Su rostro era suave y sin arrugas de expresión, resultado del uso habitual de crema hidratante y otros potingues para la piel. Llevaba el pelo muy bien cortado. Los ojos eran claros e incisivos. Tenía las manos ligeramente bronceadas; las uñas, impecables. Estaba completamente desnudo. La silla quedaba ligeramente torcida respecto a las tablas de madera pulida que cubrían el suelo de la estancia en ordenadas filas. Sobre la mesita que había al lado de la silla humeaba una taza de café muy caliente, junto a un platito repleto de abalorios. Una delgada revista yacía muy cerca. La taza había sido colocada de tal modo que un poco menos de la mitad de la base asomaba por el límite de la mesa. La silla era vieja, forrada de piel maltrecha. Lo adecuado al lugar habría sido que el hombre tuviera un ejemplar del
New York Times
doblado debajo del brazo y un mayordomo detrás, merodeando dispuesto a servirle sándwiches sin corteza. Había decorado una estantería entera con crucecitas hechas con bolígrafos rojos, verdes y negros, cada trazo de no más de tres milímetros, hasta lograr un efecto general de negro moteado. Se habían necesitado diecisiete bolígrafos y varias semanas de trabajo. Una elegante mesa de despacho que había en el otro lado de la habitación estaba completamente cubierta de fotografías de Madonna diminutas, todas cortadas directamente de revistas y ninguna posterior a los tiempos en que encarnó a la Material Girl, después de lo cual, el hombre había perdido su interés por ella. El collage estaba cubierto con varias capas de barniz oscuro, de modo que el mueble parecía del habitual contrachapado de nogal. Como en el caso de la estantería, hacía falta un examen muy minucioso para descubrir cómo se había conseguido aquel efecto.
Actualmente trabajaba en la mesita que había junto a su silla; la estaba revistiendo con los abalorios, de alrededor de un milímetro de diámetro y en cuatro colores: rojo, azul, amarillo y verde. Colores primarios. Debían pegarse con sumo cuidado, más aún si se tiene en cuenta que no se hacía al azar, sino siguiendo una larga y compleja pauta, que por lo menos en parte era especulativo. Cuando la mesa estuviera terminada, le daría varias capas de gruesa laca negra, hasta que quedara del todo uniforme salvo por una leve insinuación de la textura. A nadie se le ocurriría preguntarse qué había debajo de la superficie, del mismo modo que nadie advertía aquel tablón del suelo, el único de la casa que había sido construido con una inmensa cantidad cerillas de madera, y pulido y barnizado hasta que tuvo exactamente el mismo aspecto que los demás. Reunir las cerillas le había llevado seis meses. Cada una la había encendido, por lo que había podido comprobar, una persona diferente. Creía profundamente en la individualidad, en su importancia crucial para la humanidad. En la actualidad, todo el mundo miraba los mismos programas de televisión, leía las mismas revistas ilustradas y hacía cola para cumplir con la obligación de ver las películas absurdas que les imponían los medios de comunicación. La gente vivía su vida siguiendo reglas formuladas por personas a las que no conocía. Vivía en la superficie, en el universo MTV de los últimos cinco minutos. El ahora lo era todo. No comprendían el «entonces», sino que se regodeaban en un presente perpetuo.
La revista que había encima de la mesa era una publicación académica reciente, que había llegado con el correo de la mañana. Había leído una sinopsis del artículo por internet y había encargado un ejemplar del texto completo para examinarlo con mayor detenimiento. Si bien era bastante especializado, estaba más que capacitado para comprenderlo. Había dedicado muchos años a leer con atención sobre varios temas que le interesaban: genética, antropología, cultura prehistórica. A pesar de que su escolarización terminó pronto, era un hombre inteligente y había aprendido mucho de la vida. De la suya y de la de los demás. De las cosas que decía la gente in extremis, por ejemplo. A menudo contienen muchas verdades, una vez que, superado el estadio de la súplica, el cuerpo habla sin intermediación de la mente.
Antes de leer el artículo, se levantó, caminó alejándose un poco de la silla e hizo tres series de flexiones. Una con las manos planas en el suelo y separadas a una distancia normal. Otra con las manos planas en el suelo, pero muy separadas. La última serie la hizo con las manos muy juntas pero no planas, sino con el puño cerrado, los nudillos contra el suelo. Hizo cien de cada con un breve descanso en medio.
Apenas sudaba. Estaba complacido.
Sarah Becker oyó sobre su cabeza el ruido apagado de los mesurados esfuerzos de aquel tipo, pero no empleó ni un segundo en tratar de averiguar qué lo causaba. No quería saberlo. No sabía qué hora era y tampoco le apetecía descubrirlo. Su reloj interno le decía que probablemente fuera de día, quizá por la tarde. En cierto modo, eso era peor que si fuera de noche. De noche ocurren cosas malas. Hay que esperarlo. La gente teme a la oscuridad porque significa que es de noche, y de noche, a veces, te pasan cosas. Así funcionaba el mundo, al menos. Se suponía que la luz del día era mejor. A la luz del día ibas a la escuela, y comías, y el cielo era azul y todo era mucho más seguro siempre y cuando te mantuvieras alejado de los lugares donde la gente es pobre. Si a la luz del día no había seguridad, Sarah no quería ni pensar qué podía pasar. No quería saber en qué hora vivía.
Estirando el cuello hacia arriba, tocaba el techo del estrecho lugar que habitaba con la frente. Estaba completamente oscuro. Ella yacía de espaldas y podía mover pies y manos unos dos centímetros en cualquier dirección. Llevaba mucho tiempo en aquella posición, al menos cuatro días, tal vez seis, según sus propias estimaciones. No recordaba nada de lo que había ocurrido entre cuando estaba en el Paseo de la calle Tercera y el momento en que se halló así, tumbada sobre la espalda con una estrecha trampilla enfrente de la cara. Tras unos instantes se dio cuenta de que aquello podía ser el techo de una habitación, y la trampilla, un agujero en el suelo de la habitación de encima, en un espacio apenas un poco más grande que su propio cuerpo. La trampilla era de unos diez centímetros de largo por ocho de ancho, e iba justo desde sus cejas hasta su boca.
Empezó a gritar y, al cabo de un rato, alguien entró en la habitación. Le susurró algunas cosas. Ella gritó un poco más, y entonces él colocó una pequeña placa sobre el agujero del suelo. Ella pudo oír el ruido de sus pisadas alejándose, y desde entonces solo había sucedido una cosa. Sarah se había despertado de un sueño ligero, cuando, según creía, era de noche, y había descubierto que la placa no estaba. La habitación superior estaba casi a oscuras, aunque pudo intuir la cabeza de alguien que la miraba. Intentó hablar con el tipo, suplicarle, ofrecerle alguna cosa, pero él no dijo nada. Al cabo de un momento, lo dejó y se puso a llorar de nuevo. Apareció la mano del hombre, sosteniendo un vaso de precipitados. Le derramó agua sobre la cara. Al principio, Sarah intentó girar la cabeza, luego, al advertir cuánta sed tenía, abrió la boca y tragó toda el agua que pudo. Después el hombre volvió a colocar la tapa y se marchó.
Tras un tiempo indeterminado, el hombre regresó y entonces fue cuando hablaron de Ted Bundy. Aquella vez Sarah sí se bebió toda el agua.
Con el tiempo, la muchacha descubrió que su mente se aclaraba, como si la droga que le habían suministrado se abriera camino lentamente en su organismo. Lo malo era que su estado inicial de vaporosa inconsecuencia se hacía más difícil de mantener. Había intentado levantar la tapa con la nariz y con la lengua, forzando el cuello todo lo que podía, pero su posición había sido cuidadosamente estudiada de antemano, y le resultaba imposible moverse de ese modo. Como el mismo espacio, que había sido diseñado con suma atención para alguien de su tamaño, casi como si lo hubieran preparado a medida para ella. Sarah estaba físicamente en forma, era una buena patinadora, y más fuerte que la mayoría de muchachas de su talla. Sin embargo, había sido incapaz de hacerle el menor rasguño al espacio que la contenía, así que dejó de intentarlo. Su padre decía a menudo que los problemas de mucha gente se deben a la energía que esa gente desperdicia intentando cambiar lo que no puede cambiarse. Ella no era lo suficientemente mayor para entender a qué se refería su padre, pero sí comprendía el sentido literal. No comía desde hacía una eternidad. Hasta que no tuviera la seguridad de que le proporcionarían una fuente de energía, no tenía sentido gastar la que todavía conservaba. Luchar era una estupidez. Así que se quedó tumbada, quieta y en silencio, pensando en el Nokkon Wud.
El señor Wud era una invención suya y de su padre. O al menos eso pensaban ellos. En realidad, procedía, de un modo indirecto, de la madre. Zoë Becker creía en muchas cosas. Bueno, quizá no era exactamente creer, sino que en determinadas cuestiones prefería no asumir riesgos. ¿La astrología? Bueno, sí, claro que es un completo absurdo, pero no hay nada malo en leer lo que dice, y es sorprendente la precisión que tiene a veces. ¿El Feng Shui? Es una cuestión de sentido común, por supuesto, pero las campanillas quedan tan bien que, ¿por qué no colgarlas de todos modos? Y si un determinado pájaro se cruza en tu camino, cosa que cierta gente considera un mal presagio, pues bien, pueden decirse ciertas rimas y hacer ciertos gestos para estar seguro de que no va a hacernos ningún daño.
Como sucede en muchas familias, Zoë había heredado todas esas supersticiones de su abuela, más que de su madre, una pragmática editora que por encima de todo creía en el jogging. Michael Becker no se tragaba aquellos conjuros y premoniciones, ni tampoco su hija. El señor Wud surgió como una especie de chiste privado entre los dos, una respuesta a la superstición que más atacaba los nervios de Michael Becker. Cada vez que alguien de la familia decía algo que podía interpretarse —aunque fuera en lo más mínimo— como un modo de tentar a la suerte, Zoë Becker pronunciaba de inmediato la frase: «Toca madera»
[3]
, de forma tan rápida e inconsciente como se dice «¡Jesús!» cuando alguien estornuda. Si una persona afirmaba: «Yo no voy a terminar nunca así», ella respondía: «Toca madera», y golpeaba la mesa con los nudillos. Si alguien decía «Mi padre tiene muy buena salud», ella daba su réplica, cada vez en voz más baja, pues se dio cuenta de que su marido encontraba terriblemente irritante aquella costumbre, pero la daba. Lo hacía incluso cuando alguien decía algo como «Nunca me he roto una pierna», y entonces a su marido le entraban unas ganas irreprimibles de destrozar el piano a dentelladas. Alegaba que esa afirmación se refería a un hecho, y no suponía ningún desafío al destino. No era más que la articulación de una característica verdadera del mundo, y conjurarla con un mantea supersticioso resultaba ridículo. Nadie diría, observaba él pacientemente, «Dos más dos igual a cuatro; toca madera», así pues, ¿por qué usar esa expresión después de que enunciar un hecho cualquiera? Era un hábito explicable, aunque en el límite de lo soportable, cuando se usaba tras una afirmación que expresara el desmesurado potencial del mundo para producir dolor. Pero si solo se trataba de un maldito hecho...
Zoë escuchaba, como siempre. Señalaba que se trataba de una tradición muy bien establecida en muchos lugares del mundo —en Inglaterra y Australia, por ejemplo, donde también se dice «Toca madera» en circunstancias similares— y que debía de tener alguna base, pues los árboles son poderosos y, en cualquier caso, hacerlo no podía causar ningún daño. Entonces, Michael asentía, salía con paso tranquilo de la habitación y se iba a destrozar el piano a dentelladas.
Sarah estaba del lado de su padre en aquel asunto, y con los años, ambos desarrollaron el personaje del señor Nokkon Wud, un espíritu maligno, probablemente de naturaleza escandinava, cuya única labor consistía en escuchar cómo la gente desafiaba al destino pronunciando imprudentes observaciones factuales. En tales casos, se desliza al interior de los hogares de esa gente, en plena noche, y hace que sus vidas den un giro desafortunado. No te alegres de que el señor Nokkon Wud ande cerca, porque si se entera te castigará.
Con los años, aquello se convirtió en una forma de despedirse: se deseaban mutuamente alguna enfermedad, de modo que Nokkon Wud les escuchara y supiera que no era necesario que se inmiscuyera en sus vidas. También había dado resultado cuando la hermana de Sarah, Melanie, había empezado a tener pesadillas. A sugerencia de Sarah, Michael le contó que aquello era obra de Nokkon Wud, que sobrevolaba su cama en busca de gente a la que perjudicar. Para que Nokkon Wud supiera que allí no se le necesitaba y ya podía largarse a molestar a otro, lo único que tenía que hacer Melanie era recitar una pequeña rima, que su padre había escrito tras dedicarle mucho tiempo y más borradores que a la mayoría de los guiones televisivos con que se ganaba la vida. Melanie lo probó dudosa, pero pronto empezó a recitarlo todas las noches antes de acostarse, y al cabo de un tiempo las pesadillas desaparecieron y dejó de importar si las puertas del armario estaban herméticamente cerradas. Su madre no aprobaba aquel chiste, y nunca lo invocaba personalmente, pero a veces sonreía cuando se citaba al señor Nokkon. Era útil para explicar algunos aspectos del mundo, y ahora sería consagrado en
Dark Shift
como uno de los demonios menores que se oponen a la protagonista. El colega de Michael había cuestionado la idea, pues dudaba de las habilidades del personaje y de la verosimilitud de su historia, pero él lo había mantenido de todos modos.
Mientras yacía bajo las tablas del suelo de una casa habitada por un loco, Sarah se preguntaba si, después de todo, su madre no tendría razón. Quizá realmente existía esa clase de monstruos o espíritus. Y quizá uno de ellos se había enterado de que se habían estado riendo de él, que habían sido demasiado confiados. Y se había irritado. Y a lo mejor era él quien la había atrapado y venía a verla a oscuras porque no había ningún rostro detrás de la máscara que había usado para capturarla.
Sarah permaneció tumbada y totalmente quieta, con los ojos muy abiertos.
El artículo, que se titulaba «El yacimiento de Krüniger y la sociedad Mittel-Baxter›, detallaba una investigación arqueológica que se había llevado a cabo en una zona de Alemania que el hombre no conocía. La localizó en el atlas, y concluyó que se encontraba demasiado alejada de cualquiera de los contactos que tenía allí para que pudieran proporcionarle observaciones sobre el terreno, así que debía conformarse con la información que le facilitara el artículo.