* * *
La tertulia del café Nacional continuaba con su ritmo sabático. El primer sábado del mes de mayo se reunieron todos sus componentes y algún «mirón». Anecdotario nacional, que contrastaba con los acontecimientos que vivía el mundo.
Matías puso sobre la mesa de mármol la primera noticia: «En las últimas fallas de Valencia se presentó una en la que se veía a Manolete pinchando con su estoque un fardo de billetes de mil». El canario Grote repitió una frase entresacada de un sermón del cardenal Segura: «Nuestro Papa Pío XII, felizmente reinante y al cual yo no voté…» Galindo, preocupado, de un tiempo a esta parte, por el estreñimiento, levantó en alto un recorte de
La Vanguardia
: «Laxer Busto. Laxante que educa el intestino». Matías comentó: «No sabía que tuviera usted el intestino mal educado». Jaime, el librero, blandió otro anuncio: «¿Por qué la casa Pujol es la que vende más bragueros? Visítenos y se convencerá». Herreros, el dependiente madrileño de la peluquería Dámaso, intervino con otra cita: «No tenga usted manos de fregona. La cera Aseptina, mágica, las transformará en delicadas y suaves». Leopoldo, el contable de los Costa acudió con una frase del camarada Montaraz: «Según la Falange, el obrero y el técnico no venden sino que ponen su trabajo. Son socios que se unen al empresario para producir y formar con él una sola sociedad». Marcos, el marido de Adela, trajo una noticia inesperada: en Barcelona iban a celebrarse cursillos especiales para capellanes de prisión. «¿Qué podrán enseñarle, que no sepa, a mosén Falcó?». Ramón, el camarero, dijo que lo que a él le gustaría sería visitar Hollywood, donde acababa de filmarse en tecnicolor la película
Virginia
.
Terminado el turno, y en honor de la situación mundial, la velada se prolongó. Se supo que Churchill, en sus ratos libres, era pintor y que había expuesto varias obras en París con el seudónimo de Charles Maurin. Que el Gerona se había proclamado campeón nacional de hockey sobre ruedas. Que habían sido concedidos seis millones para reformas urbanas en Gerona. Que en Madrid se había inaugurado el III Salón de la Moda Española, por el que desfilaron 80 modelos. Que la canción de moda era: «La muchacha que patinando se cayó. Y en el suelo se le vio… ¿qué se le vio? Que no sabía patinar». Que Nuestra Señora de Montserrat era la patrona de los pasteleros y de los confiteros. Que en Lisboa un hombre comía exclusivamente serrín desde hacía tres años. Y que Franco, en un discurso a los asesores religiosos de Auxilio Social había dicho: «La batalla que hace nueve años nosotros hemos emprendido es la batalla que no se pierde: la batalla de Dios».
Llegados aquí, todos los que no intervenían en las partidas de dominó se dispersaron, excepto el camarero Ramón. Matías, aquella tarde, espoleado porque su nieto, César, empezaba a deletrear «a-bue-lo» les pegó a sus adversarios una paliza fenomenal.
—¿QUÉ ESTAMOS HACIENDO EN UFA? Podemos regresar a Moscú…
Así lo hicieron. Los tiempos habían cambiado. «La Pasionaria», Cosme Vila, su mujer e hijo, Regina Suárez y el madrileño Ruano, además de algunos mutilados que se les habían unido, cargaron con la emisora Radio España Independiente y volvieron a la capital de la URSS.
Su euforia estaba justificada. Suponían que el régimen de Franco tenía los días contados. Desde Moscú, en sus emisiones, bombardearon a la población española con frases que parecían ultimátums. Invitaban a la gente a que secundara la lucha de los maquis que, en efecto, estaban efectuando actos de sabotaje en diversas zonas del territorio nacional. En Francia acababa de crearse el Buró Político, al mando de Santiago Carrillo, para cursillos intensivos de tres meses. Según noticias, las zonas más activas eran Levante y Aragón. También Andalucía, bien que el individualismo andaluz era más proclive al anarquismo que a una acción coordinada. También Galicia, donde todo lo que fuera «clandestino» y «misterioso» tenía buena acogida.
Uno de los
slogans
utilizados por Cosme Vila en la emisora era que la URSS, después de su victoria, convertiría en democracias las naciones ocupadas. Cosme Vila, al decir esto, sonreía por lo bajines. «La Pasionaria» no se manifestaba al respecto. Regina Suárez se encogía de hombros. «Lo que haga Stalin lo doy por bien hecho. Ha demostrado ser el hombre más astuto y más fuerte del planeta».
La mujer de Cosme Vila entreveía la posibilidad de volver a Gerona, con su hijito, que era casi trilingüe: catalán, castellano y ruso. Muchacho avispado, al que Ángel gustosamente hubiera sacado una colección de fotografías. Cosme Vila era el más escéptico del clan. No tenía la menor confianza en las «democracias occidentales», las cuales, de haber querido derribar a Franco, lo hubieran hecho ya y hubieran juzgado al Generalísimo como se aprestaban a juzgar a Pétain y a Laval. No obstante, no daba el pleito por perdido. A lo mejor, una vez vencido el Japón, Stalin se decidía a exigir el desmantelamiento del franquismo.
«La Pasionaria» estaba contenta porque muchas fábricas y centros de la URSS continuaban siendo bautizados con el nombre de su hijo, Rubén, y el estandarte bajo el cual cayó muerto figuraba ya en el Museo del Ejército de Moscú. Cosme Vila, en cambio, estaba preocupado. Su mujer había empezado a perder peso y desmejoraba a ojos vistas. Una inmensa fatiga se había apoderado de su cuerpo y la comida le sentaba fatal. En Moscú visitaron a su médico de cabecera —doctor Stronsky, antiguo combatiente en la guerra de España— y el diagnóstico, previos los análisis de rigor, fue fulminante: leucemia. La noticia cayó sobre Cosme Vila y camaradas como un rayo. No había nada que hacer. Ni siquiera la medicina soviética podía detener el acelerado avance del mal.
—¿Cuánto calculan que podrá vivir?
—Tres meses a lo sumo…
Tres meses. Tal vez lo suficiente para que la victoria fuese total y se distribuyeran definitivamente las zonas de influencia. Cosme Vila simuló la mayor consternación. En efecto, el jefe comunista de Gerona se había cansado a la postre de tener a su lado una mujer que se lamentaba de noche y de día, y había encontrado consuelo en una maestra amiga de Regina Suárez, llamada Leonor. Era de Alicante y alegre como unas castañuelas. Se veían a escondidas y Leonor, enamorada casi escandalosamente de Cosme Vila, debía hacer verdaderos esfuerzos para que no se descubriera su secreto. Era la hija de un militar republicano que voló por los aires en el frente de Madrid. Tres meses le pareció mucho tiempo…, pero sabría esperar. Incluso, en prueba de honestidad, le propuso a Cosme Vila una tregua hasta que éste quedara libre y pudieran unir sus vidas.
Cosme Vila había entrado en contacto con varios desertores de la División Azul, que le habían contado verdaderas atrocidades sobre la represión franquista. El hombre no se acordaba en absoluto de su debe en esta materia, de los desmanes y asesinatos que había cometido al inicio de la guerra civil. Ignoraba la palabra remordimiento. La causa por la que luchaba era sublime: redención universal. Estaba convencido de que, a la larga, el mundo sería comunista, aun sin necesidad de una tercera guerra mundial. Leonor compartía su parecer. Detectaba en las «democracias» flaquezas inadmisibles, candidez, hedonismo, que irían socavando su poderío. Y pensaba que los países colonizados por tales democracias se levantarían con gesto agrio exigiendo la justicia primero y la independencia después. Claro que, para que todo ello ocurriera, sería preciso esperar más de tres meses…
En Gerona había quien escuchaba Radio España Independiente. Además de los comunistas anónimos, el padre Forteza. El padre Forteza volvía del revés los argumentos y no temía, a la larga, ninguna catástrofe para Occidente, porque donde él detectaba «flaquezas» y «candidez» era en los planteamientos de la URSS. Sin religión el hombre no podía vivir. Y aunque el comunismo era una suerte de religión, le faltaba la trascendencia, el consuelo de saber que no todo acababa con la muerte.
Tal vez la mujer de Cosme Vila, de haber oído al jesuita, le hubiera dado la razón. No hubo necesidad de comunicarle el diagnóstico de los médicos: sentía cómo el mal se apoderaba de su ser. Y siendo esto así, ¿de qué le servirían Lenin, y Stalin, y la redención universal? ¿De qué le serviría la conferencia de Yalta? Miraba a Cosme Vila y pensaba: «Qué será de él?». Miraba a su hijo, rebautizado Wladimir y se preguntaba: «Qué será de él?». Leonor intentaba consolarla. «Anda, mujer, que la naturaleza da muchas sorpresas y a lo mejor te curas. No olvides que los médicos rusos también se equivocan».
No se equivocaron. Antes de que finalizara el mes de mayo la mujer murió. Fue enterrada muy cerca de donde lo fuera José Díaz, el secretario general del Partido Comunista, que se suicidó. Aquel día la emisora Radio España Independiente se dirigió a los españoles como si nada hubiera ocurrido…
Y entretanto, todavía quedaban varios miles de niños españoles repartidos por la URSS y los territorios ocupados. ¿Cuándo podrían «repatriarse»? ¿Y cómo? Regina Suárez hubiera querido reunirlos a todos y enviarlos por vía aérea a Madrid.
También habían cambiado las cosas en Gerona. Ignacio ya no era un abogado «novato» sino que, en la Audiencia, daba muestras de una claridad mental y de unas facultades persuasorias que, dada su juventud, causaban el asombro de los magistrados. Falta le hacía a Manolo que su «pasante» se comportara así porque su bufete era ya, con mucha diferencia, el más prestigioso de la provincia. Hasta el extremo de que se permitían el lujo de rechazar determinados asuntillos y cedérselos a Mijares, el abogado de la Agencia Gerunda, el cual, dicho sea de paso, era un segundón.
A todo ello había que unir la herencia que le cayó del cielo a Ignacio a través de Ana María, a través de la fuga de don Rosendo Sarró, quien, según noticias, se estaba afianzando cada vez más en el Brasil. Esther tomó la iniciativa.
—¿No crees, Manolo, que deberías concretar, en el bufete, la situación de Ignacio?
—¿Concretar…? ¿Qué quieres decir?
Esther, como siempre, se acurrucó en el diván.
—Modificar las condiciones… Ahora le tienes a sueldo, ¿no es eso?
—A sueldo, más comisiones… —Manolo añadió—: No creo que tenga queja.
Esther insistió. Era evidente que una idea fija le bailaba por la cabeza.
—El muchacho, que yo sepa, no se ha quejado…
La mujer añadió, después de una pausa:
—¿Admitirías que, para ti, es una pieza fundamental?
Manolo miró expresivamente a Esther. Empezó a barruntar que la cosa iba en serio, pues la mujer fumaba con su larga boquilla.
—Sí, lo admitiría —asintió Manolo—. Ignacio es mucho más que un pasante. Es un abogado de tomo y lomo.
—De tomo y lomo… —Esther midió bien sus palabras—, que por lo mismo entraña un peligro.
—¿Cuál?
—Que cualquier día se te escape.
—¿Escaparse…?
—Sí. Quiero decir… que te diga adiós muy buenas y se establezca por su cuenta.
Manolo sacudió la cabeza, como si le picara un mosquito.
—Bah…
—O que coja el portante, puesto que a Ana María no acaba de gustarle Gerona, y se plante en Barcelona…
—¿En Barcelona? Mi padre, si te oyera, soltaría una carcajada…
Esther no prolongó la conversación. Le repitió: «Piénsalo. Que no se te escape…», y la mujer le dio un beso a Manolo y se fue a la peluquería Charo.
Manolo, al quedarse solo, reflexionó. Fue él quien, esta vez, se sentó en el diván, a horcajadas y encendió un pitillo. Sabía que Esther no hablaba nunca porque sí. Y en esta ocasión el tono de su voz no mentía. Era algo que sin duda había meditado largamente.
El tira y afloja duró un par de días. Manolo inspeccionaba de reojo a Ignacio, quien volcaba toda su concentración en los expedientes. Y según como le fuera en el Juzgado o en la Audiencia regresaba de malhumor o con aire triunfal.
La idea de Esther se clarificó de forma meridiana: sugirió el ascenso de Ignacio a la categoría de socio, a todos los efectos. «Cambiar la placa de la puerta y poner:
Bufete-Abogados. Manolo Fontana-Ignacio Alvear
». Así, de pronto, podía parecer exagerado; a largo plazo, sacar la lotería. Amarrar al muchacho, tal vez para siempre…
Manolo, después de darle vueltas y más vueltas, cedió. Los argumentos de Esther se le antojaron convincentes. Era un cambio brutal, pero preñado de sentido común. «Para que no se te escape…».
—¡De acuerdo! Mi socio… Y beneficios a medias —luego añadió—: Ignacio se lo ha ganado a pulso y mi padre repite siempre: caballo ganador.
Esther sonrió, halagada. A veces a Manolo, muy suyo, se le olvidaban cosas elementales. Y se acercó al ventanal y miró fuera, a la Rambla.
—Me alegro mucho… Y no te arrepentirás.
Manolo se le acercó y le dio un beso.
—Pleito decidido…
* * *
Cuando Ignacio se enteró de la noticia quedó estupefacto. Confiaba, ¡cómo no!, en sus propias fuerzas, pero jamás se le había ocurrido semejante distinción, ni había pensado nunca en emanciparse. Tenía mucho que aprender. También sabía que don José María Fontana, en sus periódicas visitas a Gerona, soltaba siempre lo de caballo ganador.
Se alegró lo indecible y Ana María pegó un salto y llamó por teléfono a Manolo y Esther. «Me habéis hecho muy feliz, muy feliz…» Los dos matrimonios acordaron celebrar con cierto fausto el acontecimiento. «Socios, a todos los efectos…» Se reunieron a cenar en el restaurante de la Barca y sellaron el pacto, que luego ratificarían en el despacho del notario Noguer. A Ignacio le pareció que subía en globo. Ana María llegó a pensar que Gerona le gustaba un poco más… Acordaron publicar la noticia en
Amanecer
. Un anuncio. «Bufete-Abogados. Manolo Fontana-Ignacio Alvear». Luego, encargarían la placa, que debía ser dorada y con las letras bien visibles. Luego, contratarían otra secretaria. Luego, le harían un regalo al viejecito que se sabía de memoria el Aranzadi…
En el piso de la Rambla hubo repique de campanas por tres motivos: por el triunfo de Ignacio, porque el Barcelona Club de Fútbol acababa de proclamarse campeón de Liga 1944-1945 —Eloy—, y porque el Papa estaba a punto de convertir en dogma la creencia popular en la Asunción de María.
Carmen Elgazu preparó un almuerzo especial en honor de los nuevos socios. Matías encendió su mejor cigarro habano, como en los tiempos en que vivía don Emilio Santos, director de la Tabacalera. Luego quiso evitar que a Ignacio se le subieran los humos a la cabeza y le puso el ejemplo de Churchill, quien, inmediatamente después de su victoria en Europa, en vez de reclamar aumento de sueldo había presentado su dimisión al rey Jorge VI como primer ministro, como primer lord del Tesoro y como ministro de Defensa, quedando encargado de formar nuevo gobierno.