Entonces la imagen giró bruscamente por una esquina y descubrió una extensión del bar, con gente de pie o sentada alrededor de la habitación. En el centro había una mesa de billar. Un tipo estaba inclinado sobre el otro lado, preparado para tirar. Era grande y tenía una nariz enorme y el rostro oculto casi por completo tras el pelo, el bigote y las patillas. Parecía un oso sarnoso. Detrás de él se tambaleaba una mujer rubia de larga melena, apoyada en un taco, como si eso fuera lo único que la sostuviera en pie. Intentaba con todas sus fuerzas concentrarse en el juego, se le fruncían las cejas, pero daba la impresión de que el mundo se alejara de ella. Su compañero tampoco pasaba por un buen momento, tardaba una eternidad en preparar la tirada. Más cerca de la cámara, en el lado de la mesa que quedaba en primer término, había otra pareja, ambos con tacos en la mano. Le daban la espalda a la cámara y se rodeaban el uno al otro con el brazo. Ambos tenían el pelo largo y castaño. La chica llevaba una blusa blanca grande y una falda larga de color púrpura salpicado de verde. El chico, unos pantalones téjanos de campana desgastados y un chaleco afgano que parecía recién planchado.
La chica rubia levantó los ojos de la mesa y vio la cámara. Soltó un grito de alegría y la señaló con mucha energía pero con gesto impreciso, como si estuviera eligiendo entre tres imágenes distintas sin poder recordar con cuál se quedaba. El jugador de billar también alzó la mirada, puso los ojos en blanco y se concentró de nuevo en su tirada. La pareja de pelo castaño se dio la vuelta y entonces me di cuenta de que mis temores y vergüenzas anteriores habían sido infundados.
No era mi padre el que manejaba la cámara. Puedo asegurarlo porque la pareja de pelo castaño eran mis padres.
Mientras contemplaba boquiabierto la imagen, mi padre sonreía con una mueca torcida y mostraba su dedo medio levantado a la cámara. Mi madre sacó la lengua. La cámara se desplazó abruptamente hacia el jugador de billar, que finalmente hizo su tirada. Falló de mucho, de muchísimo.
Detuve la cinta, la rebobiné.
Mis padres se giran. Mi padre sonríe y levanta el dedo. Mi madre saca la lengua.
Lo detengo de nuevo. Observo.
Mi madre no llevaba ropa realmente grande, sino cómoda, y se movía con la sedada gracia de un barco arrastrado por un remolcador. La persona que veía en la pantalla pesaba alrededor de cincuenta y cuatro quilos, muy bien repartidos. Sin darme realmente cuenta de lo que estaba pensando, supe que si hubiera sido yo el que entraba en un bar y la veía con aquel tipito junto a otro tío, habría habido pelea. Uno se convierte en un troglodita con tal de que una chica como ella te deje estar a su lado. Y no es que mi padre no pareciera capaz de defender sus pertenencias: estaba un poco más gordo de lo que yo recordaba que hubiera estado jamás, pero se movía con agilidad y gran economía. Podría haber sido actor. Los dos parecían en forma, sanos y lustrosos. Se los veía reales, gente viva, una pareja que tiene sexo. Sobre todo, se los veía jóvenes. Asombrosamente jóvenes.
La escena duraba aún otros cinco minutos. No sucedía nada en particular, salvo que tuve que ver a mi padre jugando al billar a una edad en la que si me hubiera visto como soy ahora me habría considerado un hombre mayor. Y sabía jugar. Sabía en serio. Cuando el hombre oso falló su tirada y se apartó de la mesa, mi padre le dio la espalda a la cámara y se inclinó sobre el tapiz verde. No se molestó en dar la vuelta a la mesa para encontrar el tiro más fácil: simplemente apuntó a la que tenía enfrente y tiró. Una adentro. Entonces comenzó a moverse, rondando la mesa, observando con la resuelta indiferencia de quien espera meter todas las bolas, de quien se ha acercado a la mesa con esa sola intención en la cabeza. En el siguiente tiro la bola también se coló dentro, cayó desde el agujero hasta un almohadón, y aún el que le siguió, como si hubieran tapado el agujero con una cinta elástica. Mi madre lo jaleaba y le daba palmadas en el culo. Hizo un ambicioso reverso doble para meter la bola en uno de los agujeros del medio, y luego cruzó de un golpe media mesa para colar la negra, girándose incluso antes de que la bola hubiese entrado.
Mi padre le guiñó el ojo al hombre oso, quien de nuevo puso los ojos en blanco. Estaba tan acostumbrado a que mi padre le diera buenas palizas jugando al billar como a que el de la cámara se pusiera idiota. Lo mismo de siempre. Aquella gente se conocía muy bien. No ocurrió nada especial, salvo que mi madre se puso a bailar con la rubia. Entonces empezó a contonearse de un lado a otro, brazos y piernas moviéndose en direcciones distintas, chasqueando los dedos. Lo había visto en películas o en televisión, con bailarines profesionales. Pero jamás en directo, hasta que vi a mi madre, vibrando al ritmo de la música, con la boca entreabierta y los ojos medio cerrados.
Me sorprendí pensando «Cómo bailas, nena. Tú sí que sabes bailar».
Todo siguió igual salvo que mientras el oso recolocaba laboriosamente las bolas en la mesa, vi que mi padre se sentaba en un taburete y bebía unos cuantos tragos de cerveza. Mi madre —aún bailando— le guiñaba el ojo, y él le contestaba; me di cuenta de que no estaban tan borrachos como el resto de la gente en aquella habitación. Disfrutaban de aquel momento, pero tenían su empleo y el lunes podrían cumplir con él. Me puse a pensar en eso. Mi padre ya debía de ser agente inmobiliario, a pesar de su afgano de fin de semana y la camiseta esmirriada. Los quilos de más, de hecho, le favorecían. Tenía suficiente anchura de hombros para acomodar el peso y parecer más fuerte que gordo. Con bastantes más quilos se habría deslizado rumbo al sobrepeso, aunque de momento solo era un tipo con el que procurarías no chocar si lo ves venir cruzando la habitación con una bandeja llena de cervezas. Podría incluso decir que el peso era una adquisición bastante reciente, y que no se sentía cómodo con él. Cada tanto echaba los hombros para atrás, con el ostensible deseo de evitar que los pliegues que caían sobre la mesa movieran las bolas. Pero también, sospecho, para mantener la espalda recta. Más tarde descubriría el jogging y el gimnasio y ya nunca volvería a tener ese aspecto. Sin embargo, en la grabación de aquella noche le vi hacer algo, algo inocuo y trivial, aunque visto en aquella habitación de hotel de Dyersburg, hizo que se me escapara un gemido de la boca, como si hubiese recibido un suave golpe en el estómago.
Mientras encendía un cigarrillo —ignoraba que hubiera sido fumador— levantó con gesto ausente la parte de camiseta que quedaba sobre su estómago, y luego la dejó caer de nuevo, de modo que colgara un poco mejor por encima de lo que no era más que una barriga bastante discreta. Rebobiné y lo pasé de nuevo. Y luego otra vez, inclinado hacia delante, entrecerrando los ojos contra el granulado de fondo de aquella cinta. El movimiento era incuestionable. Yo mismo lo he hecho. Creo que mientras estuve con mi padre nunca le vi hacer algo tan espontáneo, una cosa tan explicable y personal. Era el acto de un hombre consciente de su cuerpo y de que tenía un defecto, incluso durante una noche de juerga. Era un gesto habitual, pero no tanto como para convertirse en tic. Más que la camiseta, las jarras de cerveza, el ambiente alegre y vibrante, el baile de mi madre y el hecho de que entonces mi padre pudiera blandir un taco de billar contra el mejor jugador, era aquel pequeño movimiento lo que hacía volvía inconcebible que ahora estuvieran muertos.
La mesa estuvo por fin dispuesta para una nueva partida, y mi padre se levantó y se preparó para romper, o más bien se acomodó para dar un golpe de taco que la bola blanca, en toda su diminuta y esférica existencia, jamás olvidaría. La escena se interrumpía abruptamente justo en aquel momento, como si se hubiera acabado un rollo de película.
Antes de que pudiera apretar el botón de pausa, las imágenes ya habían pasado directamente a otra cosa.
Un interior diferente. Una casa. Un salón. Oscuro, iluminado con velas. Los colores eran turbios, la película no se había impresionado bien con tan poca luz. Se escuchaba música de fondo, muy floja, y en esta ocasión sí reconocí que se trataba de la banda sonora de
Hair
. En el suelo, una recua de botellas de vino en varios estados de agotamiento, y unos cuantos ceniceros rebosantes.
Mi madre estaba medio recostada en un sofá bajo, cantando, cantando una canción matutina. La cabeza del tipo oso quedaba más o menos en su regazo, y se Haba un porro sobre el pecho.
—Pon otra vez la de la sodomía —dijo el oso arrastrando las palabras—. Ponía.
La cámara se desplazó suavemente hacia un lado y mostró a otro hombre tumbado en el suelo bocabajo. La mujer rubia estaba sentada justo detrás de él y se ocupaba de una cuidada fila de velas puestas en platitos que alguien había formado encima de la espalda del tipo. Era evidente que llevaba comatoso el tiempo suficiente para ser contado entre los muebles de la casa, y mi hipótesis era que se trataba del tío que manejaba la cámara en el bar. La muchacha se inclinaba lenta e impredeciblemente desde la cintura, manteniéndose erguida por pura fuerza de voluntad. Ahora que había menos jaleo a su alrededor, resultaba obvio que era mayor de lo que aparentaba al principio. No era ninguna adolescente, tendría veintimuchos, quizá treinta, un poco mayor para formar parte de aquella escena. Me di cuenta de que si las imágenes eran de muy a principios de los setenta, mis padres deberían ser más o menos de la misma edad.
Lo cual significaba que yo ya había nacido.
—Ponía —insistía el oso, y la cámara volvió a enfocarle con una sacudida, moviéndose en vaivén muy cerca de su rostro— Ponía.
—No —riendo dijo una voz muy cerca del micrófono, una voz que confirmaba que ahora era mi padre quien se ocupaba de la filmación. Su trabajo era mejor que el del tipo reventado—. Hemos puesto esa canción un millón de veces.
—Porque mola —dijo el oso, asintiendo vigorosamente—. Es como... lo que dice es... oh, mierda. —La cámara retrocedió para mostrar que se le había caído el porro. Quedó desolado—. Mierda. Ahora tendré que empezar de nuevo. Llevo toda la vida liando este jodido porro. Llevo liándolo desde antes de nacer. El puto Thomas Jefferson empezó con este jodido, y me lo dejó en su testamento. Dijo que podía terminar el porro o quedarme con Monticello. Y yo dije, que le den a la casa, me quedo con la hierba. Llevo toda la vida liándolo, como un siervo bueno y leal. Y ahora se ha ido para siempre.
—Se ha ido —entonó la muchacha rubia, y soltó una risilla.
Sin perder ni un compás de «Good Morning Starshine», mi madre se enderezó y cogió todo el instrumental de las torpes garras del oso. Sostuvo el papel diestramente una sola mano, niveló el tabaco con el dedo índice y cogió la droga.
—Enróllalo Phlipper —cacareó el oso, muy contento con el giro que habían tomado los acontecimientos—. Enróllalo, enróllalo, enróllalo.
La cámara hizo un zoom sobre el porro y luego abrió de nuevo la imagen. Ya casi estaba terminado.
Enarqué tanto las cejas que estaban a punto de salir flotando por encima de mi cabeza. Mi madre acababa de liar un porro.
—Ponía —lloriqueaba el oso—. Pon la canción de la sodomía. Vamos Don, Don el grande, Don el hombre. Ponía.
Al fondo, mi madre seguía cantando.
La cámara giró bruscamente y salió de la habitación por un pasillo. Había un montón de abrigos en el suelo, apilados tal como habían caído. Vi una cocina a la izquierda y un tramo de escaleras a la derecha. Era nuestra antigua casa, la de Hunter's Rock. El mobiliario y la decoración eran distintos de como los recordaba, pero la distribución era la misma.
Contemplé, con los ojos como platos, cómo la cámara cruzaba el vestíbulo y luego subía las escaleras. Durante un momento se veía poco más que un remolino de oscuridad, y desde el piso de abajo llegaba el sonido apagado del hombre oso gritando: «Sodomía... felación... cunnilingus... pederastia...», sin ninguna intención de aproximarse a la melodía.
Mi padre llegó al rellano superior, se detuvo un instante y susurró en voz muy baja. Luego avanzó de nuevo, y con un sobresalto me di cuenta de hacia dónde se dirigía. Estaba todo en silencio ahora, y lo único que oía eran su respiración y el sordo rumor de sus pies contra la alfombra mientras abría la puerta de mi habitación.
Al principio estaba oscuro, pero gradualmente se filtró luz suficiente desde el rellano para iluminar mi cama contra la pared. Yo debía de tener unos cinco años. Solo se me veían la coronilla y un pedazo de mejilla, donde incidía la luz. Un trocito de hombro, cubierto con un pijama oscuro. La habitación era de un verde moteado; y la alfombra, marrón, como fue siempre.
Se quedó ahí de pie, dos minutos enteros, sin decir ni hacer nada, aparte de sostener la cámara y contemplarme.
Yo permanecí sentado y también lo observaba, casi sin aliento.
La calidad del sonido ambiental de la cinta cambió al cabo de un rato, como si hubieran empezado con otra canción en el piso de abajo. Luego se produjo un ruido suave, quizá de pisadas sobre la alfombra. El ruido paró y supe, lo supe sin ver ni oír nada que lo confirmase, que mi madre estaba de pie junto a mi padre..
La cámara siguió enfocando al chico en la cama, a mí, durante unos instantes más. Después se movió, despacio, hacia la izquierda. Al principio pensé que se marchaban, pero luego me di cuenta de que la cámara pivotaba, giraba para enfocar en la dirección opuesta.
Viró ciento ochenta grados y se detuvo.
Mis padres miraban directamente al objetivo. Sus rostros copaban el plano: no muy pegados, sino uno justo al lado del otro. No tenían aspecto de estar borrachos ni colocados. Parecían mirarme.
—Hola Ward —dijo mi madre dulcemente—. Me pregunto qué edad tendrás ahora.
Miró por encima de la cámara, presumiblemente a la silueta que dormía en la cama.
—Me pregunto qué edad tendrás —repitió, y había algo triste y desencajado en su voz.
Mi padre seguía mirando a la cámara. Era quizá cinco o seis años más joven de lo que soy yo ahora. Él también habló en susurros, pero con una mirada poco afectuosa.
—Y me pregunto en qué te habrás convertido.
Nieve, interferencias. Alguien pasó por delante de mi habitación arrastrando un carrito con ruido metálico.
No detuve la cinta. Era incapaz de moverme.
La última escena correspondía también a un original de ocho milímetros, pero los colores eran más imprecisos, desvanecidos, pálidas superficies blanqueadas y reducidas hasta la pura luz. Por toda la pantalla aparecían sin cesar puntos y rayas oscuras parpadeantes, de modo que los movimientos que se veían detrás parecían mesurados y distantes.