Los hombres lloran solos (20 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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«La Voz de Alerta» sacudió repetidas veces la cabeza.

—¡Pobre Niño de Jaén! —exclamó, de pronto—. Lo veo de patitas en el infierno.

—¿Quién es el Niño de Jaén? —preguntó la madre de Carlota.

—Nada. Un chiquillo andaluz, que hace de limpiabotas. Baila como nadie, cimbreando la cintura y taconeando que es un primor. Le dejas elegir entre el cielo y el baile y elige el baile.

La conversación terminó ahí, porque Augusto se despertó. Dolores, la sirvienta, se disponía a llevárselo.

—¡No, no, déjalo! Vamos a preguntarle qué opina él de todo esto…

Todos se acercaron a la cuna y quedaron embobados. ¡Un nuevo cristiano!

—¿Con quién estás de acuerdo, monín? ¿Con monseñor Escrivá o con el cardenal Segura?

Carlota lo tomó en brazos y le acarició los finísimos cabellos negros con los que Augusto había venido al mundo.

—Él no ficha, o no pita, por nadie, de momento… Y hasta que le nazcan los dientes no sabré si mi marido, que es un criticón, es o no es un buen dentista…

* * *

Washington, 18 de julio de 1942.

Querida familia Alvear:

Desearíamos que vosotros, en Gerona, disfrutarais de la paz que nos rodea en esta maravillosa ciudad, repleta de jardines y arbolado, y que sólo los diplomáticos, que ya nacieron hipócritas, pueden encontrar aburrida. Amparo se pasa el día huyendo de los negros, que aquí se acercan al cincuenta por ciento de la población, y que según ella huelen que apestan; por el contrario, yo he conectado con algunos de ellos, vecinos nuestros y me doy cuenta de que es la raza del porvenir. Naturalmente que los Estados Unidos tienen ahora otro problema que resolver, que es la guerra; pero incluso en ese terreno los negros, que se aprestan al combate como cualquier otro ciudadano, más tarde pasarán factura. Los niños negros son maravillosos y si no fuera porque se mueren pronto, nos ahijaríamos uno que nos hace tilín y que se llama Arthur. Tiene unos ojos preciosos y a mí me llama míster García, convencido de que este apellido en España es aristócrata.

Sólo de tarde en tarde recibimos noticias vuestras. Con más frecuencia recibimos
Amanecer
y otros recortes que nos manda Matías. Ello nos permite deducir la trayectoria que sigue el país, muy apegado, por lo visto, a los tres defectos atávicos, que son el fútbol, los toros y la España y olé. Diríase que este trío nos persigue a lo largo de la historia, como en Inglaterra el triunvirato que todo el mundo allí adora: la Corona, la Biblia y la Marina. Por cierto, que he empezado a leer la Biblia y me arrepiento de no haberlo hecho antes. En la Biblia hay cosas impresionantes, como lo de Abraham e Isaac y la huida de Egipto. Personalmente, me encantan los Proverbios, con consejos que a veces me tocan de cerca y que parecen escritos para mí. Amparo también la hojea de vez en cuando, pero sólo el Cantar de los Cantares.

Por aquí hay mucho masón. Pero esta palabra no tiene en América el mismo significado que en la calle del Pavo. Aclaro esto para que Carmen no crea que vuelvo a las andadas. Soy libre como un pájaro libre. ¡Interesante país! ¿Sabíais que la mano de obra preferida para construir los rascacielos son los indios? Resulta que los indios no tienen vértigo. Les envidio, porque a mí a veces me da vueltas la cabeza y no sé exactamente dónde estoy.

Felicidades a Pilar por el matrimonio. Felicidades a Ignacio por ser ya el pasante de un abogado, al que me gustaría conocer. Matías, ¡cuidado con el colesterol! Aquí los médicos, que son muy buenos aunque muy caros, le dan mucha importancia.

¿Sabéis el chiste que corre por aquí? «Bien venida la guerra, que permitirá a nuestros jóvenes aprender un poco de geografía y conocer otros países que no sean los Estados Unidos. ¡A lo mejor llegan incluso a conocer el Japón!».

Abrazos, Julio. Señas: Imperial Hotel, Washington, D.C.

* * *

Méjico, 20 de julio de 1942.

Querido Ignacio:

Felicidades por estar practicando ya la carrera que en buena hora escogiste. Estamos seguros de que triunfarás, porque de ti no se puede esperar otra cosa. Por fin hemos sabido el nombre de tu novia: Ana María. Un nombre que, según Olga, que ha empezado a escribir versos, huele a rosas. ¿Para cuándo la boda? Avísanos con tiempo, que hemos pensado ya el regalo que te queremos enviar, gracias al cual podrás presumir de conocer a fondo la ruta de los conquistadores.

Nosotros estamos muy bien, dándole a la editorial. No te olvides de ir mandándonos algún número de «La Codorniz», que es absolutamente lo contrario de
Amanecer
. Ese don Venerando que se han inventado los humoristas españoles es de aúpa. Los colaboradores de «La Codorniz» pueden perfectamente parangonarse con Mark Twain, en cuyo último libro que acabo de leer dice que ha visto todos los países que ha querido ver excepto el cielo y el infierno, y que de momento sólo siente una muy vaga curiosidad para conocer uno de éstos.

En estos días no sabría decir si el curso de la guerra nos une o nos separa. Todo está en el aire (y también en el mar). En Méjico hay una guerra cotidiana, por la facilidad con que la gente saca la pistola; pero al margen de esto, ya lo sabéis. Es un país para vivir, que acoge a todo el mundo con los brazos abiertos.

Nos gustaría recibir fotografías recientes de vosotros. ¡Pensar, Ignacio, que tus padres ya son abuelos! Sobre todo, una fotografía del bebé, que ya sabemos que también se llama César.

Nos enteramos de que murió el poeta Miguel Hernández. Es una lástima. ¡Treinta y un años! Todavía recordamos aquellos versos suyos: «Me llamo barro, aunque Miguel me llame. Barro es mi profesión y mi destino».

Anda, Ignacio. Entre pleito y pleito, una cartita para esta pareja de maestros, convertidos ahora en editores de pedagogía. Por cierto, ¿qué ha sido de aquel primo tuyo anarquista, José Alvear? ¿Salvó el pellejo?

Un abrazo para todos, David y Olga. Señas: Avenida de las Américas, 1174, Méjico, D.F.

* * *

París, 22 de julio de 1942.

Queridos tíos y primos:

Aquí sigo, en París, con la Nati de mis entrañas, que sigue tocándome las castañuelas. Ese Pétain de los diablos quería enviarme a trabajar a Alemania pero le dije que nones. ¡Estaríamos buenos! En Alemania no hay
Moulin Rouge
ni
camembert
. Los que se fueron están que trinan. ¿Qué esperaban? ¿Que les dieran vodka y caviar de Leningrado?

Ese babieca de Antonio Casal, con sus quejíos socialistas y su sordera, me tiene frito. Y para colmo, ¡ha preñado otra vez a su mujer! Para que veáis que en todas partes cuecen lo que yo me sé. Y Gorki, no digamos. Se pasa el día acariciando su úlcera de estómago y a su pastelera, Mady. De vez en cuando oye a Cosme Vila que habla por Radio Moscú. ¡El muy tunante! Pico de oro, como la Pasionaria, pero dejando a todo quisqui tirado en mitad de la calle.

Prefiero no hablaros de las francesitas, que se acuestan con los alemanes dos veces cada noche. Aquí todo el mundo es colaboracionista, empezando por De Gaulle y terminando por la madre que los parió. Me di un garbeo por la Línea Maginot. A menda, que no soy general, me dan aquello y no entra ni Dios.

Sé que Pilar se ha casado con un fascista. ¡Bien! El fascismo está de moda y a lo mejor hace saltar la Banca. Yo he llegado a una conclusión, y se lo digo a Canela siempre que la encuentro en los desfiles de modelos, y que Ignacio debería conocer: ducharse todos los días y afeitarse con champán. Y luchar contra el estreñimiento, ¡que según me contáis le está haciendo la santísima a tío Matías! ¿Por qué se llamará santísima? Con santa va que chuta ¿no creéis? Por cierto, que aquí hay urinarios públicos en todas partes, redondos, y que son el lugar donde se citan los maricones.

Bien, vale por hoy. Continúo en las mismas señas: 74 Avenue de Villiers, París, XVII. Me preguntáis si he aprendido francés. Aquí, si sabes decir
pardon
y
rouge
, puedes ir por todas partes. En todo lo demás me entiendo a base de cortes de manga.

Vuestro siempre, José.

Capítulo X

EL DOCTOR CHAOS obró con Mateo una especie de milagro. Sólita tuvo razón: «Si no te cura el doctor Chaos no te curará nadie». El muchacho ya podía andar sin ayuda de ningún aparato ortopédico, aunque, debido a la cadera rígida, balanceaba un poco la pierna izquierda. Total, una cojera perfectamente soportable, a la que ciertamente todo el mundo se acostumbraría, excepto, quizá, Pilar. Mateo ya en el piso, primero salió a dar unas vueltas por la plaza de la Estación y un buen día de agosto —habían pasado tres meses desde que la bala le perforó la carne— se fue a la Rambla, acompañado por Miguel Rosselló, y tomó posesión, en un vetusto caserón de la calle Ciudadanos, de la Jefatura Local de Falange y de la Delegación Provincial del Frente de Juventudes. En el local montaban la guardia dos cadetes, que al verle levantaron el brazo con perfecta precisión. Él los saludó cariñosamente. En el despacho, un retrato de Franco, otro de José Antonio, otro de Hitler y otro de Mussolini. Dos teléfonos. Un ramo de flores. Y el camarada Montaraz esperándole para darle posesión del mando.

Poco a poco llegó el resto de las jerarquías locales, desde el delegado de Sindicatos, Jesús Revilla, hasta el comisario de policía, don Eusebio Ferrándiz. También estaban Marta, Chelo Rosselló y Gracia Andújar, ésta eufórica porque el grupo de Coros y Danzas que ella capitaneaba acababa de regresar de Madrid nada menos que con el primer premio, al que optaron todas las demás provincias españolas. Marta se había alegrado indeciblemente y el propio Arrese le había felicitado, diciéndole: «Verdaderamente, tal vez la Sección Femenina sea la institución que con más méritos puede hablar de la patria, el pan y la justicia».

Mateo, mientras duró el discurso, breve, del camarada Montaraz, hizo de tripas corazón. Le dolía la Jefatura Provincial de Falange que había dejado, por orden superior, pero la tarea que había realizado con el Frente de Juventudes no se la quitaba nadie, y a buen seguro que en esa dirección podría ocupar gran parte de sus energías. Por otro lado, el general Muñoz Grandes había dado en el clavo al decir que «había que repartir la gloria y el riesgo». Tal vez en el próximo reparto le tocara un cargo en consonancia con su fidelidad y su capacidad organizativa.

No tuvo necesidad Mateo de soltar una gran parrafada. Su sola presencia, con la Cruz de Hierro y la Y de plata, inspiraba respeto. Al verle a él, los demás pensaban en la inmensidad de Rusia y en los campos de nieve salpicados de cadáveres. Fue la suya una intervención muy escueta, en la que juró estar al servicio de Franco y de la Falange dondequiera que le mandasen. Su padre, don Emilio Santos, cada vez que fue a la clínica a verle intentó explicarle que las cosas no andaban bien, que España se estaba convirtiendo en un país oligárquico montado sobre una masa que se las veía y deseaba para sobrevivir. Mateo no quería escuchar quejas de ninguna clase. Sabía muy poco de Arrese y muy poco de Serrano Súñer, a quien los aliados llamaban el «ministro del Eje» y Hitler «el cura del Régimen, al servicio de la Iglesia». Sólo confiaba en Núñez Maza, que le había prometido tenerle al corriente de la verdad de la situación.

Antes de terminar el acto el camarada Montaraz, con la sonrisa en los labios, lo nombró también jefe de la Delegación de Ex Combatientes, en sustitución de Jorge de Batlle, quien se interesaba mayormente por la presidencia de Acción Católica. Se cantó
Cara al sol
y se dieron los gritos de rigor. Luego todo el mundo se fue, excepto el propio Mateo, varios cadetes y un par de mecanógrafas. Una de ellas se llamaba Loli y la otra, Alejandra. Loli sufría de urticaria, como «La Voz de Alerta», lo que la traía a mal traer y la acomplejaba; la otra, en cambio, Alejandra, era una belleza, acaso un tanto procaz, que despedía femineidad por todos los poros al tiempo que era una eficiente taquígrafa, que al tomar notas juntaba las piernas como Silvia, la manicura, y cuyo padre viajaba por la provincia cosméticos y productos de perfumería. Mateo, al cabo de un rato les dijo a las dos: «Ya podéis iros. Hasta mañana… Desearía estar solo». A Loli y Alejandra casi les dolió, pero se fueron. Entonces Mateo les dijo a los cadetes: «Un par de vosotros que se quede ahí fuera y que no entre nadie». Y al propio tiempo desconectó el teléfono.

Y efectivamente, se quedó solo. Y después de dar, renqueante, un par de vueltas por el despacho y mirar los retratos de Hitler y de Mussolini se sentó y encendió un pitillo con un mechero de yesca que le había robado a un soldado alemán.

Por su mente desfilaron multitud de imágenes, desde aquel día de 1933 en que llegó a Gerona y que «La Voz de Alerta» había evocado en la nota biográfica que publicó
Amanecer
. ¡Cuánta lucha, cuánta camisa azul, cuántas batallas dialécticas, cuántos recuerdos empezaba a acumular! En el centro de ellos se encontraban varios camaradas —sobre todo, los que habían muerto—, e Ignacio. Sentía unas ganas enormes de abrazar a Ignacio y de que éste le mirara sin encono en el fondo de los ojos. Ignacio había ido a la clínica tres o cuatro veces y en una de ellas le presentó a Moncho y a Eva —una pareja impresionante—, pero se le veía reservado y con poca voluntad para quemar las etapas. En resumen, soledad, a no ser su padre, don Emilio Santos, que se había jubilado y que con toda evidencia «le había perdonado ya», acaso falto de fuerzas para andar rumiando rencores.

Por cierto, que el sustituto de su padre como director de la Tabacalera era un tal Hipólito Sáenz, hermano de un coronel de Caballería que estaba en Madrid y cuyo nepotismo se demostró de buenas a primeras: concedió un estanco a su hija, Araceli, en la misma Rambla y en competencia con un caballero mutilado.

Él era también un caballero mutilado. Y se enorgullecía de ello. Había dado tantas cosas —pedazos de vida— a la Falange, que ahora no iba a hacer marcha atrás. Confiaba en el camarada Montaraz, bien que por la costumbre de las gafas negras no había podido verle los ojos. Se había portado muy bien con él y daba la impresión de ser una mezcla de Salazar y Núñez Maza, es decir, de fuerza intelectual —Núñez Maza— y de fuerza física —Salazar—. Había apretado filas en Albacete, en Burgos, en Madrid, en Gerona. Marta le habló a Mateo de la labor que el camarada Montaraz estaba desarrollando en la provincia, especialmente —era obvio— en los campos de la higiene y de las enfermedades venéreas, así como en el de las viviendas protegidas para los «productores». Ni una palabra que pudiera herir su sensibilidad. «Si quieres encargarte tú de la censura del periódico y de la emisora de radio, te la cedo gustosamente». Mateo aceptó. No le gustaba que las sabandijas de siempre anduvieran merodeando por las cercanías. Así que trabajo no le iba a faltar. Y cuando regresaran —faltaban dos semanas— sus amigos de la División Azul se sentiría mucho más acompañado. Tenía un proyecto: convencerles a todos para que se quedaran en Gerona.
Cacerola
, Alfonso Estrada, Rogelio, Sólita y mosén Falcó, por supuesto; pero también los «tres mosqueteros», como les llamaban en la División, León Izquierdo, logroñés, el que se fue «porque le había abollado el auto a papá», Eugenio Rojas, «el motorista que se despistó y se encontró en Grecia» y, sobre todo, Pedro Ibáñez, madrileño, que se alistó por «orfandad» y que era capaz de reproducir con palillos cualquier monumento en miniatura.

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