la puerta por la que había marchado su tía y escuchó atentamente por si oía algún sonido que pudiera aliviar el profundo hundimiento de su espíritu. Pero era más de medianoche y toda la familia, excepto el criado que velaba en espera de Montoni, se había retirado a descansar. Tras la larga desesperación, cedía a terrores imaginarios. Temblaba al mirar en la oscuridad de su espaciosa cámara y temió algo desconocido. Un estado de ánimo en el que habría llamado a Annette, la sirviente de su tía, si sus miedos le hubieran permitido levantarse de la silla y cruzar la habitación.

Aquellas melancólicas ilusiones comenzaron a dispersarse y se retiró a su cama, no para dormir, porque eso era casi imposible, pero para tratar, al menos, de acallar su alterada fantasía y reunir fuerzas suficientes para enfrentarse a la escena de la mañana que se aproximaba.

Capítulo V
¡Oscuro poder! con sometido pensamiento, estremecido, dócil,
sé mío para leer las antiguas visiones
que tus despiertos poetas han contado,
y para que no se encuent ren con mi limitada perspectiva,
que comprenda cada extraña fábula devotamente cierta.

COLLINS:
Oda al miedo

E
mily se despertó de una especie de sopor en el que finalmente cayó, por unos golpes en la puerta de su cámara. Saltó llena de terror, porque Montoni y el conde Morano acudieron inmediatamente a su mente. Pero tras escuchar en silencio durante un rato, reconoció la voz de Annette, se levantó y abrió la puerta.

—¿Qué te trae aquí tan temprano? —dijo Emily, temblando excesivamente. Era incapaz de sostenerse en pie y se sentó en la cama.

—¡Querida mademoiselle! —dijo Annette—, estáis muy pálida. Me asusta veros. Hay un gran jaleo abajo, todos los criados corren de una parte a otra y ninguno de ellos lo suficiente. Hay un tremendo bullicio, de pronto, y nadie sabe por qué.

—¿Quién está abajo además de ellos? —dijo Emily—. ¡Annette, no juegues conmigo!

—Por nada del mundo, mademoiselle, jugaría con vos; pero no puedo dejar de hacer un comentario, y el signor está tan excitado como nunca le he visto. Me ha enviado a deciros que os preparéis inmediatamente.

—¡Dios me ayude! —exclamó Emily, casi desmayándose—, ¡entonces es que el conde Morano está abajo!

—No, mademoiselle, no está abajo, que yo sepa —replicó Annette—, sólo su
excellenza,
que me envía porque desea que os preparéis para abandonar Venecia, porque las góndolas estarán en la escalinata del canal en pocos minutos; pero debo volver con mi señora, que está desesperada y no sabe qué camino tomar para hacerlo todo más rápido.

—Explícate, Annette, explica el sentido de todo esto antes de marcharte —dijo Emily, conmovida por la sorpresa y con tal tímida esperanza que casi no podía respirar.

—No, mademoiselle, eso es todo. Sólo sé que el signor acaba de llegar a casa de muy malhumor, que nos ha levantado a todos de la cama y nos ha dicho que tenemos que abandonar Venecia inmediatamente.

—¿Se marchará el conde Morano con el signor? —preguntó Emily—, ¿adónde vamos?

—No puedo contestaros con seguridad; pero he oído decir a Ludovico algo de que después de que lleguemos a
terra-firmama,
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iremos al castillo del signor entre unas montañas.

—¡Los Apeninos! —dijo Emily ansiosamente—, ¡oh!, ¡entonces me quedan pocas esperanzas!

—E& es el sitio, mademoiselle. Pero animaos y no os lo toméis tan a pecho. Pensad en el poco tiempo que tenéis para prepararos y en lo impaciente que es el signor. ¡Bendito sea San Marcos!, ya oigo los remos en el canal, cada vez más cerca, y cómo golpean en la escalinata. Seguro que es la góndola.

Annette salió de inmediato de la habitación y Emily se preparó para el inesperado viaje todo lo rápido que le permitieron sus manos temblorosas, no dándose cuenta de que cualquier cambio en su situación podría ser para peor. Acababa de meter sus libros y vestidos en el baúl cuando recibió una segunda llamada. Bajó al vestidor de su tía, donde encontró a Montoni, impaciente, reprochando a su esposa su retraso. Salió, poco después, para dar nuevas instrucciones al servicio, y Emily aprovechó la ocasión para preguntar por el motivo del viaje, pero su tía parecía tan ignorante como ella misma y contrariada por ello.

Embarcaron finalmente, pero ni el conde Morano ni Cavigni aparecieron. Emily se sintió revivir al observarlo cuando los gondoleros hundieron los remos en el agua y se apartaron del pórtico, con la sensación con la que un criminal recibe la suspensión temporal de su sentencia. Su corazón se sintió más ligero al salir del canal y entrar en el océano y aún más ligero cuando se alejaron de los muros de San Marcos sin haberse detenido para recoger al conde Morano.

Amanecía y se iluminaba el horizonte y las playas del Adriático. Emily no se aventuró a formular pregunta alguna a Montoni, que estuvo sentado durante un rato en profundo silencio y que después se envolvió en la capa como si quisiera dormir, mientras madame Montoni hacía lo mismo. Emily, que no tenía sueño, descorrió una de las pequeñas cortinas de la góndola y contempló el mar. Con la luz del amanecer se iluminaban las cumbres de las montañas de Friuli, pero las partes bajas y las olas distantes que se estrellaban a sus pies seguían envueltas en la oscuridad. Emily, hundida en una melancolía tranquila, contempló el fortalecimiento de la luz que se extendía por el océano, mostrando sucesivamente los contornos de Venecia y sus islas, y las playas de Italia, de las que empezaban a salir embarcaciones con sus velas latinas.

Los gondoleros eran saludados con frecuencia, en hora tan temprana, por los comerciantes que se dirigían a Venecia, y la laguna no tardó en mostrar las alegres escenas de las innumerables pequeñas embarcaciones cruzando desde
Terra-firrma
con provisiones. Emily echó una última mira a aquella espléndida ciudad, pero su imaginación estaba ocupada en la consideración de los acontecimientos probables que la esperaban, en las escenas de las que había sido arrebatada y en conjeturas sobre el motivo de su inesperado viaje. Tras una consideración con calma, daba la impresión de que Montoni se la llevaba a su castillo, porque allí, con más probabilidades de éxito, podría aterrorizarla hasta la obediencia; o, que, rodeada de las escenas deprimentes y secuestrada, su forzado matrimonio con el conde pudiera ser llevado a cabo con el secreto que era necesario para el honor de Montoni. Por ello, los pocos ánimos que la marcha le había despertado, comenzaron a decaer, y cuando Emily llegó a la playa se vio sumida en la misma depresión anterior.

Montoni no siguió por el Brenta, sino que tomó el camino en carruajes a través del país, hacia los Apeninos. Durante el viaje, su actitud hacia Emily fue tan especialmente severa que sólo esto habría confirmado su última sospecha, si es que alguna confirmación era necesaria. Sus sentidos estaban como muertos ante la belleza del paisaje por el que viajaban. En ocasiones sentía la necesidad de sonreír ante la inocencia de Annette, por sus comentarios sobre lo que veía, y otras se le escapaba un suspiro cuando alguna escena de particular belleza le traía el recuerdo de Valancourt, que de todos modos rara vez no pesaba en su mente y del que no esperaba volver a oír en la soledad a la que era conducida.

Pasado un tiempo, los viajeros comenzaron a subir por los Apeninos. Los inmensos bosques de pino, que en aquel período cubrían las montañas y entre los que corría el camino, impedían toda visión que no fuera la de las cumbres por encima, excepto cuando un claro en los tupidos bosques permitía una visión momentánea del paisaje que iban dejando abajo. La tristeza de aquellas sombras, su silencio solitario, excepto cuando la brisa soplaba entre las cumbres, los tremendos precipicios de las montañas, que se percibían parcialmente, todo contribuía a elevar la solemnidad de los sentimientos de Emily hacia el pavor. Sólo veía imágenes de penosa grandeza, o de temerosa sublimidad en lo que la rodeaba, y otras igualmente tristes dominaban su imaginación. No sabía adónde iba, bajo el dominio de una persona cuyas arbitrarias disposiciones ya había sufrido bastante, para casarse, quizá, con un hombre por el que no sentía afecto o estima, o para sufrir, más allá de cualquier esperanza, un castigo que la idea de la venganza italiana pudiera dictar. Cuanto más consideraba cuáles pudieran ser los motivos del viaje, más se convencía de que tenía el propósito de llevar a cabo su matrimonio con el conde Morano, con el secreto que su decidida resistencia había hecho necesario para el honor, si no por la seguridad, de Montoni. Desde la profunda soledad en la que estaba inmersa y en el tenebroso castillo del que había oído insinuaciones misteriosas, su corazón enfermo se abandonó a la desesperación, y experimentó, a pesar de que su mente ya estaba saturada con los más terribles temores, que seguía viva a la influencia de nuevas circunstancias. ¿Por qué, si no, temblaba ante la idea de aquel castillo desolado?

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