Cuarto y último libro de la saga que abarca los años de la posguerra española y Segunda Guerra Mundial, analizando la visión que de esta guerra se tiene en España.
Con esta novela,
Los hombres lloran solos
, José María Gironella retorna a la entrañable aventura de la familia Alvear en la Gerona de la posguerra, a las peripecias de los exiliados y del maquis, sin olvidar el cruento desarrollo de la Segunda Guerra Mundial.
Los hombres lloran solos
marcará sin duda un hito en la historia de la novela española contemporánea.
José María Gironella
Los hombres lloran solos
Tetralogía de la Guerra Civil - 4
ePUB v1.1
EfeJota
18.02.13
Título original:
Los hombre lloran solos
© José María Gironella, 1986
Editor original: EfeJota (v1.1)
ePub base v2.1
A mis queridos hermanos Juan (y esposa),
Carmen, Pedro y Concepción.
CUANDO CONCEBÍ mi trilogía novelística centrada en la guerra civil española, los períodos históricos que los distintos tomos debían abarcar me parecían definidos, perfilados, con matemática precisión. Un primer tomo —
LOS CIPRESES CREEN EN DIOS
—, que arrancara con la llegada de la República (1931) y terminara con el comienzo de la guerra civil (1936). Un segundo tomo —
UN MILLÓN DE MUERTOS
—, que describiera los tres años de guerra (1936-1939) en los dos bandos en lucha. Un tercer tomo —
HA ESTALLADO LA PAZ
—, que explicara al mundo la inmediata posguerra (1939-1941). Así lo hice y en principio di por terminada mi labor.
Pero he aquí que los acontecimientos me excedieron. La posguerra se dilató, casi diría que horizontalmente, hasta la muerte de Franco (1975). Yo no tenía la culpa de que el régimen impuesto por el general vencedor se sucediera a sí mismo. Ello trajo como consecuencia que mi historia novelada quedase inconclusa, que el microcosmos de Gerona y el destino de los personajes que habitaban en dicha ciudad y que mi pluma había puesto en pie, quedaran colgados. Entonces vi claramente que debería dedicar a la posguerra unos cuantos tomos más. Que el final de mi relato no podía ser otro que el traslado del cadáver de Franco al Valle de los Caídos, momento en que se cerraba definitivamente tan largo período de la historia de España.
Y esto es lo que me he propuesto hacer. Convertir mi trilogía en «Episodios Nacionales». Por el momento, lanzo al público el cuarto volumen, titulado
LOS HOMBRES LLORAN SOLOS
y que discurre entre 1941 y 1945, hasta la terminación de la Segunda Guerra Mundial y el aislamiento de nuestra patria. Confío en que con otros dos volúmenes, un quinto y un sexto, podré alcanzar el término de mi relato, el cierre del ciclo tal y como me había propuesto
[1]
. El centro de la narración continúa siendo el mismo, Gerona, con la familia Alvear —Ignacio, el protagonista—, y será el de la odisea de los exiliados.
¿Por qué he tardado tanto en escribir el cuarto tomo? Las razones son múltiples. Quería escribirlo con absoluta libertad de espíritu, sin el fantasma de la censura franquista cohibiéndome. Luego además, quería tener acceso a la mayor información posible. Cuando se dieron tan idóneas condiciones —año 1975—, el tema me pillaba lejos. Recorría el mundo y me lancé a unos cuantos libros de viajes, cuya experiencia me enriqueció desde todos los puntos de vista. Hasta que, asentada la democracia en nuestro país, sentí la necesidad de reemprender mi relato, de pagar la deuda contraída con mis lectores.
LOS HOMBRES LLORAN SOLOS
es la primera respuesta y, si Dios me da fuerza, culminaré los dos volúmenes siguientes, ya esbozados, en un plazo de tiempo razonable, puesto que ya nada se interpone entre mi voluntad y el papel blanco que aguarda encima de mi mesa.
Para elaborar este cuarto tomo he echado mano, como siempre, de una hemeroteca y de una serie de libros escritos por otros autores. He de expresar especialmente mi gratitud a Rafael Abella, Ricardo de la Cierva, Ramón Garriga, Penella de Silva, Fernando Vizcaíno Casas, Daniel Sueiro, Tomás Salvador, Emilio Esteban-Infantes, Fernando Vadillo, Stanley G. Payne, Ramón Serrano Súñer, Francisco Bravo Morata, Max Gallo, Daniel Artigues, Luis Carandell, Carlton F. H. Hayes, Dionisio Ridruejo, Manuel Vázquez Montalbán, Raymond Cartier, Arnold J. Toynbee, Claudio Bertin, Dolores Ibárruri, Jesús Infante, R. Petitfrére, León Poliakov y Josef Wulf, Francisco Aguado, Socios, etcétera. En algunos casos aislados, las frases han sido trascritas literalmente, puesto que hay datos históricos, fechas y vivencias personales que no se pueden manipular ni tampoco reelaborar. Confío en la comprensión de los autores consultados, muchos de los cuales me han otorgado generosamente el debido permiso para utilizar sus textos.
Y nada más. Ahí van
LOS HOMBRES LLORAN SOLOS
. Espero no defraudar a los incontables lectores de los volúmenes precedentes.
JOSÉ MARÍA GIRONELLA
Gerona, verano de 1985.
¿De dónde nacen las riñas y pleitos
entre vosotros? ¿No es de vuestras
pasiones, las cuales hacen la guerra
en vuestros miembros?
(Carta católica de Santiago, 4, 1.)
MOSÉN ALBERTO fue uno de los primeros en darse cuenta de que estaban en guerra los cinco continentes. En una de sus «Alabanzas al Creador» trascribió la alocución del emperador del Japón a su pueblo: «Nos, Emperador del Japón por la gracia del Cielo, elevado al trono que pertenece a una dinastía ininterrumpida desde edades inmemoriales y eternas, hacemos saber a vosotros, nuestros leales y fieles súbditos, que declaramos la guerra a los Estados Unidos de América y al Imperio británico».
Nadie sabía nada del Japón, excepto el hermano del padre Forteza, misionero en Nagasaki. Los ciudadanos gerundenses habían oído hablar de las
gheisas
, de los
samurai
y de que la fórmula de suicidio más frecuente en el país era el
harakiri
. ¿Cuál era su auténtico potencial, aparte los aproximadamente ochenta millones de súbditos? ¿Disponían de una flota marítima capaz de afrontar el conflicto en el que se habían metido? Buenos guerreros sí lo eran. Con un estoicismo casi desesperante para los enemigos, que atávicamente solían ser China y Corea. Y jamás habían perdido una batalla, motivo por el cual cada jefe dinástico era considerado Dios. En algún momento crítico, y como si efectivamente el cielo bendijera sus acciones, los maremotos habían acudido en su ayuda. Otro dato a registrar: era de suponer que los generales que aconsejaron al emperador no eran tontos y que habían hecho sus cálculos matemáticos antes de lanzarse a la acción.
De los Estados Unidos se sabía mucho más, puesto que la civilización era más afín —templos cristianos en vez de pagodas—, y además estaba el cine. Quién más, quién menos, se había tragado un par de decenas de películas producidas en Hollywood. Y puesto que el sentido autocrítico de los americanos no podía discutirse, por regla general tales películas reflejaban la vida exacta de su inmenso territorio. Películas del Oeste, de la guerra de Secesión, seres capaces de lo mejor y de lo peor a condición de tener un vaso de whisky en la mano. También era de suponer que Roosevelt había hecho la señal de la cruz —o algún signo masónico—, antes de firmar su alianza con el Imperio británico.
Los gerundenses habían asistido al despliegue de declaraciones oficiales, empezando por la del gobernador, éste pendiente de ceder el mando a su sucesor, del que únicamente se sabía que se llamaba Jesús Montaraz y que procedía del Gobierno Civil de Albacete. El resumen era francamente satisfactorio para los militantes como Marta o Miguel Rosselló, o como el propio doctor Chaos, ferviente defensor de los Estados totalitarios. Alemania e Italia —ayudados ahora por el Japón, que cubría el flanco del Pacífico—, podían con todo lo que les echaran y más aún. Cierto que les caerían encima toneladas de plomo mortífero, ya que a partir de ese momento los aliados arrastrarían consigo no sólo a la
Commonwealth
, con sus inmensas colonias, sino, de rebote, a muchas naciones latinoamericanas. Sin embargo, el factor sorpresa era determinante. Y aquello había sido una sorpresa: pacto tripartito.
Amanecer
publicó: «Los tres generales con que Inglaterra contaba para derrotar el Eje: Invierno, Tiempo y Espacio, han sido batidos». Por supuesto, el invierno no había sido batido aún, pues el calendario señalaba el mes de diciembre; pero, por las trazas, las carreteras heladas servirían para que Hitler entrara más pronto todavía en Moscú. Así las cosas, era posible que la guerra fuera corta, como lo había sido hasta el momento y quedara resuelto de golpe el rompecabezas. Ahora bien, en el caso de que se alargara, por circunstancias de imposible previsión, nadie podía dudar de que las reservas del Eje eran también ingentes y que la moral del III Reich había alcanzado su clímax.
Dos personas, en Gerona, se abstuvieron de manifestar públicamente su opinión. El doctor Andújar, quien siempre había dicho que «las guerras largas las ganaba quien dominaba el mar», y el general Sánchez Bravo. De hecho, se esperaba que éste, en su calidad de jefe castrense, dejase filtrar algún comentario: nada que hacer. Encerrado en su despacho, con un mapamundi lleno de banderitas, no cesaba de pasarse la mano por la mejilla derecha, al tiempo que le pedía a su asistente, a Nebulosa, que guardara silencio. El general era germanófilo por convicción y porque Franco también lo era. «Es evidente que en mis cálculos yo puedo fallar —le decía a su único interlocutor, su hijo, el capitán Sánchez Bravo—, pero el Caudillo no falla jamás». Y ahí estaba la postura de Franco ante la revolucionaria situación que los japoneses habían creado: España confirmó su posición de «no beligerante», que no era lo mismo que «neutral», dado que se hallaba en guerra con Rusia, en virtud del envío de la División Azul.
—Franco, con su habitual prudencia, no disimula sus simpatías por el Eje, pero no creo que lo haga de un modo oficial… Los Sánchez Bravo, en Gerona, debemos hacer lo mismo.
El capitán, que le había pedido a Nebulosa una copa de coñac, respondió:
—A mí me parece que el Caudillo se ha comprometido ya. Anteayer declaró, si no me equivoco, que Inglaterra había planteado mal la guerra y que, por tanto, la había perdido… ¿Qué más quieres?
—No se trata de querer o no querer. Simplemente, estoy seguro de que a partir de ahora se guardará siempre una baza en la mano izquierda…
—¡Ah, la mano izquierda del Caudillo! Según tú, es infalible.
—En efecto. ¿Algo que alegar?
—Sólo una cosa. La opinión de quienes afirman que en la guerra de España cometió errores garrafales, como el de bifurcar hacia Toledo cuando podía entrar en Madrid… Tú le crees un genio; pues bien, a mi entender, a lo largo de un siglo los genios son muy escasos. Tal vez Mussolini lo sea. Es… humano. No hay más que ver su estampa; Hitler, con todos los respetos, me pilla un poco más lejos. Y sabrás como yo que muchos de sus generales han emprendido con desgana la campaña contra Rusia, que significa emparedarse entre dos frentes…
El general se sulfuró. Siempre le ocurría lo mismo con su hijo. Un año antes, tuvo que arrestarle porque se había metido en negocios incompatibles con la milicia; ahora ponía en duda la genialidad de Franco y de Hitler. Arremetió contra la tesis de la bifurcación hacia Toledo, considerándolo «un acto humanitario hacia los defensores del Alcázar». Franco, en la guerra civil, creó de la nada un verdadero ejército, sin olvidar que al propio tiempo debía tener guardadas las espaldas en la retaguardia. «No me saques de mis casillas obligándome a alinear argumentos. ¿Y quién te ha dicho que Hitler es inferior a Mussolini? Hasta el momento, los combatientes italianos no han hecho más que atascarse en todas partes. Lo de Grecia ya lo sabes; y ahora, habrá que ver su definitivo comportamiento en África… ¡Cuántas veces preferiría que no fueras mi hijo, para poder pegarte un tremendo bofetón!».