Los hombres lloran solos (56 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Al terminar los ejercicios espirituales, durante los cuales «La Voz de Alerta» nada oyó sobre periodismo que no se supiera ya de memoria, se presentó como opcional la posibilidad de jurar lealtad a España y al Caudillo. La mitad de los asistentes juraron; la otra mitad, no. «La Voz de Alerta» y don Anselmo Ichaso hubieran jurado sin reticencias fidelidad a España; lo otro, era un tanto peliagudo. Don Ángel Herrera no hizo distinciones de ninguna clase y se despidió de todos y cada uno con la máxima cordialidad.

De regreso a Gerona, «La Voz de Alerta» se enteró de que los avales también valían dinero. «Mil pesetas y te firmo los avales que quieras». Y que había patronos que contrataban a ex rojos pagándoles poco a condición de no denunciarles. Y que faltaban obreros cualificados, porque muchos de ellos habían emigrado a Alemania. Y que se acercaba Navidad…

Por Navidad, el alcalde quería dar la campanada: comer en Auxilio Social, puesto que a menudo comía con los viejos del asilo. Pero se le anticipó el camarada Montaraz. Entonces «La Voz de Alerta» decidió hacer un donativo de 100.000 pesetas para que la gente necesitada pudiera recobrar las piezas de ropa más indispensables que habían empeñado en el Monte de Piedad. Fue un gesto muy aplaudido, del que se hizo eco
Amanecer
. Gracias a él, una porción de los pobres de Gerona pasó menos frío. En efecto, las prendas más solicitadas fueron mantas, bufandas, gorras y guantes…

No obstante, más éxito aún que «La Voz de Alerta» y el gobernador lo tuvieron Galerías Preciados, inauguradas en Madrid, sistema de ventas a través de unos grandes almacenes y que significaban una revolución dentro del comercio. Para Navidad anunciaron «la Venta del duro». Centenares de objetos valían un duro: zapatos, lámparas, cinturones de piel, estilográficas, seis pastillas de jabón, etc. ¡Ah, si Madrid estuviera más cerca! Pero, como decía el notario Noguer —y como había dicho muchas veces el profesor Civil—, Madrid pillaba siempre lejos…

En casa de los Alvear se celebró la Navidad como Dios les dio a entender. Se reunieron Matías y Carmen, Pilar, Mateo y el pequeño César, Ignacio y Ana María, además del renacuajo Eloy y del seminarista Manuel. Habían invitado también a Paz, pero Paz y la Torre de Babel se iban con Padrosa y Silvia a un restaurante de lujo gastronómico recién abierto en Arbucias. Pero Paz, por la mañana, tuvo la delicadeza de pasar por el piso de la Rambla y felicitar a Matías y a Carmen, a la que obsequió con unos sobres perfumados que decían: «Santa Isabel, reina de Portugal, patrona de los perfumistas». Matías comentó: «¿Qué tendría doña Isabel? ¿Olía mejor que los demás?». Paz se rió. «En todo caso, no creo que oliera mejor que yo…» Y se fue tarareando una canción de Juanita Reina, que estaba de moda y a la que llamaban
Solera de España
.

El almuerzo discurrió con el mejor humor. Matías levantó varias veces el índice e Ignacio contestó: Caldos Potax. Matías estaba especialmente eufórico, según su versión, porque se había descubierto que un español, Manuel Dazo, en 1897 había inventado una bomba volante —precursora de las V-I y de las V-II—, que se llamaba
tóxpiro
. Las pruebas fueron satisfactorias y al no recibir la ayuda necesaria el negocio se fue al carajo. «Pero conste que, como siempre, los españoles hemos sido los adelantados».

Carmen Elgazu estaba contenta porque había adquirido mucha fama un cantante cubano llamado Antonio Machín, que hacía gala de un tal sentido del ritmo que incluso a ella le daban ganas de bailar. Sobre todo una de sus canciones se hizo popularísima,
Los angelitos negros
. Antonio Machín se quejaba de que en las iglesias sólo aparecían bellos angelitos blancos, siendo así que «a los angelitos negros también los quiere Dios». Carmen Elgazu informó a la concurrencia de que, a resultas de esta canción, el padre Forteza había mandado pintar cuatro angelitos negros en el altar mayor de la iglesia del Sagrado Corazón.

Pilar estaba contenta porque había superado el trauma del parto fallido y porque César era el niño más sano de la ciudad, según el parecer del doctor Morell. Ángel, el hijo del gobernador, le había sacado unas fotografías en las que el niño, rubio de oro, parecía un príncipe. Tales fotografías circularon de mano en mano en el comedor arrancando exclamaciones admirativas. Ignacio pensó para sí: «Es la viva estampa de mi hermano, de César»; y acercándose al pequeño lo izó en brazos y le estampó un sonoro beso en la frente.

Mateo estaba encantado con su hijo. No parecía el mismo que en el despacho de Falange daba órdenes o arrancaba secretos de los alemanes en Caldas de Malavella. Era un papá, papá. Le decía a César «rey mío», «monada» y otras lindezas por el estilo. Le habían acostumbrado a aplaudirse a sí mismo si hacía pis en el orinal y a ser regañado si se ensuciaba los pantalones. Mateo, llegada la ocasión, aplaudía con todas sus fuerzas y a Pilar, viéndolo, se le humedecían los ojos.

Ana María hubiera deseado poder soltar en la mesa: «¡Nosotros también esperamos un hijo!». Pero el hijo no llegaba. Con todo, Ana María e Ignacio estaban alegres. Ignacio cada día más impuesto en su profesión, más ponderado, más dueño de sus propias reacciones. Ana María, todavía inadaptada en Gerona, pero esforzándose por encajar, sobre todo con respecto a la familia. En aquel almuerzo se mostró especialmente brillante y arrancó aplausos de los presentes cuando, después del postre y el champán, fue a buscar la guitarra e hizo brotar de sus cuerdas, aunque con algún que otro fallo, varias tonadillas catalanas. Ah, sí, Ana María recibía lecciones de Sebastián Estrada, ¡consumado maestro! «Será del Opus Dei —decía la muchacha—, pero a mí no me obliga a decir
in aeternum
y no regatea un cuarto de hora, habida cuenta de mi afición».

La canción
Baixant de la font del gat
fue coreada por todos, marcando el ritmo, con la natural excepción de César que se puso a berrear.

El más callado de todos fue Manuel Alvear, el seminarista. Echaba de menos, en la reunión, a su hermana, Paz. Por lo demás, se sentía feliz porque precisamente aquel día, en la portada de
Amanecer
, aparecía su fotografía como ganador del concurso de belenes que había organizado Acción Católica, cuyo presidente era Jorge de Batlle. Los belenes estaban expuestos en la amplia sala de la Biblioteca Municipal y Manuel Alvear tuvo la peregrina idea de presentar el portal con todos los elementos del caso, utilizando el corcho, pero con la Virgen acostada en el pesebre, en posición horizontal. Mosén Alberto votó en contra, y ¡Dios sabe lo que le costó!, porque la Virgen horizontal era de raíz protestante; pero el resto del jurado premió la originalidad de Manuel Alvear y le concedió el primer premio.

De pronto, Ignacio fue al vestíbulo y regresó al comedor con un tocadiscos portátil, regalo para sus padres. Con una docena de zarzuelas y otra docena de chotis. Carmen Elgazu gritó ¡eureka! y rompió a aplaudir, por lo mucho que disfrutaría Matías con aquella aportación. Matías encendió el cigarro puro y se dispuso a oír
La verbena de la paloma
. Marcos Redondo se adueñó del piso de los Alvear. ¡Todo fueron vivas!, como si fuese verdad que cada uno podía construirse su propio mundo, al margen de la guerra y de los bombardeos que asolaban Europa.

Tal vez el más feliz de todos fuese Eloy. A lo largo del almuerzo estuvo casi tan callado como Manuel, y su fotografía no había salido en la portada de
Amanecer
; pero, al terminarse el número del tocadiscos, corrió a su cuarto y regresó con una miniatura, hecha con palillos, de un clásico caserío vasco, sin que faltara detalle y se lo ofreció a Carmen Elgazu.

Ésta se secó los ojos con el pañuelo y admiró aquella pieza sin atreverse siquiera a tocarla. Eloy salió muy pronto al paso de posibles maledicencias. «Como podéis suponer, el caserío no lo he hecho yo. Ha sido Pedro Ibáñez. Pero la idea fue mía, que conste».

Todos le felicitaron y para el resto de la velada Eloy fue el centro de la reunión.

* * *

El año 1945 entró como de puntillas en la vida de los gerundenses. «Año nuevo, vida nueva». ¿Sería verdad? Posiblemente. Se presentían hechos decisivos referidos a la guerra; pero, en tanto éstos no llegaran —los japoneses, en el Pacífico, eran duros de roer—, cada cual tenía derecho a paladear como mejor pudiera los minutos de cada día.

Hacía frío, mucho frío. La tramontana que venía del Norte, de Francia y que inclinaba los cañaverales hacía buena la previsión de «La Voz de Alerta» con respecto al Monte de Piedad. La gente andaba de prisa, enfundada en cualquier prenda y cruzar cualquier puente significaba una heroicidad. Matías, para ir a Telégrafos, debía sostenerse el sombrero gris perla que colgaba siempre del perchero del vestíbulo. Al llegar a la oficina encontraba a su colega Marcos arrimado a la estufa de serrín y tiritando. «¿Qué tal Adela? ¿Cuál es el sistema de calefacción que le puedes ofrecer?». Marcos hacía un guiño picaresco y contestaba: «En lo que a mí atañe, no creo que se pueda quejar».

La víspera de Reyes discurrió como el año anterior. La cabalgata, con los tres ex divisionarios, impuestos otra vez de su papel. A Carmen Elgazu el rey negro —Evaristo Rojas— le recordó la canción de Machín; a Jaime, el librero, la presencia del trío «homicida» le recordaba la paliza que le dieron y que le hizo sangrar. ¡Algún día se tomaría la revancha! La llevaba anotada en su agenda mental, como Óscar Benítez los sucesos más sobresalientes de su peregrinar. Últimamente la gente, además de seguir leyendo
El Coyote
, los tebeos y las novelas detectivescas, leía aquellas novelas francesas para señoritas que habían anunciado en
Amanecer
.

El librero Jaime le decía a Facundo que España era, sin duda, el país más onanista de Europa, el que se masturbaba masivamente. «Sobre todo las chicas, no tienen ocasión de desahogarse y se masturban mientras contemplan cualquier fotografía de su galán de cine preferido». Facundo, el primer onanista de la ciudad, al sonreír enseñaba unos incisivos que le daban aspecto de vampiro.

La vida seguía su curso, y también lo seguía don Rosendo Sarró. Éste anduvo demasiado lejos en sus negocios fraudulentos y llegó un momento en que se sintió acorralado. Cometió un desliz. En Madrid intentó sobornar a un coronel del Ministerio de la Guerra, por indicación del coronel Triguero, desterrado en Albacete y con el que mantenía relación, y el coronel de marras, don Roberto Echarri, le tendió una trampa y don Rosendo cayó en ella como un novato. Se trataba del famoso truco de asegurar un barco que transportaba armas a Inglaterra y provocar en él un incendio hasta hacerlo naufragar, como si hubiera tropezado con una mina. El coronel Echarri le dijo a don Rosendo Sarró: «Eso le va a costar muy caro. Además, tiraré de la manta y veremos lo que sale».

Don Rosendo Sarró tuvo el tiempo justo para tomar las de Villadiego. Pasaporte para trasladarse a Portugal y desde Portugal al Brasil, donde pediría permiso de residencia. La excusa para la familia y los amigos y socios —Gaspar Ley, los hermanos Costa, etc.— fue «viaje de negocios». Su mujer, Leocadia, arrugó el ceño, porque le vio mucho más nervioso que de costumbre, sobre todo en el momento de la despedida.

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé, mujer… América no está en la esquina. Calcula un mes o algo así.

Don Rosendo llamó por teléfono a Ana María y ésta también le notó un extraño temblor en la voz. Ignacio pensó para sí: «El Brasil… Ahí suelen ir los que evaden divisas o están a punto de hacer suspensión de pagos». Pero no quiso alarmar a Ana María y se calló.

Pronto se supo la verdad. Antes de fugarse, don Rosendo Sarró había firmado una escritura de poder general a favor de don Javier Cañáis, abogado de profesión, perteneciente a la misma Logia que don Rosendo. El notario elegido fue don Herminio Vilaseca, amigo de ambos. La jugada era arriesgada, puesto que ponía todas las pertenencias en manos de don Javier Cañáis, quien tenía potestad para hacer y deshacer, para vender o comprar a terceros. Incluidos todos los negocios en cualquier lugar del territorio nacional, por ejemplo, dos fábricas de tejidos en Sabadell, el Banco Arús —con Gaspar Ley en Gerona—, la EMER —también en Gerona, con el cincuenta por ciento de las acciones propiedad de los hermanos Costa—, etc. Los poderes incluían también el chalet de San Feliu y el yate
Ana María
amarrado en el puerto…

A los ocho días justos, don Javier Cañáis recibió un telegrama del Brasil. «Estoy perfectamente. Gracias. Mauricio». Era la contraseña. Era la señal convenida para que el abogado —que en la logia Mercurio tenía grado inferior a don Rosendo— comunicara a la familia la verdad de su situación.

Un mal trago para don Javier Cañáis lo fue el enfrentarse con doña Leocadia. Aun cuando ésta sospechase que algo no marchaba bien, jamás supuso que se tratase de una ruptura tan total.

—Su marido, doña Leocadia, se ha fugado al Brasil porque no tenía más remedio. Había creado un imperio con los pies de barro. Yo mismo le había advertido que tuviera prudencia, pero él confiaba en su buena suerte y en el poder de su fortuna personal. Tengo todos los documentos a mano para salvar lo que se pueda, que a mi entender será mucho. Se había diversificado en exceso. Yo puedo hacer y deshacer, según la escritura que él me rogó que firmara, pero no pienso mover un dedo sin que usted o alguien de su familia me dé la autorización…

Doña Leocadia tuvo una crisis casi histérica. Llevaba mucho tiempo rumiando que aquello no podía durar. ¡Pero don Rosendo era una peña! Con los pies de barro, según se demostró al final.

En cuanto la mujer se hubo desahogado le dijo a don Javier Cañáis que ella, obviamente, no entendía nada de «números» ni de sociedades anónimas y que mejor sería avisar a su yerno, Ignacio Alvear, abogado, que vivía en Gerona, para que estuviera enterado de lo ocurrido.

Doña Leocadia, al pronto, se creyó en la ruina. Ella había oído hablar mucho de la masonería y del concepto de hermandad que reinaba entre los masones del mundo y excepcionalmente entre los pertenecientes a la misma Logia. Pero lo único que ahora sabía es que estaba en manos de aquel caballero de buena presencia y mejores modales, y que de su buena fe dependía todo, desde las cuentas de los bancos hasta el chalet de San Feliu. «¿Y por qué mi marido se ha ido al Brasil? ¿No le hubiera bastado con irse a Portugal?». Don Javier Cañáis le dijo que no. Se había firmado el llamado Bloque Ibérico y cabía la posibilidad de que las autoridades portuguesas entregaran a su marido a la jurisdicción española. Además, en el Brasil don Rosendo Sarró tenía sus contactos y con poco esfuerzo podría salir adelante. «No parte de cero, se lo aseguro. Nuestros amigos brasileños le ayudarán».

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