Los hombres de paja (39 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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Sin avisar dio un paso atrás y le encajó una envenenada patada en el pecho. Luego se le acercó de nuevo a la cara y se puso a gritar:

—¿Quién se las lleva? ¿Quién las secuestra? ¿Adónde las mandan?

Con los ojos aún fijos en Michael Becker, Wang se relamió los labios.

—¿Crees que sé cómo se llaman?

Zandt:

—Descríbelos.

—¿Y si no lo hago?

Zandt desvió la pistola una pulgada y apretó el gatillo. La bala impactó en el mármol, justo detrás de la cabeza de Wang, y rebotó peligrosamente por toda la habitación. El pelo y la cara del tipo se cubrieron de esquirlas de mármol y cristal. La pistola regresó a su cuello.

Wang habló deprisa.

—Conozco a tres. Antes eran cuatro, pero uno desapareció hace dos años. Todos tienen un aspecto distinto... ¿Qué quiere que le diga? ¿Cree que nos juntábamos a tomar cerveza? Unos son gordos, otros altos, uno es calvo...

—Describe al que se llevó a la hija de Michael. Tienes que haberte puesto en contacto con él.

—Se hizo todo por correo electrónico y teléfono.

—Y una mierda. Los correos pueden localizarse y las llamadas, grabarse. En cambio, ¿quién presta atención a dos tipos que se encuentran en el bar de un hotel de Los Angeles?

Wang se relamió de nuevo los labios. Zandt desplazó el cañón de su pistola hasta encajarlo en mitad de su frente. Wang observó como aumentaba la presión sobre el gatillo. Empezó a mover los labios, pero el policía dejó el dedo donde estaba.

—No me digas solo lo que crees que quiero escuchar —advirtió Zandt—. Creo que mientes. Te mataré.

—Es un tío alto —dijo—. Rubio. Ronco —añadió—. Se llama Paul.

Zandt se levantó y se secó el sudor que le empapaba la mano, que pertenecía a Wang. Retrocedió un paso hasta quedar junto a Nina, Michael estaba enfrente de Wang.

—¿Es verdad? —La voz de Becker apenas se oía—. ¿Cómo? ¿Cómo pudiste? ¿Por qué? ¿Por qué, Charles? Quiero decir... —Desorientado, en una casa que jamás podría permitirse por muchos culos que besara en los estudios, se centró en algo trivial pero concreto—. No puede haber sido por el puto dinero.

—Eres un hombre mediocre, de ambiciones mediocres —dijo Wang con amargura secándose la sangre de los labios con el dorso de la mano—. Niñitas estúpidas que nadie se ha follado todavía. Una fantasía de solterona. Nunca has tocado, ni siquiera rozado, nada grande de verdad. Ni lo harás. Y nunca la rozarás a ella, ahora ya no, seguro. —Le guiñó un ojo—. Jamás sabrás lo que te pierdes.

Zandt fue más rápido. Interceptó a Becker agarrándolo de los hombros y empujando con todo su cuerpo en otra dirección. Aunque era bastante más pesado que el otro tipo, a duras penas consiguió separarles.

—Eso no ha ocurrido, Michael —dijo—. No ha ocurrido.

Al cabo de un momento, la fuerza de Michael pareció aflojarse. Zandt seguía agarrándolo con firmeza, mientras Becker miraba fijamente al hombre que le sonreía desde el suelo.

—No lo mataremos. ¿Lo entiendes? —Cogió el rostro de Becker y lo hizo girar para que lo mirara directamente. Tenía los ojos muy abiertos, ciegos—. No puedo prometer que te devolveremos a tu hija. Quizá esté muerta, y si es así este hombre tiene parte de culpa. Aun así, saldremos de esta casa y nos iremos. Es lo único que puedo hacer. No dejaré que salgas de aquí convertido en asesino.

Lentamente, los ojos de Becker volvieron a ver. Su cuerpo se relajó un momento y luego volvió a tensarse. Pero retrocedió y dejó caer los brazos.

Zandt guardó la pistola. Los tres miraban al hombre que yacía en el suelo.

—Será mejor que arregles todo esto —dijo Zandt—. Pronto tendrás compañía.

Se fueron; el hombre, pálido, les miraba fijamente.

No hablaron hasta que llegaron al coche. Michael miraba hacia la casa que había quedado atrás.

—¿Qué se supone que tengo que hacer?

Nina quiso empezar a hablar, pero Zandt la interrumpió.

—Nada. No se lo cuente a la policía. Tampoco se lo cuente a su mujer. Ya sé qué quiere. Pero será mejor que por ahora no lo haga. Sobre todo no vuelva por aquí. Lo que tenga que hacerse se hará.

—¿Y quién se encargará de hacerlo?

—Métase en el coche, Michael.

—No puedo permitir que hagan esto en mi lugar.

—Limítese a entrar en el coche.

Finalmente, Becker subió, arrancó y se fue; el coche casi no avanzaba carretera abajo, hacía eses de un lado a otro, despacio.

Nina sacó su teléfono y comenzó a marcar. Zandt se lo arrancó de un golpe y el aparato cayó y rebotó en la carretera, tres metros más allá.

—Déjalo —dijo él.

Ella lo miró, pero lo dejó donde había caído.

Zandt encendió un cigarrillo y ambos esperaron. Diez minutos más tarde escucharon el ruido que Zandt preveía, el sordo aviso sin el cual habría entrado de nuevo en la casa y habría hecho lo que había que hacer, sin importar que Nina tratara de detenerle.

Pero cuando lo oyó se sintió terriblemente abatido, en absoluto un triunfador. Fue como si cuanto más se acercara a la fuente de todos aquellos acontecimientos, más le comprometieran, como si el hedor de lo que merodea bajo la superficie de la humanidad hubiera llegado a ser tan fuerte que resultaría imposible sacárselo de encima.

Ella se volvió para mirarle.

—Así pues, está muerto.

—Lo único que hizo fue pasar a las chicas al peldaño superior de la escalera. Aunque lo hubiéramos interrogado durante días no habría hecho más que darnos por el saco.

—No digo que no tengas razón. Lo único que quiero saber es qué piensas hacer ahora.

Zandt se encogió de hombros.

—Bueno —dijo ella agachándose para recoger su teléfono—. Porque la poli no tardará en llegar. Y no quiero estar cerca cuando eso suceda.

Se acercó con pasos largos a su coche, y por encima del hombro añadió:

—Y sé de un par de tipos que piensan que podrían decirte dónde encontrar a un hombre parecido al de la descripción que acabas de oír.

Zandt la miró.

—¿Qué?

—Hopkins y el otro. Me llamaron justo antes que tú. Tienen un vídeo donde aparece un hombre en medio de las peores atrocidades que se han cometido durante la última década, incluida la de la escuela de Maine de esta mañana. Un tipo al que Ward cree haber visto también en aquel lugar de las montañas.

—Si sabías eso, ¿por qué no has intentado detenerme con Wang?

Ella le miró por encima del techo de su vehículo.

—No tenía más ganas de salvarle que tú.

30

Ni Zandt ni Nina sabían que, si bien Wang se había suicidad, no lo había hecho enseguida.

Primero se había puesto en pie, aunque le había costado, pues las manos le resbalaban en las manchas de su propia sangre. Era incapaz de mantenerse completamente erguido. Ya había recibido alguna paliza, de forma voluntaria y en más de una ocasión, pero aquello era distinto. El poli no había tenido en cuenta el placer de Wang, y algunas cosas se habían roto.

Permaneció un momento en pie, mirándose en los restos del espejo bajo el cual había revelado su mayor secreto. Tenía cortes y moratones en la cara. Lo peor era que parecía haber envejecido. El caro barniz que le proporcionaban la dieta y el ejercicio, los ungüentos y la obsesión por su cuerpo se había desvanecido bajo la coacción. Aparentaba su edad, ni más ni menos, pero de la forma en que solo un hombre que hubiera hecho lo que él había hecho, que hubiese guardado sus secretos tanto tiempo como él, podría aparentarla.

No había matado. Jamás había matado. Ni siquiera había herido a nadie. No con sus propias manos. Pero había estado presente en actos tras los cuales algunos hombres jóvenes terminaron tumbados sobre charcos de orina y otras secreciones corporales, más muertos que vivos. Actos de los que otros hombres de su calaña se habían marchado en sus coches de precios exorbitantes, contentos de no acabar siendo cómplices de asesinato. Poseía una nutrida colección de cintas de vídeo que documentaban tales acontecimientos. Tan nutrida, de hecho, que sería difícil localizarlas todas, y mucho más destruirlas, antes de que llegara la policía.

Su padre jamás lo entendería.

Y sospechaba que tampoco lo entenderían los hombres y las mujeres con quienes había realizado sus negocios más legítimos, aunque sabía que algunos de ellos también guardaban secretos, que la llama interior que los llevaba a la fama y al éxito, les guiaba igualmente hacia acciones más oscuras, esfuerzos para demostrarse que eran distintos y mejores que cualquier otro. La adulación de los demás nunca es suficiente. Tarde o temprano todos necesitamos idolatrarnos a nosotros mismos para que las opiniones exteriores no pierdan su significado. Se consiguen determinadas sustancias, se soborna a mujeres desencajadas por los sollozos, a veces el propio Wang se había encargado de eso, él, que siempre quería ser amigo de todo el mundo. Confidente de aquellos cuyos deseos trascienden las normas sociales establecidas. Que quieren vivir más intensamente, más deprisa y mejor. Aquellos que logran entender que el sexo con alguien atemorizado es diferente.

Uno de esos —un hombre que tenía razones para saber lo útil que podía ser Wang algunas veces— le presentó a ciertos colegas suyos, cuyo máximo representante era un tipo alto y rubio. Eso fue cuando ya hacía años que Wang conocía a aquel hombre, y aún tendrían que pasar más antes de que se diera cuenta de que el tipo no era lo que aparentaba y que él y sus colegas tenían en mente algo más que el placer ocasional. Jamás le invitaron a reunirse con ellos, lo cual le ofendía un poco. Pero había acordado suministrarles entretenimiento, ayudar a los proxenetas a encontrar ciertos lujos, y el policía tenía razón: el dinero no tenía nada que ver con todo eso.

Cada uno tiene su propio camino, y experimenta dos nacimientos. A Wang el segundo nacimiento le había llegado hacía treinta y cinco años, cuando tenía diez, tras vislumbrar por casualidad a una criada desnuda a través de una ventana. Una mañana de primavera en otro país, una visión que lo había detenido en secó, lo había sorprendido con la súbita conciencia de todo lo que el mundo podía ofrecerle. Su padre estaba en su despacho, desde el cual se filtraba el sonido de una música barroca, mesurada y correcta, brillante y jubilosa. Por un momento Wang se quedó quieto, en silencio, perdido en ese instante de dulzura. Sin duda mucha gente pasa por eso sin que su vida cambie, pero Charles ya nunca fue el mismo. Después de aquello llegó el espionaje deliberado, las revistas y las cintas de vídeo, los viajes solitarios a ciertas zonas de Hong Kong, y luego de Los Angeles, que no todo el mundo conocía. Para la mayoría de la gente aquello habría sido suficiente, incluso demasiado. El pecado no radicaba en eso, en lo material, ni siquiera en su deseo. El pecado era necesitarlo, necesitarlo antes incluso de saber que existía, necesitarlo tanto que si no hubiera existido habría tenido que inventarlo. Culpar a la pornografía de eso es como culpar a una pistola. La primera no se ha creado a sí misma. La segunda es incapaz de apretar el gatillo. Se necesita una mano. La mente humana es esa mano inquieta con dedos lo bastante finos para encontrar los huecos más insignificantes, y lo bastante fuertes para tirar de lo que se esconde en ellos. Al cabo de un tiempo, en la mente también se forman callosidades, como en las manos, durezas provocadas por el uso que entorpecen el sentido del tacto. Durezas que hacen necesario algo más caliente o más afilado para producir el mismo efecto. Y entonces te has hundido tanto que deja de importar lo que tengas que probar la próxima vez.

En la última semana, a Wang solo le vino al pensamiento una vez el destino de la hija de Michael Becker. Debió de ser en algún momento en que deseó que Michael se reincorporara pronto al trabajo, porque, al parecer, el estudio podía terminar por cancelar definitivamente
Dark Shift
. Aunque era ridículo en muchos aspectos, Becker trabajaba mucho y tenía ideas. Sobre todo ideas aceptables para el común de las mentes. Wang tenía su propia versión de
Dark Shift
, y la escribía para recreo personal. No habría resultado tan aceptable, sin duda.

Nada habría resultado aceptable. Nada de lo que había hecho sinceramente o por diversión. Y sin eso, quedaba muy poco que comprender y nada por lo que vivir. Sin el recuerdo y el legado de una mañana de primavera, de un vislumbre enmarcado por la música y el sonido del agua en una fuente cercana, no había nada para él.

Mientras Zandt encendía su cigarrillo afuera, Wang se había arrastrado hasta su estudio. El shock inicial estaba desapareciendo, y las costillas comenzaban a dolerle horrores. Llamó por teléfono para advertir a un amigo de que alguien había conseguido entender demasiado bien el juego que estaban jugando, que quizá lo hubiera entendido del todo.

Luego se sentó otra vez en su silla. No había rastro de Julio, aunque ahora estaba claro que los visitantes se habían marchado. Por un breve instante Wang se dio cuenta de lo agradable que habría sido poder contar con alguien que no estuviera meramente a su servicio. A esas alturas, el muchacho habría abandonado ya la casa por la puerta trasera, corriendo carretera abajo hacia otro tipo de vida. Como la risa de ayer, se había ido.

Wang abrió la cerradura del cajón del medio de su escritorio y sacó su revólver. Se había hecho confeccionar una culata especial de madera de cerezo.

Era hermoso. Al menos eso lo tenía.

31

A las ocho y cuarenta y cinco de la mañana siguiente estábamos esperando en el coche, aparcados en la calle del Auntie's Pantry. Hacía frío, llevaba dos horas cayendo aguanieve y el cielo estaba cubierto de nubes oscuras. Yo me había comprado un paquete de cigarrillos y me los fumaba uno tras otro. Bobby no tenía nada que decir al respecto. Estaba sentado con su revólver en el regazo y la mirada fija enfrente a través del parabrisas.

—Así pues, ¿a qué hora van a llegar?

—No está claro que vengan —dije—.Y además, puede que venga ella sola.

Negó con la cabeza.

—Un poli sin placa y una chica. Somos invencibles. ¿Por qué no invadimos Irak?

—No hay nadie más, Bobby.

Un coche anónimo giró al final de la calle. Lo observamos cuando pasó junto a nosotros, pero lo conducía una mujer de mediana edad y ni siquiera nos miró al cruzarse con nosotros. Esperábamos a que alguien llegara a cierta oficina, desde las ocho en punto. Estábamos nerviosos y hasta las sombras nos alteraban. Ninguno de los dos había dormido demasiado bien.

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