Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Llegaron a la romántica ciudad de Leucate bastante pronto, pero St. Aubert estaba cansado y decidieron pasar allí la noche. Por la tarde, se animó al extremo de pasear con su hija por los alrededores, orientados hacia el lago de Leucate, al Mediterráneo, y en parte al Rosellón, con los Pirineos y una amplia franja de la provincia de Languedoc, floreciente con los viñedos repletos, que los campesinos empezaban a recoger. St. Aubert y Emily vieron algunos grupos de gentes, escucharon sus alegres canciones, que difuminaba la brisa, y anticiparon con aparente satisfacción el viaje del día siguiente en aquella animada región. Él decidió, no obstante, que seguirían el camino de la costa. Su inmediato deseo habría sido el de regresar a casa inmediatamente, pero se contenía pensando en las satisfacciones que el viaje le estaba dando a su hija y por sentir los efectos que el aire del mar hacía en su propia enfermedad.
Al día siguiente recomenzaron el viaje a través de Languedoc, por el camino de la costa del Mediterráneo; los Pirineos seguían cubriendo el fondo de su perspectiva, con el mar a la derecha, y a la izquierda las extensas planicies limitadas por el horizonte azul. St. Aubert estaba animado y conversó mucho con Emily, aunque su alegría era artificial a veces y otras se veía envuelto en una sombra de melancolía que se reflejaba en su rostro y le traicionaba. Emily trataba de animarle con su sonrisa, aunque con el corazón dolorido porque veía que sus problemas se fijaban en su mente y afectaban su debilitada constitución.
A la caída de la tarde llegaron a una pequeña aldea del alto Languedoc, donde habían proyectado pasar la noche. Comprobaron que no había camas, ya que era la época de la vendimia y se vieron obligados a seguir su camino. La enfermedad y la fatiga no tardaron en presentarse y St. Aubert requirió un reposo inmediato. La tarde estaba muy avanzada, pero como no tenía elección ordenó a Michael que continuara.
Las ricas llanuras de Languedoc, que exhibían toda la gloria de la vendimia, con la alegría de las fiestas francesas, ya no despertaban la satisfacción de St. Aubert, cuyas condiciones contrastaban con la hilaridad y la belleza juvenil que le rodeaba. Mientras sus ojos cansados contemplaban la escena consideró que tal vez sin tardar mucho se cerrarían para siempre. «Esas distantes y sublimes montañas —dijo para sí mismo al contemplar la cadena de los Pirineos que se extendía hacia el oeste—, esas lujuriantes llanuras, esa bóveda azul, la alegre luz del día, quedarán cerradas para mis ojos. ¡La canción del campesino, la animosa voz del hombre, dejará de sonar para mí!».
La viveza de los ojos de Emily pareció leer lo que pasaba por la mente de su padre y los fijó en su cara, con una expresión tan tierna de piedad, que le obligó a olvidar toda lamentación para recordar únicamente que dejaría a su hija sin protección. Esta idea cambió el dolor en agonía; suspiró profundamente y guardó silencio, mientras ella parecía comprender el significado del suspiro, porque presionó su mano con afecto y volvió la mirada hacia la ventanilla para ocultar sus lágrimas. El sol lanzaba en aquel momento sus últimos reflejos amarillos en las olas del Mediterráneo y las sombras del atardecer se extendieron rápidas por todo el paisaje hasta que sólo un rayo melancólico apareció en el oeste, marcando el punto por el que el sol había sido vencido por los vapores de la tarde otoñal. Una fresca brisa empezó a llegar desde la playa y Emily bajó el cristal. El aire, que era refrescante para la salud como peligroso para la enfermedad, hizo que St. Aubert deseara que cerrara la ventanilla. Las molestias le hicieron sentirse más inquieto porque llegara el fin del viaje de aquel día e hizo detenerse al mulero para preguntarle a qué distancia se encontraban de la próxima ciudad.
—Doce kilómetros —contestó Michael.
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—Siento que no podré seguir adelante —dijo St. Aubert—; pregunta al pasar si hay alguna casa en el camino en la que puedan acomodamos por esta noche.
Se echó hacia atrás, y Michael, restallando su látigo en el aire, continuó al galope hasta que St. Aubert le pidió casi desmayado que se detuviera. Emily miró ansiosamente por la ventanilla y vio a un campesino andando a corta distancia del camino, al que esperaron para preguntarle si había alguna casa en los contornos que pudiera acomodar a los viajeros. Contestó que no conocía ninguna.
—Eso sí, hay un castillo entre esos bosques, a la derecha —añadió—, pero creo que no reciben a nadie, y no puedo mostrarles el camino porque soy casi forastero.
St. Aubert iba a preguntarle algún dato más sobre el castillo, pero el hombre siguió de modo abrupto su camino. Tras comentar el asunto, ordenó a Michael que se dirigiera lentamente hacia el bosque. La oscuridad aumentaba por momentos y con ella las dificultades para encontrar el camino. No tardó en cruzarse con ellos otro campesino.
—¿Por qué camino se va al castillo del bosque? —gritó Michael.
—¡El castillo del bosque! —exclamó—. ¿Os referís a ese, el de la torre, allí?
—No sé nada de una torre —dijo Michael—. Me refiero a ese trozo blanco de edificio, que se ve por ahí en la distancia, entre los árboles.
St. Aubert, al oír la extraña pregunta y observar el tono peculiar en que la había formulado, se asomó por la ventanilla.
—Somos viajeros —dijo—, y estamos buscando un lugar en el que pasar la noche. ¿Hay alguno por esta zona?
—No, monsieur, a menos que hayáis pensado en probar fortuna ahí —replicó el campesino, señalando hacia el bosque—, pero no os aconsejaría que fuerais.
—¿De quién es el castillo?
—No lo sé, monsieur.
—Entonces, ¿es que no está habitado?
—No, no deshabitado. La criada y el ama de llaves están allí, creo.
Al oír esto, St. Aubert decidió dirigirse al castillo y arriesgarse a ser rechazados, en su deseo de pasar la noche. En consecuencia, le pidió al campesino que le mostrara el camino a Michael y le ofreció una compensación por las molestias. El hombre guardó silencio durante un momento y entonces dijo que tenía que ir a sus asuntos, pero que no podían perderse si seguían un camino que había a la derecha, y se lo señaló. St. Aubert iba a decirle algo, pero el campesino le dio las buenas noches y se alejó.
El carruaje se dirigió entonces por la alameda hasta llegar a una verja de entrada. Michael desmontó para abrirla y entraron entre dos filas de viejos robles y castaños, cuyas ramas formaban una especie de arco sobre ellos. Había algo tan penoso y desolado en aquel camino y en su solitario silencio que Emily casi tembló según lo recorrían, y al recordar el tono con el que el campesino se había referido al castillo, concedió un sentido misterioso a sus palabras, que no advirtió al oírlas. Trató de liberarse de estas impresiones, considerando que lo más probable es que fueran el efecto de una imaginación melancólica, por la situación de su padre y por la consideración de sus propias circunstancias, que la habían hecho sensible a cualquier impresión.
Avanzaron lentamente, ya que estaba casi totalmente oscuro, lo que unido a los desniveles del terreno y a las raíces de los viejos árboles que cruzaban el camino, hacía necesario proceder con precaución. De pronto Michael detuvo el carruaje, y cuando St. Aubert miró por la ventanilla para preguntarle los motivos, vio una figura humana que se movía a cierta distancia en el camino. La oscuridad no le permitió distinguir de quién se trataba, pero hizo una señal a Michael para que continuara.
—¡Qué extraño lugar es éste! —dijo Michael—; no se ve casa alguna. ¿No creéis que sería mejor que nos volviéramos?
—Sigue un poco más, y si no vemos la casa volveremos al camino —contestó St. Aubert.
Michael siguió dudoso y la extrema lentitud con que avanzaba hizo que St. Aubert mirara de nuevo por la ventanilla para indicarle que fuera más aprisa, y vio de nuevo a la misma figura. Se inquietó, tal vez porque lo penoso del lugar le hizo más susceptible de alarmarse que de costumbre. Fuera o no por ello, ordenó a Michael que se detuviera y le indicó que llamara a la persona que veían en la distancia.
—Por favor, señoría, puede ser un ladrón —dijo Michael.
—Esto no me gusta —dijo St. Aubert, que no pudo evitar una sonrisa por la simplicidad de la frase del mulero—, así que volveremos al camino, ya que no veo probabilidad alguna de que encontremos aquí lo que buscamos.
Michael dio la vuelta de inmediato, e iniciaba el camino de regreso cuando oyeron una voz que salía de los árboles del lado izquierdo. No era una voz de mando o de desesperación, sino de un tono profundo que no daba la impresión de ser humano. El hombre restalló el látigo y las mulas emprendieron la marcha tan rápida como les fue posible, sin tener en cuenta la oscuridad, los desniveles del camino y el cuello de los viajeros. No se detuvieron hasta llegar a la verja que comunicaba con el camino general, donde Michael las hizo ir a un paso más moderado.
—Me siento muy enfermo —dijo St. Aubert, cogiendo la mano de su hija..
—¡Estás peor! —dijo Emily, muy alarmada por su tono—, estás peor y no hay nadie que nos pueda ayudar. ¡Dios mío, qué podemos hacer! —Él apoyó su cabeza en el hombro de Emily, mientras ella le sostenía con el brazo y Michael recibía de nuevo la orden de detenerse. Cuando cesó el ruido de las ruedas les llegó el tono de una música, que para Emily fue como la voz de la esperanza —.¡Oh! ¡Estamos cerca de alguna casa! —dijo—. ¡Tal vez encontremos ayuda!
Escuchó con ansiedad. La música llegaba de la distancia, como desde alguna parte del bosque que bordeaba el camino; y, al mirar hacia el lugar de donde parecía proceder, percibió a la leve luz de la luna algo que se asemejaba a un castillo. Sin embargo, era difícil alcanzarlo; St. Aubert estaba demasiado enfermo para soportar los movimientos del carruaje; Michael no podía abandonar las mulas, y Emily, que seguía sujetando a su padre, temía dejarle y también aventurarse sola por aquella zona, en la que no conocía a nadie. No obstante, era necesario tomar alguna determinación. St. Aubert indicó a Michael que continuara lentamente; pero sólo habían avanzado unos metros cuando perdió el conocimiento y el carruaje se detuvo de nuevo. Yacía inconsciente.
—¡Padre mío! —gritó Emily llena de angustia y empezando a temer que estuviera a punto de morir—. ¡Habla, dime algo, que oiga el sonido de tu voz! —pero no hubo respuesta.
Llena de desesperación, le pidió a Michael que trajera agua del riachuelo que corría a lo largo del camino. El hombre le trajo un poco de agua en su sombrero y con manos temblorosas salpicó en el rostro del padre, que bajo los rayos de luna que caían sobre él parecía llevar la impresión de la muerte. Todas las emociones egoístas cedieron a una de mayor fuerza, y encomendando St. Aubert al cuidado de Michael, que se negó a alejarse de sus mulas, Emily descendió del carruaje para dirigirse al castillo que había visto a lo lejos. La luz de la luna y la música, que seguía sonando, dirigieron sus pasos desde el camino hacia el sendero lleno de sombras que conducía al bosque. Su mente se vio dominada durante algunos momentos por la ansiedad y el temor al pensar en su padre y no sintió los suyos, hasta que la oscuridad se fue haciendo más profunda en medio de la enramada, y lo agreste del lugar le trajo la idea de su aventurada situación. La música había cesado y sólo podía confiar en el azar. Se detuvo un momento aterrada, hasta que la conciencia de cómo se encontraba su padre le dio fuerzas y continuó. El sendero concluía en el bosque y buscó en vano la silueta de la casa o la de algún ser humano que pudiera guiarla. Sin embargo, no se detuvo y avanzó sin saber hacia dónde se dirigía, evitando los salientes del bosque y tratando de mantenerse en sus márgenes, hasta que una especie de camino iluminado por la luna atrajo su atención. Lo accidentado del mismo le recordó el que conducía al torreón del castillo y se inclinó a creer que estaría en aquellos dominios y que probablemente conduciría al mismo punto. Mientras dudaba si seguir o no en esa dirección le llegaron voces muy fuertes. No eran risas alegres, sino de alguna algarada y se detuvo temerosa. En ese momento le llegó una voz distante, procedente del camino que había seguido y que, sin duda, era la de Michael. Su primer impulso fue el de regresar corriendo, pero pensándolo bien, cambió su propósito. Creyó que nada que no fuera lo más extremo podría haber obligado a Michael a abandonar sus mulas, y temiendo por la vida de su padre corrió hacia delante con la débil esperanza de obtener alguna ayuda de las gentes que están en el bosque. Le latía el corazón con temor expectante según se acercaba al lugar de donde provenían las voces y varias veces se asustó con el ruido de sus pasos sobre las hojas caídas. Los sonidos la condujeron hacia el claro iluminado por la luna que había visto antes. A poca distancia se detuvo y vio, entre las ramas de los árboles, en un pequeño círculo de hierba rodeado por árboles, un grupo de figuras. Al acercarse más, comprobó por sus ropas que eran campesinos, y vio varias cabañas al borde del bosque que comunicaban con aquel claro. Mientras miraba atentamente, tratando de superar los temores que detenían sus pasos, varias muchachas salieron de una de las cabañas; la música comenzó de nuevo y también el baile. ¡Era la música de la vendimia!, la misma que había oído antes. Su corazón, lleno de temores al pensar en su padre, no pudo advertir el contraste que ofrecía aquella escena alegre con su propia desesperación. Corrió hacia el grupo de campesinos de más edad, que estaban sentados a la puerta de una cabaña, y después de explicarles su situación, solicitó su ayuda. Varios de ellos se pusieron en pie de inmediato y ofreciéndole todo lo que estuviera en sus manos, siguieron a Emily, que parecía moverse con el viento hacia el camino.
Cuando llegó al carruaje encontró a St. Aubert bastante animado. Al recobrar el conocimiento y enterarse por Michael de dónde estaba su hija, su preocupación por ella superó lo que sentía por su estado y le había enviado de inmediato a buscarla. Seguía, no obstante, muy débil e incapaz de continuar el viaje. Repitió sus preguntas sobre la posibilidad de llegar a alguna posada y también en relación con el castillo.
—En el castillo no os podrán acomodar, señor —dijo un campesino de cierta edad, de los que habían corrido tras Emily—, casi no está habitado; pero si me hacéis el honor de venir a mi cabaña, seréis bienvenido a nuestra mejor cama.
St. Aubert era francés y, por tanto, no se sorprendió ante aquella cortesía; pero, enfermo como estaba, se dio cuenta del valor del ofrecimiento por el tono en que había sido hecho. Él también tenía demasiada delicadeza para pedir disculpas o para aparentar dudas ante la hospitalidad del campesino, por lo que aceptó inmediatamente con la misma franqueza con que le había sido ofrecida.