Los hombres lloran solos (8 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Así que uno de los consuelos de Paz era el pequeño Eloy, la mascota del piso de la Rambla y del Gerona Club de Fútbol, que se ganaba unas perras en el estadio de Vista Alegre ayudando al encargado del equipo, Rafa. Eloy era un encanto de muchacho, por su espontaneidad, por su humildad y por llamar las cosas por su nombre. El presidente del club, que seguía siendo el capitán Sánchez Bravo, le acariciaba el pelo cortado a cepillo y le decía: «Hala, te doy permiso para que pises el césped en los entrenamientos y le metas seis golazos al portero desde el punto de penalty».

Paz era generosa. La avaricia no era su pecado capital; su pecado acaso fueran los celos. A Eloy le regaló un futbolín en miniatura, pintoresco juego que acababa de aparecer y que Matías aceptó de buen grado colocar en el cuarto del muchacho. Ambos jugaban partidas feroces; casi siempre ganaba Eloy. «Gracias, tío Matías. Mañana le pegaré otra paliza».

A Eloy cada día se le marcaban más las pecas del rostro, lo que le distinguía de los demás. Paz apretaba en ellas la molla del dedo y le decía: «¿Quién nos garantiza que eres vasco? ¿No habrás llegado de Suecia o algo así?». Paz decía «algo así» porque no tenía una idea muy precisa de los demás países escandinavos.

Paz ya no iba a la Agencia Gerunda, porque por fin le habían encontrado, en la calle del Carmen, el piso confortable que andaba buscando, pero no por ello la Torre de Babel había renunciado a la muchacha. Una y otra vez se hacía el encontradizo y le enviaba ramos de flores. La verdad es que la Agencia Gerunda había prosperado lo suyo, gracias a su acuerdo con los Costa, y lo mismo la Torre de Babel que Padrosa, que el abogado Mijares, podían permitirse una serie de lujos con los que aquéllos jamás hubieran podido soñar en el Banco Arús. El papeleo era cada vez más complicado y la clientela afluía sin cesar. Padrosa esperaba poseer un coche para plantearle a Silvia, la manicura, sus propósitos de boda; la Torre de Babel esperaba lo mismo para hacerle a Paz una declaración formal. Los Costa los animaban. «Son dos bombones, dos peces de color». Paz, pensando en la Torre de Babel, estiraba los brazos y bostezaba y luego se iba a ver al librero Jaime para entregarle la cuota mensual que pagaba para el Socorro Rojo.

Capítulo IV

MATEO Y SUS COMPAÑEROS gerundenses continuaban en el lago Ilmen, que en buena parte estaba helado. Alfonso Estrada seguía muerto de miedo y contando cuentos tremebundos —que ahora no tenía que inventarse— alrededor de las hogueras.
Cacerola
le escuchaba como quien oye llover. A él le bastaba con escribir cartas a Hilda, su madrina alemana, que se portaba muy bien con él, que le contestaba a menudo y le enviaba paquetes con tabaco y golosinas, además de alguna revista con generosa carne de mujer. Gracia Andújar era otra cosa, «se hacía desear»; o tal vez el correo desde España funcionase deficientemente. Sin embargo, les habían dicho que una vez a la semana salía un avión que desde Riga y pasando por Berlín enlazaba con la «madre patria».

Rogelio, el camarero que recibió el asalto sexual del doctor Chaos, había sido asistente del capitán Arias. Ya no lo era, porque el capitán Arias había muerto. Una bala certera disparada por un partisano le destrozó el cerebro. Estaba enterrado no lejos de la isba. Le habían otorgado la Cruz de Hierro, y era un honor; pero también habían puesto en su tumba una cruz de palo, que simbolizaba el «hasta nunca». Rogelio era ahora el asistente del capitán Sandoval, aunque a éste el chico no acababa de gustarle. Era el único que, a la hora de rezar, salía fuera a fumarse un pitillo, marca Juno, como siempre.

Por su parte, Mateo no podía olvidar que el comandante Regoyos le había dicho que debía prepararse para una «dura misión». Y la orden llegó, poco antes de Navidad, es decir, poco antes de que los viejos ortodoxos clamaran «¡Christus, Christus!». Se trataba, en efecto, de intentar socorrer, liberar, a una patrulla de alemanes que estaban cercados más al sur, en la posición de Wswad. El capitán Ordás iría al mando de la operación. Mateo, con la fotografía de Pilar y de César en el bolsillo, se despidió de sus amigos pensando también que muchos alemanes casados habían muerto voluntariamente en la guerra de España.

Fue una odisea sin posible descripción, a través de la nieve, a una temperatura de treinta y tres grados bajo cero. Un esfuerzo titánico, como Mateo no recordaba otro igual. Grandes barreras de hielo y grietas como simas. Los hombres se iban congelando, se inutilizaban los aparatos de transmisiones, los trineos se rompían y las brújulas se volvían locas. Cuando cogían algún prisionero ruso, la cantinela era la misma: miles de esquiadores siberianos se hallaban distribuidos por la región. Pese a todo, la misión se cumplió, y los cercados alemanes abrazaron a sus liberadores sin acertar a pronunciar una sílaba. Uno de ellos balbuceó: «Gracias». Todos los libertadores oyeron esta palabra, porque quedaban solamente doce. De los doscientos seis hombres que salieron de Spaspiskopez, sólo quedaron doce combatientes, entre ellos, Mateo, herido de bala en una cadera.

Los alemanes, con una camilla sobre un trineo, se llevaron a Mateo a la retaguardia ahora libre, y lo depositaron en manos de un médico alemán que le practicó el primer reconocimiento y también la primera cura y que ordenó su traslado a un hospital español que había en la ciudad de Riga, antigua capital de Letonia. Mateo sufría horrores y se preguntaba si podría volver a andar. Por el momento el diagnóstico era imposible: faltaban las radiografías. Mil pensamientos se le agolparon en el cerebro, y al pasar de nuevo por Spaspiskopez oyó que unos divisionarios cantaban la copla de moda:

Rusia es cuestión de un día

para nuestra Infantería

pero acabaremos antes

gracias a los antitanques.

Tenemos que recorrer

mil kilómetros andando

para luego demostrar

lo que llevamos colgando.

A lo largo del recorrido le fue muy útil un diccionario ruso-español que le había arrumbado al capitán Arias, éste ya cadáver. Aunque abreviado, el librito contenía palabras clave que le servían para dar cuenta de su estado. Lo montaron en un coche que olía a guerra. Más tarde una ambulancia se puso a tiro y gracias a ella pudo llegar a Riga, al hospital, donde, efectivamente, había muchos españoles, entre ellos, ¡Sólita, la enfermera, la hija de don Óscar Pinel, fiscal de tasas!

Sólita le reconoció y, viéndole sufrir, le dio un beso en la frente y una copa de coñac. Abrevió de tal modo los trámites, pese al barullo reinante, que a la hora exacta había sido reconocido por dos médicos, que diagnosticaron la destrucción de la articulación coxo-femoral. La herida era grave. «¿Te das cuenta? Anquilosis de cadera». Ello suponía que se quedaría cojo para el resto de su vida.

Mateo rompió a llorar. Hacía largo tiempo que no lloraba; tal vez, desde que escribió aquellas crónicas a raíz del traslado de los restos de José Antonio a El Escorial. Sólita, con su bata blanca, era su único consuelo. Curiosamente, «la otra víctima del doctor Chaos» había engordado, su mirada era triste, pero toda ella respiraba energía. Le gustaba su profesión. Se sentía útil. Ahora más que nunca, debido a Mateo. «El personal de aquí se muestra muy duro, aunque hay que comprender las condiciones en que trabajan. Los cirujanos, día y noche, turnándose cuando se caen de cansancio. Los heridos cuentan, y ello te beneficia; los enfermos, nada. Ahí arriba, en el primer piso, tienes a Núñez Maza, consejero nacional, debilitado, hecho trizas, con fiebre cuyo origen no consiguen identificar. Y ahora, descansa… No te perderé de vista ni un minuto».

A Mateo le ocurrió lo que a los alemanes de la posición de Wswad: sólo pudo balbucear: «Gracias». Estaba inmovilizado. ¡Y sufría tanto! Y cojo para siempre. Pensó en Pilar, en Matías, en Carmen, en Ignacio… Su nombre aparecería en la Hoja de Campaña en la que se relataban los hechos diarios y las gestas. Esta hoja ahora se llamaba
Alcázar
y tiraba cinco mil ejemplares.

Estaba soñoliento —Moncho solía decir: «Un poco de éter, y todos iguales»—, pero antes de dormirse pensó casi obsesivamente en
Cacerola
. ¡Cuando se enterara de lo ocurrido! Era preciso evitar que se lo comunicara a Gracia Andújar. Pero, ¿cómo hacerlo? Mateo pensó en sí mismo y tuvo que reconocer que, al alistarse, en el fondo se creyó que todo aquello sería un paseo militar hasta llegar a Moscú y participar en el gran desfile en la plaza Roja.

El camarada Núñez Maza, que al cabo de una hora exacta estaba junto al camastro de Mateo, tenía, en efecto, un aspecto cadavérico. «Estoy muy enfermo —le dijo—. Esos cabrones me han envenenado». Tenía los ojos idos, los ojos brillantes, los ojos de la fiebre. Toda su seguridad falangista se había desmoronado. Pensaba abandonar. Pensaba pedir el regreso a España, porque su problema era de vida o muerte. Él procedía de otro sector, más próximo a Leningrado. Tampoco sabía gran cosa de lo que ocurría en los otros frentes. Leningrado, de noche, ofrecía un espectáculo indescriptible. Las escuadrillas alemanas iban a bombardear la ciudad. Sus defensores iluminaban el cielo con potentes haces de luz, grandes bolsas de fuego de artificio y globos protectores. Alarde pirotécnico. Se defendían con baterías antiaéreas pero sin aviones de caza, ya que los pilotos rusos temían ser derribados.

Sólita había sido también su ángel tutelar. Salazar, con su cachimba, se las iba arreglando. La última vez que le vio le habló de Serrano Súñer en tono de desconfianza. Y le habló también de las mujeres rusas, siempre dispuestas a lavar la ropa, a cocinar, así como de los hombres, que hacían trabajos de carpintería o cortaban leña. La cabaña del camarada Salazar estaba llena de carteles de toros y de otros motivos característicos de la raza.

—¿Tú entiendes a los rusos? Perdona, que veo que la herida te hace sufrir…

—No importa. ¡Poder hablar contigo es una bendición! En España, los jerarcas siempre parecíais muy distantes…

—Tal vez tengas razón. Aquí, cualquier vanidad se va al carajo. ¿Te has percatado de cómo huele este hospital?

—Claro que sí. Al entrar, creí que me desmayaba.

—Fíjate en esos bidones que hay debajo de las camas y que sirven de orinales. De noche se hielan. Y cuando puedas salir, aunque sé que te costará un tiempo poder hacerlo, comprobarás hasta qué punto la nieve conserva intactos los cuerpos. Nadie los entierra. Y para colmo, de pronto, en el momento más impensado, se oye aquella canción tan nuestra que dice:
me fui, al puesto que tengo allí…

Mateo intentaba en vano moverse un poco, cambiar de postura.

—Y esos dos hombres tirados en ese rincón, ¿qué hacen ahí?

Núñez Maza volvió la cabeza.

—No lo sé. Lo más probable es que sean dos rusos que se han pasado a nuestra división. Se dan casos; y también se dan casos a la inversa. Fíjate en sus pies y en sus manos envueltos en trapos, sumisos como perros, miserables, esperando la muerte… En cambio, fuera hay chiquillos patinando en el hielo, ajenos a todo mal. Son la inocencia purificada por el frío.

Hablaron, como era de esperar, de los alemanes. Estuvieron de acuerdo en que no eran como se habían figurado desde Madrid o desde Gerona. La palabra azul no significaba nada para ellos, de forma que no decían «División Azul», sino «División de Voluntarios Españoles». Al parecer, el general Muñoz Grandes estaba también disgustado, porque suponía que los representantes de Franco tendrían voz y voto respecto a las operaciones. Nadie se interesó por su opinión. Asimismo el general se sorprendió de que los destinaran al sector Norte, a los países bálticos, pues siempre se había dicho que irían a Ucrania, de clima más benigno, donde había italianos y rumanos. Y ya, en el plano de los soldados rasos, muchos alemanes miraban a los «soldaditos» españoles con cierta displicencia, con su estatura, sus risas, sus discusiones, su hablar alto. Los soldados alemanes iban correctamente vestidos, excepto, claro, cuando se encontraban copados como en Wswad y los «españolitos» tenían que ir a socorrerles, quedando luego cojos para el resto de sus días.

De repente, ambos camaradas se sintieron fatigados. Sólita apareció.

—Hala, ya está bien por hoy. Tiempo tendréis para cambiar impresiones. ¡A que habéis sido severos con los alemanes…!

—Pues, un poco, sí… —admitió Núñez Maza, cuyos ojos se habían enfebrecido más aún—. ¿Y tú no?

Sólita mudó de expresión. Se tornó severa, fría, como si meditara planes de venganza.

—Yo… ¡qué os voy a contar! A mí me hirieron para siempre, pero fue en España…

* * *

Cosme Vila seguía en su piso de Moscú, con su mujer y con el crío. Acompañábanles los camaradas Ruano —madrileño, intelectual—, y los catalanes Soldevila y Puigvert. De vez en cuando recibían la visita de la maestra Regina Suárez, que siempre les traía noticias de primera mano.

En los días en que Mateo cayó herido, Moscú era el objetivo que parecía prioritario para los alemanes, simultaneándolo con el cerco de Leningrado en el Norte y haber tomado, en el Sur, Odessa y Crimea. Aquello era sobrehumano. Se hablaba de tres millones de soldados del Reich dispuestos a acabar pronto con aquella aventura desenfrenada. Regina Suárez les dijo:

—Pese a la censura, muy rigurosa, nadie puede ocultar la verdad. Y la verdad parece ser desagradable. ¿Dónde está el gobierno, dónde está el Cuerpo Diplomático? Han abandonado la ciudad, hacia un destino desconocido. También los ministros, los altos funcionarios y el cuerpo de baile del Bolshoi. Apenas se puede andar por Moscú, pues la policía detiene a la gente al objeto de dejar pasar los transportes de tropas. Se dice que Stalin quiere permanecer en el Kremlin hasta el último momento, si este momento llega; en cuanto a nosotros, los españoles, habrá que elegir…

Cosme Vila se tocó la calvicie, al igual que cuando Ignacio, en el Banco Arús, le traía un periódico de derechas. Al igual que Sólita, había engordado. Había luchado mucho para aprender el idioma ruso, pues los profesores se empeñaban en enseñárselo a base de Puskin y lo que Cosme Vila quería era poder leer Pravda. Pese a todo, hizo un gran adelanto, dado que, en su opinión, el léxico revolucionario se parecía en todas partes.

—¿Qué es lo que tenemos que elegir? —preguntó al fin.

—Pues, está claro. Son muchos los camaradas que estaban trabajando en industrias de guerra y que han sido trasladados contra su voluntad a Siberia. Ellos, lo mismo que los estudiantes de la universidad, querrían ir al frente, combatir; pero los jefes rusos les han dicho: «Vosotros ya habéis hecho vuestra guerra. Ya os llamaremos cuando llegue la hora de rescatar España». Pese a todo, se ha formado la 4.ª Compañía, algunos de cuyos miembros, y tal como habíamos supuesto hace tiempo, han sido elegidos para defender, llegado el caso, el mismísimo Kremlin… Bien, bien, ¡no os alborotéis! Una posibilidad estriba en ir al frente de Leningrado, donde combate la División Azul. Para ello es posible que os den permiso… La otra posibilidad es tomar el macuto e irse con la Pasionaria, que, si no cambia de opinión, piensa dejar su
dacha
y trasladarse a Ufa, la capital de la República Soviética de Bashkiria…

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