Había sido el mismísimo Nokkon Wud.
Nina se fue temprano de casa, y dejó una nota diciendo que llamaría. Zandt se pasó la mañana caminando por el patio. Cada nuevo día era menos probable que Sarah Becker siguiera con vida. Saberlo no abría ninguna puerta.
Repasó la teoría que le había expuesto a Nina y fue incapaz de encontrarle una sola falla. Sabía que casi todo eran especulaciones y comprendía que tenía razones particulares para aferrarse a esa idea. Si el hombre al que había matado era el responsable del secuestro de las muchachas, las había raptado para entregárselas a alguien que sabía las iba a matar, entonces, creía Zandt, también podría haber encontrado el modo de aceptar matarlas. Los últimos dos años de soledad le habían enseñado una cosa, y muy bien enseñada: si uno es capaz de vivir con uno mismo podrá resistir las opiniones de los demás. Era consciente de que el Hombre de Pie probablemente pensaba lo mismo, pero eso no cambiaba nada.
Una taza de café bien cargado y la contemplación del panorama convirtieron gradualmente su resaca en un malestar general que podía ignorar. Los aguijonazos en el cuello y la espalda, debidos a la noche pasada en el sofá, desaparecieron. El mar era capaz hacer eso, incluso a aquella distancia.
A mediodía entró disparado en la casa en busca de comida. Nada en la nevera. Nada en los armarios ni en el congelador. Zandt no imaginaba que existiera una mujer que ni siquiera tuviera un paquetito de galletas en casa, o un poco de pan en el congelador, a punto para tostar. Creía que la mayoría de las mujeres vivirían de tostadas si pudieran. Sin saber qué hacer, se encontró dando vueltas por el salón, curioseando entre los materiales que se acumulaban en las estanterías. Había libros sobre asesinatos en serie, de divulgación y académicos; colecciones de artículos sobre psicología forense; pilas de notas sobre casos fotocopiadas, todas en sus correspondientes carpetas, ordenadas por estados; una descarada ilegalidad. Algunas novelas, ninguna reciente, y así todas escritas por gente llamada Harris, Thompson, Connelly o King. Eran pocas las cosas que no guardaban relación con el lado oscuro del comportamiento humano. Le resultaba familiar, por las tardes que había pasado en aquella casa en 1999, horas en las cuales la criminología había sido lo último que le había pasado por la mente. Sobre ese particular estaba en paz desde hacía mucho tiempo. Jennifer jamás lo había descubierto, y el asunto no había afectado ni a lo que sentía por ella ni al desenlace de su matrimonio.
Tomó una de las carpetas de notas sobre el caso y la ojeó sin prestarle verdadera atención. La primera sección detallaba las actividades de un hombre llamado Gary Johnson, que había raptado y asesinado a seis ancianas en Luisiana a mediados de los años noventa. Una nota pegada a la primera hoja con un clip recordaba que Johnson cumplía en la actualidad seis cadenas perpetuas en una prisión que, Zandt lo sabía muy bien, debía de ser como el infierno en la tierra: una cueva llena de hombres peligrosos cuyas escasas reservas de afecto estaban consagradas a sus ancianas madres. Sería un milagro, de hecho, que Johnson todavía estuviera vivo. Un punto para los buenos. La siguiente sección contenía información sobre un caso de Florida que, a juzgar por la fecha dé las entradas más recientes, seguía abierto. Siete hombres jóvenes desaparecidos.
Un punto para los asesinos. Uno de tantos.
Eligió otra carpeta.
Dos horas más tarde estaba sentado en el suelo, en medio de la habitación, rodeado de papeles, cuando alguien llamó a la puerta. Alzó la cabeza, confundido. Hicieron falta unos cuantos golpes más para que se diera cuenta de qué se trataba.
Abrió la puerta y se encontró con un tipo pequeño y malhumorado. Detrás de él había un coche que en alguna ocasión debió de tener su encanto.
—Taxi —dijo el tipo.
—Yo no he pedido ningún taxi.
—Ya lo sé. Ha sido la señorita. Me ha encargado que viniera a recogerle. A buscarle. Todo muy deprisa. Con todo.
—¿Qué señorita? —estaba aturdido, las lecturas recientes le daban vueltas en la cabeza. Había algo que atraía su atención.
El tipo gruñó con impaciencia y hurgó en su bolsillo. Sacó un pedazo de papel arrugado y se lo acercó a Zandt para que lo leyese.
—La señorita es Nina. Me ha dicho que le dé prisa. Puede que usted haya encontrado algo, o que ella haya encontrado algo, un hombre muy de pie; no entendí esa parte. Pero ahora nos vamos.
—¿Adónde?
—Al aeropuerto, colega. Me ha dicho que si me daba prisa me pagaría el triple, y necesito el dinero, así que, ¿podemos largarnos ya, por favor?
—Espérate aquí —dijo Zandt.
Se dio la vuelta y entró otra vez. Descolgó el teléfono y marcó el número del móvil de Nina.
Tras dos señales, contestó. Había mucho ruido de fondo, el ruido apremiante de una voz transmitida por sistema de megafonía.
—¿Qué sucede? —dijo él.
—¿Estás en el taxi?
Tenía la voz alterada, y por alguna razón aquello le resultó irritante.
—No. ¿Qué haces en el aeropuerto?
—Recibí una llamada del muchacho que tengo vigilando internet. Encontró una recurrencia del «Hombre de Pie».
—Son solo tres palabras, Nina. Podría tratarse de una exposición de fotografías de Robert Mapplethorpe. Y probablemente los federales ya estén sobre la pista.
—No era una investigación federal —admitió algo molesta—. Lo hice por mi cuenta.
—Ya —dijo Zandt—. Era previsible.
—Buscó la dirección IP de la computadora que realizó la búsqueda y pinchó la línea desde la que se hizo la llamada. Vamos, John. Es la primera vez que aparece algo así en dos años. Nunca di a conocer la nota que recibiste. Para todo el mundo sigue siendo el Repartidor.
Hubo una explosión de ruido en el auricular, como si alguien rugiera un nuevo anuncio en el otro lado.
Zandt esperó a que se terminara, y luego dijo:
—Se lo conté a Michael Becker. . —La coincidencia no corresponde a Los Angeles.
—¿Adonde, entonces? ¿Adónde?
—Al interior. Algún pueblo cercano a la frontera con Oregón. Un hotel Holiday Inn.
—¿Has llamado a la oficina local del FBI?
—El jefe más cercano me odia. No hay la menor posibilidad de que envíe a alguien al lugar.
Está bien, pensó Zandt. Y ante el improbable caso de que todo esto resulte en algo más que una búsqueda inútil, quieres ser tú la que haga el arresto. A través de la puerta veía al taxista, que seguía esperando, martilleando con ambos pies.
—Demasiado arriesgado, Nina.
—Pediré algunos policías locales para que hagan la escolta. Lo que sea. Mira, John, dentro de cuarenta minutos sale un avión. Yo voy a subirme a él, y he comprado dos billetes. ¿Vienes o no?
—No —contestó, y colgó el teléfono.
Volvió a la puerta y, tras decirle al conductor que no iría a ninguna parte, le dio dinero suficiente para que se largara.
Luego soltó una maldición, agarró su abrigo y un puñado de fotocopias y llegó a tiempo de arrojarse frente al taxi antes de que este abandonara el camino. Se dijo que su conciencia ya cargaba con bastantes cosas sin necesidad de añadir a Nina.
Que aquello no tenía nada que ver con el deseo de protegerla.
Cuando me desperté a las nueve de la mañana siguiente, despatarrado sobre la cama como si me hubiesen arrojado desde una gran altura, descubrí que Bobby había dejado una nota en la mesita de noche. Me invitaba a reunirme con él en el vestíbulo lo antes posible. Me duché y me arreglé para recuperar cierto aspecto humano, y luego me encaminé hacia allí, arrastrándome por los pasillos igual que un oso perezoso obligado a caminar sobre sus patas deformes, un oso perezoso que ha tenido días mejores. Tras dormir me sentía diferente, aunque no necesariamente mejor. Mis pensamientos eran lentos y borrosos como si tuviera la cabeza llena de hielo picado y de cierta bebida alcohólica desconocida.
El vestíbulo estaba casi vacío, solo había una pareja de pie junto al mostrador. De fondo sonaba una música tranquila. Bobby estaba sentado en mitad de un largo sofá, leyendo el periódico local.
—Eh —murmuré cuando estuve delante de él.
Alzó la vista.
—Colega, tienes un aspecto pésimo.
—Y tú estás tan monótonamente en forma como siempre. ¿Cómo lo haces? ¿Te metes en un huevo cada noche y renaces por la mañana? Cuéntamelo. Quiero ser como tú.
Fuera el cielo resplandecía sin una sola nube, y eso era lo único que me impedía ponerme a aullar. Crucé a rastras el aparcamiento detrás de Bobby, cubriéndome los ojos.
—¿Tienes el teléfono encendido? ¿Y con batería?
—Sí —repuse—.Aunque francamente no le veo el sentido. Si Lazy Ed no ha pasado por su casa, es una pérdida de tiempo volver allí, y si lo ha hecho no querrá hablar conmigo.
—Estáss ssiendo muy negatifo, Vard —observó Bobby con acento alemán—. Pásame las llaves. Yo conduzco.
—Me siento negativo —dije—. Está bien tener a un androide feliz por compañero, pero si vuelves a hablar así te apuñalaré. —Le arrojé las llaves.
—Alto ahí —dijo una voz clara y firme que no era la de Bobby. Nos miramos el uno al otro y luego dimos media vuelta.
Había cuatro tipos detrás de nosotros. Dos eran policías locales de uniforme: uno de unos cincuenta largos, flaco y esbelto; el otro, sobre los treinta y con una buena barriga de unos ciento veinte centímetros de perímetro. Algo apartado a un lado había un hombre con un abrigo largo. Más cerca de nosotros, a unos dos metros, una mujer vestida con un pulcro traje. De todo el grupo, era ella la que tenía un aspecto más intimidante.
—Pon las manos encima del coche —ordenó.
Bobby sonrió malignamente, y dejó sus manos donde estaban.
—¿Qué clase de broma es esta?
—Las manos encima del puto coche —dijo el poli más joven.
Acercó su mano a la cartuchera, con evidentes ganas de usar la pistola. O de cogerla, al menos.
—¿Cuál de vosotros es Ward Hopkins? —preguntó la mujer.
—Los dos —respondí yo—. Curioso caso de clonación.
El poli joven echó a andar hacia nosotros. Yo alcé una mano a la altura del pecho, y él fue directo hacia ella.
—Tranquilo —aconsejó la mujer.
El agente no dijo nada, pero dejó de avanzar y se limitó a mirarme.
—Está bien —admití con la mano donde estaba pero sin empujar—. No perdamos los papeles. Policías locales, me parece.
—Correcto —contestó la mujer desplegando su identificación—. Ellos sí. Y yo soy agente federal. Así que tomémonoslo con calma y veamos cómo se ponen esas manos encima del coche.
—Me parece que no —intervino Bobby, resuelto a no dejarse impresionar—. ¿Sabes qué? Resulta que yo trabajo en la Agencia.
La mujer parpadeó.
—¿Eres de la CIA? —preguntó.
—Eso mismo, señora —dijo con irónica cortesía y acento de pueblo—. Si quiere, con unos cuantos chicos de la marina podría montarle un desfile.
Hubo un momento de desconcierto. El poli joven se volvió hacia su veterano colega, quien a su turno alzó una ceja en dirección a la mujer. Parecían haber perdido la confianza que demostraban un segundo antes. Al fondo, el hombre del abrigo largo hacía que no con la cabeza.
Decidí dejar caer el brazo.
—Él es de la CIA. Yo no —le dije tras decidir, por una vez, hacer algo útil—. Soy un simple miembro de la sociedad. Llamado Ward Hopkins. ¿Por qué me buscan?
—Espera un minuto —dijo Bobby, y se dirigió con la cabeza al poli más joven—.Veamos cómo retrocedes unos cuantos pasos, payaso.
—Que te jodan —contestó el poli.
La mujer seguía mirándome.
—Ayer por la noche se intervino una búsqueda en internet —explicó—. Alguien buscaba al «Hombre de Pie». La pista nos condujo hasta tu cuenta y hasta este hotel. Investigamos a alguien con ese nombre.
—¿Y no a mí?
—Hasta ayer por la noche no tenía ni la menor idea de que existieras.
—¿Entonces por qué están buscando al Hombre de Pie?
—No es asunto tuyo —dijo el poli más joven.
—Señora, ¿va usted a arrestar a este par de capullos o no? No tengo ningún interés en seguir escuchándoles.
—Hagan como les parezca —dije—. Pueden tratar de detenernos o ir a dar un paseo. Si eligen lo primero, bueno, pueden intentarlo, pero de verdad que no se lo aconsejo.
El poli viejo sonrió.
—¿Nos estás amenazando, hijo?
—No. Yo soy demasiado bueno. Pero Bobby no está muy bien socializado. Llenará el aparcamiento de sangre, y les aseguro que ni una gota será nuestra.
El tipo del abrigo habló por primera vez.
—Estupendo —dijo con voz cansada—, seiscientas millas para hablar con un par de capullos.
La mujer le ignoró.
—El Hombre de Pie ha matado al menos a cuatro muchachas, tal vez más. En estos momentos tiene a una que quizá esté viva todavía y no disponemos de mucho tiempo para encontrarla.
Bobby la observó con la boca ligeramente abierta.
—¿Qué? —preguntó ella— ¿Os dice algo?
—Están a punto de tomarte el pelo, Nina —dijo el tipo del abrigo—. Ya deberías saber qué pinta tienen los fantasmas.
Bobby regresó a la tierra, lo bastante cerca para cerrar la boca, pero no para empezar una pelea. La mujer me miró.
—Cuéntame —dijo.
—Está bien —contesté—. Puede que tengamos de qué hablar.
El poli veterano se aclaró la garganta.
—Señora Baynam, me pregunto si todavía nos necesita a Clyde y a mí.
Conseguimos una mesa junto a la ventana en la zona del hotel que hacía las veces de cafetería. El salón era bastante grande y de aspecto moderno, pero tenía el mismo ambiente que un bote de galletas vacío. Bobby y yo nos sentamos muy cerca de la mesa, con la mujer al otro lado. El tipo del abrigo —que finalmente nos había sido presentado, pero solo como miembro del Departamento de Policía de Los Angeles— se había sentado a cierta distancia, dando claramente a entender que en un mundo ideal se encontraría en otro estado. Los representantes de la ley local ya había desparecido para ir a comer panqueques mientras intercambiaban historias acerca de cómo nos habrían dado si hubieran tenido la oportunidad.
Agarré el puñado de hojas de Bobby y se lo dejé frente a la mujer.
—Si quiere saber por qué estamos buscando al Hombre de Pie —dije—, ahí lo tiene. En realidad, investigábamos otra cosa. Pero eso es lo que encontramos.