Los hombres lloran solos (22 page)

Read Los hombres lloran solos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
5.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

* * *

El camarero Rogelio se lanzó a un proyecto de envergadura. Desde siempre se había jurado a sí mismo que, si regresaba a Gerona, abriría una cafetería moderna. Encontró el capitalista ideal: Miguel Rosselló. La cafetería se llamaría España y estaría ubicada en la Rambla. Una barra bien surtida, larga y pocas mesas para perder el tiempo jugando al dominó. Los contertulios del café Nacional se rascaron el cogote. «Esto es americano, esto no va a cuajar aquí». Rogelio, cuyo capitán, Arias, había muerto en Rusia, se carcajeaba. «No daremos abasto. Dentro de poco tendremos que comprar la mercería de al lado que no se come una rosca excepto los días de mercado».

* * *

Los tres divisionarios marginados en la estación, por ser desconocidos en Gerona, siguiendo los consejos de Mateo, a cuyas órdenes habían servido, decidieron tentar la suerte y, en principio, afincarse en la ciudad.

—No tendréis problema ninguno para encontrar trabajo. Yo me ocuparé de ello, según vuestras aptitudes. Y si dentro de tres meses decidís que el agua del Oñar huele mal, si te he visto no me acuerdo.

León Izquierdo, el más culto de los tres, fue nombrado ayudante de Ricardo Montero en la Biblioteca Municipal. Le gustaban mucho los libros por lo que, de entrada, hizo buenas migas con el librero Jaime, a quien rechazó las novelas de aventuras afirmando que comparadas con lo que él vivió en Rusia le parecerían una nimiedad. Dicharachero, le gustaba la gaita, que a Montero, ex depresivo, le sonaba a diablos. Pronto se supo que León Izquierdo estaba casado, que tenía un hijo en Pontevedra y que se alistó en la División Azul para huir de la familia. En el bar Montaña, el de los futbolistas, el del Niño de Jaén, hizo una entrada triunfal jugando al billar. «El Niño de Jaén» afirmó que no tendría rival en Gerona, por lo que estaba dispuesto a abrillantarle gratis los zapatos. Mal hablado, León Izquierdo soltaba tacos constantemente.

Pedro Ibáñez, madrileño. Toda su familia, anarquista, se exilió a América, a través de Francia. Se alistó por «orfandad». Al enterarse de que el Responsable, jefe de los anarquistas gerundenses, estaba en Venezuela, hizo gestiones, se le dirigió por medio de la embajada. No recibió contestación. Alto y delgado como un alfil. Labio superior como lo tienen las liebres: leporino. Capaz de reproducir con palillos cualquier monumento en miniatura. En Rusia reprodujo una iglesia de Novgorod, que fue la admiración de todos y le valió un permiso de ocho días a Riga. Mateo lo colocó en Abastos, ocupando el puesto que un día dejó libre Pilar.

Evaristo Rojas, sevillano. Cabellera rubia, siempre decía que era descendiente de los ingleses, posiblemente a través de los Domecq. Cantaba saetas. «Es una lástima que la Semana Santa esté lejos porque os haría una demostración». Mateo consiguió colocarle en la Delegación de Obras Públicas, donde fue testigo de excepción de las importantes y meritorias obras que se estaban realizando en la provincia, especialmente puentes, carreteras y vías de ferrocarril. Conoció uno por uno a todos los encargados de los faros de la costa. En momentos de crisis los envidiaba, tentándole la plaza de torrero. Pasada la crisis, aborrecía la soledad y gustaba del bullicio y de las fiestas. Herido de guerra. Una oreja cortada, que intentaba disimular con el pelo, aunque Raimundo le dijo que le faltaba cabello, que debería tener una cabellera como Sansón, o como Mateo, para poderla ocultar. Toda su familia emigró a América.

Los tres se unieron a
Cacerola
en la fonda Imperio, donde les daban «gato por liebre», hasta que Pedro Ibáñez, que trabajaba en Abastos, empezó a suministrarle materia prima a la patrona, doña Rogelia.

Mateo, que en Rusia siempre había guardado para con ellos la distancia jerárquica, en Gerona les abrió las puertas de par en par —pudieron incluso saludar a César—, puesto que cumplían la misión de reforzarle la Falange, puesto que no se quitaban nunca la camisa azul. El propio camarada Montaraz se puso a su disposición. A los tres les rodeaba la aureola de haber estado en Rusia. Todo el mundo, empezando por su patrona, doña Rogelia, creía que tenían misterios que contar. De buenas a primeras Miguel Rosselló, falangista de la primera hora, entabló amistad con ellos. Quiso deslumbrarles lanzándose con el coche oficial a velocidades vertiginosas; ellos se rieron. Le dijeron que los trineos le dejarían siempre atrás y que más le valdría no jugarse el pellejo por «niñerías o puntillos de retaguardia».

Cacerola
conectó, ¡desde luego!, con los tres. Les enseñó una fotografía de su madrina, Hilda, que en Alemania le dio esquinazo. Todos sintieron un gran aprecio por el muchacho por su ingenuidad, porque era de lo más servicial.
Cacerola
se había traído de la guerra un casco alemán, y a veces, a la hora de cenar, se lo colocaba en la cabeza en la fonda Imperio ante el asombro de Agustín Lago, quien no parecía interesarse demasiado por los cuatro falangistas. Evaristo Rojas, al enterarse de que a Agustín Lago le faltaba un brazo a resultas de la contienda civil le enseñó la cicatriz de su propia oreja cortada. Ambos eran caballeros mutilados, lo mismo que Mateo. Agustín Lago se limitó a comentar: «Son gangas del oficio de soldado». Y se retiró a su cuarto, donde antes de acostarse rezó de rodillas las tres Ave María de la pureza y roció la cama con agua bendita.

* * *

De pronto, a primeros de septiembre, el gobernador, camarada Montaraz, convocó a una reunión a todos los falangistas de la ciudad durante la cual se convenció de que los tres divisionarios recalados en Gerona eran de fiar. Había ocurrido algo grave y prefería comunicárselo personalmente, dado que la prensa, por orden suya, guardaba absoluto mutismo, para no alarmar a la población.

El suceso grave había ocurrido en la basílica de la Virgen de Begoña, cerca de Bilbao. Desde el final de la guerra civil se venía celebrando, en dicha basílica, una misa anual en recuerdo de los caídos en el Tercio de Requetés. Este año presidía la ceremonia el general Varela, simpatizante carlista y ministro del Ejército. Asistieron muchas personalidades. Al final de la misa, en el momento en que el general Varela salía de la iglesia, fueron lanzadas una bomba de mano y una granada. Ninguno de los proyectiles alcanzó al militar, pero el segundo explotó entre la muchedumbre que le rodeaba en el portal de la iglesia, causando setenta y dos heridos. Fueron detenidos como responsables del incidente siete falangistas que se encontraban allí. En el consejo de guerra celebrado inmediatamente contra ellos se dictó sentencia de muerte contra Juan Domínguez Muñoz y Hernando Calleja García. Los cinco restantes fueron condenados a prisión. La sentencia de Calleja fue conmutada porque éste era mutilado de guerra. Domínguez, en cambio, fue fusilado el día de 2 de septiembre.

En conversación telefónica con Franco, Varela mantuvo que se trataba de un atentado contra su persona. Posteriormente cambió de opinión, y en concurrencia con el ministro de la Gobernación, general Galarza, envió una nota a todas las Capitanías Generales en la que se alegaba que se trataba de un ataque contra el Ejército como institución. Los dos fueron sustituidos el cuatro de septiembre. Varela lo fue por el general Carlos Asensio Cabanillas, quien había combatido en la guerra civil al frente de los regulares. Galarza fue sustituido por Blas Pérez, de cuarenta y un años de edad, canario —como Carlos Grote—, eminente jurídico, enérgico, duro, eficaz. Pero el relevo más laborioso y de mayores repercusiones para el país fue el tercero: Serrano Súñer tuvo que dejar el Ministerio de Asuntos Exteriores y la presidencia de la Junta Política de FET y de las JONS y ceder el puesto al conde de Jordana, ya anciano, con brillante historial en tiempos de la monarquía, veterano de la guerra de Cuba y considerado aliadófilo…

El camarada Montaraz, después de esta escueta exposición de los hechos, dijo a los reunidos, casi hipnotizados por lo que acababan de oír, que se trataba de la primera crisis seria que sufría el Régimen.

—Ya nada podrá ser igual —diagnosticó—. Serrano Súñer era nuestra garantía de adhesión al Eje, por convicción y por su amistad personal con el conde Ciano… Ahora, con el conde de Jordana, aliadófilo, se abre un interrogante. Lo mismo cabe decir con respecto al general Asensio Cabanillas y al jurista Blas Pérez. Todos, por supuesto, serán fieles al Caudillo, quien no ha dudado un instante en firmar estos relevos y la sentencia de muerte contra el camarada Juan Domínguez Muñoz. Parece ser, ésa es, por lo menos, la versión que me ha dado mi amigo el ministro Girón, que ha subido como la espuma la influencia de Carrero Blanco, rata de sacristía, y perdonad la expresión… También ha subido el papel del camarada Arrese, quien piensa entregar todavía más la Falange a Franco, para que éste haga con ella lo que le apetezca. ¿Es esto bueno? ¿Es esto malo? El tiempo dirá… Yo, por supuesto, como camisa vieja y como gobernador de esta provincia, sigo fiel a los mandatos del Caudillo. Algunos carlistas, en Begoña, gritaron «¡Muera Franco!». Eso no se puede consentir. También han hecho circular unas hojas tituladas «Los crímenes de la Falange en Begoña. Un régimen al descubierto», de las que pronto podré entregaros unas copias… —El camarada Montaraz, que no había cesado de partir cacahuetes, apostilló—: Nosotros continuaremos en nuestros puestos, atentos y vigilantes. Seguro que correrán rumores de todas clases y que algunos falangistas se sentirán defraudados. Que no sea éste nuestro caso. Os invito a que gritéis «¡Presente!» por el camarada Juan Domínguez Muñoz. Pero la Falange, a los tres años de haber terminado la guerra civil, no puede volver a lanzar bombas… Lo que el pueblo necesita es orden, paz y que mejore el racionamiento. Y ahora, cada cual a su labor cotidiana, y que extraiga de los sucesos de Begoña las conclusiones que mejor le parezca para el bien de España. Camaradas, ¡arriba España!

—¡Arriba! —gritaron todos, levantándose.

Mateo, como es lógico, y debido a su cadera, se levantó con cierta dificultad.

* * *

Don Anselmo Ichaso, director del
Pensamiento Navarro
de Pamplona, estuvo presente en Begoña, como en los años anteriores. Telefoneó a «La Voz de Alerta» para que éste y su esposa fueran a verle, pues quería contarles la verdad y sacar también sus personales conclusiones.

«La Voz de Alerta», su esposa Carlota y su bebé, Augusto, salieron para la capital navarra el 12 de septiembre, cuando los periódicos hablaban de la inminente caída de Moscú. Salieron en su coche oficial, conducido por un ex taxista, llamado Neldo, que «La Voz de Alerta» había contratado para el Ayuntamiento. Ardía en deseos de abrazar a su amigo don Anselmo Ichaso, el de los trenes eléctricos, y a su hijo Javier, que al parecer estaba escribiendo una novela sobre las causas que habían originado la guerra civil.

Don Anselmo, en Pamplona, fue un anfitrión insuperable. Alojó en su casa a los forasteros, obviando hablarles, porque conocía sus ideas al respecto, de los encierros de San Fermín, durante los cuales, en el año de gracia, había habido un muerto y seis heridos leves.

Carlota, la condesa de Rubí, se entusiasmó con los más modernos trenes eléctricos y todos se rieron mucho puesto que el padre de Carlota coleccionaba precisamente lo contrario, miniaturas de locomotoras antiguas, empezando por la que inauguró la circulación de los ferrocarriles en España, en el trazado Barcelona-Mataró. En cuanto a Augusto, fue, en principio, el héroe de la reunión. Don Anselmo se permitió colocarle en la cabeza una pequeña boina roja y todos aplaudieron mientras Javier descorchaba unas botellas para brindar.

—Fue algo trágico, se lo aseguro —dijo don Anselmo, en cuanto inició el relato de los hechos de Begoña—. ¡Setenta y dos heridos! Yo me salvé de milagro, y el general Varela también. Unos pasos más y la bomba del tal Domínguez nos hubiera despedazado a los dos. Ha sido, desde mil novecientos treinta y nueve, el primer síntoma de que existen fisuras en el engranaje. Franco ha castigado a unos y a otros con sus destituciones, y con ello su poder se ha afianzado. La Falange estará a su servicio y los carlistas hemos de admitir que nuestra causa no tiene ningún porvenir, como me ha comentado el propio general Varela. De ahí que, para los monárquicos, nuestra base ha de ser la que ya presentíamos: don Juan. El propio Serrano Súñer, que al parecer piensa retirarse y volver a ejercer su abogacía, busca acercarse al heredero de la corona de Alfonso XIII. Por fidelidad a Serrano Súñer una serie de falangistas de la primera hora han presentado la dimisión de sus cargos al Caudillo. Entre ellos destaca el consejero nacional Núñez Maza, que regresó de Rusia enfermo. Franco tiene la habilidad de aplastar a los mosquitos que zumban a su alrededor. Durante la guerra, naturalmente, yo le admiré; y es que jamás pude pensar que en la posguerra se empeñara en mantenerse en el podio. Ahora la cosa está clara. Nunca cederá su puesto a nadie, ni siquiera al rey. Y ello es grave. Sean quienes sean los vencedores de la guerra, la postura de España será incómoda. Puede esperarse cualquier cataclismo. Por ejemplo, que gane Hitler y le dé una patada a Franco por no haber colaborado más; o que ganen los aliados y le echen también, con mucho mayor motivo, por su concepción antidemocrática del mando.

Don Anselmo, viendo la lividez de los rostros de sus invitados de honor esbozó una sonrisa y concluyó:

—De todos modos, y sin traicionarle, porque ello sería una felonía, debemos luchar por nuestra causa. Si mis informes no mienten pronto don Juan hará oficialmente sus primeras declaraciones públicas reclamando sus derechos a la Corona…

«La Voz de Alerta» y Carlota se habían quedado sin habla. Él era el alcalde de Gerona. ¿Qué hacer? Había jurado ante un crucifijo lealtad al Caudillo. ¿Podría alguien, o algo, relevarle de tal juramento? ¿Y no era peligroso segarle a Franco la hierba bajo los pies?

Carlota fue más decidida. Ella apostó siempre por la monarquía y estaba convencida de que a la postre ganarían los aliados.

—¡Brindo por don Juan! —exclamó, rompiendo el silencio y alzando su copa.

Todos la secundaron y en aquel momento el pequeño Augusto eructó. «La Voz de Alerta» lo tomó en brazos y lo comió a besos. Ésta era, desde el nacimiento del bebé, su coartada. Miraba a su hijo y pensaba: «El porvenir está ahí». Javier jugueteó también con él. Javier no conocía el sentimiento de paternidad y estimaba que ello era un obstáculo para escribir una novela básica, entera, global, como él la deseaba. Que fuera un compendio de las pasiones por las que se movía el hombre. A decir verdad, a Javier los politiqueos le fatigaban y prefería abrir en canal las carnes de la vida.

Other books

The Fixer by Bernard Malamud
The Martian Pendant by Taylor, Patrick
You Are Mine by Jackie Ashenden
No Goodbye by Marita Conlon-Mckenna
Flight to Darkness by Gil Brewer
So Much to Live For by Lurlene McDaniel
Hong Kong by Stephen Coonts
Godiva by Nicole Galland