Los misterios de Udolfo (13 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Emily, aunque también deseaba regresar, se quedó muy preocupada con el inesperado deseo de su padre y dedujo que indicaba un grado mayor de indisposición de lo que él mismo suponía. St. Aubert se retiró, y Emily a su pequeña habitación, aunque no para descansar inmediatamente. Sus pensamientos volvieron a la última conversación, relativa al estado de ánimo de su padre; un tema que la afectaba particularmente. Se apoyó pensativa en la pequeña abertura del ventanuco y, con la mente envuelta en aquellos pensamientos, fijó la mirada en el cielo, cuya concavidad azul, sin nubes, estaba salpicada de estrellas, de mundos, quizá de espíritus no informados con el barro humano. Mientras sus ojos recorrían el éter sin límites, sus pensamientos volvieron, como antes, hacia la sublimidad de Dios y a la contemplación del futuro. Ningún sonido de este mundo interrumpió el curso de estos pensamientos; las alegres danzas habían cesado y todos los campesinos se habían retirado a sus casas. El aire inmóvil no parecía estar entre los árboles y, de vez en cuando, el sonido distante de una solitaria esquila o un ventanuco que se cerraba era todo lo que rompía el silencio. Por fin, ni siquiera esos pequeños ruidos de la vida humana le llegaban. Elevada y envuelta, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas de sublime devoción, continuó asomada, hasta que el velo de la medianoche cayó sobre la tierra y el planeta que La Voisin había señalado se ocultó tras los árboles. Recordó entonces lo que había dicho sobre la luna y la música misteriosa; y apoyada en la ventana, a medias esperaba y temía volver a oírla. Su mente recordó entonces la emoción extrema que había mostrado su padre al enterarse de la muerte del marqués La Villeroi y del destino de la marquesa y se sintió profundamente interesada en la causa remota de aquella emoción. Su sorpresa y su curiosidad fueron mayores porque no recordaba haberle oído nunca mencionar el nombre de Villeroi.

Sin embargo, ninguna música se alzó en el silencio de la noche, y Emily, dándose cuenta de la hora tan avanzada, y de que tendría que levantarse temprano por la mañana, volvió a su sensación de fatiga y se retiró de la ventana para descansar.

Capítulo VII
Deja que aquellos lamenten su condena,
cuya esperanza sigue arrastrándose en esta oscura morada,
pero las almas elevadas pueden mirar más allá de la tumba,
pueden sonreír al destino, y sorprenderse de cómo sentirlo.
¿No volverá más la Primavera a estas tristes escenas?
¿Está ahí agitándose el eterno lecho del sol?
¡Pronto el oriente relucirá con nuevo brillo,
y la Primavera derramará pronto su influencia vital,
de nuevo armonizando la enramada, de nuevo adornando la pradera!

BEATTIE

E
mily, que fue despertada en una hora temprana como había solicitado, sólo se había recuperado un poco con el descanso, porque había tenido sueños inquietantes que no se lo habían permitido. Pero cuando abrió el ventanuco y miró al exterior, iluminado por el sol de la mañana, y respiró el aire puro, su ánimo se tranquilizó. Todo estaba lleno de la alegre frescura que parece tener el aliento de lo saludable y oyó únicamente los sonidos
pictóricos,
si es que se puede utilizar esta definición: la campana llamando a maitines del convento distante, el lejano sonar de las olas del mar, el canto de los pájaros, y el murmullo en el fondo del ganado, que vio acercarse lentamente entre los troncos de los árboles. Conmovida por las imágenes que la rodeaban, se dejó llevar por una tranquilidad pensativa, y, mientras apoyada en la ventana esperó a que bajara St. Aubert para desayunar, ordenó sus ideas en los versos siguientes:

LA PRIMERA HORA DE LA MAÑANA

¡Qué dulce recorrer la enmarañada sombra del bosque,
cuando la penumbra temprana, desde el este,
alborea el dormido paisaje en el cielo raso
y le hace aparecer al extender la mañana su luz rosada!

Cuando cada flor nueva, que lloró por la noche,
levanta su cabeza estremecida brillando suave con una lágrima,
extiende su tierno capullo hacia la luz,
y da su incienso al aire cordial.

¡Qué fresca la brisa que mece el rico perfume
y dilata la melancolía de los pájaros despiertos;
el zumbido de las abejas, bajo la verde tristeza,
y la canción del leñador, y el mugido del rebaño lejano!

Entonces, destellos dudosos de las cumbres blancas de las montañas,
se ven desde lejos a través de las frondas,
y, más allá aún, el brumoso lecho del océano,
con velas fugaces, que comparten algunos rayos del sol.

¡Pero, inútiles la sombra rústica —el aliento de mayo,
la voz de la música flotando en el viento,
y las formas, que brillan en el velo de rocío de la mañana,
si la salud ya no manda al corazón que sea alegre!
¡Oh, hora fragante!, ¡tú puedes darle la riqueza,
colorear sus mejillas, y ordenar que el padre viva!

Emily oyó los pasos de personas que se acercaban a la cabaña y la voz de Michael, que iba hablando con sus mulas según las traía del establo próximo. Al salir de su habitación, St. Aubert, que ya se había levantado, se encontró con Emily en la puerta, aparentemente tan poco recuperado por el sueño como ella misma. Le acompañó al pequeño vestíbulo en el que habían cenado la noche anterior, donde encontraron preparado el desayuno, mientras su anfitrión y su hija les esperaban para darles los buenos días.

—Envidio esta cabaña, mis buenos amigos —dijo St. Aubert al verles—, es tan agradable, tan tranquila y tan limpia y con este aire que se respira... que si algo puede hacer recuperar una salud perdida, estoy seguro de que éste es el lugar.

La Voisin inclinó la cabeza con un gesto de agradecimiento y replicó con la galantería de un francés:

—Nuestra cabaña puede ser envidiada, señor, desde que vos y mademoiselle la habéis honrado con vuestra presencia.

St. Aubert le correspondió con una sonrisa amistosa y se sentó a la mesa, en la que habían puesto leche, fruta, queso, mantequilla y café.
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Emily, que había observado a su padre con atención y pensó que tenía aspecto de estar muy enfermo, se animó a persuadirle para que retrasara el viaje hasta la tarde, pero parecía muy ansioso de volver a casa y lo expresaba repetidamente con una insistencia que no era frecuente en él. Dijo que se encontraba tan bien como no había estado últimamente y que se atrevía más a viajar en las horas más frescas de la mañana que en cualquier otro momento del día. Mientras hablaba con su anfitrión, dándole las gracias por sus atenciones, Emily observó cómo le cambiaba el rostro y, antes de que pudiera llegar a él, cayó hacia atrás en su silla. No tardó en recuperarse de su inesperada pérdida de conocimiento, pero se sintió tan enfermo que él mismo comprendió que no estaba en condiciones de seguir su camino. Se debatió contra la presión de la indisposición, pero tuvo que pedir finalmente que le ayudaran a volver a la cama. Su solicitud renovó todos los terrores que Emily había pasado la tarde anterior. No obstante, aunque casi incapaz de contenerse por la repentina conmoción, trató de ocultar sus temores a St. Aubert y le ofreció su brazo tembloroso para ayudarle a ir hasta la puerta de su habitación.

Cuando ya estuvo acostado, manifestó con voz tranquila su deseo de que acudiera Emily a su lado, que había estado llorando desconsoladamente en su propia habitación. Cuando llegó hizo una señal con la mano para que todas las otras personas salieran. Cuando se quedaron solos, el padre extendió su mano hacia la hija y fijó la mirada en su rostro con una expresión tan llena de ternura y de pena que toda su fortaleza la abandonó y explotó en una agonía de lágrimas y sollozos. St. Aubert luchaba por recuperar su firmeza, pero seguía incapacitado para hablar. Se limitó a presionar la mano de su hija y a contener las lágrimas que temblaban en sus ojos. Logró al fin dominar la voz.

—Querida hija —dijo, tratando de sonreír en medio de su angustia—, mi querida Emily —y se detuvo de nuevo. Levantó los ojos hacia el cielo, como rezando, y entonces, con un tono más firme y con una mirada en la que la ternura del padre se veía dignificada por la solemne piedad del santo, dijo—: Mi querida hija, trataré de suavizar la dolorosa verdad que tengo que decirte, pero estoy seguro de que lo lograré. Quisiera ocultártelo, pero sería el más cruel de los engaños. No tardaremos en separamos. Hablemos de ello, que nuestros pensamientos y nuestras oraciones nos preparen para soportarlo.

Se le quebró la voz, mientras Emily, que seguía llorando y sollozando, presionó la mano de su padre sobre su corazón, que se desahogó con un suspiro, pero no pudo levantar la vista.

—No debo perder tiempo en estos momentos —continuó St. Aubert, recobrándose—, tengo muchas cosas que decir, y consejos que sin duda serían beneficiosos para el futuro. Hay una circunstancia de consecuencias muy serias que tengo que mencionar y una solemne promesa que debes hacerme. Cuando todo esté hecho, me sentiré mejor. Habrás observado, querida mía, lo inquieto que estoy por llegar a casa, pero no conoces todas las razones que tengo para ello. Escucha lo que te voy a decir. Sin embargo, un momento, ¡antes de que te diga nada hazme una promesa, una promesa a tu padre moribundo!

St. Aubert se interrumpió; Emily, sacudida por sus últimas palabras, como si por primera vez la idea de un inmediato peligro llegara a su conocimiento, le miró con los ojos llenos de lágrimas con una expresión de angustia inenarrable. Le recorrió el cuerpo una ligera convulsión y se derrumbó sin sentido en la silla. Los gritos de St. Aubert hicieron que acudieran La Voisin y su hija a la habitación llenos de temor, y le administraron todo lo que tenían a mano, pero sin lograr efecto alguno durante bastante tiempo. Cuando se recuperó, St. Aubert, que había quedado exhausto por lo sucedido y que pasó muchos minutos antes de que tuviera fuerza alguna para poder hablar, fue revivido, no obstante, por un cordial que le dio Emily. Al encontrarse de nuevo a solas con ella, insistió en tranquilizar su espíritu y en ofrecerle todo el consuelo que le era posible en aquella situación desgraciada. Ella se echó en sus brazos, lloró en su hombro y el dolor la hizo tan insensible a todo lo que dijo que cesó en ofrecerle los alivios que él mismo no podía sentir en aquel momento y mezcló sus silenciosas lágrimas con las suyas.

Sintió, por fin, la llamada del deber y trató de ahorrar a su padre una más prolongada visión de sus sufrimientos. Se retiró de su abrazo, secó sus lágrimas y dijo algo con la intención de consolarle.

—Mi querida Emily —repitió St. Aubert—, mi querida niña, debemos mirar hacia delante con humilde confianza en Dios, que ha de protegemos y consolamos en todos los peligros y todas las aflicciones que habremos de conocer, y a cuyos ojos están expuestos todos los momentos de nuestra vida. Él no nos dejará nunca. Siento su consuelo en mi corazón. Te dejaré, hija mía a su cuidado y, aunque marche de este mundo, seguiré estando en su presencia.

De nuevo, St. Aubert se vio obligado a hacer una pausa.

—No, no llores más, Emily querida —continuó—. En la muerte no hay nada nuevo, o sorprendente, puesto que todos sabemos que nacemos para morir y no hay nada terrible para aquellos que pueden confiar en Dios todopoderoso. Si ahora mi vida no concluyera, tras unos pocos años, en el curso normal de la naturaleza, llegaría mi fin. La vejez, con todos sus males de enfermedades, privaciones y desgracias, habría sido la mía, y al final la muerte habría venido igualmente y hubiera hecho brotar las lágrimas que ahora se te escapan. Por eso, mi niña, debes alegrarte de que me sean evitados esos sufrimientos y que pueda morir con una mente clara y sensible al consuelo de la fe y de la resignación.

St. Aubert se detuvo, fatigado por sus palabras. Emily se había recuperado para asumir un aire de compostura y, en contestación a lo que había dicho, le demostró que no había hablado en vano. Tras un breve descanso, St. Aubert continuó la conversación.

—Permíteme que vuelva —dijo— a un tema que está muy próximo a mi corazón. Te dije que necesitaba que me hicieras una promesa solemne. Házmela ahora, antes de que te explique las circunstancias fundamentales con las que se relaciona. Hay otras que requieren que sigas ignorándolas para tu propia paz. Prométeme, entonces, que harás exactamente lo que te ordenaré.

Emily, inquieta con la solemnidad de su tono, se secó las lágrimas que le habían vuelto a brotar a pesar de sus esfuerzos para evitarlo; y, mirando sinceramente a su padre, se comprometió a hacer cualquier cosa que le pidiera bajo juramento y, al decirlo, sintió un escalofrío aunque no supiera por qué.

—Te conozco demasiado bien, Emily querida —continuó—, para creer que pudieras romper una promesa y menos aún dada de forma tan solemne. Tu compromiso me da la paz y su cumplimiento es de la máxima importancia para tu tranquilidad. Escucha lo que te voy a decir. El gabinete que está junto a mi alcoba en La Vallée tiene un tablero corredizo en el suelo. Te darás cuenta de dónde está por un nudo de gran tamaño en la madera, y porque es el tablero siguiente, excepto uno, que llega al friso que hay frente a la puerta. A una distancia de un metro desde donde termina, cerca de la ventana, verás una línea que lo cruza, como si la tabla hubiera sido empalmada. La manera de abrirlo es la siguiente: presiona con el pie en esa línea, entonces el otro extremo del tablero se hundirá y podrás hacerle resbalar con facilidad por debajo del otro. Debajo verás un hueco.

St. Aubert se detuvo otra vez para respirar y Emily siguió sentada con la máxima atención.

— ¿Has entendido estas instrucciones? —preguntó.

Emily, aunque casi sin poder hablar, le aseguró que sí.

—Cuando regreses a casa, entonces —añadió con un profundo suspiro...

Al mencionar su regreso a casa, todas las circunstancias tristes que rodearían su vuelta se cruzaron por su imaginación. Estalló en un llanto convulsivo y St. Aubert, afectado más allá de la resistencia que se había impuesto, lloró con ella. Después de unos momentos, se rehízo.

—No lo olvides —dijo—. Cuando te deje, quedarás en manos de la Providencia, que nunca me ha fallado. No me aflijas con este exceso de dolor; más bien enséñame con tu ejemplo a soportar el mío.

Se detuvo de nuevo y Emily, cuanto más intentaba contener sus emociones, más difícil le resultaba hacerlo. St. Aubert, aún conmovido, volvió al tema.

—En ese gabinete, cuando vuelvas a casa, y debajo del tablero que te he descrito, encontrarás un paquete de hojas escritas. Atiéndeme bien ahora, porque la promesa que me has hecho se refiere particularmente a lo que te voy a indicar. Esos papeles debes quemarlos y solemnemente te lo ordeno,
sin examinarlos.

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