Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Continuó sumida en sí misma, sin advertir la oscuridad de la tarde y los últimos rayos del sol que temblaban arriba en las alturas, y así habría continuado probablemente por mucho tiempo si unos pasos inesperados en el exterior del edificio no la hubieran alarmado, y lo primero que vino a su mente fue la idea de que estaba desprotegida. Un momento después la puerta se abrió y entró un desconocido, que se detuvo al ver a Emily y comenzó después a pedir disculpas por su intrusión. Pero Emily, al oír su voz, perdió el miedo por una emoción más fuerte; su tono le resultaba familiar y, aunque debido a la oscuridad no podía distinguir a la persona que hablaba, el parecido era demasiado fuerte para rechazarlo.
El hombre insistió en sus disculpas, y Emily dijo algo a modo de respuesta cuando el desconocido avanzó emocionado, exclamando:
—¡Dios mío! ¿Es posible que no me equivoque, sois mademoiselle St. Aubert?
—Así es —dijo Emily, que confirmó su primera conjetura, porque ya podía distinguir el rostro de Valancourt, mucho más animado que de costumbre. Mil dolorosos recuerdos cruzaron por su cabeza y el esfuerzo que hizo para mantenerse en pie sólo sirvió para aumentar su agitación. Valancourt, mientras tanto, tras preguntar ansiosamente por su salud y expresar la esperanza de que St. Aubert hubiera encontrado alguna mejoría con su viaje, supo, por el torrente de lágrimas que ella ya no pudo contener, la fatal verdad. La ayudó a sentarse, y lo hizo a su lado, mientras Emily continuaba llorando y Valancourt sostenía su mano, que ella no había advertido que había cogido hasta que se mojó con sus lágrimas, que el dolor por la pérdida de St. Aubert y el verla en aquel estado le producían.
—Me doy cuenta —dijo finalmente— de lo inútil de intentar consolaros. Sólo puedo sentirlo en vos, porque no puedo dudar de la causa de vuestras lágrimas. ¡Quiera Dios que me haya confundido!
Emily sólo pudo contestar con sus lágrimas, hasta que se levantó y le rogó que abandonara aquel triste lugar. Valancourt, aunque se dio cuenta de su debilidad, no podía indicarle que se detuviera, por lo que la cogió por el brazo y la ayudó a salir del pabellón. Caminaron silenciosamente entre los árboles, Valancourt ansioso por saber cómo y a la vez temiendo preguntar los detalles relativos a St. Aubert, y Emily demasiado abatida para conversar. Después de unos momentos, no obstante, recuperó la suficiente fortaleza para hablar de su padre y para darle una breve información de cómo había muerto. El rostro de Valancourt ponía de manifiesto la fuerte emoción que le afectaba, y cuando oyó que St. Aubert había muerto en el camino y que Emily había quedado entre desconocidos, presionó su mano entre las suyas e involuntariamente exclamó: «¿Por qué no estaba yo allí?», pero un momento después se rehízo, ya que inmediatamente volvió a hablar de su padre, hasta que, dándose cuenta de que estaba agotada, fue cambiando poco a poco de conversación y habló de él mismo. Así Emily supo que, después de que se separaran, él había recorrido durante algún tiempo las playas del Mediterráneo y había vuelto a Gascuña a través de Languedoc, ya que en Gascuña era donde había nacido y donde residía habitualmente.
Cuando hubo concluido su breve relato guardó silencio, que Emily no estaba en condiciones de interrumpir, y así continuaron hasta llegar a la entrada del castillo, donde él se detuvo como si supiera que era el límite de su paseo. Le indicó entonces que tenía la intención de volver al día siguiente a Estuviere y le pidió permiso para despedirse de ella por la mañana. Emily, comprendiendo que no podía rechazar un gesto normal de cortesía sin expresar con ello la expectativa de algo más, se limitó a contestar que estaría en casa.
Pasó el resto de la tarde llena de melancolía, recordando todo lo que había sucedido desde que había visto a Valancourt por primera vez. La escena de la muerte de su padre se le apareció con tintes tan frescos como si hubiera sucedido el día anterior. Recordó particularmente el modo solemne y decidido con el que le había pedido que destruyera los papeles manuscritos y, despertando como de un letargo en el que la hubiera sumido la desesperación, sintió una sacudida al pensar que aún no le había obedecido, y decidió que no pasaría otro día en el que pudiera reprocharse su negligencia.
¿Pueden ocurrir esas cosas y vencernos como una nube de verano, sin que nos sorprendamos especialmente? MACBETH |
A
la mañana siguiente, Emily ordenó que encendieran fuego en la chimenea de la habitación en la que St. Aubert solía dormir; y, tan pronto como tomó el desayuno, se fue allí para quemar los papeles. Tras cerrar la puerta para prevenir interrupciones, abrió la cámara en la que estaban escondidos y, al entrar en ella, sintió una emoción singular. Durante unos momentos se quedó mirando todo, temblorosa y casi con miedo de quitar el panel. Había una butaca grande en una esquina y, en el otro extremo, la mesa en la que vio a su padre sentado la tarde anterior a su marcha, mirando con tanta atención lo que ella creía que serían aquellos mismos papeles.
La vida solitaria que había llevado últimamente Emily y los tristes temas que habían conmovido sus pensamientos la habían hecho especialmente sensible a caer en pesadas fantasías de una mente altamente alterada. Era lamentable que su extraordinaria comprensión pudiera ceder, aunque fuera por un momento, a los sueños de la superstición, o más bien a esos estados de la imaginación que engañan los sentidos al extremo de llegar a lo que no puede llamarse menos que locura momentánea. Instantes de estos fallos temporales de su mente se habían presentado en más de una ocasión desde que regresó a su casa; particularmente cuando, recorriendo aquella mansión solitaria a la luz del atardecer, se había asustado por apariciones que jamás hubiera visto en sus más felices días. A este inestable estado de nervios se puede atribuir el que se imaginara cuando sus ojos miraron por segunda vez hacia la butaca, que estaba en una parte oscura de la habitación, que aparecía allí el rostro de su padre muerto. Se quedó quieta durante unos momentos, tras los cuales abandonó la habitación. Su ánimo no tardó en regresar y se reprochó que una debilidad momentánea hubiera interrumpido un acto de tanta importancia y volvió a abrir la puerta. Por las indicaciones que le había dado St Aubert, no tardó en encontrar el panel que le había descrito en el extremo opuesto de la habitación, cerca de la ventana. Distinguió también la línea que le había mencionado, y, al presionarla, como le había dicho que hiciera, el panel cedió y dejó al descubierto un fajo de papeles, con algunos desparramados y el bolso con los luises. Con mano temblorosa lo sacó todo, volvió a colocar el panel en su sitio, se detuvo un momento y, al levantarse del suelo, volvió a mirar a la butaca donde apareció ante su asustada fantasía el mismo rostro. La ilusión en un nuevo instante de efectos desgraciados que la soledad y la pena le estaban produciendo gradualmente en su mente, dominó su espíritu. Corrió por la habitación y cayó sin conocimiento en una silla. Sus razonamientos superaron pronto el terrible y lamentable ataque de su imaginación. Se volvió hacia los papeles, pero con tan poca seguridad en sí misma que sus ojos se fijaron involuntariamente en lo escrito en algunas hojas sueltas, que estaban abiertas. No tenía conciencia de que estaba transgrediendo las órdenes estrictas de su padre, hasta que una frase de aterradora importancia despertó su atención y su memoria al mismo tiempo. Con un gesto violento apartó los papeles de sí, pero las palabras, que habían despertado igualmente su curiosidad y su terror, no podía borrarlas de sus pensamientos. La habían afectado tan poderosamente que ni siquiera pudo decidir la inmediata destrucción de los papeles, y cuanto más luchaba contra esta circunstancia más se inflamaba su imaginación. Urgida por la 1}1ás insistente y aparentemente más necesaria curiosidad por algo que se refería a su padre en un tema terrible y misterioso, sobre el que había leído una alusión, comenzó a lamentar su promesa de destruir los papeles. Por un momento dudó incluso si debería obedecer, en contradicción con las razones que parecían indicarle que obtuviera más información. Pero la duda fue momentánea.
—He dado mi promesa solemne —dijo— de observar una prohibición también solemne, y no me corresponde discutir razón alguna, sino obedecer. Debo darme prisa en hacer desaparecer la tentación, que destruiría mi inocencia y amargaría mi vida con la conciencia de una culpabilidad irremediable, mientras tenga fuerzas para rechazarla.
Así, reanimada con el sentido del deber, contempló el triunfo de la integridad sobre la tentación, la más fuerte de las que había sentido en su vida y lanzó los papeles a las llamas. Sus ojos los contemplaron mientras se consumían lentamente, sintió un escalofrío al recordar la frase que acababa de ver, y por la certeza de que la única oportunidad que había tenido para explicársela la acababa de pasar para siempre.
Bastante tiempo después se acordó del bolsillo, y al depositarlo, sin abrirlo, en una vitrina, notó que contenía algo de mayor tamaño que las monedas. «Su mano las depositó aquí —dijo mientras besaba algunos de los luises, mojándolos con sus lágrimas—, su mano, ¡que está ahora en el polvo!» En el fondo del bolsillo había un pequeño paquete, y al sacarlo, después de desenvolver un papel, encontró una cajita de marfil que contenía una miniatura de una ¡dama! Se quedó mirando, «la misma —dijo—, ¡sobre la que mi padre estuvo llorando!» Al examinar aquel rostro no pudo recordar persona alguna a la que se pareciera. Era de una belleza poco común y se caracterizaba por la dulzura de su expresión, ensombrecida con pesares y atemperada por la resignación.
St. Aubert no le había hecho indicación alguna en relación con aquel retrato, ni siquiera lo había mencionado; en consecuencia, pensó que estaba justificada al conservarlo. Recordando más de una vez la actitud de su padre cuando hablaba de la marquesa de Villeroi, se sintió inclinada a creer que debía tratarse de su rostro; sin embargo, no había razones aparentes por las que él hubiera conservado el retrato de aquella señora o, habiéndolo hecho, de por qué se dolió sobre él de una manera tan intensa y afectada como ella le había visto en la noche anterior a su marcha.
Emily siguió mirando aquel rostro, examinando su aspecto, pero no sabía descubrir de dónde procedía el encanto que cautivara su atención y le inspiraba tales sentimientos de amor y de piedad. Un pelo castaño oscuro caía descuidadamente sobre la amplia frente; la nariz era más bien aguileña; los labios abiertos en una sonrisa, pero de melancolía; los ojos eran azules y se dirigían hacia arriba con una expresión de peculiar humildad, mientras la blanda nube del ceño reflejaba la sensibilidad delicada de su temperamento.
Emily se sintió conmovida por el talante meditabundo que el retrato había despertado en ella. Al cerrar la puerta del jardín y volver sus ojos hacia la ventana, vio que Valancourt se dirigía al castillo. Su estado de ánimo se veía agitado por las preocupaciones que acababan de afectarla y se sintió sin preparación para verle, por lo que se quedó un momento en la habitación hasta rehacerse.
Cuando se encontró con él en el salón se quedó sorprendida al ver el cambio que se había producido en su aspecto y en su rostro desde que se separaron en el Rosellón, que el crepúsculo y las contrariedades que había sufrido la tarde anterior había impedido que advirtiera. Pero todas esas impresiones desaparecieron con la sonrisa que iluminó su rostro al ver que ella se acercaba.
—Lo veis —dijo—, he hecho uso del permiso con el que me honrasteis para venir a despediros, tras nuestro feliz encuentro de ayer.
Emily le sonrió con cierto desmayo, y ansiosa por decir algo, le preguntó si había estado mucho tiempo en Gascuña.
—Sólo unos pocos días —replicó Valancourt mientras un rubor cruzaba sus mejillas—. Me embarqué en un extenso vagabundeo después de haber tenido la desgracia de separarme de los amigos que habían hecho mi recorrido por los Pirineos tan delicioso.
Al oír a Valancourt decir aquello, de los ojos de Emily brotaron unas lágrimas, que él advirtió de inmediato, y, ansioso por apartar su atención de los recuerdos que su comentario había ocasionado, así como para compensar su propia falta de tacto, comenzó a hablar de otras cosas, expresando su admiración por el castillo y sus alrededores. Emily, que se había sentido incómoda para seguir con aquella conversación, se tranquilizó con la oportunidad de continuar con temas indiferentes. Caminaron hacia la terraza, donde Valancourt quedó encantado con la vista del río y las playas que se extendían al frente de Guiena.
Inclinado sobre el muro de la terraza contempló la rápida corriente del Garona.
—Hace algún tiempo —dijo— estuve en el nacimiento de este noble río. No tenía entonces la satisfacción de conoceros, ya que en otro caso habría lamentado vuestra ausencia. Era un paisaje que se ajustaba exactamente a vuestros gustos. Está situado en una parte de los Pirineos aún más agreste y sublime, creo, que cualquiera de las que recorrimos en nuestro camino al Rosellón.
A continuación, describió sus cataratas entre los precipicios de las montañas, donde las aguas crecidas por las corrientes que descienden desde las cumbres nevadas que las rodean caen al valle de Arán. Entre esas alturas románticas salta su espuma, siguiendo su camino hacia el noroeste hasta que surge por las llanuras del Languedoc. Entonces, bañando los muros de Toulouse y volviendo de nuevo hacia el noroeste, presenta un aspecto más tranquilo, mientras fertiliza los pastos de Gascuña y Guiena, en su avance hacia la bahía de Vizcaya.
Emily y Valancourt comentaron los escenarios que habían cruzado entre los Pirineos. Mientras hablaba se advertía con frecuencia una ternura que temblaba en su voz y otras veces se expresaba con todo el fuego de su carácter como si no tuviera conciencia de lo que decía. Todo aquello le recordaba a su padre, cuyo rostro se le aparecía en cada paisaje que Valancourt particularizaba y cuyas observaciones removían sus recuerdos y el entusiasmo seguía brillando en su corazón. Por fin, el silencio de Emily le recordó a Valancourt que su conversación se aproximaba demasiado a la causa de su dolor y cambió de tema, aunque por primera vez no parecía afectar tanto a Emily. Cuando admiró la grandeza del árbol predilecto de St. Aubert, que extendía sus ramas sobre la terraza, y bajo cuya sombra se habían cobijado, ella recordó las numerosas veces en que se había sentado allí con su padre y le había oído manifestar la misma admiración.