El aviso no cayó en saco roto. Se reforzó la guardia en numerosos puntos, en algunos casos con el asesoramiento de los contrabandistas, que se conocían el terreno al dedillo. Y el 19 de octubre saltó la sorpresa. Esta vez la embestida fue muy superior.
Por lo menos ocho brigadas de trescientos hombres cada una penetraron en el valle de Arán, sigilosamente y por sorpresa, ocupando una serie de pueblos —Les, Bossòst, Les Bordes, Vilca, etc.— y acercándose peligrosamente a Viella, la capital.
Era la más importante de toda la historia de las operaciones de los maquis en España y el hecho militar más destacado desde la guerra civil. De nuevo cayeron soldados y guardias civiles. Era evidente que los maquis pretendían ocupar la totalidad del valle de Arán, convirtiéndolo en un «enclave liberado» en el que pudiera sentar sus reales un gobierno republicano presidido por Negrín, quien pediría ayuda a las fuerzas aliadas para derribar el franquismo. José Alvear, metido entre los comunistas, decía que aquello era la «rehostia». Ya se veía en Gerona tocándole el pompis a la Andaluza y, sobre todo, al señor obispo. Los compañeros le pedían calma, pero él de vez en cuando lanzaba un grito a lo Tarzán. Había dejado a Nati en Perpiñán, en el hotel Catalogne, prometiéndole que volvería a recogerla y le daría un hijo.
El general Sánchez Bravo y el general Moscardó se personaron en Viella. El general Moscardó, al tiempo que ordenaba reforzar la población, dijo: «Voy a convertir esto en un nuevo Alcázar de Toledo». Estuvo a punto de ser capturado, hasta que en la mañana del 20 de octubre llegaron en calidad de refuerzos los batallones de cazadores de montaña Alba de Tormes y Barcelona.
Dura lucha, de la que los vencedores de la guerra civil se habían despedido el año 1939. Cada guerrillero iba soberbiamente equipado y con una fe en el combate que hubiera sido ridículo negar. Por supuesto, contaban con que les iba a ayudar la población civil, con que el ochenta por ciento de los paisanos se les unirían a la rebelión y que el abanico se ensancharía por tierras catalanas y aragonesas. Su asombro no tuvo límites al advertir que nadie movía un dedo. Todo el mundo permanecía en sus hogares, demudado el semblante. En algunos casos se advertía la animadversión y entonces los «culpables» eran fusilados sobre el terreno. Simultáneamente habían penetrado maquis en la zona norte de Pallars Sobirà. La lucha duró diez días. Más de cien soldados y guardia civiles fueron hechos prisioneros. El interrogante era automático. «¿Creéis que el pueblo se alzará contra Franco? ¿Y vosotros, los de uniforme? ¿Acudiréis en defensa de la libertad?». Los soldados y guardia civiles no sabían qué responder. Con sus familias y sus novias tranquilamente en la «retaguardia» no estaban en absoluto preparados para semejante situación. De pronto, algún maquis de sangre caliente vaciaba su cargador y caían al suelo unos cuantos prisioneros; otros eran guardados como reliquias con la pretensión de obligarles a «cantar».
A los diez días los maquis eran menos y las fuerzas que defendían Viella muchas más. Entonces llegó de Yugoslavia, del cuartel general de Tito, Santiago Carrillo y a la vista de los acontecimientos ordenó a «Mariano» y sus hombres que abandonaran la lucha y regresaran a Francia.
Costó mucho obedecer. ¡Tierra española! Cinco largos años esperando la ocasión. Sin embargo, Santiago Carrillo tenía razón. Superado el factor sorpresa, y comprobada la inmovilidad del vecindario, aquello terminaría en hecatombe. Todavía estaban a tiempo de salvar el pellejo. Porque pronto llegarían los morteros, la artillería y quién sabe si la aviación. José Alvear subió al campanario de Bossòst, meó desde allá arriba y se despidió hasta nuevo aviso de su gran aventura, ampliación de la anterior en el pueblo de Agullana. Quería llevarse en recuerdo la pila bautismal. O la custodia. O el incensario. Finalmente entró en la sacristía, se vistió con una casulla y emprendió montaña a través el camino que le conduciría junto al lecho de su amada Nati.
El Partido Comunista, aprendida por dos veces la lección, desistió de la «guerra abierta». Esperaría a que la contienda mundial terminase y actuarían entonces como mejor les conviniera. Claro, que era preciso no entregar la primacía a los republicanos ortodoxos, que a lo máximo impondrían en España una República burguesa. De ahí que Santiago Carrillo y su comité asesor decidieran enviar combatientes uno por uno, o por parejas, hacia el interior de España, con consignas concretas para reconocerse entre sí e instrucciones para el sabotaje y la hostigación del Régimen: asalto a trenes, a centrales eléctricas. Al propio tiempo, se instalaría un Comité Central en Madrid, que actuaría de enlace y cuyo mando directo asumiría el general Líster, quien había hecho los correspondientes estudios militares en la Academia Frounze, de Moscú.
Todo fue impresionante para el camarada Montaraz. La valentía del adversario, su fanatismo, la perfecta reacción del Ejército y de la guardia civil. También le impresionó en grado sumo el silencio que planeó sobre tales acontecimientos. Recibieron de Madrid orden tajante de no publicar nada en
Amanecer
, de no dar la menor noticia por la radio. Y en toda España sería así. En Gerona, apenas si unos cuantos se enteraron de lo que había sucedido y de su posible trascendencia. Mateo utilizó, como en las grandes ocasiones, su mechero de yesca. Pilar no se enteró. Tampoco Carmen Elgazu. Sí se enteró Matías, gracias a Ignacio. El señor obispo se arrodilló en su habitación y rogó largamente «por las víctimas de ambos bandos».
Cacerola
, contra su costumbre, se indignó. Debían de haberlos avisado a ellos, a los ex divisionarios, para ir en socorro del valle de Arán. Claro que, dejar a Lourdes —tal vez embarazada— hubiera sido el mayor sacrificio de su vida de falangista.
De nuevo las dos Españas, aunque no frente a frente. Una, todopoderosa, disponiendo de un ejército en constante renovación; otra, dispersa por los caminos y por los cerros, especialmente por Extremadura, Asturias, León, Cuenca, etc. También había otra España disfrazada, maquillada como el presidente Roosevelt, en las grandes capitales. En un momento en que se había aprobado la Ley contra el Bandidaje y Terrorismo, que en el pueblo cordobés de Espiel quince atracadores habían sido fusilados en la plaza mayor y que en el campo de la Bota eran fusilados también seis «individuos» por haber asaltado la fábrica de cervezas Moritz.
* * *
José Alvear no pudo llegar a Perpiñán, al lecho en el que Nati le estaba esperando. En el último kilómetro antes de alcanzar la frontera les salió al encuentro —iban él y cinco compañeros más— una patrulla de la guardia civil y les obligó a rendirse. José Alvear repitió aquello de la «rehostia», pero el tono de voz había cambiado. También se había despojado de la casulla, impedimento para caminar. Debidamente esposados, fueron objeto de un minucioso chequeo ellos y sus mochilas. En la de José Alvear encontraron un paquete de consignas del Comité de Unión Nacional que empezaba diciendo: «Departamento de los Pirineos orientales. Manifiesto. ¡A todos los españoles! ¡Compatriotas! ¡La hora ha llegado!». Etcétera. El resto del grupo no llevaba nada y ello les llamó la atención. Posiblemente José Alvear fuera un pez gordo. Él negó con la cabeza, pero su físico era la viva estampa del guerrillero acostumbrado a luchar. José Alvear tuvo una idea luminosa, que acaso le salvara la vida: decirles que tenía familia en Gerona, con ex combatientes y demás, y que vivían en la Rambla, 28. Su primo, Ignacio, vivía gracias a él. Él le había acompañado al frente de Madrid, el año 1938 y lo había depositado en manos de los «nacionales», de los moros. Pedía ser llevado a Gerona para confirmar la autenticidad de su declaración.
El sargento de la guardia civil se acarició el bigote. Sí, era posible. El prisionero dio todos los datos que le pidieron acerca de sus familiares gerundenses. Lo mejor sería no fusilarlo allí mismo; tal vez aquel «pájaro» fuera un mandamás y pudiera aportar informes de valor.
En fila india fueron conducidos a Viella. Allí el general Sánchez Bravo separó del resto a José Alvear. El resto, pese a las súplicas, fueron ejecutados en el pequeño cementerio del pueblo, con la asistencia del párroco, cuya ayuda rechazaron; y el «posible mandamás» fue conducido en coche a Gerona, donde ingresó en la cárcel.
José Alvear se mordía los puños. ¡Si Ignacio quisiera! Pero tal vez el pobre no podría hacer nada. Los reclusos le asediaban a preguntas, convencidos de que la infiltración procedente de Francia era masiva. Él les contó la verdad —el golpe había fracasado— y rogó que le dejaran solo. Y se puso a meditar, recordando su llegada a Gerona la primera vez, cuando encontró a Ignacio en las nubes, como un monaguillo y cuando él se subió al tablado de las sardanas y destrozó el trombón. ¡Cuántas cosas habían pasado! Y Canela… ¿Tío Matías podría hacer algo? Tal vez… Llevaba sombrero y tenía autoridad moral. Seguro que Ignacio, por su parte, era amigo del gobernador. Y tía Carmen, amiga del obispo. ¡Dios, quién lo metió en aquel lío! Con lo bien que lo pasaba escribiéndoles cartas. Y ahora que el Eje estaba a punto de pringarla. Era preciso esperar. Era de suponer que todo iría muy de prisa, que no le tendrían con la incertidumbre durante días y días, como pasaba con otros camaradas. «Lo mío es otra cosa. Lo mío, según las leyes fascistas, se merece el juicio sumarísimo y el paredón».
Fuera, las cosas discurrieron por cauces normales, es decir, con una angustia asfixiante por parte de Ignacio y de Matías. Éstos hicieron cuanto estuvo en su mano para que la pena de muerte decretada contra José le fuera conmutada. Intervino el gobernador. «Lo lamento, Ignacio. Pídeme cualquier cosa menos esto. Tenías que ver a nuestros muertos en el valle de Arán». Intervino el capitán Sánchez Bravo, a quien visitaron Matías e Ignacio. «Yo no puedo hacer nada. Mi padre es general, yo soy un simple capitán…» Intervino José Luis Martínez de Soria, teniente jurídico. Tal vez éste, por su cargo, pudiera inclinar la balanza. «Lo lamento, Ignacio. El delito es de muerte. ¿Te das cuenta? Comité de Unión Nacional. ¡Compatriotas! ¡Ha llegado la hora! Me temo que haya llegado la hora para tu primo. La ayuda que te prestó a ti no compensa. Aunque intentara hablar con el coronel que ha de juzgarle no conseguiría nada; pero es que tampoco, y lo siento, estoy dispuesto a intervenir».
Paz Alvear se enteró y se subía por las paredes. Volvió a ser la muchacha de Burgos que vendía tabaco a los militares. «¡Esos canallas! Morirán matando… Dispararán hasta el último momento, hasta que cinco mil aviones aliados cubran el suelo español». La Torre de Babel intentó apaciguarla. «Tu primo es un insensato. ¡Guerrilleros en España! Nadie le obligó. ¿Me escuchas, Paz? Él mismo lo ha dicho. Pensaban que la gente se uniría a su proeza; y la gente no está para volver a las andadas. Ni siquiera tú… Los únicos tiros que gustan a la gente son los de las ferias, los tiros al plato y los tiros de pichón».
Pleito resuelto. José Alvear no era siquiera un «mandamás», como en un principio se creyó. Era un loco, un libertario. Dios sabe cuántos crímenes tendría sobre su conciencia; mucho más serio que asaltar las cervecerías Moritz. Pena de muerte. Ejecución inmediata, en el cementerio de Gerona, al amanecer. Mosén Falcó fue a visitarle y comunicarle la noticia de que no había conmutación de última hora. José Alvear le llamó «cabrón» y se volvió de cara a la pared.
Al alba, como siempre, en aquel cementerio de Gerona donde los Alvear empezaban a tener tantos seres queridos. José Alvear fue fusilado. No quiso que le vendaran los ojos, tampoco que le fusilaran por la espalda. Murió con el uniforme del maquis, moteado de verde para confundirse con la vegetación. Gritó «¡Viva la libertad!», y cayó desplomado. Y el sustituto de Ricardo Montero se le acercó y le disparó el tiro de gracia. Fue enterrado en la fosa común, donde se amontonaban carne putrefacta y esqueletos. No tuvo derecho a lápida, como Matías hubiera querido. Tampoco a corona de flores. Mateo deseaba presenciar la ejecución, pero Pilar le rogó que se quedara en casa acunando al pequeño César, que ya sabía indicar con los dedos que estaba a punto de cumplir los dos años de edad.
LA SUPERIORIDAD AÉREA de los aliados era la causa de la seguridad en el triunfo final. Sin embargo, los bombardeos sobre Inglaterra continuaban siendo terribles. Las V-I, y sobre todo las V-II —a las que los ingleses llamaban robots, puesto que no necesitaban piloto— eran demoledoras. Su mayor ventaja era que distraían fuerzas aéreas inglesas, las cuales perseguían el emplazamiento de las catapultas. Cincuenta mil toneladas de bombas habían sido lanzadas hasta el momento por los ingleses sobre este objetivo.
Los robots se oían cuatro o cinco minutos antes. La gente se habituó. Era preciso huir de los cristales, de las ventanas o tumbarse en el suelo. Los autobuses londinenses eran ratoneras. Y se habían evacuado, voluntariamente, niños, ancianos y enfermos. No obstante, el pueblo inglés, fiel a su estoicismo y sentido patriótico, decía: «Las bombas que caen sobre nosotros no caen sobre nuestros soldados». Entretanto, en la batalla de Francia el avance proseguía incontenible. Se acercaban a las 400.000 las bajas ocasionadas al Eje desde el desembarco de Normandía. «Esto no es una batalla —decían los generales—. Esto es una caza».
Pero ocurrió que llegó a Gerona una noticia inesperada: una V-II había matado en Londres a la mujer de míster Edward Collins, el cónsul inglés. Míster Collins quedó hundido en su sillón del hotel del Centro. Recibió la visita del cónsul norteamericano, míster John Stern y de Manolo y Esther, con quienes había entablado amistad. La escena fue emotiva, pues el hombre, de natural optimista, apenas si tenía fuerza para pronunciar una sílaba. Por fin míster Edward Collins se marchó, aunque quedó claro que pasados unos días se reintegraría a su destino. El último en despedirle fue míster John Stern, quien estaba convencido de que, pese a todo, los recursos del Eje seguían siendo ingentes.
La labor de estos cónsules consistía principalmente en resolver los problemas que planteaban los refugiados aliados y observar también con detalle la acogida que las autoridades españolas daban a los refugiados del Eje. Por ello se enteraron de que, de los últimos 15.000 refugiados alemanes que habían cruzado la frontera, medio centenar estaban concentrados en la población gerundense de Caldas de Malavella —en su famoso balneario, a 15 kilómetros de la capital—, en espera de un posterior traslado.