Mejor aquello que una inundación. Las inundaciones eran la gran amenaza de Gerona y se hablaba de una presa o embalse que acaso se construyera en Susqueda y que evitaría el gran desastre. El camarada Montaraz llevaba un año ocupándose de este asunto, sin conseguir nada positivo. Existían las prioridades… Gerona, al noreste de la península, estaba un poco dejada de la mano de Dios y por ello habían sido enviados a la ciudad tantos «depurados», como si Gerona fuera un destierro, fueran las Hurdes.
A las veinticuatro horas los tejados empezaron a llorar y las aceras y bordillos a convertirse en barro. Todo el mundo sacó sus palas y sus escobas y los camiones municipales iniciaron su labor de limpieza. Mosén Alberto publicó una «Alabanza al Creador» en la que comparó la nieve con la pureza de las almas. Fue un desliz por su parte, puesto que la pureza se había convertido muy pronto en lodazal.
Tres días después, apenas si quedaban restos de nieve en la ciudad y llegó la tramontana. El viento frío procedente del Norte, de Francia, que en el campo inclinaba los cañaverales y los árboles y que en Gerona se llevaba los sombreros, algunos de los cuales iban a parar al río Oñar. El frío fue intensísimo y se evidenció la falta de cristales en algunos edificios, incluidas las escuelas. El cielo de enero apareció azul, sin una mancha, sin una nube y los serenos por la noche pudieron hablar de las estrellas.
El comisario de policía, Isidro Moreno, comentó: «Son noches ideales para los contrabandistas». Las monjas adoratrices rezaban para que no se cayera ninguna cornisa. Los locos en el manicomio bailaban en el patio como al impulso de una fuerza secreta. En los cines la gente se apiñaba para ver
Siguiendo mi camino
,
El sargento York
y
Compañeros de mi vida
.
Pero el gran acontecimiento del mes fue la detención, en Madrid, de Cristino García y nueve compañeros. Cristino García era el maquis más buscado del país. Líder de la Resistencia francesa, donde alcanzó el grado de comandante, gozaba de un gran prestigio en la nación vecina. Al conocerse que iba a ser sometido, junto con sus compañeros, a juicio sumarísimo —ley de Bandidaje y Terrorismo—, se desencadenó en toda la prensa occidental una intensa campaña contra el régimen español. Franco no hizo marcha atrás. Se celebró el juicio y Cristino García y sus cómplices, acusados de un sinnúmero de sabotajes, fueron ejecutados. La respuesta de París no se hizo esperar y fue cerrada a cal y canto la frontera francesa, al tiempo que se hacía pública una declaración tripartita —Francia, Inglaterra y los Estados Unidos— condenando el totalitarismo imperante en España.
El general Sánchez Bravo comentó:
—Estamos aislados…
Doña Cecilia le preguntó:
—¿Y por qué ese asesino se llamaba Cristiano?
—Se llamaba Cristino, mujer, se llamaba Cristino,
* * *
Don Juan de Borbón residía ya en Portugal, en Estoril, adonde llegó el 2 de febrero y por donde vagaba como un fantasma el ex cónsul Paul Günther. Don Juan se mantuvo a la espera de los acontecimientos. Lanzó otro manifiesto proponiendo la solución monárquica. La situación en España era comprometida y en Nuremberg se reclamaba incluso, para ser sometidos a juicio, la presencia de los generales Muñoz Grandes y Esteban-Infantes, que habían mandado la División Azul. El fusilamiento de Cristino García fue el trampolín para que algunos políticos occidentales declarasen una vez más que «España era un peligro para la paz» y que Franco «había situado un millón de hombres a lo largo de los Pirineos». Otros políticos, en cambio, entre ellos míster Bevin, de Gran Bretaña, declaraban que el mayor peligro para la paz de Europa y del mundo era el comunismo y al mismo tiempo míster Churchill hablaba por primera vez del «telón de acero».
Millares de firmas de adhesión llegaron a Estoril, enviadas por los monárquicos a ultranza. Don Anselmo Ichaso no lo dudó un instante y «La Voz de Alerta» y Carlota tampoco. En cambio, María Fernanda no se atrevió a sumarse a la lista porque su marido, el camarada Montaraz, se lo prohibió.
En Madrid se produjo una enorme conmoción. Sin embargo, Franco fue fiel a su temperamento. No se inmutó. Sus palabras fueron lapidarias y constituyeron una respuesta a todas las especulaciones posibles: «El Régimen ha llegado por la fuerza de las bayonetas y no se irá como no sea derrotado por las mismas armas, sin hueco para plebiscitos ni monsergas».
«CACEROLA» ESTABA BIEN SITUADO para conocer intimidades del Opus Dei, puesto que tenía en la fonda Imperio a Agustín Lago, quien recibía constantemente la visita de Santiago Estrada y, a menudo, la de Carlos Andújar. Éste continuaba en Barcelona estudiando medicina —andaba por el cuarto curso— y vivía fascinado por la personalidad de monseñor Escrivá de Balaguer, hasta el punto de que hubiera deseado estar a su lado siempre, en calidad de monaguillo.
Tres cosas habían llamado la atención de
Cacerola
. La primera, que Agustín Lago tuviera en la habitación una figura de paja representando un burrito con albardas; la segunda, que tuviera en la mesilla de noche una rosa de madera; la tercera, que hubiera clavado en la pared una postal representando la ermita de Torreciudad, en la provincia de Huesca.
Tanto insistió
Cacerola
por conocer el origen de aquellos «amuletos», como él los llamaba, que una tarde, cuando todavía quedaban restos de la nieve en Gerona, Agustín Lago decidió confiarle su secreto. El burrito con albardas se debía a que, antes de la guerra, en una ocasión en que monseñor Escrivá esperaba el tranvía se le apareció Satanás en persona y le empujó con violencia hasta hacerle perder el equilibrio. El diablo le llamó: «¡Burro!». Y monseñor Escrivá contestó: «Burro, sí, pero burro de Dios». La rosa de madera se debía a que, al huir el monseñor de la España «roja», él y sus acompañantes se metieron en el bosque de Rialp y descansaron en una ermita destruida. El padre entró en la sacristía y al cabo de poco rato salió llevando en la mano una rosa de madera. Sus acompañantes se quedaron estupefactos. Nadie dijo nada, pero se interpretó como que se le había aparecido la Virgen y le había entregado la rosa. «El nombre de Rialp, desde entonces, está vinculado al Opus Dei». En cuanto a la ermita de Torreciudad, se trataba de un prodigio. De niño, monseñor Escrivá cayó enfermo de gravedad. Desahuciado por los doctores de Barbastro, de Fonz y de Huesca le llevaron a dicha ermita, en brazos, ante la Virgen. Al regreso, cuando el médico fue a la casa y preguntó: «¿Cuándo ha muerto el niño?», le contestaron: «Ahí lo tiene». El niño había curado completamente y estaba jugando con sus amiguitos.
Cacerola
se quedó tan estupefacto como los acompañantes del padre ante la rosa de madera. No supo qué hacer ni qué decir. Lo más fácil hubiera sido reírse, mofarse; pero la figura de Agustín Lago le inspiraba respeto. Era modélico en todos sus actos. Puntual, jamás protestaba por la comida, saludaba al resto de los huéspedes con suma delicadeza. A Lourdes la trataba con un afecto especial y siempre le decía que fuera al «Lourdes francés», al santuario, en busca del milagro para sus ojos ciegos. Ahora la frontera estaba cerrada —gracias al ministro monsieur Bidault—, pero en cuanto se abriera otra vez, ¡a peregrinar se ha dicho!
Cacerola
no estaba decidido, pero su mujer, ahora que tenían un hijo, sí. «¡Quién sabe! ¿Cómo afirmar que no se producen milagros?». Agustín Lago estaba satisfecho de la marcha del Opus Dei. Santiago Estrada era un constante motivo de alegría y el primogénito de los Andújar y Carlos Godo le contaban siempre que en Barcelona, Madrid y Valencia la institución se abría paso día tras día. Dando ejemplo de trabajo y honestidad. «El Consejo Superior de Investigaciones Científicas, tan importante, puede decirse que nos pertenece, gracias a José María Albareda, su secretario general. Y el ministro de Educación y Ciencia, Ibáñez Martín, nos abre las puertas de las cátedras. El pronóstico es bueno, pues, como sabéis, los banqueros que habían ofrecido una ayuda están cumpliendo con su compromiso y pronto podremos formar, en Madrid, Colegios Mayores, que deben de ser las células de expansión».
Cacerola
discutía con Ignacio sobre el Opus. Ignacio, que al leer
Camino
se había horrorizado, los trataba de fanáticos, de sectarios, de reprimidos sexuales. «Si esto no es una secta, que venga Cristo y lo desmienta».
Cacerola
dudaba. «Si todo el mundo fuera como Agustín Lago y Santiago Estrada, viviríamos en paz y armonía». La última conquista del inspector de enseñanza había sido aumentar, a través del Ministerio, el sueldo de los maestros de la provincia y conseguir un suculento donativo para mejorar los edificios escolares, cuyas deficiencias la reciente nevada había puesto de relieve.
—Si todo el mundo fuera como Agustín Lago —le replicó Ignacio—, con su voto de castidad, ni tú serías padre, ni yo tampoco, se acabaría la especie humana y la Andaluza iría a verte a Sindicatos a pedirte un empleo…
—Esto es una broma de mal gusto, Ignacio.
—También es de mal gusto que en
Camino
a los seglares se nos trate de clase de tropa…
* * *
Marta no cabía en sí de gozo. Ángel Montaraz, el apetecible solterón, de treinta años de edad, hijo del gobernador y de María Fernanda, arquitecto de profesión, con un espléndido taller cercano a la Dehesa y dos delineantes y dos aparejadores trabajando para él, la pidió en matrimonio. Ella, sin dudarlo un instante, dijo sí, aceptó.
A decir verdad, no la pilló de sorpresa y de ahí que contestase con tanta prontitud. Ángel llevaba tiempo cortejándola y el día de Reyes le había mandado a su casa aquella reproducción que, utilizando exclusivamente palillos, el camarada Izquierdo había hecho de la catedral. Ángel le ofreció a éste una suma que le deslumbró y León Izquierdo se desprendió de algo que, en principio, quería conservar para siempre. Ángel le advirtió: «¡Prohibido hacer otra copia exacta!». León Izquierdo, sonriendo, juró por su honor. «No hay cuidado. Ahora ando trabajando en el convento de las Escolapias, cuya fachada es una maravilla».
Marta fue muy sincera. Lo fue desde el primer día. Marta había sufrido un desengaño amoroso que la llevó al borde de la neurosis —Ignacio Alvear—, y aunque pasaran los años no podría olvidarlo. Sin embargo, la herida había cicatrizado y la estima en que tenía a Ángel era suficiente para entregarse a él de por vida. Ángel conocía la historia. Pero no conocía los celos y le bastaba con un amor sereno, dignamente compartido.
—Sé que puedo hacerte feliz —dijo el muchacho—. Y me consta también que tú me serás fiel.
—Lo mismo te digo. Este pacto es formal ya desde ahora mismo, sin necesidad de que mosén Alberto nos dé la bendición.
La noticia corrió de boca en boca. Los maledicentes habían profetizado que la jefe de la Sección Femenina se quedaría para vestir santos. El chasco fue morrocotudo. Charo se alegró y el día que se celebrase la boda «la peinaría gratis». Se alegró Esther, que admiraba la reciedumbre de Marta. «Es consecuente con sus ideas y ello merece un respeto». Se alegró Carlota, ¡se alegró Pilar! Pilar pegó un salto y abrazó a su amiga con tanta fuerza que Marta se conmovió. La familia Alvear entera festejó el acontecimiento, especialmente, por supuesto, Ignacio. A Ignacio aquel noviazgo le quitaba un peso de encima. «Por fin podré mirar a Marta a los ojos; hasta ahora no me atrevía a hacerlo». Mateo le preguntó a la muchacha: «¿Crees que podrás compaginar el matrimonio con tu tarea en la Falange?». Marta se mostró contundente: «¿No la compaginas tú? Pues cállate y saluda brazo en alto». Mateo se cuadró ante la chica y luego la besó en ambas mejillas.
Ángel tenía plena conciencia de que más de la mitad del corazón de Marta pertenecía a la Sección Femenina. Pero la quería y se arriesgó. La quería mucho. Era la mujer más digna que había conocido. Alguien le dijo que era el fiel retrato de su padre, el comandante Martínez de Soria, íntegro a carta cabal y que tantas veces había acompañado a su hija a montar a caballo —un caballo blanco— por las avenidas de la Dehesa. También había heredado de su madre aquel toque de elegancia y de seriedad que era sólo el patrimonio de unos cuantos elegidos.
Ángel no sentía ningún entusiasmo por la Falange, pero tampoco estaba en contra. «Es como pertenecer a un club. ¿Qué puede pasar? Nada. Ya no hay banderines de enganche ni nada que se le parezca. Además, el ajedrez me ha enseñado a mover las piezas y puedo jurar que esta partida no la jugaré a ciegas».
¡Alegría del camarada Montaraz! Su hijo no podía elegir mejor. «Te felicito, muchacho. Conozco bien a Marta… Es un diamante pulido y me garantiza que mis nietos cantarán Cara al sol». Ángel sonrió y negó con la cabeza. «Esto, ni pensarlo. ¡Pero qué más da! Que canten lo que quieran, mientras no hieran tus sentimientos». El gobernador asintió. «Así se habla, hijo. Pero ahora falta convencer a tu madre».
En efecto, éste era el único obstáculo para que el gozo fuera generalizado. María Fernanda, politizada en extremo, hubiera deseado que su nuera no vistiera camisa azul. «Esto no me lo esperaba yo. No, no me lo esperaba… Pero, si la amas, bendito seas. Y conste que las virtudes de Marta me las sé de memoria».
No precisaron la fecha de la boda. Ni pensaban hacerlo, de momento. Tal vez en verano, tal vez en otoño. José Luis, flamante alcalde, le decía a su hermana: «Cuanto antes, mejor. ¡Mira por dónde tendré un cuñado arquitecto! Yo siempre me había figurado que sería algún militar». Gracia Andújar, futura cuñada, que continuaba circulando por Gerona sobre la moto Soriano, le dijo a Marta: «Escucha lo que voy a decirte: la jugada es perfecta. Fui enfermera de mi padre y se me pegó algo de psiquiatría. Unión perfecta, ya lo verás».
En el fondo, Ángel no comprendía por qué todo el mundo se empeñaba en darle su opinión. «Soy mayorcito, ¿no creéis? Y he elegido libremente. Si me pego un topetazo no culparé a nadie más que a mí».
Ángel, en Gerona, profesionalmente había triunfado de lleno. Cierto que el apellido Montaraz le había ayudado; pero también su competencia. Con sólo ocuparse de Regiones Devastadas —conquista del Régimen—, le hubiera bastado para vivir. Era una institución modélica, que hizo milagros desde la terminación de la guerra. Ahora andaba proyectando, para la zona de Sarria, un monumental edificio con destino al Seguro de Enfermedad. Ahí no podría lucirse porque el presupuesto era menguado. Pero sí que tal vez pudiera hacerlo en la montaña de Montjuich, la cual, aprovechando que los gitanos se habían marchado, fue adquirida por los hermanos Costa pensando en convertirla en zona residencial. Ello satisfacía plenamente las ambiciones de Ángel, quien continuaba diciendo: «No soy arquitecto, soy urbanista». La palabra no cuajaba, no conseguía penetrar en los cerebros gerundenses; pero los hermanos Costa le otorgaron su confianza y, de momento, Ángel hizo una maqueta de esa zona residencial, cruzada por varios caminos asfaltados y plagada de chalets que conformaran una unidad. Al cabo de un mes habían vendido ya tres parcelas: una a Gaspar Ley y a Charo, otra al perfumista Dámaso, otra a Moncho y Eva. Desde allá arriba se divisaba en espléndida panorámica toda la ciudad, el meandro del Ter y la explanada de Gerona hasta Rocacorba. El aire era puro, de modo que, tarde o temprano, aquello se poblaría. La única dificultad estribaba en llevar allá arriba los servicios necesarios: electricidad, agua, líneas telefónicas, etc. «Pero en eso José Luis y mi padre pueden echarme una mano».