—Responsable…, ¿cuáles son tus planes, vamos a ver? Has dicho que estás a mis órdenes. Pues yo te ordeno que no tengas ningún plan.
—Y yo me cago en la madre que te parió —y el Responsable se encasquetó la gorra hasta las cejas, le dijo
au revoir
a Leonor y salió zumbando, acompañado del Cojo, éste frotándose las nalgas y escupiendo de vez en cuando.
* * *
Si Núñez Maza hubiera asistido a esta escena se hubiera desmoralizado. ¿Ésos eran los que tenían que rescatar España y convertirla en un país libre? Naturalmente, sabía que Cosme Vila, el Responsable, Leonor y el Cojo no eran los jerifaltes de los planes que trazaban los exiliados en Méjico y en Nueva York. Pero, salvando las distancias, sobre todo de lenguaje, se le parecían mucho. Los «rojos» de Méjico acababan también de lanzar un manifiesto: alianza con Rusia, eliminación de la religión, la propiedad, el ejército y los tribunales especiales. Y tomar represalias y venganza. Todo un programa de fiesta mayor, que había rechazado el mismísimo Indalecio Prieto. ¿Con eso querían encandilar al pueblo español? En un momento en que Ortega y Gasset había dictado en el Ateneo de Madrid una conferencia en la que afirmó: «Entre una gran multitud de países enfermos España goza de una salud magnífica, casi podríamos decir que de una salud indecente». En el momento en que el general Perón había ganado las elecciones en Argentina y le había concedido a España un fabuloso crédito destinado a comprar cereales y trigo. En el momento en que los expedientes contra el estraperlo se elevaban a 700.000 y cuarenta niños refugiados polacos habían encontrado en Barcelona familias dispuestas a adoptarlos.
Núñez Maza se había recuperado espectacularmente. Jugaba a los bolos con los pescadores y algunas noches los acompañaba en sus faenas de alta mar. Noches de luna llena. Entonces todo le parecía mágico y olvidaba sus sonetos y los libros de formación política que estaba leyendo.
—Me he recuperado gracias a ti… —le decía a Purita de Semir.
—No seas tontaina. Te has recuperado gracias al doctor Chaos.
El idilio entre ambos estaba a punto de convertirse en noviazgo formal. Pero Núñez Maza no quería comprometerse en tanto él fuera un desterrado. «Cuando me devuelvan el pasaporte hablaremos de esta cuestión». Dijo esto porque se rumoreaba un próximo indulto muy generalizado, «para salvar la fachada». De momento, se había indultado a todos los condenados por delitos de rebelión militar cometidos hasta el 1 de abril de 1939, es decir, hasta el día de la victoria.
Núñez Maza continuaba leyendo mucho y recibiendo a mucha gente. Entre los más asiduos figuraba el camarada Salazar, el cual en la última visita le trajo la lista de autores «importantes» que estaban proscritos: Kant, Nietzsche, Marx, Freud, Proust, Gide, Hesse, Anatole France, Joyce, Huxley, Steinbeck, Madariaga, Sender, Cernuda, Sánchez Albornoz y un largo etcétera.
—Si quieres leer novela, tienes que contentarte con Cecil Roberts, Maurice Bering, Lajos Zilay y Daphne du Maurier. O con El Coyote.
Salazar le había hablado también de la censura de películas. La cosa funcionaba más o menos así: Suprimir los planos en que la chica se pone las medias sujetándolas con el portaligas. Suprimir los planos en que la chica empieza a desabrocharse el corpiño. Los amantes tienen que pasar por novios; las prostitutas, por actrices; los casados, por hermanos; los besos, reducidos a unas décimas de segundo, recortando las imágenes… Etcétera. Siendo lo más curioso que Manuel Machado había formado parte de la censura, aunque al final dimitió. Pero el hombre había dedicado muchos versos a ensalzar la Cruzada y a Franco. Salazar se carcajeó al contarle a Núñez Maza lo ocurrido en Madrid con el anuncio-cartelera de la película
Arroz amargo
, de Silvana Mangano. «Para tapar los muslos de la actriz se hizo crecer el arroz sobre el que aparecía Silvana hasta convertirlo en trigo…» También le contó la prohibición de celebrar concursos de belleza. El decreto provino de la Iglesia y el argumento era el siguiente: «En los concursos de ganado se atiende sólo al cuerpo de los animales, que carecen de alma racional, pero en los concursos de hombres o de mujeres, por ser personas humanas, hay que atender a algo más que al cuerpo».
Salazar estaba también decepcionado. Tanto como lo estaba su cachimba. Él no había combatido para llegar a esta represión. Tampoco había ido a Rusia para que Stalin llegara hasta Berlín. Y si se hubiera olido lo de los «campos de exterminio» se hubiera quedado en casa.
—Hay que ver qué poca historia sabemos los que formamos parte de ella o estamos forjándola…
—A mi entender —comentó Núñez Maza—, no podremos juzgar la época hasta dentro de veinticinco años.
A «LA VOZ DE ALERTA» le dolía haber sido depuesto de su cargo de alcalde. Estaba acostumbrado a mandar y sin la vara simbólica se sentía desvalido.
Amanecer
ya no hablaba nunca de él y había recibido pocas muestras de condolencia. Era como si todo cuanto hizo por la ciudad hubiese sido borrado de un plumazo. Carlota estaba indignada y hablaba del rodillo de Falange, que se lo llevaba todo a su paso como si fuera una inundación.
La profesión de dentista no le llenaba. No sabía qué hacer. De repente le habían repugnado las muelas cariadas, las lenguas sucias, las bocas fétidas. Sus grandes distracciones eran el pequeño Augusto y censurar la labor del nuevo alcalde, José Luis. «Demasiado joven. Se estrellará. El primer desliz serio, ese asunto de los gitanos».
Los sentimientos de «La Voz de Alerta» eran contrapuestos. Sin saber cómo se encontraba en la «oposición», pese a que su primera mujer, Laura, había sido emparedada por los «rojos». Todo lo ponía en cuarentena y la figura de don Juan, posible mediador, se agigantaba en su mente. El nacionalcatolicismo lo ponía nervioso. La última aportación era la de un padre dominico, llamado Venancio Marcos, al que Radio Nacional había encargado un programa de difusión que inmediatamente adquirió una resonancia extrema. Las mujeres podían hacerle preguntas por teléfono y él las contestaba con rotundidad. A una señora que le preguntó por qué no se aceptaba en España el designar el día de San Valentín como día de los enamorados, al igual que se había hecho en algunos países anglosajones, la respuesta del clérigo fue: «Señorita: si los enamorados quieren tener un patrono que no mezclen en esto a san Valentín. ¡Que elijan a don Juan Tenorio!». Don Juan Tenorio… Precisamente por aquellas calendas se representaba en el Rialto de Madrid la obra, en la que la actriz Ana Mariscal encarnaba el papel masculino. ¡Una mujer haciendo el papel del macho ibérico! Las reacciones fueron violentas y el padre Venancio Marcos fulminó a la actriz con rigurosos anatemas.
«La Voz de Alerta» y Carlota decidieron tomarse unas vacaciones, coincidiendo con la Semana Santa. Se irían en coche a Pamplona, a darle un abrazo a don Anselmo Ichaso y a su hijo, Javier, y luego se llegarían a Santander para charlar un rato con el ex gobernador de Gerona, camarada Juan Antonio Dávila. Dejarían a Augusto en manos de Dolores, en la que confiaban absolutamente y pasarían dos o tres días en Barcelona, en casa de los padres de Carlota y asistiendo a algunos espectáculos.
Así lo hicieron. Salieron un lunes por la mañana. El aire era puro, el sol radiante. Carlota temía que a «La Voz de Alerta» le cansara conducir. Ni por asomo. «Me cansa más extraer una muela, sobre todo si es la muela del juicio». Al pasar por Arenys de Mar se encontraron con que había llegado a la playa, muerto, un gran cetáceo y toda la población estaba allí presente para contemplarlo.
Los padres de Carlota les recibieron como a príncipes. Conspiraron juntos y ello siempre era un desahogo. Además de los museos de pintura, pudieron contemplar una colección de obras de arte donadas por el escultor Mares a la ciudad. Estaba integrada por cinco mil objetos, entre los que se encontraban maravillosas tallas. También visitaron una colección de trenes miniatura, en la que destacaba una réplica exacta del
cremallera
de Montserrat. Tocante a espectáculos, asistieron a la representación de
Melodías del Danubio
, de los vieneses, en la que actuaba Raquel Meller y la famosa revista
La blanca doble
, denostada por el cardenal Segura. Uno de los estribillos de dicha revista decía así:
En un carro de basura
me he subido el otro día
que por sucio y por cansino
me creí que era un tranvía.
¡Ay qué tío! ¡Ay qué tío!
¡Qué puyazo le han metío!
* * *
Satisfecha su curiosidad, siguieron viaje. El trayecto hasta Pamplona fue más duro de lo que imaginaban. Baches en las carreteras, pasos a nivel sin guarda, la noche, carros sin luces y una retahíla de obstáculos. En realidad, a Regiones Devastadas le quedaba mucho por hacer. Y en los pueblos se advertía una extrema miseria, un extremo abandono. «Ya se sabe. Cataluña es una isla. Te adentras un poco en España y te sube un nudo a la garganta». En los bares en que se detenían oían hablar de que en los trenes la gente robaba bombillas, grifos, redecillas e incluso los asientos.
En Pamplona, don Anselmo Ichaso y su hijo, Javier, les recibieron como a huéspedes de honor, si bien ellos, para no molestar, prefirieron hospedarse en el hotel Regina. Pero se pasaron los tres días con los Ichaso. ¡Había tanto de qué hablar!
Don Alselmo continuaba dirigiendo
El Pensamiento Navarro
. No le habían depuesto, pero sí le habían multado varias veces por difundir «rumores contra la Administración».
—No se puede criticar ni a un simple concejal…
—Ya lo sé. Ni al portero de Sindicatos.
Don Anselmo Ichaso admitió que él no se podía quejar. Orondo como siempre, aficionado a los trenes eléctricos, su empresa
Ichaso y Cía
continuaba trabajando para el Valle de los Caídos, cuya faraónica construcción avanzaba con lentitud, y obtenía material a precios muy bajos. Sin embargo, él no se vendía por un plato de lentejas. También veía en la figura de don Juan al posible salvador y le había enviado a Estoril la consabida carta de adhesión.
—Pero voy más allá —dijo, arrellanado en su butaca—. Se me ha ocurrido que, entre todos, podríamos organizar una entrevista entre Franco y don Juan, para ver si se puede llegar a un punto de coincidencia.
Asombro en los rostros de «La Voz de Alerta» y Carlota. No se les había ocurrido semejante carambola. ¡Pues claro que sí! La astucia podía dar resultado y dependía acaso de la capacidad persuasoria del heredero de la Corona y, por descontado, de la terquedad de Franco.
—Una idea fabulosa, don Anselmo… ¡Fabulosa! Quién sabe si, en medio de tanta confusión, ello aclara de una vez por todas las posturas de uno y otro —«La Voz de Alerta», rascándose con disimulo a causa de la urticaria añadió—: Parece imposible que una cosa tan simple no se nos hubiera ocurrido…
—Lo más difícil —prosiguió don Anselmo Ichaso— tal vez sea hallar el lugar del encuentro. Resulta inimaginable que Franco se desplace para ello a Portugal, y tampoco creo que don Juan acepte pisar tierra española después de tantas humillaciones. Alguien ha sugerido un barco, un barco en alta mar…
Carlota estuvo a punto de aplaudir.
—¡Magnífico! Un barco… ¡Qué curioso! Un barco, en zona neutral.
—Exacto.
Después de darle vueltas a tan tentadora perspectiva intervino Javier, el mutilado Javier. Quiso llevar el agua a su molino y hablar de la novela «que había terminado ya y que la censura había rechazado».
—La tengo ahí, en un cajón —dijo, dirigiéndose a «La Voz de Alerta»—. Y en parte, como usted sabe, es obra suya. ¡No, no, no proteste! Siempre he dicho que usted, en San Sebastián, me abrió el hermoso paisaje de las ideas.
«La Voz de Alerta» se sintió halagado y manifestó deseos de leerla. «Está a su disposición. Lo que ocurre es que es muy larga. Son casi ochocientos folios a máquina».
—¡Santo Dios! —exclamó Carlota, la condesa de Rubí.
—No he podido abreviarla. Se trata de una primera parte, en la que intento explicar las causas por las cuales España se enfrentó en una guerra civil que duró tres años. Todo el mundo habla de la guerra, pero, que yo sepa, nadie se ha interesado por indagar sus causas… Pronto abordaré la segunda parte, que tratará de la guerra en los dos bandos y luego, quizá, una tercera, analizando las consecuencias.
Javier no perdía el tiempo. Había recorrido media España preguntando, preguntando, abiertos los ojos de par en par. Y había llegado a la conclusión de que aquélla no fue una guerra de «buenos» y «malos», sino de malos en ambas partes. Tan peregrina, tan obvia conclusión, no había sido tratada por nadie en letra impresa. «Ustedes conocieron los horrores de la FAI. Yo he conocido los horrores de falangistas y requetés».
Javier se despachó a gusto. Escribió con amor, con amor a España y a todos los personajes, atento a la sentencia o consejo de Dostoievski: «Hay que escribir con amor. El amor avanzará siempre un centímetro más que el odio, un centímetro más». Amó a todos los personajes sin distinción y sin pretender juzgarlos. Juzgar es lo más fácil, pero se corre el peligro de marrar el tiro y equivocarse. Procuró ser imparcial. Pasado un tiempo, los muertos inspiran respeto. Por lo menos se lo inspiraron a él. Trató con idéntico cariño al general Mola y a Negrín, a Moscardó y a Durruti. Él creía firmemente en la importancia del lugar de nacimiento y del entorno en el transcurso de la niñez. Partiendo de esas bases desarrolló la historia. Una historia que empezaba amablemente en 1931, con la llegada de la República y que terminaba en hecatombe el 18 de julio de 1936. Fueron cinco años de errores por ambas partes. Los odios entre hermanos fueron acumulándose, las familias se partieron en dos mitades y el triste final fue su consecuencia. A medida que iba escribiendo, España se le apareció como un monstruo bicéfalo, o, mejor dicho, con dos corazones. El odio entre dos corazones es lo más cruel que puede existir. Tropezó con muchas dificultades, pues siempre se tiende a idealizar a zutano o a mengano. Tal vez de todo el relato sólo saliera indemne la figura de un muchacho místico que al final daba la vida por un ser desconocido. Los místicos formaban una especie aparte y podía haberlos incluso por causas que negaran la trascendencia. En todo caso, si algo era preciso odiar era la guerra misma, como se vio recientemente en la conflagración mundial.
Kamikazes
por ambos lados y al término de ello una cruz o la fosa común. Mentiría si dijera que sufrió mucho describiendo horrores. Por lo visto, el oficio de escribir inmunizaba contra una serie de sentimientos que encorsetaban a la persona en su vida normal. Podría hablar horas y horas de ese parto suyo que dormía en un cajón. Pero corría el riesgo de sentar unas premisas que luego la novela, leída con objetividad, con frialdad, desmintiera. Si «La Voz de Alerta» y Carlota deseaban leerla se la prestaría con mucho gusto y aguardaría impaciente su sentencia.