—¿Estás seguro de que es este lugar?
—No hay duda. El vestíbulo es exactamente el del vídeo, hasta los cuadros. Es ahí. Y son muy, muy estrictos con las normas de admisión.
—Entonces, ¿por qué no me hiciste una llamada perdida?
—Lo hice. A lo mejor no hay cobertura ahí arriba. Lo hice sin sacar el móvil del bolsillo, así que no puedo saberlo.
—¿Y cómo era?
—Impresionante. No vi a ningún residente, salvo a un tipo, al final, pero fue un instante y no pude verle bien. En fin, si tienes la pasta necesaria y no quieres que te molesten con asuntos terrenales, es el lugar ideal. Pude echar un vistazo a los planos de las casas, y te digo que no son los típicos antros de ricos. Tienen a alguien muy bueno dedicado al caso, alguien con algo muy específico en mente.
—¿Como qué?
Saqué un bolígrafo del bolsillo e hice un esbozo.
—Plano despiezado. Habitaciones principales elevadas. Chimenea central en la parte interior de las habitaciones. Vitrales en las ventanas enfrente de la chimenea y en los tragaluces de los pasillos. Aleros corridos, ventanas horizontales corridas, terrazas flotantes.
Bobby ojeó los dibujos.
—¿Y bien? A mí todo esto me suena a casas normales y corrientes, colega.
—Muchas de estas cosas ya se han incorporado al diseño estándar actual —reconocí—. Pero la forma de articularlas en esos planos es de manual Frank Lloyd Wright.
—Bueno, quizá lo hayan contratado.
—No lo creo. A no ser que también hayan contratado a un médium.
—Entonces habrán contratado a alguien que diseña como él. Debe de haber cientos. Una gran cosa.
—Es posible. Pero este estilo ya no está de moda, nunca lo ha estado para este tipo de proyectos. Son más habituales las escalinatas a lo magnate del petróleo, los dormitorios gran suite y el tono general de mira-lo-rico-que-soy.
—Me parece estupendo.
—Pero es artificial. Al principio, vivíamos en sitios esculpidos directamente en el entorno natural, no construidos a partir de dibujos. Por eso gran parte de la arquitectura moderna parece estéril: no hace ningún uso orgánico del lugar. Las casas de Wright eran diferentes. La ruta de acceso se complica para simbolizar el retiro a un refugio seguro y conocido, y la chimenea se coloca en el centro de la estructura, como una hoguera en una cueva profunda. Los espacios de circulación en el interior de la casa son múltiples, como una última defensa, y además sugieren la adaptación de un espacio creado naturalmente. Las ventanas exteriores son corridas, de modo que la vista revela el paisaje sin comprometer el interior. El vidrio tintado evoca un muro de vegetación a través del cual los habitantes pueden mirar, pero que resulta opaco desde el exterior. Los humanos se sienten más cómodos cuando cuentan con visión y refugio, cuando tienen una buena perspectiva del terreno que ocupan pero al mismo tiempo se sienten protegidos y ocultos. Eso es lo que pretende este estilo.
Bobby se quedó mirándome.
—Eres un tipo peculiar.
Me encogí de hombros, incómodo.
—Escuchaba en clase. Quiero decir que si encuentras otra urbanización parecida, te besaré el culo.
—Tentador, pero por el momento creeré en lo que me dices.
—Probablemente esa sea una de las razones por las que no dejan ver las casas de antemano. No son de las que escogen ese tipo de clientes para poner sus millones. Lo cual significa que tiene que haber otra razón para hacerlas así.
—Que el promotor sea un fan de Wright. O que el arquitecto al que contrataron también escuchara en clase. No veo que esto nos lleve a ninguna parte, y me gustaría que me contaras lo que ha ocurrido al final.
—Le he dado una tunda al agente.
—¿Ahí mismo?
Negué con la cabeza.
—Confía en mí. Cuando volvimos al pueblo. No había nadie.
—¿Está muerto?
Lo preguntó como si fuera una formalidad.
—Por Dios, no.
—¿Por qué lo has hecho?
—No me gustaba el tipo. Además, antes había dos firmas encargadas de Los Salones. Ahora solo hay una.
Bobby asintió con gesto lento.
—Porque la de tu padre ya no está en activo.
—Chico listo.
—También deduzco, por el hecho de que no estemos hablando de homicidio, que no crees que el agente haya matado a tus viejos. A pesar del incentivo económico.
Sacudí la cabeza.
—No lo hizo personalmente. Pero está complicado con la gente que lo hizo. ¿Por qué, si no, hay imágenes de ese lugar en la cinta?
Me levanté de repente y salí deprisa de la cocina. Al pasar por el vestíbulo, algo llamó mi atención, pero no supe qué, así que continué andando. Bobby me siguió hasta el salón y una vez allí me acerqué a la mesita de centro. Cogí el libro que había encima y lo agité ante sus ojos.
—He aquí un libro sobre el antes mencionado y famoso arquitecto —dijo él—. ¿Y qué? Tu padre era agente inmobiliario. Estaba en el tema de las casas. Y además era mayor. A los viejos les chiflan las biografías. Eso y el Discovery Channel son las únicas dos cosas que los mantienen con vida.
—Bobby...
—De acuerdo —concedió—. Es una coincidencia interesante. Más o menos.
Seguí paseándome arriba y abajo, volví al vestíbulo y entonces me detuve en seco. Me sentía como si tuviera un motor dentro, en marcha, a punto para salir, pero sin la menor idea de en qué dirección.
—¿Has registrado la casa a fondo?
—Levanté la alfombra, miré debajo de las maderas del suelo, subí al tejado y examiné el depósito con una linterna. Miré dentro de los teléfonos. Aquí no hay nada más. Claro que no puedo saber si falta algo.
—Yo tampoco —dije—. No venía mucho por aquí. Solo me di cuenta de los vídeos. —Fruncí las cejas—. Espera un segundo. Cuando estuve aquí el otro día dejé el correo aquí encima. Y ahora ya no está.
Miré a Bobby, súbitamente seguro de que estaba sobre la pista de algo.
—Relájate, detective. Hace un par de horas ha venido un tipo mayor a recogerlo. Dijo que era el abogado de tu viejo. Le dejé pasar y le expliqué que yo era amigo tuyo. Se lo tomó bien, aunque puso cara de querer comprobar cuántas cucharas faltaban.
—Harold Davids —afirmé—. Dijo que iría viniendo.
Bobby sonrió.
—Ward, ya te están pasando bastantes cosas raras sin necesidad de que tú mismo te las busques. Deja de ser tan paranoico.
Oímos un terrible estruendo procedente del salón. Nos movimos, pero no con la velocidad suficiente.
No es tanto un sonido como una sensación de presión inmensa, tan horrible como cuando, de niño te abofetea alguien que jamás antes te había pegado. Si estás cerca de una explosión, lo único que percibes es un ruido sordo en la cabeza y en el pecho, un impacto que convierte cada sonido en una profunda impresión, la sensación de que el propio mundo ha descarrilado. El ruido en sí mismo parece secundario, como si lo escucharas con días de retraso.
De inmediato sentí que me golpeaba contra la pared, fuerte, de cabeza contra una retahíla de pinturas. Cuando caí al suelo, con la cabeza llena de una luz blanca y rodeado de cristales rotos, hubo una segunda explosión, menor, y luego me encontré levantando a Bobby y arrastrándolo afuera por entre los restos de la puerta principal.
Corrimos juntos por el sendero de entrada, resbalando y cayendo sobre las losas mojadas. Hubo una nueva detonación detrás de nosotros, mucho más fuerte que la primera. En esa ocasión escuché el silbido burbujeante de los objetos que salían despedidos a mi alrededor, el impacto del aire comprimido cuando lo sueltas. Bobby seguía adelante impulsándose con las manos y sin dejar que me detuviera. Boicoteé sus esfuerzos girándome a contemplar la casa, nos enredamos y terminamos por resbalar y caer de espaldas sobre el césped mojado. La pared exterior del salón había volado completamente, y el interior comenzaba ya a arder. No podía apartar los ojos de todo aquello. Cuando contemplas cómo se quema una casa es como si vieras el alma de alguien ardiendo, como ver el trabajo de los gusanos en la tumba, ampliados a diez metros de altura.
Cuando pude levantarme, Bobby ya había sacado su teléfono y se alejaba, mirando por encima de la valla. Retrocedí algunos pasos hacia la casa. Quizá pensé que podría volver adentro y apagar el fuego. O que aún podía salvar alguna cosa. No lo sé. Tenía la impresión de que algo se podría hacer.
Hubo otra pequeña detonación, y oí el ruido de objetos rompiéndose al fondo de la casa. El calor aumentaba rápidamente. La lluvia había remitido hasta convertirse en una fina bruma, y me recuerdo pensando que aquello era típico. Había estado lloviendo toda la tarde copiosamente, ¿por qué ahora no?
Bobby se me acercó corriendo mientras cerraba su móvil con un ruido seco.
—Están en camino —dijo.
Era incapaz de imaginar de quién estaría hablando.
—¿Quiénes?
—La brigada de bomberos. Vámonos.
—No puedo marcharme —le dije—. Es la casa de mis padres.
—No —repuso con firmeza—, es la escena de un crimen.
Cuando llegamos a mi coche Bobby dio una vuelta rápida alrededor del vehículo mirando al suelo con atención. Luego se puso de rodillas sobre el fango y examinó los bajos. Se levantó, se frotó las manos y abrió la puerta. Se agachó y echó un vistazo debajo del asiento del conductor. Luego abrió el capó, volvió a la parte delantera del coche y observó el motor.
—Muy bien —exclamó—. Correremos el riesgo.
Cerró el capó y regresó al asiento del conductor. Puso la llave en el contacto, me guiñó un ojo y giró la mano. El motor arrancó y no explotó nada más. Bobby soltó con fuerza el aire que retenían sus pulmones y palmeó el techo del vehículo.
—Pero no oímos nada —le dije—. Ningún coche.
—No me sorprende —contestó él con voz temblorosa pero aliviada—. En los lugares como este es más fácil pasar inadvertido en los patios traseros que en la carretera. Yo aparcaría el coche y haría los últimos metros a pie colina arriba. Aunque si hubiera sido yo, ya no estaríamos teniendo esta conversación. ¿Te has dado cuenta del tiempo que ha transcurrido entre la primera explosión y las otras? Alguien lo ha montado a toda prisa para que fueran simultáneas, pero lo ha fastidiado.
—¿Y qué diferencia hay? Probablemente con la primera explosión ya ha volado todo.
—Cada sección estalla por separado según la carga de ignición. Alguien ha intentado hacerlo estallar todo junto, pero ha explotado por separado antes de que pudiera hacerlo detonar al mismo tiempo.
—Si hubiéramos estado en el salón, habría sido suficiente. —Me froté la cara con brusquedad—. Supongo que Chip ha transmitido el mensaje.
—Todo parece indicar que sí.
—En cuyo caso... —Miré mi reloj—. Han organizado todo esto en una hora justa, incluyendo el traslado de alguien hasta aquí abajo.
Advertí que tenía un corte profundo en el reverso de la mano. Sangraba mucho y lo sequé con la chaqueta.
—Como te digo. Se han dado prisa.
—Puede que la hayan fastidiado en los detalles, pero saben lo que se hacen, ¿no te parece?
A lo lejos se oían las sirenas que se acercaban, y al otro lado de la carretera, vi que se abrían las puertas de las casas.
—Han bombardeado la casa de mis padres —dije con incredulidad mientras me volvía para contemplarla una vez más—. O sea, con una bomba.
La casa en llamas tenía un aspecto extraño, profundamente discordante en una calle de viviendas perfectas. Me di la vuelta para observar la casa de Mary al otro lado de los setos. Había algunas luces encendidas, y la puerta principal estaba abierta.
—Te las tienes con hijos de puta de primera categoría —reconoció Bobby, volviendo a golpear el techo del vehículo—. Ahora vámonos.
Pero yo ya corría a toda velocidad hacia la puerta. Oí que Bobby maldecía y salía detrás de mí. Cerca del final del sendero cambié bruscamente de dirección y me encaminé hacia los setos y, más allá, hacia el porche de la casa de Mary. Apenas había entrado en su propiedad cuando Bobby me tomó por el hombro y me hizo girar. Me lo sacudí de encima e intenté acercarme al porche. Me volvió a alcanzar, pero flaqueó cuando vio lo que yo había visto, y luego se me adelantó.
Mary yacía a medias en el porche, con la cabeza y los hombros caídos sobre los escalones, y un brazo abierto a un lado. Al principio pensé que quizá se tratara de un ataque al corazón, hasta que descubrí que estaba cubierta de sangre y se formaba un charco viscoso sobre la desgastada madera. Bobby se arrodilló junto a ella y le sostuvo la cabeza.
—Mary —dije yo—. Oh, Dios.
Entre los dos la desplazamos para que quedara acostada a un mismo nivel. Las llamas arrojaban luz suficiente para que las arrugas de su rostro parecieran profundos barrancos. Bobby buscaba entre los pliegues de su ropa, un agujero tras otro, intentando detener una sangre que no parecía fluir tan deprisa como debería. Ella tosió, y una bocanada de un líquido oscuro remontó su garganta hasta la boca.
Yo siempre la había visto como una anciana, una de esas personas que abarrotan las colas de los supermercados y esperan en la parada del autobús, que se preocupan, por qué regalo hace cada cual en cada aniversario, frías y delgadas como el papel de fumar, como si jamás hubieran sido de otro modo. Gente que parece que nunca se haya emborrachado, ni haya saltado vallas prohibidas ni se haya cambiado de cama entre risas para que sea otro quien despierte en las sábanas mojadas. Viejos palos secos que nadie diría que hayan amado a alguien, a alguien vivo, quiero decir, no a un mero recuerdo, cuyo lugar de eterno reposo esté decorado con unas cuantas flores marchitas que solo ella se acuerda de renovar. Ahora veía a otra persona. Alguien que existió y de la que presumiblemente aún quedaba algo, bajo el chiste cósmico de células moribundas, piel seca, profundas arrugas y pelo gris corto y rizado. Tras el disfraz que confeccionaron los años, tras la errónea presunción de que ella, debido a su edad, jamás había sido, y seguía sin ser, una persona real.
Entonces su garganta se estremeció, su vejiga se vació por completo; el olor, cálido y agrio. Sus ojos empañados se secaron en un instante, como a cámara rápida. Quizá fuera el frío del ambiente, pero pareció que se la llevaran delante de nuestros ojos, y deprisa.
Bobby levantó lentamente su mirada hacia mí. Yo se la devolví. No tenía nada que decir.
—¿Qué ha pasado? —pregunté. Era lo primero que podía articular en los últimos diez minutos—. ¿Qué coño ha ocurrido ahí detrás?