Los misterios de Udolfo (7 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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St. Aubert estaba muy conforme con él: «es una muestra del ardor y del ingenio de la juventud —se dijo a sí mismo—; este joven no ha estado nunca en París».

Sintió tener que despedirse cuando llegaron a un lugar en el que se dividía el camino y su corazón se vio más afectado por ello de lo que es común tras tan breve conocimiento. Valancourt siguió hablando al lado del carruaje. En más de una ocasión parecía que iba a marcharse y daba la impresión de buscar nuevos temas de conversación para justificar su demora. Finalmente, se marchó. Según se alejaba, St. Aubert observó que lanzaba pensativas miradas a Emily, que inclinó su cabeza para saludarle con el rostro lleno de dulzura y timidez. St. Aubert se asomó por la ventanilla y vio a Valancourt de pie a un lado del camino, apoyado en su pica y siguiendo con la mirada al carruaje que se alejaba. Le saludó con la mano, y Valancourt, como si despertara de un sueño, le contestó e inició su camino.

El aspecto del país comenzó a cambiar y los viajeros no tardaron en encontrarse entre montañas cubiertas desde la base hasta la cumbre por bosques de pinos, excepto cuando asomaba alguna de granito cuya cima nevada se perdía en las nubes. El riachuelo, que les había acompañado hasta entonces, se expandía en río y su corriente avanzaba en silencio, reflejando como en un espejo la oscuridad de las sombras. En ocasiones era un acantilado que asomaba por encima de los bosques y de la niebla, que flotaba sobre las montañas, y otras, la vista de una superficie perpendicular de mármol rosa que parecía salir de los bordes del agua y se mezclaba con el lujurioso follaje.

Continuaron viajando por un camino pedregoso y nada frecuentado, viendo de cuando en cuando en la distancia a algún pastor solitario, con su perro, avanzando por el valle, y oyendo únicamente el chapoteo de los torrentes que los árboles ocultaban a la vista, el murmullo de la brisa, según barría los pinos, o las notas del aleteo del águila y del buitre, que ascendían hasta sus nidos en las rocas.

Con frecuencia, cuando el carruaje avanzaba lentamente sobre un suelo irregular, St. Aubert se apeaba y se entretenía examinando las plantas curiosas que crecían a los lados del camino, abundantes en aquellas regiones, mientras Emily, llena de entusiasmo, iba de un lugar a otro, bajo las sombras, escuchando silenciosa el solitario murmullo de los bosques.

Durante muchas leguas no vieron pueblos o cabaña alguna; el hato de cabras, la cabina del cazador asomaban en los salientes de las rocas y fueron las únicas referencias humanas que encontraron.

Los viajeros se detuvieron de nuevo para comer al aire libre, en un grato claro del valle, bajo la sombra de los cedros y volvieron a emprender la marcha hacia Beaujeu.

El camino que empezaba a ser ascendente dejó detrás los bosques de pinos, para extenderse entre precipicios rocosos. La luz del crepúsculo volvió a caer sobre ellos, que ignoraban a qué distancia podrían estar de Beaujeu. No obstante, St. Aubert supuso que no sería mucha y confió en la posibilidad de que una vez que llegaran a aquella ciudad pudieran encontrar un camino más frecuentado. Por el momento lo importante era llegar y pasar la noche. Bosques y rocas y altas montañas se mezclaban oscuramente en el crepúsculo. Pero incluso aquellas imágenes desdibujadas se llenaron de oscuridad. Michael avanzó con precaución, ya que casi no podía distinguir el camino; sin embargo, sus mulas parecían ser más sagaces y mantuvieron seguro el paso.

Al volver tras un recodo de una montaña apareció a lo lejos una luz, que iluminaba las rocas y el horizonte en una gran extensión. Evidentemente se trataba de un gran fuego, sin que fuera posible saber si era o no accidental.

St. Aubert pensó que probablemente podría ser obra de alguno de los numerosos bandidos que infestaban los Pirineos y se mantuvo alerta hasta saber si el camino pasaba cerca de aquel fuego. Llevaba sus armas, que en una emergencia podrían servir de alguna protección aunque no definitiva contra una banda de ladrones tan desesperados como los que usualmente recorrían aquellas regiones salvajes. Mientras se hacía estas reflexiones oyó una voz gritando desde la parte posterior del camino, ordenando al mulero que se detuviera. St. Aubert le hizo una señal para que prosiguiera lo más rápido posible, pero la obstinación de Michael o de las mulas hizo que no aligeraran el paso.

Se oyeron los cascos de unos caballos y un hombre cabalgó hasta el carruaje, sin dejar de ordenar al conductor que se detuviera. St. Aubert, que ya no podía dudar de cuáles eran sus propósitos, tuvo dificultades para preparar su pistola y defenderse, cuando su mano estaba en la puerta del vehículo. El hombre sujeto al caballo y el estampido de la pistola se vio seguido de un gemido. El horror que sintió St. Aubert puede ser imaginado, cuando un instante después creyó oír la voz desmayada de Valancourt. Hizo una señal al mulero para que se detuviera, y al pronunciar el nombre de Valancourt le respondió una voz que hizo desaparecer todas sus dudas. St. Aubert, que se bajó instantáneamente y fue a ayudarle, le encontró aún sobre su caballo, pero sangrando profusamente y al parecer con grandes dolores, aunque tuvo el ánimo de suavizar el terror de St. Aubert asegurándole que no estaba materialmente herido y que se trataba únicamente de un rasguño en el brazo. St. Aubert y el mulero le ayudaron a desmontar y se sentó al borde del camino, donde St. Aubert trató de ocuparse de su brazo, pero las manos le temblaban excesivamente y no lo consiguió. Michael se había ido a perseguir al caballo que había salido huyendo y St. Aubert llamó a Emily para que le ayudara. Al no obtener respuesta, se fue hacia el carruaje y la encontró caída y sin conocimiento. Entre la angustia que le produjo esta circunstancia y la de dejar a Valancourt sangrando casi no supo lo que hacía. Se sobrepuso y llamó a Michael para que trajera agua del riachuelo que corría paralelo al camino, pero el mulero estaba fuera del alcance de su voz. Valancourt, que oyó sus llamadas y también que repetía el nombre de Emily, comprendió al instante la razón de su angustia, y casi olvidando su propia situación, corrió a ayudarle.

Se estaba recuperando cuando llegó y, al darse cuenta de que la causa de su indisposición había sido la preocupación por él, le aseguró con voz temblorosa, aunque no por la angustia, que su herida no tenía importancia. Mientras decía esto, St. Aubert comprobó que seguía sangrando, por lo que volvió a cambiar el objeto de su preocupación y rápidamente convirtió algunos pañuelos en una venda.

Consiguió detener la salida de la sangre, pero temiendo las consecuencias que podría traerle, le preguntó repetidas veces si estaban muy lejos de Beaujeu. Al enterarse de que aún faltaban dos leguas aumentó su agitación, ya que no sabía si Valancourt, en aquel estado, podría soportar las sacudidas del carruaje y, sobre todo, al darse cuenta de que estaba desfalleciendo por la pérdida de sangre. Al referirse a ello, Valancourt le indicó que no debía preocuparse por él, que podría soportarlo fácilmente e insistió en que el accidente no tenía importancia. En ese momento regresó el mulero con el caballo de Valancourt y le ayudó a montar. Emily ya estaba recuperada e iniciaron su lenta marcha hacia Beaujeu.

St. Aubert, tras recuperarse de su terror por el accidente, expresó su sorpresa por la aparición de Valancourt, que la explicó diciendo:

—Vos, señor, habéis renovado mi interés por la sociedad. Cuando salisteis de la cabaña tuve conciencia de mi soledad, y puesto que mi objetivo era el simple entretenimiento, decidí cambiar de escenario. Seguí este camino porque sabía que conducía a una zona montañosa más romántica que el lugar en el que estaba. Además —añadió, con un gesto de duda—: ¿Debo decirlo? ¿Por qué no? Tenía alguna esperanza de alcanzaros.

—Y por mi parte os he recibido de modo nada esperado —dijo St. Aubert, que volvió a lamentar que se hubiera producido el accidente y le explicó las causas de sus últimas preocupaciones.

Pero Valancourt sólo parecía interesado en borrar de la imaginación de sus compañeros todo lo relativo a él mismo, y, para ello, tuvo que luchar contra el dolor y tratar de convertirlo en animación. Emily, mientras tanto, estuvo silenciosa, excepto cuando Valancourt se dirigió directamente a ella, ya que en esos momentos el trémulo tono de su voz parecía decir mucho.

Estaban ya tan cerca del fuego que habían visto en la distancia rompiendo la oscuridad de la noche que la luz llegaba hasta el camino y pudieron distinguir algunas figuras que se movían entre las llamas. Se acercaba cada vez más y vieron en el valle uno de esos grupos de gitanos que en aquella época recorrían la zona de los Pirineos y que vivían saqueando a los viajeros. Emily miró aterrorizada aquellos rostros salvajes, brillantes por el fuego, que anulaban el efecto romántico del paisaje, envuelto en las pesadas masas de sombra y en las regiones de oscuridad que la mirada temía penetrar.

Se disponían a cenar; una gran vasija estaba sobre el fuego, a cuyo alrededor se sentaban varios de ellos. Las llamas iluminaban una especie de carpa, rodeada de niños y perros jugando, y el conjunto ofrecía una imagen altamente grotesca. Los viajeros tuvieron plena conciencia del peligro. Valancourt avanzaba silencioso, pero tenía una mano apoyada en una de las pistolas de St. Aubert, que sostenía otra. Michael recibió la orden de avanzar lo más rápido posible. Sin embargo, rebasaron aquel lugar sin ser atacados. Los ladrones no estaban probablemente preparados para la ocasión y sí demasiado ocupados en su cena para sentir interés alguno en ese momento por cualquier otro asunto.

Tras una legua y media más, recorrida en la oscuridad, los viajeros llegaron a Beaujeu y se dirigieron a la única posada que había en el lugar, que era bastante mala aunque muy superior a todo lo que habían visto desde que entraron en aquella zona de montañas.

Llamaron inmediatamente al cirujano de la ciudad, si es que se le podía llamar así, que se ocupaba tanto de los caballos como de los hombres, y que afeitaba los rostros al menos tan irregularmente como recomponía los huesos. Después de examinar el brazo de Valancourt y comprobar que la bala había atravesado la carne sin tocar el hueso, le vendó y le dejó con la prescripción solemne de que reposara, lo que su paciente no estaba inclinado a obedecer. La satisfacción sucedió al dolor, porque era eso lo que sentía en contraste con la angustia anterior, y se sintió reanimado. Quiso participar en una conversación con St. Aubert y Emily que, liberada de sus temores, estaba más animada que de costumbre. A pesar de lo tarde que era, St. Aubert tuvo que ir con el patrón a comprar carne para la cena. Emily, que durante aquel intervalo había estado ausente todo lo que pudo con la excusa de preocuparse de su acomodo, que encontró bastante mejor de lo que esperaba, se vio obligada a regresar y a conversar sola con Valancourt. Hablaron de lo que habían visto y de la historia natural del país, de poesía y de St. Aubert, un tema sobre el que Emily siempre intervenía y escuchaba con especial interés.

Los viajeros pasaron una tarde agradable, pero St. Aubert se sentía fatigado por el viaje, y como Valancourt volvía a sentir dolores, no tardaron en separarse después de la cena.

Por la mañana, St. Aubert descubrió que Valancourt había pasado una noche sin descanso; que tenía fiebre y que le dolía la herida. El cirujano, cuando le curó, le aconsejó que reposara en Beaujeu; consejo que no era rechazable. St. Aubert no tenía una favorable opinión de aquel médico y estaba deseando poner a Valancourt en manos más expertas; pero al saber, tras haberlo preguntado, que no había una ciudad más próxima, pensó que era mejor seguir el consejo. Alteró el plan de su viaje y decidió esperar a que Valancourt se recobrara. El joven, con más ceremonia que sinceridad, hizo muchas objeciones a su demora.

Siguiendo las órdenes del cirujano, Valancourt no salió aquel día de la casa, pero St. Aubert y Emily recorrieron con deleite los alrededores de la ciudad, situada al pie de los Pirineos, que se alzaban con abruptos precipicios cubiertos en parte de bosques de cedro y cipreses hasta casi alcanzar sus más altas cumbres. En algunas zonas se distinguía el verde colorido de los cedros y de las hayas, surgiendo entre el tono oscuro de la foresta y, en otras, un torrente salpicaba en su caída las copas de los árboles.

La indisposición de Valancourt detuvo a los viajeros en Beaujeu durante varios días, en los que St. Aubert pudo observar su disposición y sus conocimientos con sus habituales preguntas filosóficas. Vio en él una naturaleza franca y generosa, llena de ardor y altamente susceptible a todo lo que significara grandeza y belleza, pero impetuoso y romántico. Valancourt sabía poco del mundo.

Sus opiniones eran directas y sus sentimientos justos; su indignación por lo que no merecía la pena o su admiración ante una acción generosa, eran expresadas en términos de parecida vehemencia. St. Aubert sonreía a veces ante su acaloramiento, pero rara vez le detenía y con frecuencia decía para su interior: «Este joven no ha estado nunca en París». Un suspiro seguía a veces su silenciosa exclamación. Decidió que no dejaría a Valancourt hasta que se hubiera recuperado por completo; y, como por el momento ya estaba en condiciones de viajar, aunque no para manejar su caballo, St. Aubert le invitó a acompañarle durante algunos días en el carruaje. Estuvo más decidido a ello al descubrir que Valancourt pertenecía a una familia del mismo nombre de Gascuña, de cuya respetabilidad estaba bien informado. Éste último aceptó la oferta con satisfacción y de nuevo se vieron en el romántico camino hacia el Rosellón.

Viajaban a su comodidad, deteniéndose siempre que un escenario incomparable se presentaba ante ellos; apeándose con frecuencia para subir caminando algún repecho, que las mulas no lograban superar, desde que el espectáculo se abría ante ellos con mayor magnificencia. Con frecuencia caminaban por las colinas cubiertas con lavanda, juníperos y tamarisco; y bajo las sombras de los árboles, entre aquellos troncos, captaban la vista de las montañas, de una sublimidad que estaba más allá de lo que Emily hubiera podido imaginar jamás.

St. Aubert se entretenía a veces con las plantas, mientras Valancourt y Emily paseaban por los alrededores; él señalaba los aspectos que le llamaban la atención y le recitaba hermosos pasajes de los poetas latinos e italianos que sabía que ella admiraba. En las pausas de la conversación, cuando pensaba que no le observaban, fijaba sus ojos pensativos en su rostro, que expresaba con tanta admiración el gusto y la energía de su mente. Cuando volvía a hablar, había una ternura peculiar en el tono de su voz que anulaba cualquier intento de ocultar sus sentimientos. Poco a poco esas pausas silenciosas se hicieron más frecuentes, hasta que Emily, para no descubrir su ansiedad, no las interrumpía, quedándose callada. Y de nuevo, para evitar el peligro de la simpatía y el silencio, volvía a hablar de los bosques, de los valles y de las montañas.

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