Cuando abrí los ojos amanecía, y Bobby estaba de pie frente a mí, sacudiendo la cabeza.
Me levanté con los ojos muy abiertos, y vi que mi paquete de cigarrillos ya no estaba en mis rodillas, sino en el fango del fondo de la piscina, de seis pulgadas de profundidad. Miré a Bobby, que me guiñó el ojo.
—Se te habrá caído mientras dormías.
A media mañana estaba confirmado. En Hunter's Rock no había nacido ningún Ward Hopkins, ni ningún Hopkins de cualquier otra especie. Hablé con una joven y agradable señorita que permanecía detrás de un mostrador, y que me prometió vería si podía encontrar cualquier otra información de utilidad. Yo no entendía qué otra cosa podía ser de utilidad, y pronto fue evidente que ella tampoco, pero se esforzaba en ayudarme debido a una combinación de compasión y aburrimiento. Le dejé mi número de teléfono y me fui.
Bobby estaba fuera, en medio de la calle, hablando por teléfono. Yo me quedé mirando como un tonto a uno y otro lado de la carretera hasta que hubo terminado. Aunque sabía que las cosas serían así, me sentí desposeído. Era como si te sentaran y te dijeran que, al fin y al cabo, no habías salido de la barriguita de tu mamá, sino que la cigüeña te había dejado debajo de un arbusto. Me quitaron las amígdalas en aquel pequeño hospital, acudí de nuevo un par de veces para que me dieran puntos en mis dos juveniles rodillas. En cada ocasión creí estar volviendo al lugar donde había nacido.
—Bueno, colega —dijo Bobby al fin—, a los honrados hombres y mujeres del departamento de policía de Dyersburg les gustaría saber dónde te has metido. Te agradará escuchar que no hay preocupación alguna por tu estado de salud. Por el momento.
—¿Y la casa?
—Daños graves en el salón y el vestíbulo, un pedazo de la escalera en el piso inferior se ha venido abajo. Pero no ha ardido hasta los cimientos.
—¿Y ahora qué?
—Enséñame tu antigua casa.
Le miré.
—¿Por qué?
—Verás, cariño, porque eres grande, rubio y hermoso y me gustaría saberlo todo de ti.
—Que te jodan —le solté, subrayando lo dicho con un cansado gesto de mi mano—. Es una idea estúpida y sin sentido.
—¿Tienes una idea mejor? No parece que aquí haya infinitas posibilidades de ocio, precisamente.
Le llevé en coche por la calle principal. No podía decidir si era lo nuevo o lo viejo lo que me resultaba menos familiar. El hecho más notable era que el antiguo Janet's Market había cerrado, remplazado por un pequeño Holiday Inn con uno de esos modernos y pequeños carteles cuadrangulares. Eché de menos los antiguos, grandes y redondeados. En serio. No entiendo por qué se supone que los rectángulos son mejores que los círculos o los óvalos.
Cuando ya casi llegábamos reduje la velocidad y aparqué al fin en la acera opuesta. Hacía diez años que había visto aquella casa por última vez, quizá más. Tenía un aspecto bastante parecido, si bien en el tiempo transcurrido la habían vuelto a pintar, y los árboles y arbustos que la rodeaban eran otros. Había un vehículo familiar fabricado en el Lejano Oriente aparcado en la entrada, y tres bicicletas pulcramente recostadas a un lado de la casa.
Un minuto después, vi una silueta que cruzaba la ventana y luego desaparecía. No era más que una anodina vivienda suburbana, pero tenía la casita de chocolate de un cuento de hadas. Su realidad era demasiado fuerte, demasiado atrayente, como sobrecargada. Intenté recordar cuál fue exactamente la última vez que estuve ahí dentro. Me parecía inconcebible que no hubiese querido visitarla antes de que cambiara de manos. ¿Tan poco hábil había sido para adivinar lo distintas que serían las cosas algún día?
—¿Estás preparado?
Advertí que me temblaban un poco las manos. Me volví hacia él.
—¿Preparado para qué?
—Para entrar.
—No voy a entrar.
—Sí que vas a entrar.
—Bobby, ¿has perdido el juicio? Ahora ahí vive otra gente. No entraré, de ninguna manera.
—Escúchame. Hace un par de años se murió mi viejo. No es que me importara demasiado, de hecho, nos llevábamos fatal. Pero mi madre me llamó, me pidió que fuera al entierro. Estaba ocupado. No fui. Seis meses más tarde me di cuenta de que hacía cosas raras. No era muy evidente, sencillamente, las cosas me sacaban de quicio. Siempre. Tenía ansiedad, aunque no hubiera ningún motivo. Ataques de pánico, o algo así, supongo. Era como si delante de mí no pararan de abrirse agujeros.
No supe qué decir. El no me miraba a mí, sino directamente a través del parabrisas.
—Al final, un trabajo me llevó cerca de casa, así que fui a ver a mi madre a Rochford. Tampoco es que fuéramos los mejores amigos del mundo. Pero estuvo bien ir a verla. Bueno, quizá la palabra
bien
no sea la más adecuada. Fue útil. Ella había cambiado de aspecto. Había empequeñecido. Y cuando me iba del pueblo paré en el cementerio y estuve un rato junto a la tumba del viejo. Era una tarde soleada, y no había nadie más por allí. Y su fantasma, su fantasma salió directamente del suelo, se plantó frente a mí y me dijo: «Escucha, Bobby, tómatelo con calma».
Le miré. Se rio por lo bajo.
—Claro que no. Ni sentí su presencia ni me reconcilié con su modo de ser. Pero desde entonces ya no me siento tan ansioso. De vez en cuando pienso en la muerte, miro un poco más lo que hago y empiezo a estar más receptivo a la idea de sentar la cabeza un año de estos. Pero lo más raro ha desaparecido. He vuelto a encontrar mi sitio. —Me miró—. Los cabos sueltos son la muerte de la gente, Ward. Crees que te estás protegiendo, y lo que haces en realidad es abrir pequeñas grietas. Si dejas que se abran demasiadas a la vez, todo el conjunto se desmorona y te conviertes en un pobre perro hambriento que pasea sus miserias por la noche. Y tú, colega, ahora mismo tienes un montón de grietas abiertas.
Abrí la puerta y salí del coche.
—Si me dejan.
—Si te dejan —dijo él—. Te espero aquí.
Me detuve. Supongo que imaginaba que Bobby vendría conmigo.
—Es tu casa —dijo encogiéndose de hombros—. Además, si tocamos el timbre juntos, quien abra va a pensar que está a punto de protagonizar la inevitable escena en el depósito de cadáveres del próximo capítulo de CSI.
Avancé por el sendero de la entrada y llamé a la puerta. El porche estaba ordenado y muy bien barrido.
Apareció una mujer, sonrió.
—¿Señor Hopkins? —dijo.
Tardé un segundo en comprenderlo, mientras maldecía y bendecía a la vez el nombre de Bobby. Había llamado primero, haciéndose pasar por mí, para allanarme el terreno. Me pregunté qué habría hecho si me hubiese negado.
—Eso es —dije ganando rapidez—. ¿Está segura de que no le importa?
—En absoluto —Se hizo a un lado para invitarme a pasar—. Ha tenido suerte de encontrarme antes, más temprano. Pero me temo que voy a tener que volver a salir dentro de poco.
—Desde luego —dije—. Unos minutos serán suficientes.
La mujer, que era de mediana edad y lo bastante guapa y agradable para hacer de madre de alguien en la televisión, me preguntó si quería café. Dije que no, pero ya lo tenía hecho, y al final lo más fácil fue aceptar. Mientras lo traía, me quedé en la entrada, mirando a mi alrededor. Lo habían cambiado todo. La mujer, se llamara como se llamara (y no podía preguntárselo, pues en teoría habíamos hablado antes), era una experta en la decoración con plantillas. En cierto sentido, a lo Pottery Barn, estaba mejor que cuando vivíamos nosotros ahí.
Luego dimos una vuelta por la casa. La mujer no tenía ninguna necesidad de explicarme por qué me acompañaba. Ya me parecía bastante inusual que dejara entrar a un hombre en su casa tras una simple llamada de teléfono. El deseo de vigilar sus pertenencias era completamente natural. Pronto pude hacer los comentarios sobre cómo estaban las cosas cuando se mudaron mis padres que fueron necesarios para disipar esa media reserva y conseguir que fuera a ocuparse de sus asuntos a la parte trasera de la casa. Me paseé por todas las habitaciones y luego subí las escaleras. Les di un rápido vistazo a lo que fueron la habitación de mis padres y el cuarto de invitados, ambos lugares habían sido más bien territorio extraño para mí. Luego tomé aire para enfrentar la última zona de la casa.
Cuando la puerta de mi antigua habitación se abrió, no pude evitar tragar saliva. Avancé un par de pasos y luego me detuve. Paredes verdes, alfombra marrón, unas pocas cajas y sillas viejas, un ventilador roto y una bicicleta de chico casi entera.
Descubrí que la mujer estaba detrás de mí.
—No hemos cambiado nada —admitió—. La vista es mejor desde la otra habitación, así que mi hija duerme allí, aunque sea un poco más pequeña. Aquí solo guardamos unas cuantas cosas. Le veo en el piso de abajo.
Y con eso desapareció. Me quedé unos minutos más en la habitación, dando vueltas, mirándolo todo desde distintos ángulos. Mediría unos cinco metros cuadrados, así que parecía a la vez muy pequeña y más grande que África. El espacio en que uno crece no es como el espacio ordinario. Lo conoces muy íntimamente, has estado de pie, sentado y tumbado en todos sus rincones. Es el lugar donde uno piensa muchas cosas por primera vez, y como consecuencia, se estira como las semanas anteriores a Navidad cuando un vive ahí y espera crecer. Te contiene.
—Esta es mi habitación —decía yo en voz muy baja y para mí mismo.
Verla en el vídeo había sido extraño. Pero esto no. El lugar del que yo provenía no había cambiado. No todo había sido eliminado de mi vida. Cuando salí, cerré de nuevo la puerta, como para mantener ahí algo guardado.
Abajo la mujer estaba recostada sobre la mesa de la cocina.
—Gracias —le dije—. Ha sido usted muy amable.
Ella le quitó importancia y yo observé la cocina por un momento. Habían renovado los electrodomésticos, pero los armarios eran los mismos: fuertes y de buena madera, posiblemente no habían encontrado ningún motivo para reemplazarlos. El trabajo manual de mi padre seguía vivo.
Fue entonces cuando recordé aquella lejana noche en que comimos lasaña. Un trapo colgado del asidero del horno, una partida de billar que no resultó. Abrí la boca y la volví a cerrar.
Salir de la casa fue algo extraño, el acto de abandonar ese interior particular para volver al exterior en el que vivía ahora. Casi me sorprendió descubrir el gran coche blanco al otro lado de la acera, donde Bobby seguía sentado en su sitio, y me fijé en la cantidad de coches que hoy en día parecen enormes escarabajos.
Me despedí de la mujer con la mano y bajé por el caminito hasta la acera, sin apresurarme, a la velocidad en que normalmente andaría cualquiera. Cuando abrí la puerta del coche, la casa ya estaba cerrada de nuevo. Cerrada y dejada atrás.
Bobby estaba sentado, leyendo el contrato de alquiler del coche.
—Dios, estas cosas son un aburrimiento —dijo—. Lo digo en serio. Deberían contratar a un escritor. Dejar que le pusiera un poco de salsa.
—Eres malo —le dije—. Pero gracias.
Volvió a guardar el puñado de hojas en la guantera.
—Bueno, supongo que ya hemos terminado con Hunter's Rock.
—No, creo que no.
—¿En qué estás pensando?
—¿Qué te parece la posibilidad de que ya supieran lo que iban a hacer cuando nacimos nosotros? Tal vez, no lo sé... Tal vez pensaron que solo podían mantener a un niño.
Bobby me miró con expresión de duda.
—Ya sé —admití—. Pero, en cualquier caso, supongamos que ellos ya sabían que iban a librarse de uno de nosotros. Aunque también sabían que un día iban a morir, y que yo haría lo que estoy haciendo ahora. Volvería a la casa, investigaría un poco. Y descubriría en el hospital que yo era solo uno de los dos.
—Entonces procuraron que nacieras en otra parte, así lo único que encontrarías sería un misterio sin importancia acerca de en qué hospital llegaste al mundo, pero no que tuvieras un gemelo abandonado.
—Eso es lo que creo.
—Pero ¿por qué la CIA no te puso problemas cuando te incorporaste?
—Les resultaba muy útil en aquella época. Supongo que escatimaron algunas comprobaciones para el expediente, y por entonces ya estaba en el equipo, así que ¿qué más daba?
Bobby reflexionó.
—Es lo mejor que tenemos. Pero sigue siendo raro. Si tus padres se tomaron tantas molestias para ocultar el asunto, ¿por qué dejaron pruebas documentales de lo que hicieron?
—Tal vez algún hecho reciente que les hizo cambiar de opinión sobre lo que yo debía saber.
Me di cuenta de que la mujer podría estar observándonos por la ventana, así que arranqué el coche y nos largamos de allí.
—Quizá lo miremos desde una perspectiva equivocada. En la cinta hay tres fragmentos. El primero muestra un lugar que yo podía encontrar. Los Salones. El tercero me enseña algo que yo no sabía. La parte central está filmada en dos espacios. Primero la casa que acabo de visitar, gracias a ti. Allí no hay nada. El otro es un bar. No lo reconozco. Nunca he estado en este sitio.
—¿Y entonces?
—Llegamos a un cruce.
—Ten un poco más de paciencia —le dije, y giré a la izquierda.
Una curva que finalmente nos llevaría, suponiendo que aún existiera, a un bar al que yo solía ir.
No era un lugar al que la gente llegara a propósito, a no ser que el azar lo convirtiera en su guarida habitual. Yo esperaba que le hubiese sucedido una de estas dos cosas: que lo hubieran adornado con un comedor adicional y un montón de joviales camareras vestidas de rojo y blanco, o que lo hubieran demolido y enterrado bajo unas cuantas casas baratas con vecinos ruidosos. De hecho, el progreso parecía haberse limitado a ignorar completamente el Lazy Ed´s, salvo por una sutil decadencia, que le pesaba como una capa de humedad.
El interior estaba vacío y silencioso. La madera de la barra y los taburetes, tan rayada como siempre. La mesa de billar seguía en su sitio igual que buena parte del polvo, un poco del cual hasta podía ser mío. Había unos pocos añadidos aquí y allá, altas cumbres del progreso. El anuncio de neón de Miller había sido sustituido por otro de Bud Lite, y el calendario de la pared mostraba a señoritas más cercanas a su estado natural de lo que lo estaban en mis tiempos. Entiéndase que por su desnudez, no por la constitución de sus pechos. En algún lugar, probablemente muy bien escondida, habría una placa advirtiendo a las mujeres de los peligros de la bebida durante el embarazo, aunque si alguna en ese estado iba a aquel antro por placer, es muy probable que el cartel le pasara inadvertido, pues tenía que estar ciega o ser demente. Las mujeres tienen niveles de exigencia más altos. Por eso son una buena influencia para los hombres jóvenes. Tienes que encontrar algún lugar agradable para emborracharlas.