Con brusquedad advertí que no quería estar cerca de sus cuerpos por más tiempo. Retrocedí un paso. Mary rebuscó en el bolsillo de su abrigo y extrajo algo agarrado a un pequeño llavero con etiqueta. Era un juego de llaves.
—He sacado la basura esta mañana —dijo—, y he tirado algunas cosas de la nevera. Leche y así. No quería que empezaran a apestar. El resto lo he dejado como estaba.
Asentí mirando las llaves. Yo no tenía. No las necesitaba. Las pocas veces que iba a verles, ellos estaban siempre en casa. Me di cuenta de que antes nunca había visto a Mary fuera de la cocina de mis padres o del salón. Así eran las cosas con mis viejos. Ibas a su casa, no dabas más vueltas. Tendían a formar un centro a su alrededor. Tenían esa tendencia.
—Hablaban de ti, ¿sabes? Muy a menudo.
Asentí de nuevo, aunque no estaba seguro de si le creía o no. Durante buena parte de la última década mis padres ni siquiera sabían por dónde andaba yo, y nada de lo que pudieran decir preocupaba a ese joven muchacho, el hijo único que se crió y había vivido con ellos en otro estado. No es que no nos quisiéramos. A nuestro modo, sí lo hacíamos. Simplemente era que no les di mucho de qué hablar, nunca puse la cruz en ninguna de las casillas que llenan de orgullo a los padres y les permiten pavonearse delante de amigos y vecinos. Ni mujer ni hijos ni trabajo de los que charlar. Advertí que Mary aún tenía el brazo tendido y agarré las llaves.
—¿Cuánto tiempo te quedarás? —me preguntó.
—Depende de cuánto se alarguen las cosas. Tal vez una semana. Posiblemente menos.
—Ya sabes dónde estoy —dijo—. No te comportes como un extraño solo por todo esto.
—No —respondí de inmediato con una torpe sonrisa.
Deseé haber tenido un hermano que pudiera sostener esa conversación en mi lugar. Alguien sociable y responsable.
Ella me devolvió la sonrisa, pero distante, como si ya supiera que las cosas no iban a ser así.
—Pasarás pronto por ahí, espero —dijo, y luego se marchó por la cuesta.
A los setenta años, era un poco mayor que mis padres y le costaba caminar. Había pasado toda la vida en Dyersburg, ex enfermera, más que eso no sabría contar.
Vi a Davids plantado junto a su coche al otro lado del cementerio, haciendo tiempo con su ayudante; estaba claro que me esperaba. Tenía el aspecto de alguien dispuesto, con ganas de ser rápido y eficaz, de atar los cabos sueltos.
Volví la mirada una vez más hacia las tumbas y luego avancé con paso decidido por el camino, para hacer frente a las tareas administrativas que hubiera podido ocasionar la desaparición de toda mi familia.
Davids traía consigo en el coche casi todo el papeleo, y me llevó a comer para liquidar el asunto. No sé si así resultó menos desagradable de lo que habría sido hacerlo en su oficina, pero aprecié la amabilidad de aquel hombre que prácticamente no me conocía de nada. Comimos en el centro histórico de Dyersburg, en un lugar llamado Auntie's Pantry. El interior había sido diseñado para que pareciera un refugio de montaña con múltiples niveles, y los muebles, labrados a mano por un puñado de elfos. El menú ofrecía varias sopas vegetarianas y panes caseros, acompañados con ensaladas cuyo ingrediente fundamental eran las judías germinadas. Más o menos de la edad de mis padres, alto y delgado y con una nariz aguileña considerable, Davids parecía el típico tipo que envía Dios cuando en realidad quiere enviar un infierno. Abrió su maleta y sacó un montón de documentos, los dispuso frente a él con maneras de hombre de negocios, cogió el menú y se puso a leerlo. Davids era el abogado de mis padres, lo era desde que le conocieron justo después de trasladarse desde el norte de California. Yo había hablado con él en un par de ocasiones, en algún cóctel de Navidad o Acción de Gracias, en casa de mis padres; pero para mi mente era ahora una de esas tantas personas cuya relación conmigo iba a terminar de golpe. Aquello conllevaba una curiosa mezcla de dos sentimientos, distancia y voluntad de prolongar el contacto, que me resultaba imposible trasladar a nuestra conversación.
Por suerte, Davids tomó las riendas del encuentro en cuanto llegaron nuestros platos de sopa de calabaza con líquenes. Resumió las circunstancias de la muerte de mis padres, lo cual, en ausencia de testigos, quedaba rebajado a la mera categoría de hecho. Hacia las 23.05 del pasado viernes, después de visitar a unos amigos con los que habían jugado al bridge, su coche se vio implicado en una colisión frontal en la intersección entre la calles Benton y Ryle. El otro vehículo era un coche aparcado junto a la calzada. Las autopsias habían revelado un considerable nivel de alcohol, correspondiente quizá a media botella de vino, en la sangre de mi padre, que era el pasajero, y gran cantidad de zumo de arándanos en la de mi madre. Había hielo en la carretera, el cruce no estaba demasiado bien iluminado, y ya había ocurrido un accidente en ese mismo lugar el año anterior. Así fue. Cosas que pasan, a menos que tuviera intención de meterme en un vano contencioso civil, como desde luego no era el caso. No había más que añadir.
Entonces Davids volvió a los negocios, lo cual quería decir que yo debía firmar un buen número de papeles, esto es, la aceptación de la propiedad de la casa y todo lo que contenía, unos cuantos pedazos de tierra sin cultivar, y la cartera de acciones de mi padre. Me explicó eficientemente una legión de cuestiones fiscales relativas a todo aquello y luego se despachó con nuevas firmas. Lo del IRS, el Departamento de Tesorería, me entró por una oreja y me salió por la otra. Era evidente que mi padre había confiado en Davids, y Hopkins Sénior no fue de los que andan repartiendo su respeto a troche y moche. Si era bueno para mi padre, era bueno para mí.
Al final le prestaba menos de la mitad de mi atención, y en realidad disfrutaba de la sopa, tras mejorar la receta añadiéndole una buena cantidad de sal y pimienta. Contemplaba la cuchara mientras me la metía en la boca, saboreaba el plato con minuciosidad y consideración, alentando al sabor para que ocupara la mayor parte posible de mi mente. No regresé a la superficie hasta que Davids mencionó UnRealty.
Me explicó que el negocio de mi padre, gracias al cual había logrado vender bienes inmuebles a precios elevados, iba a cerrar. El valor de sus activos restantes se liquidaría en cualquier cuenta que yo dispusiera tan pronto como el proceso se hubiera completado.
—¿Liquidó UnRealty? —pregunté estirando la cabeza para mirar al abogado—. ¿Cuándo?
—No. —Davids sacudió la cabeza mientras rebañaba su plato con un pedazo de pan—. Dio instrucciones de que se hiciera tras su muerte.
—¿Sin importarle lo que yo pudiera decir al respecto?
Miró por la ventana y se frotó las manos con un económico y mínimo gesto que desprendió unas pocas migas de sus dedos.
—Fue bastante claro.
De repente mi sopa se había enfriado y sabía a caldo de malas hierbas. Aparté el plato. Ahora entendía por qué Davids había querido que nos ocupáramos del papeleo ese mismo día, mejor que antes del funeral. Recogí las copias de los documentos que me correspondían y las puse en el sobre que me había dado Davids.
—¿Eso es todo? —Mi voz era tranquila y tajante.
—Eso creo. Siento haberte molestado con esto, Ward, pero es mejor quitárselo de encima cuanto antes.
Se sacó la cartera del bolsillo y miró la cuenta, no solo como si desconfiara de la suma, sino como si no viera bien la caligrafía de la camarera. Su pulgar vacilaba sobre una tarjeta de crédito, pero al final, extrajo dinero en efectivo. Lo interpreté como que había decidido no cargar la cuenta de la comida en los gastos del negocio.
—Has sido muy amable —le dije.
Davids rechazó el cumplido con un gesto de la mano y dejó una propina exacta del diez por ciento.
Nos levantamos y salimos del restaurante, sorteando las mesas de turistas charlatanes. Afuera nos quedamos un momento juntos, observando a las mujeres que pasaban, subidas sobre sus tacones, arriba y abajo de la calle College blandiendo sus tarjetas de crédito en ávidas bandadas. Finalmente Davids hundió las manos en los bolsillos de su abrigo.
—Si hay algo que pueda hacer, por favor, dímelo. No puedo resucitar a los muertos, claro, pero en todo lo demás puede que te sirva de alguna ayuda.
Nos dimos la mano y él se fue andando más bien deprisa calle arriba, su rostro cuidadosamente falto de expresión. Y entonces advertí, para no olvidarlo jamás, que Davids no había sido solo el abogado de mi padre, sino que también se había convertido en su amigo, y que quizá yo no fuera el único a quien le resultara difícil el duelo.
De regreso, caminé hasta el hotel con los puños apretados, y hacia las nueve estaba ya muy borracho. Tenía el primer
boilermaker
en las manos antes de que las puertas del hotel se cerraran detrás de mí. Desde el primer trago supe que aquello era un error. El problema era que no parecía haber otra respuesta inteligente a mi situación. Primero me apalanqué en la barra, pero después de un rato me trasladé a uno de los reservados que había junto a la gran ventana. Con una generosa propina preventiva me aseguré no tener que esperar, o siquiera moverme, para que mi vaso estuviera siempre lleno. Una cerveza, luego un whisky. Una cerveza, luego un whisky. Una manera segura y eficaz de emborracharse, y el camarero lampiño me los hacía llegar conforme yo los pedía.
Saqué los documentos del sobre de papel manila que Davids me había dado y los esparcí frente a mí, con la mente fija en un punto en particular.
Durante todo el tiempo que me llevó crecer, solo supe una cosa de mi padre. Él era un hombre de negocios. A eso se dedicaba y eso era él. Era un
Homo sapiens negociensis
. Se levantaba por la mañana y se largaba a hacer negocios, y volvía por la noche habiendo hecho alguno, gracias a Dios. Mis padres nunca hablaban de su vida pasada, ni generalmente de nada importante, pero aun así yo sabía algo sobre UnRealty. Mi padre había trabajado durante algunos años para una compañía local, y entonces, una noche, llevó a mi madre a cenar a un buen restaurante y le contó que iba a convertirse en un emprendedor. De hecho parece ser que usó esas mismas palabras, como si estuviera en un anuncio de préstamos bancarios. Se lo había dicho a poca gente, había hecho algunos contactos, se había embebido de toda esa retórica de manual empresarial que te da derecho a plantarte un día en el bar de un club de campo y decir: «Yo me hice a mí mismo». Sin duda no fue fácil, pero mi padre tenía una fuerza de voluntad notable. A mecánicos o fontaneros, policías de tráfico o mozos de facturación les bastaba con un vistazo para decidir no joderle demasiado. Cuando entraba en un restaurante, se corría la voz entre el personal de que era hora de levantarse y dejar de escupir en la sopa. Su empresa, y la historia que tuvo, eran lo más tangible que jamás pude entender acerca de él.
Y a pesar de esto, en su testamento dejaba estipulado que la liquidaran. En lugar de dejarle la decisión a su hijo, había hecho reventar con toda tranquilidad veinte años de trabajo.
Tan pronto como me lo dijo Davids, supe que aquello solo podía significar una cosa. Mis padres no querían que yo entrara en el negocio. Podía explicarse de muchas maneras. Yo había vendido muchas, muchas cosas, pero jamás una casa de las caras. Sin embargo, entendía de eso. La cosa era así. Conocía la revista
Unique Homes
, el duPontREGISTRY, y Christie's Great Estates. Sabía lo que hay que saber sobre la servidumbre de conservación y los ranchos de vacaciones. Estaba familiarizado con el valor de las antigüedades, de los cuadros de paisajes con canales del siglo XV, y de la privacidad de los hogares ubicados al final del camino, donde abunda la calma. No podía ser de otro modo. Lo llevaba en la sangre. Incluso estudié dos años de arquitectura, hasta que mis pasos se apartaron de la universidad por culpa de un desafortunado incidente y terminé en otro sector del mundo laboral. Y sin embargo, él no me quería, o no confiaba en mí para que me hiciera cargo del negocio. Cuanto más lo pensaba, más me dolía.
Seguí bebiendo para ver si las cosas mejoraban. No fue así. Pero seguí bebiendo de todos modos. Durante las primeras horas de la noche el bar estuvo tranquilo. Luego, a las diez en punto, llegó un aluvión de hombres y mujeres bien vestidos procedentes de algún baile de inauguración de cierta fiesta empresarial de intercambio de tarjetas. Daban vueltas alrededor del centro del bar, trabajando rabiosamente para expandir sus contactos, excitados como chiquillos ante la perspectiva del desmadre salvaje que les esperaba y el par de cervezas sin alcohol que se iban a tomar. A estas alturas, mi cerebro era una masa densa y congelada. El escándalo empezó ya a todo volumen, y aún fue a peor, como si me hubiera rodeado una cuadrilla de tipos que traspaleaban grava.
Mantuve mi territorio en el reservado, observando a los invasores con ira. Un par de ellos se quitaron la chaqueta en señal de desenfreno. Otro tipo incluso se aflojó la corbata. Los subordinados se acercaban sigilosamente a sus jefes y merodeaban a su alrededor como jilguerillos picoteadores que intentaran ganar puntos. Me las arreglaría. Haría frente al temporal. Puede que aquella gente supiera utilizar bases de datos y liquidar activos, pero si la cosa se convertía en una prueba de resistencia en un bar, tenían todas las de perder. Mi moral estaba alta. Conocía el terreno. Y, viéndolo retrospectivamente, estaba también más borracho de lo que creía. Tres tipos llegaron a mi puerta, se pararon y echaron un vistazo.
Lo siguiente que recuerdo son los gritos y las americanas que volaban por los aires. Al principio me asusté, pero luego comprendí que era de mí de quien huían. Estaba tambaleándome en el suelo, con la ropa empapada en la cerveza que se había derramado. Tenía una pistola en las manos y la apuntaba directamente a los tipos de la puerta, mientras les aullaba una larga e incoherente retahíla de instrucciones contradictorias. Ellos estaban fuera de sí a causa del pánico. Probablemente porque cuando un hombre te apunta con un revólver quieres hacer lo que te pide. Pero eso es difícil de cumplir si no logras entender lo que te dice.
Al final dejé de gritar. Por un momento los tipos de la puerta fueron seis, luego se fundieron de nuevo en tres. La sala se había quedado en silencio, no obstante, yo me sentía como si el corazón fuera a estallarme. Todos esperaban que las cosas cambiaran a mejor o a peor.
—Perdón —musité—. Un malentendido.