Rogelio, en la cafetería España, en la Rambla, respiró. Cuando advirtió el pánico de sus vecinos no sabía qué hacer. Miguel Rosselló le ayudó personalmente a tapiar la puerta; pasado el susto, Rogelio derribó los ladrillos con unos cuantos martillazos y colgó en el cristal un letrero que decía: «Se sirve café pasado por agua».
La cafetería España era un éxito. La gente entraba y salía sin cesar. Rogelio escuchaba. «¡Menudo palco de observación!», había comentado el comisario Diéguez. A Rogelio le gustaba el chismorreo y algunos de sus clientes habían empezado a hablar sin temor. Muchos aludían a la BBC, emisora que, a pesar de las «programadas» interferencias, a menudo podía oírse con claridad. Por ella se enteraron de que la marcha de la guerra daba, en efecto, la impresión de ser desfavorable al Eje, y Rogelio se indignaba ante la sonrisita que muchos le dedicaban, sin duda por saberle ex divisionario. Uno de los clientes más asiduos era el librero Jaime, quien no sólo se tomaba muchos cafés-malta al cabo del día, sino que, según Rogelio, vendía por dos pesetas las copias de los partes de la BBC que publicaba la embajada británica y que Facundo, dos veces por semana, iba a recoger al hotel del Centro, donde se hospedaba míster Collins.
Otro de los clientes era el padre Forteza, quien siempre entraba allí con dos o tres jóvenes catecúmenos. El obispo le había llamado la atención, pero él había contestado: «En el Nuevo Testamento no hay una sola palabra en contra de las cafeterías situadas en lugar céntrico. En cambio, sí hay una alusión al ojo de la cerradura por la que deberán pasar los ricos para entrar en el cielo».
Clientes de postín para Rogelio eran los hermanos Costa, quienes continuaban repartiendo «pedrea» por la ciudad. No sólo le daban a Rogelio propinas regias, sino que financiaban el club gerundense de hockey sobre ruedas, que aquel año había quedado campeón de España. «¿Sabe usted bailar el swing?». Ritmo nuevo. Los Costa organizaron un concurso en la pista anexa al estadio de Vista Alegre, con un premio de mil quinientas pesetas. Lo ganó Rogelio junto con una extraña jovencita, que nadie sabía quién era, muy bella, que llevaba cola de caballo anudada con un lacito azul. Rogelio, pese a sus ideas, estaba encantado con los hermanos Costa, entre otras razones porque jamás se metían en política. Iban a lo suyo, coñac de marca —Rogelio sabía dónde encontrarlo— y que Dios repartiera suerte.
Otros clientes, éstos de fácil comprensión, eran los ex divisionarios como Rogelio, empezando por
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. Por causas diversas, cada uno de ellos era un reclamo para la cafetería España. León Izquierdo, quien a la sazón, y de hecho, por enfermedad de Ricardo Montero, ejercía de «jefe» en la Biblioteca Municipal, se había ya proclamado campeón de billar en la confrontación que se celebró en el casino de los señores. La expectación fue enorme. Lo organizó la Falange, es decir, Mateo. La final la jugaron León Izquierdo y el capitán Sánchez Bravo. Éste fue buen perdedor, deportivo; León Izquierdo, mal hablado, hacía que las bolas le obedecieran a base de llamarlas cabronas, hijas de la gran perra y lindezas por el estilo.
Pedro Ibáñez tampoco había perdido el tiempo. Bien alimentado, por estar en Abastos, con una gran cantidad de palillos que adquirió, y muchas horas de paciencia, reprodujo la catedral y la iglesia de San Félix con asombrosa precisión. Sobre todo los campanarios, eran un modelo de bien hacer. Las dos joyas fueron expuestas en el Museo Diocesano, pues mosén Alberto no dejó escapar tamaña oportunidad. Pedro Ibáñez, leporino, muy alto y delgado como un alfil, estaba absolutamente satisfecho, pues por fin había conseguido, a través de la embajada y del Responsable, conocer el paradero de sus padres en Venezuela. Su padre le escribió de puño y letra diciéndole que continuaban luchando por la causa —la América Hispana era campo propicio— y que se ganaba muy bien la vida vendiendo juguetes para los niños. «Seguro que aquí hay más juguetes que en Madrid —le decía—. Deberías venirte y echarme una mano». Pedro Ibáñez le contestó que él era falangista y que por eso el anarquismo le sonaba a falsa moneda que de mano en mano va.
Evaristo Rojas, sevillano, continuaba de empleado administrativo en la Delegación de Obras Públicas, donde el porvenir de España, gracias a la reconstrucción, se veía con mayor optimismo. Llegó a conocer uno por uno a todos los torreros de la costa, puesto que él, en Pagaduría, era quien mensualmente cuidaba de hacerles efectivos los sueldos. «¿Resistís la soledad?». «Perfectamente…» «¿Y en días de temporal, cuando las olas embisten, cuando la mar se pone brava?». «No hay ópera que se le pueda comparar». Evaristo coleccionaba relojes de bolsillo antiguos, con tapa móvil. Se trajo de Rusia media docena y consiguió que Rogelio en la cafetería España colgara un letrerito: «Compro relojes de bolsillo antiguos, compro». Hizo buenas migas con un anticuario que había hecho una fortuna comprando y vendiendo tallas más o menos auténticas requisadas en las iglesias durante la guerra civil. Se llamaba Benjamín Pujadas y de vez en cuando llamaba a Evaristo para enseñarle la última pieza, el último reloj, que hubiera cazado. Los había con musiquilla, como el del padre Forteza y sin musiquilla. Los había con la esfera azul, o blanca, o dorada. Los había con cifras romanas y las agujas temblorosas. En los relojes se le iba media paga y los tenía colgados en su cuarto, como el gobernador tenía los suyos, de pared, colocados en varias estancias del Gobierno Civil. Los que se trajo de Rusia eran sus preferidos, puesto que estaban teñidos de recuerdos y de sangre: los había requisado al enemigo, que lo mismo podían ser esquiadores siberianos como oriundos de Georgia, donde había nacido Stalin.
Sin embargo, el más popular y conocido de la fonda Imperio era, ¡cómo no!,
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. También en su labor de conserje en Sindicatos se había percatado de que las cosas no andaban, ni mucho menos, tan mal como afirmaban los enemigos del Régimen o los que vivían siempre a la contra. Los Sindicatos —la CNS— funcionaban: Sindicato del Aceite, de la Ganadería, de la Metalurgia, de la Pesca, etc., eran organismos que formaban un todo armónico. Jesús Revilla, el delegado provincial, que era muy avanzado y eficaz, decía siempre que sí, que todo aquello estaba encarrilado, pero que se escamoteaba a los obreros su arma más poderosa: la huelga. «Como en Rusia,
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, como en Rusia».
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no sabía qué contestar, puesto que él jamás había pensado en hacer huelga de ninguna clase.
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, en la fonda Imperio, dio la campanada. No sólo como buen cocinero le enseñó a doña Rogelia a confeccionar tortillas sin huevos, guisos sin carne, fritos sin aceite, dulces sin azúcar, café con trigo tostado, sino que empezó a interesarse por la hija de doña Rogelia, Lourdes de nombre, que era invidente. Hermosa, con un cuerpo atractivo, pero ciega.
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, a lo primero, se limitó a acompañarla a dar vueltas por la plaza de San Agustín, llegando incluso a la Dehesa. La muchacha dejó, por lo tanto, el bastón blanco y se apoyó en el antebrazo de
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. Doña Rogelia titubeó. Temía que
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actuara por puro exhibicionismo, pero que a la hora de la verdad se echara para atrás y se buscara otra pensión.
Pero no parecía que la cosa fuera por ahí.
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, «que era un romántico irremediable», se enamoró de veras de Lourdes, por su voz cálida, ¡por su alegría! y por su falta de complejos. Se comportaba como todo el mundo, leía por el sistema Braille y vibraba con los concursos radiofónicos de «Lo toma o lo deja», «Doble o nada», dirigidos por los locutores Joaquín Soler Serrano, Matías Prats y Enrique Mariñas. También la colmaban los seriales, que continuaban en boga. Lourdes, que tenía sentido del humor, le dijo a
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: «Prohibido que me llames por teléfono a la hora de las lágrimas».
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se decidió. Se casaría con Lourdes. Ya era hora de sentar cabeza. La quería. Jamás encontraría un alma tan pura como la del «ángel» de aquella pensión. Doña Rogelia, viuda, levantó los brazos hasta el techo y abrazó y besó a
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por espacio de varios minutos. Lourdes le advirtió de que no exagerara. Ella había estado siempre contenta con su suerte y tenía su mundo interior tal vez más rico que otras muchas personas. Se casaría con
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porque entendía que el muchacho era un tesoro de bondad y, en consecuencia, se enamoró. Nunca había querido vender cupones de lotería. La lotería vino a ella y ella la aceptó.
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, sabedor de la reacción de Lourdes, la quiso todavía más, aun en contra de la postura de sus compañeros, que no sabían si admirarlo o si acababa de jugarse la vida.
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recibió muchos plácemes. Entre ellos, de Mateo y del gobernador, camarada Montaraz. Por cierto que éste, desde su garita de centinela, observaba los acontecimientos y se reafirmó en la idea de que, pasara lo que pasara, sus más leales servidores serían los ex divisionarios, además de Miguel Rosselló, de Marta y de una pléyade de falangistas sobrios que andaban repartidos por los pueblos.
Así que los trató con delicadeza y de vez en cuando entraba también en la cafetería España a pedir «fiebre de malta». Se acariciaba la cicatriz de la mejilla izquierda y leyendo los partes de guerra pensaba: «¡Quién sabe lo que puede ocurrir!». Añoraba la caza a la que se dedicó en Albacete. En Gerona no tenía tiempo. Como sucedáneo, organizó en la Dehesa un campeonato de tiro al plato. Los ex divisionarios participaron en bloque, así como una buena representación de los oficiales de infantería. Cien platos. Su oponente más tenaz fue precisamente su propio hijo, Ángel. Pero al final venció. Cien platos, cien dianas. Ni un solo error. Todo el mundo aplaudió. Pero se dio la paradoja de que la copa, regalada por él, el camarada Montaraz tuvo que entregársela a sí mismo. Las mujeres de la «alta sociedad» gerundense acudieron al reclamo del tiro al plato. Siguieron con el alma en un hilo los números del marcador. Al final, doña Cecilia comentó: «Ha ganado el gobernador porque mi marido, el general, se negó a participar… Si el general se hubiera inscrito, hubiera roto los cien platos con menos de cien disparos».
* * *
La batalla de Stalingrado tocó a su fin, con el rendimiento sin condiciones del Ejército alemán al mando del mariscal Von Paulus. Los rusos habían pasado a la contraofensiva y a lo largo de setenta y siete días había cercado a los alemanes, a 37º bajo cero. De los trescientos mil hombres que comprendía el VI Ejército alemán el 23 de noviembre de 1942, treinta mil heridos o enfermos pudieron ser evacuados gracias al establecimiento de un puente aéreo, que tropezó con dificultades sobrehumanas. El resto, fueron capturados o murieron de hambre o de frío. Desaparecieron 22 divisiones y una cantidad incalculable de material bélico. Veinticuatro generales y más de dos mil oficiales fueron hechos prisioneros. La mayor derrota de la guerra.
En Stalingrado, civiles y militares rusos festejaron con entusiasmo el primer día de paz y de libertad recobradas. Nikita Kruschev, delegado del Partido cerca de las tropas del Don, remitió al mariscal Emerenko una pistola, el arma personal de Von Paulus, en señal de agradecimiento y en recuerdo de la victoriosa batalla que acababa de ganar. Por su parte, Stalin citó en la orden del día a todos los combatientes, comandantes y obreros políticos del frente del Don, por la forma ejemplar en que se había realizado la operación.
Hitler se desesperó y sus ojos parecieron más cavernosos que nunca. Su orden había sido, como siempre, mantenerse o morir. Von Paulus fue el primer mariscal alemán que se rindió. «Uno se mata con el último cartucho —gritó Hitler—. Desprecio a un soldado que se rinde. Veinte mil personas se suicidan al año en Alemania y es absurdo que un mariscal no sea capaz de hacer lo que hace una mujer ultrajada. Ya no haré más mariscales. El heroísmo de decenas de millares de soldados queda empañado por la cobardía de uno solo. Veréis que antes de ocho días los rusos harán hablar por radio a Von Paulus, incitando a la Wehrmacht a rendirse».
La noticia dio la vuelta al mundo y llegó también a Gerona. El camarada Montaraz, sentado en su sillón de mando, rompió media docena de cacahuetes. No acertaba a comprender. Recordó algunas opiniones de su esposa, María Fernanda y del profesor Civil. En cuanto al general Sánchez Bravo, rehuyó toda posible polémica con su hijo y se desahogó con el coronel Romero, diciéndole que la respuesta de Hitler no se haría esperar, en forma de un «arma secreta» que decidiría pronto y de golpe la guerra, sin posible apelación. «Goebbels ha prometido esta arma a su pueblo, en nombre del Führer y sólo falta saber la fecha exacta de su letal lanzamiento».
Manolo y Esther festejaron el acontecimiento. Ignacio discutió con ellos. «Os comprendería si festejaseis una victoria de Inglaterra o los Estados Unidos, y tal vez yo mismo brindara con vosotros con champán. ¡Pero la victoria rusa, no! Esto es hipotecar para varias décadas el porvenir del mundo entero».
Poco después, la resistencia de Rommel y los italianos en África tocaba también a su fin. El «zorro del desierto», Rommel, había sido vencido por el «rayo del desierto», Montgomery, ayudado éste por el desembarco aliado en Argel. El caballo blanco de Mussolini no entraría nunca en El Cairo; por el contrario, liquidada la guerra en África se presentía la invasión de la propia Italia, a través de las islas del Mediterráneo, Cerdeña o Sicilia.
Jaime el librero vendió como rosquillas las copias de los partes de guerra emitidos por la BBC y de los que en Gerona era depositario míster Collins.
UNA CIERTA EXCITACIÓN se apoderó de los partidarios del Eje, sobre todo de los que ocupaban algún cargo. El camarada Montaraz le decía a María Fernanda: «Son rachas malas. En todas las cosas de la vida ocurre así, incluido el matrimonio. Confiemos en que Hitler acabará enderezando la situación». María Fernanda, que continuaba quejándose de la columna vertebral y sintiendo una viva repugnancia por los reptiles, no veía posibilidad ninguna de que tal reacción favorable al Eje se produjera. Tampoco la veía Ángel, su hijo, quien había terminado el proyecto de chalet de Manolo y Esther en S'Agaró. Un chalet precioso, cuyos planos encantaron a todo el mundo, sin exceptuar al vejete que se sabía el Aranzadi de memoria.
Tocante a Mateo, su crispación se manifestaba en todas partes, excepto en el hogar. Tenía buen cuidado de no darle a Pilar más que buenas noticias, sobre todo desde que ésta le comunicó que volvía a estar encinta. Mateo la había cogido del cuello, había lanzado un alarido a lo Tarzán y la había estrechado entre sus brazos. Luego llamó por teléfono a Moncho, porque el pequeño César tenía un poco de fiebre y se pasaba muchos ratos llorando. Moncho le recetó unos vahos medicinales. Pilar temió que con ellos César se asfixiara. En cuestión de un par de días el niño se curó y volvió a ser la nota alegre de las vidas de Mateo y Pilar.