Los hombres lloran solos (18 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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En efecto, al día siguiente
Amanecer
dedicaba la portada a Mateo Santos. Una fotografía de su llegada a la estación abrazando a Pilar ocupaba media página, y en la otra media un texto de bienvenida redactado por el camarada Montaraz —BIENVENIDO EL HÉROE FALANGISTA—, a la par que una sintética semblanza, redactada por «La Voz de Alerta», desde la llegada de Mateo a Gerona, el año 1933, hasta su regreso, herido, mutilado, de la División Azul.

* * *

En esta semblanza se recordaba a la población que Mateo llegó para fundar la célula falangista en la ciudad, coronando su labor con éxito y ofreciendo a la patria la vida de varios de sus afiliados al inicio de la guerra civil. Junto con él sólo sobrevivían Miguel Rosselló, secretario del gobernador, Jorge de Batlle, propietario y presidente de Acción Católica y los hermanos José Luis y Marta Martínez de Soria. José Luis, teniente jurídico militar, Marta, jefe provincial de la Sección Femenina. Los demás habían muerto en manos de las «hordas rojas» o en el frente. Mateo Santos era el resumen y el símbolo de la vocación de Imperio.

En las páginas centrales una entrevista realizada al caer la noche por Miguel Rosselló, en la que Mateo Santos daba cuenta de su aventura en el Este y procuraba quitarle importancia a su peripecia personal. La División Azul era un todo, cuya actuación había merecido los máximos elogios del mando alemán, de los propios rusos y, por descontado, del Caudillo. Según el último número de
El Alcázar
, la hoja que se publicaba a diario en el frente, en aquellos meses transcurridos la División había perdido mil cuatrocientos hombres, entre muertos y prisioneros. «Borbotones de sangre española han teñido las estepas y los lagos de Rusia, y muchas cruces de palo se han quedado allí para siempre. Tal vez algún día, cuando se produzca la victoria, los muertos puedan ser trasladados al Valle de los Caídos actualmente en construcción». Félix, el hijo de Alfonso Reyes, al leer esto último trazó en el papel, sin saber por qué, un gran interrogante, dedicado quizá a su padre, del que había recibido una carta comunicándole que acababa de decidir fumar en pipa.

Todo el mundo se enteró de la llegada de Mateo. Al día siguiente, por la mañana, el teléfono no dejaba de sonar. Pilar no tenía más remedio que hacer la criba, con voz dolorida. Pasó la llamada del general Sánchez Bravo, del notario Noguer, del profesor Civil, y algunas más. Mateo contestaba escuetamente. Tenía un objetivo prioritario: ser visitado aquella misma tarde por el doctor Chaos. Éste accedió. En la clínica del doctor se sacaron radiografías y se examinó la herida. El doctor Chaos le dijo: «Quiero tenerte aquí varios días. Creo que esto se puede mejorar. Andarás menos cojo de lo que te dejaron en Riga».

¡Albricias! Mateo Santos respiró hondo. Aquello era una gran noticia. Pero Pilar y el resto de la familia no se contentaron con eso. Andaría «cojo» y eso era todo. Al dar el paso la pierna derecha se doblaría con dificultad provocando un balanceo. Con el tiempo, cuando la herida estuviera cicatrizada, Mateo se acostumbraría al hecho y los demás también. En el fondo, había tenido suerte. Si la bala hubiera penetrado un centímetro más, la cojera hubiera sido mucho mayor.

Mientras Mateo permaneció en la clínica un par de semanas, la reacción de la familia apenas si se alteró. Pilar iba a verle dos veces al día, mañana y tarde, pero al quedarse solos apenas si le dirigía la palabra. Don Emilio Santos fue más sensible y de vez en cuando se incorporaba hacia Mateo y le apretaba la mano. Mateo tenía la cabeza prodigiosamente clara y hablaba con todo el mundo con enorme precisión. Matías sacó la impresión, o bien de que la familia le importaba un bledo —excepto el pequeño César—, o bien que estaba seguro de que el rencor desaparecería un día u otro. ¡Era tan difícil no perdonar! El rencor era una carga insoportable. Él empezaba a notarlo. Y asimismo Carmen Elgazu. Por lo demás, todo el mundo les felicitaba: «¡Mateo había salvado la vida!». Las noticias que llegaban del frente de Rusia eran escalofriantes. Luchas cuerpo a cuerpo. Y Radio España Independiente, desde Ufa —la gente se creía que desde Moscú—, daba cuenta del desgaste de las tropas de Hitler, especialmente en el sector de Stalingrado.

—Pilar…, un día u otro eso tiene que acabar —le decía Matías a su hija—. ¡Es tu marido! Y Mateo tiene razón; cuando te casaste con él ya lo conocías. De hecho, le conocíamos todos. Debemos reconocer que no hubo trampa ni engaño. Fue fiel a esa Falange que ha emborrachado a la mitad de la juventud…

—Pilar —le decía Carmen Elgazu—. Esto no puede continuar así, hija. Corres el peligro de romper el matrimonio. Ya ves que Mateo no piensa ceder. Cree que fue su obligación y es sincero al afirmar que volvería a alistarse una y cien veces. Procura dominarte… y ten con él algún detalle. Los días pasan, y César no tiene que quedarse huérfano de padre.

Nada que hacer. Pilar, la dulce Pilar, la hermosa criatura de que el camarada Montaraz había hablado, tenía ante los ojos una pared negra y no podía ver nada que no estuviera cubierto de luto.

Lo impresionante de Mateo era que no suplicaba nada a nadie y que parecía totalmente seguro de sí. «¿Podré andar, doctor Chaos? ¿Sí? ¡Pues se acabaron la lágrimas! ¡No faltaría más!». Núñez Maza le había escrito que, por su parte, tenía los pulmones muy mal y que tardaría mucho tiempo en reponerse, si es que no la palmaba de sopetón. También recibió carta de sus amigos divisionarios. Todos volverían antes de finalizar el mes de junio:
Cacerola
, Alfonso Estrada, Rogelio, mosén Falcó y Sólita.

Se acordaba de Sólita de un modo especial. Era una mujer muy valerosa, que contra su tragedia personal había reaccionado dedicándose a los demás. Mateo le dijo a Óscar Pinel, fiscal de tasas: «Tiene usted una hija que es un tesoro… Nunca podré agradecerle lo que hizo por mí». También llegarían con Sólita tres falangistas adictos «al alférez Santos», que habían congeniado con él en el lago Ilmen. Estuvieron restableciéndose de heridas leves en el hospital de Riga y pasarían por Gerona. Uno de ellos, León Izquierdo, estuvo diciendo todo el tiempo que él no se alistó por un ideal, «sino porque le había abollado el auto a papá y tenía miedo de que lo regañase». El otro, Eugenio Rojas, sevillano, motorista en servicios de enlace, en cierta ocasión se despistó y fue a parar cerca de Grecia.

Entretanto, el camarada Montaraz había fijado con estilo falangista la posición de Mateo: sería nombrado jefe local del Movimiento y delegado provincial del Frente de Juventudes. Cobraría además pensión de mutilado y con todo ello podría vivir.

Ésta fue la píldora que con mayor dificultad se tragó Mateo: después de los servicios prestados, renunciar a la Jefatura Provincial, cuyo despacho amaba apasionadamente. Pero estaba siendo así en toda España y no había nada que objetar. Reemprendería el estudio de la carrera de abogado y el tiempo se encargaría del resto.

Ignacio fue a verle una vez y le dijo, en tono tajante:

—Termina la carrera, y defiende con tesón tu pleito con Pilar… Yo ya he defendido el mío ante Marta y dentro de un año me caso con Ana María.

Capítulo IX

CARLOTA, CONDESA DE RUBÍ, esposa de «La Voz de Alerta», trajo al mundo el hijo que estaban esperando. Fue un parto difícil. El doctor Morell tuvo que practicarle una cesárea. Menos mal que Carlota colaboró de forma eficaz. Y menos mal también que la comadrona, que se llamaba Sara y era hermana de mosén Falcó, tenía mucha experiencia. Finalmente apareció un varón que pesaba tres kilos y medio, con bastante pelo y que se llamaría Augusto. El acuerdo había sido tomado con anterioridad. Si era hembra, se llamaría Victoria; si era varón, se llamaría Augusto, nombre de emperador.

«La Voz de Alerta», que de un tiempo a esta parte padecía de urticaria, no cabía en sí de gozo.
Amanecer
lo publicó así. En vez de hablar de Mateo, que provenía de Rusia, habló de Augusto, que provenía del misterio. El alma se llenó de gozo, la casa se llenó de flores. Dolores, la sirvienta, afirmó que nunca había visto tan feliz al «señor». Se alegró doblemente porque en épocas de soledad y tristeza ella le había dicho siempre al alcalde: «Lo que a usted le conviene es casarse y tener un hijo». Ahí estaba, para siempre. A gusto «La Voz de Alerta» le hubiera traspasado al crío la vara de mando.

Se celebró, por todo lo alto, el bautizo, en la catedral. El oficiante fue el propio señor obispo, doctor Gregorio Lascasas. Padrinos, el general Sánchez Bravo y la esposa del gobernador, María Fernanda. El general le dijo a «La Voz de Alerta»: «Ya tiene usted adláteres y
tutti contenti
». Doña Cecilia le regaló a Carlota un precioso muñeco de trapo.

De Barcelona llegaron para la ceremonia los padres de Carlota, condes de Rubí. En el guateque que se celebró luego en el hotel Peninsular, donde se hospedaba John Stern, cónsul de los Estados Unidos en España, se reunieron unas cuarenta personas que hubieran hecho las delicias de José Alvear, si hubiera estado allí y hubiera dispuesto de una metralleta. Destacaban por su estatura el camarada Montaraz y el capitán Sánchez Bravo. Se habló de todo, empezando por lo que suponía la llegada al mundo de un nuevo ser, mientras el neófito Augusto dormía tranquilamente en la cuna. «La Voz de Alerta» había rogado a los condes, monárquicos recalcitrantes, que en presencia del general y del gobernador se abstuvieran de censurar al Régimen y al Caudillo.

—Va a costamos mucho trabajo —había dicho el conde, con marcado acento catalán— porque la cosa está que arde. Pero procuraremos no aguar la fiesta.

El obispo tomó la palabra.

—Se dice que cuando nace un nuevo ser, en el cielo repican las campanas… Tal vez sea exagerado, porque las campanas estarían tocando constantemente y lo más probable es que en el cielo no las haya. Pero sí que los padres contraen una grave responsabilidad.

«La Voz de Alerta» miró al prelado.

—Tenemos conciencia de ello, monseñor. De momento, con el bautizo hemos puesto la primera piedra…

—Cierto… —admitió el obispo, que, como siempre, estaba resfriado—. Mucha gente no concede importancia a este sacramento. Y es que no han leído el pasaje de Juan el Bautista en el Jordán… Ser cristiano es un tesoro que cada cual puede ir acrecentando o lo contrario, convertirlo, por soberbia, en un trasto inútil…

Carlota intervino.

—Esperemos que, en nuestro caso, y en el caso de nuestro Augusto, no sea así…

Hubo un intermedio en el coloquio, durante el cual todos hablaban a la vez, al tiempo que comían vorazmente. El señor obispo se mostraba muy locuaz, e igualmente el general. Éste recordó el bautizo de su hijo, el capitán Sánchez Bravo, allí presente. «Se hartó de llorar… En cambio, yo lloré el día que juré bandera».

Estas palabras fueron la piedra de toque. El general —«La Voz de Alerta» lo sabía de antiguo— apenas sabía hablar de otra cosa que de su profesión y de lo que girara en torno a ella. Con la impunidad que le otorgaba el uniforme, después de un breve rodeo se lanzó pronto a elogiar a Franco y a su labor como Jefe de Estado. Se hizo un silencio, hasta que el gobernador asintió. El general dio una importancia extrema a que el Caudillo hasta el momento hubiera conseguido salvar al país del conflicto bélico. El conde sólo sugirió que, tal vez, debido a la posición geográfica, privilegiada, de España, podría irse un poco más lejos y sacar una buena tajada de esa neutralidad. «Esperemos que Franco se dé cuenta de esto y saque a la nación del marasmo en que ha vivido durante tanto tiempo».

El general no entendió muy bien lo del marasmo pero no sospechó en absoluto que aquello fuera una alusión. Su hijo, el capitán, se lo había advertido muchas veces. «Es curioso. Habláis de España como si fuera vuestro feudo particular y como si todo el mundo estuviera de acuerdo con la manera que tenéis de plantar los tomates…»

El camarada Montaraz, que había aguzado el oído, ante tan ilustre concurrencia se creyó en la obligación de defender su camisa azul, que de hecho nadie había cuestionado. El camarada Montaraz acababa de regresar de Madrid, a donde se había desplazado para tener un cambio de impresiones con su amigo el ministro Girón, y llegaba eufórico. Al parecer, España tenía yacimientos de oro en cantidades enormes, muy superiores a aquellas que los «rojos» se habían llevado al extranjero, sobre todo, a Rusia y a Méjico. Tales yacimientos se encontraban en las cercanías del río Darro. La cosa tenía su aquél y posiblemente los aliados se quedarían estupefactos. Al mismo tiempo, minas de antracita en León, yacimientos de estroncio en Granada, riquísimas vetas en Puertollano con filones de pizarras bituminosas que proporcionarían a España unos ciento setenta mil litros diarios de gasolina. El gobernador repitió algo que ya se había dicho hacía tiempo y que Franco, en su última cacería, había recordado a sus amigos: «El subsuelo español está preñado de riquezas innumerables, que sólo la apatía y el poco cariño de los gobernantes predecesores habían dejado en el olvido».

Por la mente de los contraopinantes desfiló aquella tomadura de pelo de la gasolina sintética, pero nadie la mencionó, únicamente el profesor Civil, cogiendo el toro por los cuernos, manifestó que su alegría era infinita, puesto que veía la posibilidad de acabar con el macabro espectáculo del que él era el responsable en Auxilio Social. «Rostros demacrados, hambrientos, en los que está marcado el surco de la tragedia». La última nota lagrimeante al respecto eran los niños huérfanos que llegaban de los escenarios de la guerra, muchos de los cuales no sabían siquiera su nombre. El nuevo delegado de Fronteras, el coronel Evaristo Bermúdez, se los enviaba en caravana.

—Ayer por la mañana me trajeron a una niña de unos doce años, que sólo sabía alemán y que se llamaba Elvira. Ni idea de su procedencia ni de quiénes eran sus padres. Estoy buscando quien se haga cargo de ella, pero de momento no he encontrado a nadie. Es una niña preciosa, que después de pasar por la bañera daba gloria verla… La pobre intentó decir gracias en español, pero le salió una palabra incomprensible.

No le gustó al general el giro que había dado al coloquio el profesor Civil, y dirigiéndose al camarada Montaraz le preguntó qué se decía en las altas instancias de Madrid con respecto a la guerra.

—Digo esto porque aquí hay quien hace correr el rumor de que los japoneses la hacen por su cuenta…

El camarada Montaraz, a falta de un cacahuete para romper por la mitad, como si quisiera tomarse un tiempo mojó un bizcocho en la taza de chocolate y se lo comió. Luego contestó:

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