Se había descubierto un cementerio no lejos de los restos de un asentamiento neolítico. La datación por carbono de los esqueletos y el conjunto de pruebas proporcionadas por los objetos personales hallados en algunas tumbas, permitían fechar aquel lugar hacia finales del octavo milenio antes de Cristo. Hacía diez mil años. El hombre se sentó un momento para saborear aquel pensamiento e imaginarse aquel tiempo. Antes de que se hablara ninguna de las lenguas hoy reconocibles, mucho antes incluso de que se construyeran las pirámides —a menos que se de crédito a las teorías de ciertos arqueólogos New Age, a su acumulación selectiva de pruebas y sus endebles conclusiones—, aquella gente había vivido, muerto y sido sepultada bajo tierra, había hecho el amor y comido y cagado en el suelo. El hombre sorbió un poco más de café, procurando con sumo cuidado volver a dejar la taza en el borde de la mesa, de modo que quedara en equilibrio. Luego siguió leyendo.
Se habían localizado veinticinco cadáveres. Mujeres de hasta unos cuarenta años, niños, unos cuantos hombres jóvenes, de alrededor de veinte años, y un hombre de edad más avanzada. En los apéndices del artículo se recogía información sobre el estado de los esqueletos y un resumen de las técnicas utilizadas para detallar sus hábitos alimenticios y las condiciones ambientales en las que vivieron. Los autores del artículo destacaban que los cuerpos habían sido enterrados según una pauta, un organizado sistema de inhumaciones que no había sido observado en ningún otro yacimiento europeo de aquella época. Unos gráficos demostraban que la orientación de las tumbas concordaba con lo que se entendía era el interés de entonces por los solsticios de verano e invierno. Afortunadamente, evitaban cualquier digresión acerca de la astronomía primitiva. Si que facilitaban en cambio una serie de argumentos destinados a demostrar que aquella disposición proporcionaba nuevas evidencias a favor de una teoría que ambos investigadores sostenían desde hacía años: que aquella zona particular de Alemania había albergado una forma de organización social híbrida denominada por ellos Sociedad Mittel-Baxter (pues tales eran los nombres de los investigadores), una cultura esporádica y localizada, de interés académico muy menor e insignificantes repercusiones a largo plazo.
El hombre leyó el artículo con atención hasta el final, y luego acometió con calma los apéndices. Después de leer los informes referentes a los esqueletos de los demás difuntos, asintiendo ocasionalmente ante lo que le parecían conclusiones bien argumentadas, llegó a la sección que se ocupaba del hombre mayor encontrado en aquel lugar. La posición de aquel esqueleto —en el centro exacto de la distribución en cinco filas y cinco columnas— sugería que había sido él el primero en ser enterrado allí, y los autores estaban convencidos de que implicaba que aquel hombre había sido una persona importante en el poblado cercano. Se deducía también que había nacido en otra parte de la región, pues la erosión bilateral de sus cavidades oculares —una característica conocida como
cribra orbitalia
— sugería que su dieta había sido deficiente en hierro durante la mayor parte de su vida. La cantidad de hierro presente en los vegetales depende de las características geológicas del suelo en el que crecen, y su absorción está condicionada por la cantidad de plomo presente; individuos de áreas diferentes presentan, por lo tanto, marcadas variaciones en la antedicha característica. El análisis de los niveles de isótopos de plomo y estroncio de las muestras de la dentición de aquel individuo había permitido a los investigadores relacionarlo con un área a unas doscientas cincuenta millas de distancia. En un aparte se indicaba que una lesión de su cráneo atestiguaba un golpe en la cabeza que no había resultado fatal, pues él hueso se había regenerado en buena medida con tejido nuevo antes de la muerte del individuo. Especulaban que la contusión podría haber sido el resultado de una batalla o una lucha por el poder, y que aquello demostraba que aquel hombre había vivido una vida larga y activa. Un hombre que, según la provocativa hipótesis de los autores, podría haber sido el responsable de llevar la cultura Mittel-Baxter hasta una zona apartada y previamente incivilizada, y cuya significación social había sido inmortalizada en la forma de su entierro.
El hombre leyó aquel apartado por segunda vez y luego cerró la revista y la puso sobre sus rodillas. Estaba muy satisfecho. Era lo mejor que conocía, mucho mejor y más, mucho más antiguo que los siete cadáveres descubiertos en la llanura de Nazca, en Cahuachi, todos ellos con excrementos fosilizados en la boca. Sintió lástima por Mittel y Baxter, aunque le parecía poco probable que la total estupidez de sus conclusiones llegara jamás a ser revelada. Al contrario, quizá aquel artículo les ayudaría a conservar sus puestos en la podrida universidad del Medio Oeste donde trabajaban. Tal vez podría ponerse en contacto con ellos y aclararles las cosas. Sin embargo, dudaba que le creyeran, aunque la verdad estaba ahí, desnuda para quien tuviera ojos en la cara. Los arqueólogos eran los peores cuando se trataba de juzgar las pruebas que obtenían en sus excavaciones según sus suposiciones previas. Daba igual que fueran hombres honestos como Hancock y Baigent, o gacetilleros, como Klaus Mittel y George Baxter: todos veían lo que querían. Los tradicionalistas solo eran capaces de encontrar caminos ceremoniales; los New Age, pistas de aterrizaje alienígenas, por muy absurdas que fueran de estas ideas por separado. En alguna ocasión ambas eran correctas, pero ellos no sabían ver cuándo, porque a su entender lo eran siempre. Solo si se está preparado para examinar las pruebas sin apasionamientos se puede dirimir con eficacia la verdad.
Sin duda la lesión en el cráneo se debía a una herida, no obstante, la herida había sido mucho más importante de lo que Mittel y Baxter eran capaces de advertir: una herida de niñez, lo bastante profunda para despertar una parte del cerebro que en la mayoría de los seres humanos permanecía lamentablemente aletargada. Del mismo modo, la forma de la cribra orbitalia no explicaba solo la cuestión geográfica. De hecho, se relacionaba a menudo con la falta de hierro, y a veces con una anemia de tipo congénito o hemolítico, pero también podía tener una génesis mucho más interesante: la exposición excesiva al plomo era otra posible causa. Y eso, el hombre lo sabía, no era en absoluto «tóxico», sino un don que combinado con otros factores podía llevar a alteraciones genéticas, cambios que despertarían partes durmientes del genoma humano y que les permitiría manifestarse.
Pero no era la mala interpretación de las pruebas forenses el error más grave de Mittel y Baxter, sino su incapacidad para juzgar la naturaleza de aquel lugar. El hombre colocado en el centro de aquel cementerio no había muerto primero. Claro que no. Había muerto el último. A su tiempo y por su propia mano. En el centro de su creación.
El agente inmobiliario se inclinó hacia delante, se apoyó en los codos, abrió su pequeña boquita y habló.
—¿Y por qué abanico de precios estaría usted interesado en comprar? Por favor, sea sincero. Entiendo que nos encontramos en una fase inicial de nuestra relación señor, eh, Lautner, en los albores de nuestra búsqueda de un hogar potencial, pero, con toda franqueza, le diré que nuestro acuerdo se convertirá en algo mutuamente beneficioso si conozco exactamente cuánto desea invertir en propiedades inmobiliarias en este preciso momento.
Se echó para atrás y me dedicó una astuta mirada con los ojos entrecerrados. Evidentemente satisfecho por haber puesto sus cartas sobre la mesa. No habrá ocasión de tomarle el pelo a este tipo, supuse algo cansado. Actuaba como si supiera que yo solo llevaba encima ocho dólares y algunas monedas, o que le iba a proponer un trueque a cambio de un puñado de piedras brillantes. Era un hombre de mediana edad, delgado y pelirrojo, y su nombre —difícil de creer— era Chip Farling. Yo ya había hablado con bastante gente de este tipo, y mi tolerancia era cada vez menor.
—Me gustaría poner un tope de unos seis —dije con decisión—. Por el momento. Si surge algo especial, podría subirlo.
Sonrió radiante.
—¿Sería todo en metálico?
—Sí. —Le devolví la sonrisa.
Chip inclinó la cabeza, reverente, sus pulcras manos diminutas movieron un par de hojas de papel encima de la mesa.
—Bien —dijo sin dejar de asentir—. Excelente. Eso nos da ya algo con lo que jugar.
Luego me señaló con un dedo. Fruncí el ceño, pero pronto entendí que aquello era un mero preludio de su siguiente acción, que consistía en llevarse la mano a la barbilla, frotársela y mirar con astucia a media distancia. Interpreté que aquello significaba que estaba pensando.
Al cabo de medio minuto, volvió a enfocar la vista.
—Muy bien. Manos a la obra.
Saltó de su silla y avanzó con pasos enérgicos hacia el otro extremo de la oficina, chasqueando los dedos. Contemplé mi café y me dispuse a esperar.
Primero había ido a UnRealty, claro. Estaba cerrado. Una nota en la puerta agradecía la colaboración de la gente y explicaba que el negocio había sido liquidado debido a la muerte de su propietario. Terminaba sin aclarar que el hecho de que su heredero fuera un idiota había sido otra de las causas. Me acerqué a la ventana y eché un vistazo al interior. No importa si las mesas y los archivadores siguen ahí, si los ordenadores están en su lugar y de la pared cuelga un calendario de la imprenta local, con las vacaciones marcas con el firme trazo del perfeccionista de la oficina; tras una sola mirada se puede decir si un negocio tiene aire en los pulmones o no. UnRealty no tenía. Sabía que iba a ser así, pero de todos modos el panorama me impresionó. Me di cuenta de que no había tratado de averiguar si los descubrimientos de las últimas cuarenta y ocho horas hacían más comprensible la actitud de mi padre con respecto a UnRealty. No podía hacer progresar mis razonamientos.
Por eso decidí mover el cuerpo, y lo llevé a ver a todos los agentes inmobiliarios que pude encontrar a un recorrido a pie. Se puede establecer el nivel de vida de una comunidad según el número de agencias inmobiliarias que haya en sus calles. En Cowlick, Kansas, habrá que buscar mucho. Todo el mundo quiere largarse, no establecerse allí, siempre que no sea con los pies por delante. En otros lugares que disfrutan de un bienestar moderado pueden encontrarse una o dos agencias, mezcladas con el resto de los negocios según el movimiento browniano comercial. En un lugar como Dyersburg te tropiezas sin parar con inmobiliarias. Más que pañuelos artesanales, galerías y pequeños restaurantes, lo que vende una ciudad de este tipo es un concepto: que uno puede vivir así todo el año, que puede ser uno de los que eligen una buena tierra y la rodean con una valla; uno de los que pueden apoltronarse en su casita de madera de estilo rústico con techos abovedados y se sienten unidos a Dios y los ángeles. Por toda América los ricos andan tirando alambre alrededor de sus escondrijos. Ranchos que antes se dedicaban a la cría de ganado, o simplemente eran hermosos, ahora son adquiridos y divididos en parcelas de veinte acres en las que disfrutar de asombrosas vistas y vecinos idénticos a uno mismo. No me burlo. Ya me gustaría a mí tener una de esas vistas, una de esas vidas, a los pies de las montañas, en uno de los paisajes más hermosos del mundo. Lo que no me gusta es lo que eso conlleva. El golf. El asiento en el Learjet. El humidificador de cigarros. Los anodinos e insoportablemente sedados androides que viven en esos clubs de campo: hombres huecos de piel morena y firme encajada de manos, mujeres de dura mirada y mejillas estiradas con cirugía; conversaciones hechas con una parte de codicia, dos partes de autosatisfacción y tres partes de inquietante silencio. Creo que me volvería loco.
Al cabo de un rato, Chip reapareció con un puñado de folletos y un par de cintas de vídeo en la mano.
—Señor Lautner —dijo suspirando—, ha llegado el momento de encontrar su sueño.
Miré las cintas con la debida atención, tomando buen cuidado de realizar ocasionales gruñidos y muecas de interés. No había nada parecido a lo que andaba buscando. Luego eché un vistazo a los folletos, que reproducían falsos refugios de madera con decoraciones interiores dignas de cowboys drogadictos, o estructuras blancas y relucientes de tal aséptico vanguardismo que parecían haber sido descubiertas en la Luna. Lo único que variaba, y no mucho, era lo grotesco de los precios. Había ocurrido lo mismo con todos los agentes inmobiliarios a los que había visitado. Estaba ya a punto de pedirle, como es debido, una tarjeta a Chip y marcharme de allí para quizá llamar a Bobby y saber cómo le iba a él con sus tareas, cuando, oculta entre los opúsculos ilustrados, encontré una hoja suelta.
«Los Salones —decía en atractivos caracteres—. Para gente que quiere más que un hogar.»Seguían luego tres parágrafos de curiosa sobriedad en los que se describía un pequeño proyecto en la cordillera Gallarín. Casas a pie de pista, naturalmente. Al final de la carretera, para mayor tranquilidad, por supuesto. Una extensión de doscientos acres de terreno montañoso transformados en una comunidad de tan inefable perfección que probablemente el mismo Zeus ya se habría comprado una casa sobre plano. Pero aun así, la publicidad no era demasiado agresiva. Ni siquiera había fotos o el precio, lo cual avivó mi interés.
Cogí otro folleto, más o menos al azar, asegurándome, eso sí, de que fuera caro.
—Me gustaría darle una mirada a este —dije.
Chip lo examinó y asintió encantado.
—Es un bombón —aseguró.
—Y ya que estamos en la zona —añadí como si se me acabara de ocurrir—, vayamos a ver este otro.
Empujé la hoja suelta hacia él por encima de la mesa. Lo observó, luego juntó las manos y alzó los ojos hacia mí.
—Con Los Salones, señor Lautner —explicó con voz juiciosa—, el asunto se pone muy exclusivo. Nos colocaríamos en lo más alto, en términos monetarios. Seis millones no serían suficientes. Hay una diferencia sustancial.
Le ofrecí la mejor y más millonada de mis sonrisas.
—Ya se lo he dicho. Enséñeme algo especial.
Una hora más tarde escuchaba lo que Chip tenía que contarme sobre el golf. Escuchaba. Seguía escuchando. Empezaba a temer que iba a escuchar todo el rato. Nada más salir, incluso antes de dejar Dyersburg atrás, me sometió a un interrogatorio para saber cuánto me apasionaba aquel juego. Imprudente, admití que no jugaba, aunque por suerte me detuve justo antes de añadir: «Pero ¿por qué narices tendría yo que jugar a eso, por Dios?». Chip me miró durante un buen rato, con una mirada de tan asombrada incomprensión que le dije que tenía la intención de iniciarme en el deporte tan pronto como me hubiera instalado, y que, de hecho, esa era una de las principales razones que me impulsaban a buscar una propiedad de ese tipo. Asintió despacio ante aquella afirmación, y luego asumió como propia la responsabilidad de darme un curso acelerado sobre todo lo que había que saber del golf. Calculé que podría resistir otros quince minutos, más o menos, y que luego le mataría sin remordimientos.