Los misterios de Udolfo (16 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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El criado de madame Cheron hizo que no fuera necesaria la ayuda del bueno de La Voisin, que había sentido aquello como una obligación para él, como una atención con su padre fallecido, así como para ella, pero se alegró de no tener que hacer lo que a su edad habría sido un viaje incómodo.

Durante la estancia de Emily en el convento, la paz y la santidad que respiraba el lugar, la tranquila belleza del escenario en que se encontraba y las delicadas atenciones de la abadesa y de las monjas, fueron circunstancias tan favorables para su ánimo que casi estuvo tentada a abandonar un mundo en el que había perdido sus más queridos amigos y dedicarse al claustro, en un lugar que consideraba sagrado por estar en él la tumba de St. Aubert. El entusiasmo reflexivo, también, tan natural a su carácter, había derramado una bella ilusión sobre el retiro santificado de las monjas, que casi ocultó a su vista lo que tenía de egoísmo en su seguridad. Pero aquellos toques, con fantasía melancólica, ligeramente teñida por la superstición, que le había dado el escenario monástico, comenzaron a desaparecer según su ánimo se recuperaba y le trajeron una vez más a su corazón una imagen que sólo había sido borrada transitoriamente. Se despertaba así a la esperanza, al consuelo y a los dulces afectos; visiones de felicidad brillaban ligeramente en la distancia, y aunque sabía que eran ilusiones, no pudo ignorarlas para siempre. Era el recuerdo de Valancourt, de sus gustos, de su talento y su rostro lo que determinaba quizá que volviera al mundo. La grandeza y las sublimes escenas, entre las que se habían encontrado, habían influido en su fantasía y contribuido imperceptiblemente para que Valancourt le pareciera más interesante al descubrir en él aspectos que correspondían al paisaje. También la estima que St. Aubert había expresado repetidamente por él confirmaba su bondad. Pero, aunque su rostro y su actitud habían expresado continuamente su admiración por ella, no la había declarado de otro modo e incluso la esperanza de volverle a ver estaba tan distante que no se daba cuenta de ello, y menos aún de lo que había influido en su conducta en aquella ocasión.

Varios días después de la llegada del criado de madame Cheron, Emily se sintió suficientemente recuperada para iniciar su regreso a La Vallée. La tarde anterior a su marcha fue a despedirse de La Voisin y de su familia y a expresarles su agradecimiento por sus amabilidades. Encontró al hombre sentado en un banco a la puerta de su casa, entre su hija y su yerno, que acababa de regresar de su trabajo diario y que tocaba un caramillo que por el tono se parecía al oboe. El viejo tenía a su lado una jarra de vino y, ante él, sobre una pequeña mesa, fruta y pan, y estaban rodeándola varios de sus nietos, unos chicos sonrosados que iban a cenar mientras su madre les distribuía los alimentos. Al borde de la pequeña zona verde que se extendía ante la casa estaba el gafl4ldo y unos pocos corderos descansando bajo los árboles. El paisaje quedaba iluminado por la suave luz del sol de la tarde, cuyos largos rayos cruzaban a través de los bosques e iluminaban las torres distantes del castillo. Emily se detuvo un momento, antes de salir de la sombra, para contemplar el feliz grupo que tenía ante ella, con la complacencia reflejada en el rostro de La Voisin; la ternura maternal de Agnes, al mirar a sus hijos, y la inocente satisfacción infantil reflejada en sus sonrisas. Emily volvió a mirar a aquel viejo venerable y a la cabaña. El recuerdo de su padre se impuso con fuerza en su mente y dio unos pasos hacia delante con rapidez, temerosa de detenerse un momento más. Se despidió afectuosamente de La Voisin y de su familia. Él parecía quererla como a una hija y se le escaparon unas lágrimas. A Emily también, y no quiso entrar en la casa porque sabía que reviviría emociones que no podría superar.

Aún le quedaba una escena dolorosa, ya que decidió hacer una nueva visita a la tumba de su padre, de modo que no pudiera ser interrumpida u observada en su tierna melancolía. Demoró hacerlo, hasta que todos los habitantes del convento, excepto la monja que le había prometido llevarle la llave de la iglesia, se había retirado a descansar. Emily estuvo en su habitación hasta que oyó las doce en la campana del convento, cuando vino la monja, como habían convenido, con la llave de una puerta privada de la iglesia y descendieron juntas la estrecha escalera de caracol que conducía a la misma. La monja se ofreció a acompañar a Emily hasta la tumba, añadiendo: «Resulta muy triste ir sola a esta hora», pero, dándole las gracias por su consideración, le indicó que no podía acceder a que nadie fuera testigo de su dolor. La hermana, tras abrir la puerta, le entregó la lámpara y le dijo:

—Recordad que en el corredor del este, que tenéis que cruzar, hay una tumba abierta recientemente; sostened la luz cerca del suelo, no vayáis a caer o tropezar en los montones de tierra.

Emily le dio las gracias de nuevo, cogió la lámpara y entró en la iglesia, mientras la hermana Mariette se marchaba. Emily se detuvo un momento en la puerta; le asaltó un miedo imprevisto y regresó al pie de la escalera, donde, al oír los pasos de la monja que subía, y mientras levantaba la lámpara y veía su velo blanco moviéndose sobre la balaustrada en espiral, estuvo tentada de llamarla. Aún dudaba cuando el velo desapareció, y un momento después, avergonzada por sus miedos, regresó a la iglesia. El aire frío de los corredores la hizo temblar y un profundo silencio lo envolvió todo. Un débil rayo de luna entraba por una ventana gótica distante y habría despertado en cualquier otro momento sus temores supersticiosos, pero ahora el pesar ocupaba toda su atención. Casi no oyó el susurrante eco de sus propios pasos, ni pensó en la tumba abierta hasta que se encontró en su mismo borde. Habían enterrado a un fraile del convento la tarde anterior, y cuando estaba sentada sola en su habitación a la hora del crepúsculo, había oído a los monjes entonar un réquiem por su alma. Todo aquello trajo a su memoria las circunstancias de la muerte de su padre y cómo las voces, mezclándose con los bajos trémolos del órgano, afectaron las visiones que se presentaron en su mente. Lo recordó todo y, apartándose para evitar la parte abierta del suelo, se dirigió con paso rápido a la tumba de St. Aubert, cuando a la luz de la luna que entraba por la parte más remota de la nave le pareció ver una sombra moviéndose entre las columnas. Se detuvo para escuchar, y al no oír paso alguno, convencida de que había sido engañada por su fantasía y ya sin temor a ser observada, continuó su camino. St. Aubert había sido enterrado bajo una losa de mármol, en la que sólo habían grabado su nombre y las fechas de $U nacimiento y muerte, próxima al pie del monumento funerario de los Villeroi. Emily se detuvo antela tumba, hasta que una campana, que llamaba a los monjes a las primeras oraciones, la avisó que debía retirarse. Lloró sobre la tumba en su última despedida y se obligó a retirarse de aquel lugar. Tras aquella hora de complacencia voluntaria en su dolor, se recuperó con un sueño más profundo que el que había logrado últimamente, y al despertar se sintió más tranquila y resignada de lo que había estado desde la muerte de St. Aubert.

Pero cuando llegó el momento de su marcha del convento, volvió todo el dolor; el recuerdo de su padre muerto y el afecto por los vivos que la ligaban a aquel lugar; y por el suelo sagrado en el que habían sido enterrados los restos de su padre. Le pareció sentir todas esas sensaciones afectuosas que uno concibe en su propia casa. La abadesa le hizo repetidas consideraciones de afecto e insistió en que volviera siempre que su situación en cualquier otra parte no le resultara grata. Muchas de las monjas también expresaron que lamentaban su marcha, y Emily dejó el convento con muchas lágrimas y seguida por sinceros deseos de felicidad.

Recorrieron varias leguas antes de que las escenas del paisaje que recorrían tuvieran poder suficiente para apartarla de la profunda melancolía en la que se había sumido. Cuando al fin lo logró, sólo sirvió para recordarle que la última vez que había visto aquellos paisajes magníficos, St. Aubert estaba a su lado. Así, sin que sucediera nada especial, pasó el día envuelta en la languidez y la desesperación. Durmió por la noche en una ciudad en las faldas de Languedoc y a la mañana siguiente entraron en Gascuña.

Hacia la caída de la tarde, Emily divisó desde lejos las llanuras próximas a La Vallée y todos los detalles bien conocidos empezaron a llamar su atención, y con su recuerdo despertó toda su ternura y pesar. Con frecuencia, mientras miraba a través de las lágrimas la salvaje grandeza de los Pirineos, ahora enriquecidos por las luces y las sombras de la tarde, recordó que cuando los vio por última vez, su padre le comentaba la satisfacción que despertaban en él. De pronto alguna escena, que él le había señalado de modo particular, se presentaba ante sus ojos y la dolorosa impresión de la desesperanza se apoderaba de su corazón. «¡Ahí! —habría exclamado—, ahí están los mismos riscos, ahí el bosque de pinos, que él miraba con tal satisfacción cuando cruzamos juntos este camino por última vez. Ahí también, bajo la sombra de la montaña, está la cabaña, asomando entre los cedros, que me apuntó e hizo que copiara con mi lápiz. ¡Oh, padre mío!, ¿nunca te volveré a ver?»

Al acercarse al castillo, estos dolorosos recuerdos del pasado se multiplicaron. Por fin el mismo castillo apareció rodeado de su belleza resplandeciente en el paisaje favorito de St. Aubert. Pero era algo que llamaba a su fortaleza y no a sus lágrimas. Emily secó las suyas y se preparó para encontrarse con calma en los emocionantes momentos de su regreso a aquella casa, en la que ya no quedaba pariente alguno que le diera la bienvenida. «Sí —dijo ella—. ¡No debo olvidar las lecciones que me ha enseñado! ¡Cuántas veces me señaló la necesidad de resistirse incluso a la pesadumbre virtuosa; cuántas veces hemos admirado juntos la grandeza de mente que puede al mismo tiempo sufrir y razonar! ¡Oh, querido padre mío!, si te fuera permitido mirar a tu hija, te agradaría ver que recuerda y se decide a practicar los preceptos que le enseñaste».

Una revuelta del camino le permitió una vista más próxima del castillo, las chimeneas, coronadas de luz, asomando detrás de los robles favoritos de St. Aubert, cuyas ramas ocultaban parcialmente la parte baja del edificio. Emily no pudo evitar exhalar un profundo suspiro. «Ésta, también, era su hora favorita —se dijo al echar una mirada en las sombras alargadas de la tarde que se extendían por el paisaje—. ¡Qué profundo reposo, qué escena tan hermosa! ¡Hermosa y tranquila como en otro tiempo!»

Volvió a resistir el embate del dolor, hasta que a su oído llegó la alegre melodía de una danza, la que tantas veces había escuchado mientras paseaba con St. Aubert por las márgenes del Garona, y se vio vencida en su fortaleza y lloró hasta que el carruaje se detuvo en la pequeña entrada que se abría a lo que ahora era su propio territorio. Levantó la vista ante la inesperada detención del carruaje y vio a la vieja ama de llaves de su padre que se acercaba. Manchón también venía corriendo y ladrando delante de ella; y, cuando su joven ama se apeó, saltó y jugó alrededor de ella expresando su alegría.

—¡Querida mademoiselle! —dijo Theresa con emoción, y se detuvo como tratando de ofrecerle sus condolencias a Emily, cuyas lágrimas le impedían contestar. El perro no dejó de ladrar y corretear alrededor de ella y al momento se dirigió al carruaje con un ladrido corto y seco—. ¡Ah, mademoiselle! ¡Mi pobre amo! —añadió Theresa, cuyos sentimientos estaban más despiertos que su delicadeza—. Manchón ha ido a buscarle.

Emily sollozó y se volvió hacia el carruaje, cuya puerta seguía abierta y vio cómo el animal saltaba dentro y lo abandonaba mientras recorría con la nariz el suelo alrededor de los caballos.

—No lloréis así, mademoiselle —dijo Theresa—, me rompe el corazón veros. —El perro se acercó corriendo a Emily, volvió luego al carruaje y de nuevo hacia ella, nervioso—. ¡Pobrecillo! ¡Has perdido a tu amo, debes llorarle! Pero vamos, mi querida señorita, tranquilizaos. ¿Deseáis tomar alguna cosa?

Emily extendió su mano a la vieja criada y contuvo sus sentimientos mientras le hizo algunas preguntas relativas a su salud. Pero seguía deteniéndose en el camino que conducía al castillo porque nadie estaba allí para recibirla y besarla con afecto; su propio corazón ya no palpitaba con impaciencia para encontrarse con una sonrisa bien conocida y temía ver todos aquellos objetos que habrían de hacerla recordar su antigua felicidad. Avanzó lentamente hacia la puerta, se detuvo, siguió, y volvió a detenerse, ¡qué silencioso, qué olvidado, qué triste estaba el castillo! Temblando ante la idea de entrar y al mismo tiempo culpándose por demorar lo que era inevitable, entró finalmente en el vestíbulo. Lo cruzó con paso rápido, como si temiera mirar a su alrededor, y abrió la puerta de aquella habitación, que le gustaba llamarla suya. La tristeza de la tarde daba solemnidad a su aire silencioso y desierto. Las sillas, las mesas, cada pieza del mobiliario, tan familiar a sus tiempos felices, hablaron elocuentemente a su corazón. Se sentó, sin observar nada, ante una ventana que se abría al jardín en el que St. Aubert se sentaba con frecuencia con ella para mirar cómo se ocultaba el sol en el paisaje, que aparecía más allá de las ramas.

Tras unos momentos, en los que se dejó llevar por las lágrimas, consiguió recuperarse y, cuando Theresa, después de llevar el equipaje a su habitación, volvió a aparecer, se había serenado ya por completo y estaba en condiciones de conversar con ella.

—Os he preparado la cama verde, mademoiselle —dijo Theresa, mientras ponía el servicio de café sobre la mesa—. Pensé que os gustaría más que la vuestra, pero poco imaginé que en un día como hoy regresaríais sola. ¡Qué día! Las noticias me rompieron el corazón cuando llegaron. ¿Quién podría haber dicho que mi pobre amo, que salía de esta casa, nunca volvería a ella?

Emily ocultó su cara con el pañuelo y movió la mano.

—Probad el café —dijo Theresa—. Debéis consolaros, todos hemos de morir. Mi querido amo es ya un santo en el cielo.

Emily se retiró el pañuelo de la cara y elevó sus ojos llenos de lágrimas hacia el cielo. Inmediatamente se las secó, y una vez calmada, aunque con voz trémula, empezó a preguntar e interesarse por las personas que recibían una pensión de su padre fallecido.

—¡Qué día! —dijo Theresa, mientras echaba el café y le ofrecía la taza a su ama—, todos los que podían venir lo han hecho cada día para preguntar por vos y por mi señor.

A continuación explicó que alguno había muerto, aunque ellos le habían dejado bien, y que otros, que estaban enfermos, se habían recuperado.

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