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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (77 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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Los corresponsales del mundo entero tenían derecho a comunicar todo esto a los lectores; en España, debían andarse con mucho cuidado. La censura era implacable. Lo contaban entre líneas y no había forma de hacerse con un documental. Los empresarios de los cines protestaban; en Gerona, el camarada Montaraz no quería ceder. Su tesis era: «Si los aliados hubieran perdido, ahora los documentales serían a la inversa». Ángel se enfrentó otra vez con su padre negando rotundamente que, Rusia aparte, existiera en el orbe otro país capaz de tales salvajadas. Ángel tenía que dedicarse ahora a consolar a Marta, quien, a pesar suyo, debía bajar la cabeza y admitir que sus «adorados» nazis habían seguido al pie de la letra la consigna «liquidación total del sionismo», englobando en esta palabra a todos los enemigos del III Reich y a decenas de millares de personas y niños inocentes.

El doctor Andújar le decía a Sólita que en los manuales de la paranoia no estaba previsto un caso como el del Führer y sus sicarios. En el pasado, la pureza de la sangre, la pureza de la raza, habían sido, por lo general, más que hechos consumados, símbolos apetecibles. Lo que le llamaba la atención era que al margen de Nuremberg, funcionaban otros muchos tribunales que juzgaban a los «mandos inferiores», igualmente asesinos y cuya cifra se elevaba, por el momento, a unos 80.000. Repitió que sería injusto condenar por ello a todo un pueblo, que en su inmensa mayoría ignoraba lo que estaba ocurriendo. «Lo que puedo afirmar, como psiquiatra, es que los culpables se dividirán, se están dividiendo ya, en dos tipos: los que no se inmutarán ante las acusaciones y los que, por vergüenza retroactiva, se suicidarán».

La palabra «suicidio» interesaba mucho, como es natural, al doctor Andújar, porque se trataba de la situación límite a la que llegaba el hombre. Le contaron que Julio García coleccionaba casos de suicidio en un fichero. «¡Si pudiera encontrar ese fichero!». Como tantas cosas secretas, se encontraría en Washington. En el manicomio de Gerona salían a dos suicidios mensuales, cuyos protagonistas eran casi siempre esquizofrénicos o depresivos. «Y durante las guerras, ya lo sabe usted. Mientras las fuerzas están igualadas, apenas si hay suicidios; cuando uno de los bandos empieza a perder, tiende a autoeliminarse».

Sólita, que estaba leyendo
Mi lucha
, de Hitler, había subrayado este párrafo, entresacado del capítulo «El Estado racista»: «Desaparecen las decisiones por mayoría y sólo existe la personalidad responsable. Bien es cierto que junto a cada hombre-dirigente hay consejeros que le asesoran, pero la decisión definitiva corresponde adoptarla a uno solo».

«La Voz de Alerta», ahora con mucho tiempo libre, se aficionó al tema del nazismo. Incluso visitó a Núñez Maza, el cual estaba desquiciado ante lo que empezaba a saberse. «¡Yo había gritado heil Hitler!, ¿comprende usted? ¿Cómo iba a sospechar lo que estaba ocurriendo?». Por supuesto, una noche, solo, en la playa de Caldetas, había hecho una hoguera con el uniforme alemán que se trajo de Riga y con la medalla militar.

Paz Alvear, por su parte, pegaba brincos de protesta. Rebrotaban en ella antiguos reflejos. No le gustaba haber caído en la trampa de la comodidad. Franco fue hitleriano hasta la médula y había copiado del Führer no pocas de sus directrices. ¿Cómo era posible que ahora ella viviera como una reina y dispusiera incluso de una cubertería de plata?

La Torre de Babel no admitía discursos. «Trabajé hasta que logré lo que ambicionaba: salir de la mediocridad. No me vengas ahora con sermones de sacristía o de confesonario. Si no te gusta lo que tienes, vuélvete a la calle de la Barca».

Paz no dio su brazo a torcer. Tenía un medio infalible para taparle la boca a la Torre de Babel: la cama. Pero en esta ocasión no le sirvió. Ella sentía deseos de volver a las andadas —estimulada por el librero Jaime—, y la Torre de Babel tenía ganas de proseguir la venturosa marcha de la Agencia Gerunda. Silvia le servía de poco, pues estaba encinta y más preocupada por su barriga que por el proceso de Nuremberg. Además, Silvia iba a misa. Incluso había logrado que Padrosa la acompañara, el hombre luciendo siempre su corbata roja. Paz sabía que en el «seno» del pueblo había millares de «camaradas» que le darían la razón; pero para presentarse ante ellos hubiera tenido que disfrazarse. Sólo el patrón del
Cocodrilo
creía en su sinceridad. «La cabra tira al monte». La Torre de Babel temió que su mujer se metiera en un lío, que cometiera alguna barbaridad. Y con el nuevo comisario, aviados estarían. Paz le dijo: «Sí, es verdad, tengo una idea; pero no sabrás nada hasta que a mí me apetezca».

Manuel Alvear, en el seminario, continuaba con su latín y su gramática, asignaturas preferidas, sin olvidar el semanal examen de conciencia. Había entrado en un mundo de escrúpulos, por culpa del profesor-orador mosén Oriol, el de la voz tronitronante. Por fortuna, mosén Alberto iba a visitarle de vez en cuando y se desahogaba con él. «Mosén Alberto, hasta jugar al frontón y ganar me parece un pecado. Por favor, ¡ayúdeme!». Mosén Alberto le acariciaba la cabeza rapada. «Anda, hombrecito, que ya no eres un bebé. ¿No soy yo tu confesor? Pues escucha mi voz y las demás escóndelas debajo de la cama».

* * *

Ignacio y Ana María decidieron acudir a la consulta del doctor Morell, porque el hijo que tanto esperaban no llegaba. El doctor Morell, que se acordaba muy bien de la operación a que tuvo que someter a Carmen Elgazu, les recibió con suma amabilidad. Ignacio era ya muy conocido en la ciudad, lo cual le beneficiaba en sus relaciones con el prójimo.

—Vamos a ver, vamos a ver…

Primero reconoció a Ignacio y no encontró nada anormal. «Podría usted tener los cien mil hijos de san Luis». Luego reconoció a Ana María y al término de una minuciosa exploración le detectó un quiste en el ovario, que obturaba la trompa de Falopio.

—¡Ya lo tenemos… Ya tenemos al culpable! —el doctor Morell era un ser alegre y cuando podía resolver un caso lo celebraba casi con champán.

—Será preciso operar… Una operación rutinaria, salvo complicaciones. En su caso, no creo que las haya.

La palabra «operar» asustó a Ignacio. Se lo había dicho muchas veces a Moncho: «Todo lo que huele a quirófano me da grima». Pero esta vez no había opción. O el quiste, o renuncia a la paternidad.

No podían ocultarlo a la familia, puesto que Ana María debería permanecer un par de días en la clínica. Matías, inesperadamente, se emocionó mucho. Por fin, tal vez, nacería otro Alvear. Porque el hijo de Pilar se apellidaba Santos. Carmen Elgazu tuvo que confesarse de «juicio temerario», ya que siempre estuvo convencida de que la culpable era la pareja, que no quería complicarse la existencia. Pilar se emocionó también, recordando la niña que le nació muerta.

Operación feliz. Sara ayudó al doctor Morell en el quirófano, el quiste era benigno, todo resuelto en un abrir y cerrar de ojos. La habitación de Ana María —dos días de internamiento, debido al trauma y a la anestesia— se hubiera llenado de flores a no ser que a Ana María la mareaban. Ignacio montó la guardia para que no se colasen extraños. Esas cosas debían resolverse en familia.

—La trompa de Falopio… —comentaba Matías—. Con este nombre, ¿cómo no va a formarse un quiste?

Ignacio quiso velar las dos noches a Ana María, que sufrió mucho menos de lo que cabía esperar. Apenas si pegó ojo, tanta era su impaciencia. De día, se turnaban Carmen Elgazu y Pilar. AI tercer día la paciente regresó a su casa y reanudó la vida normal.

Éxito del doctor Morell. Al cabo de dos meses no hubo flujo de sangre y Ana María sospechó que estaba encinta. Pronto ello se confirmó e Ignacio pegaba saltos de alegría. En un rapto de emoción, abrazó a Manolo y Esther.

—¿Os dais cuenta? ¡Voy a tener un hijo!

—No alardees tanto… Millones de seres humanos te han precedido. Y si tú vas a tener uno, nosotros tenemos dos.

—¡Ja, ja!

El cambio de Ignacio fue radical. Él, habitualmente tan sensato, perdió esta vez el sentido de la proporción. Hubiera querido inmovilizar a Ana María, que no se moviera de la butaca.

—¿Estás segura de que te conviene la postura que adoptas al tocar la guitarra?

—Segurísima… Tal vez lo que más me preocupa sean las clases de alemán.

Ana María, como siempre, se mantuvo serena. Manolo tuvo razón: millones de seres humanos les habían precedido. Procuraría cuidarse al máximo, pero sin caer en la extravagancia. Moncho era su consejero y le daba hierbecitas que Ana María se tomaba sin rechistar. Y les profetizó que, andando el tiempo, mucho antes del parto de una mujer los médicos podrían ya afirmar si el bebé sería varón o hembra.

—Pero, ¿hablas en serio?

—Completamente. Las radiografías son tan sólo la prehistoria de lo que en este campo acontecerá…

Alegría en el clan Alvear. Y una carta de Ana María que salió hacia Río de Janeiro, anunciando la noticia a sus padres. Esta vez quien contestó fue doña Leocadia y quien puso la simple posdata fue don Rosendo Sarró. Leocadia admitía la posibilidad de viajar hasta Gerona cuando se aproximase la fecha del alumbramiento. De momento, pues, todo perfecto. Ana María empezó a hacer unos ejercicios gimnásticos especiales, aconsejada por el doctor Morell. Éste llegó a querer a la pareja, la cual le demostraba extremo agradecimiento. Le regalaron un cuadro de Cefe que representaba, ¡cómo no!, las casas mugrientas colgando sobre el río Oñar, cuadro que sería histórico si el nuevo alcalde, José Luis Martínez de Soria, se decidía a emprender la aventura de pintar con colores vivos los edificios.

Paz se mostró celosa de Ana María. Celos insensatos, puesto que era ella la que se negaba a tener hijos. Hasta que la Torre de Babel se cansara de la esterilidad voluntaria y fecundara a Paz, actuando como mandaban los cánones.

Ignacio vivía una época placentera. El bufete iba viento en popa: el mejor de la provincia. Se acostumbró a estudiar de noche, dado que Manolo le encargó del capítulo de testamentaría, tan importante desde que terminó la guerra civil. Ana María, después de la cena, se dedicaba a leer. Leía a Papini, a Chesterton, al nonagenario Bernard Shaw. El dramatismo de Papini, su lucha interior en busca de la Verdad, la conmovía. Con Chesterton y Bernard Shaw se reía mucho, por su ironía genuinamente anglosajona. Pero también leía
Hola
y de vez en cuando escuchaba algún serial, más que nada para contentar a Mari-Luz, la sirvienta. En este sentido quien le tenía celos era Pilar, la cual continuaba acomplejada en las reuniones de la élite femenina. No podía olvidar una frase de Mateo: «La cultura es importante incluso para estornudar».

* * *

El mes de enero de 1946 fue pródigo en pequeños y grandes acontecimientos. Truman ingresó en el Museo de Cera de madame Tussaud, de Londres, aunque no en la «cámara de los horrores», como Mateo hubiera deseado. También en Londres se inauguró oficialmente la ONU, cuyo presidente fue el belga Spaak. Éste, que se refugió en España huyendo de los alemanes y fue mandado a un campo de concentración, era un enemigo acérrimo de Franco y no cabía esperar de él ningún gesto de buena voluntad. De Gaulle, que el 14 de noviembre había sido elegido por unanimidad jefe del gobierno francés, dimitió irrevocablemente, por sus diferencias con las izquierdas, sobre todo con los comunistas. Un sevillano admirador de Churchill le envió a éste un cigarro puro de ochenta centímetros y Churchill le contestó de su puño y letra agradeciéndole el detalle y añadiendo: «La vida es humo». Arturito Pomar, el niño prodigio del ajedrez español, ganó un torneo en Londres y a su regreso fue recibido en el aeropuerto de Barajas por una enorme multitud. Un hermano de Hitler pidió permiso a las autoridades para que le dejaran cambiar el apellido por el de Hiller. Algunos periódicos afirmaban que se trataba de un hermanastro. Todos los médicos de Gerona estaban contentos porque se había establecido en Barcelona un depósito de penicilina. Grandes bandadas de estorninos ocasionaron graves destrozos en los olivares de Murcia. Se buscaba petróleo por todo el territorio español. Las máquinas perforadoras eran norteamericanas y los técnicos, en su gran mayoría también. Al camarada Montaraz la noticia le entusiasmó. «¡A ver si tenemos suerte de una puñetera vez!». De momento, pero, lo que cayó sobre territorio español, al término de muchos meses de sequía, fue una gran nevada.

Gerona bajo la nieve. Cambió por completo el aspecto de la ciudad. La metamorfosis fue total. Lo que antes era un farol ahora era un cucurucho. El campanario de la catedral se colocó un sombrero y el de San Félix una capucha. Las locomotoras se tiñeron de blanco y las ratas se guarecieron en las alcantarillas. La Dehesa fue la eclosión. Paisaje inmaculado, con los árboles hieráticos y silenciosos. Sí, un gran silencio se apoderó de la ciudad, hasta que los niños empezaron a salir y a esculpir monigotes con un gorro y una pipa. Eloy y el Niño de Jaén se encontraron en la Rambla e intentaron reproducir el perfil del señor obispo. No les salió y entonces la emprendieron a puñados contra los soportales. En el cementerio se produjo el milagro de la igualdad. Todos los panteones aparecieron iguales y las fotografías de los nichos daban la impresión de tiritar de frío.

Frío. Ésta fue la nota dominante en muchos hogares. El gas, el carbón, el serrín, la leña, todo servía para calentarse. El panorama más glorioso lo ofrecía la montaña de Montjuich, que desde el llano parecía haber crecido. Panorama glorioso pero triste, puesto que sus pobladores, los gitanos, no tenían más refugio que chabolas. Fue la ocasión para que el flamante alcalde, José Luis, diera la primera campanada. En compañía de varios funcionarios municipales subió a Montjuich y trasladó los gitanos a unas viviendas protegidas, cercanas al barrio de San Narciso, que iban a estrenarse próximamente. Los gitanos le aplaudieron y le leyeron a gritos la buenaventura. En cambio, los vecinos se quejaron. «¡Virgen Santa! Ya no habrá quien los mueva de aquí». «Harán lo que yo les ordene», replicó José Luis, quien por dentro pensaba: «¿Y por qué habrán de moverse?». Ángel salió disparado a sacar fotografías y Cefe y Félix Reyes a pintar acuarelas. En el asilo de los ancianos éstos se acurrucaban y esperaban la llegada de «La Voz de Alerta». Pero «La Voz de Alerta» ya no tenía poder. El camarada Montaraz, junto con las damas del ropero parroquial, repartió un buen lote de mantas y desempeñó del Monte de Piedad las ropas pignoradas. Manolo salió a la calle con un abrigo y bufanda de calidad y le gustó ver que las botas dejaban en el asfalto sus propias huellas.

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