Los hombres de paja (7 page)

Read Los hombres de paja Online

Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
4.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

En el coche se abre la puerta del acompañante y desciende una mujer. Lleva una media melena oscura, un vestido verde oscuro, y es de mediana estatura. Su rostro impacta, tanto si uno la encuentra atractiva como poco agraciada. La mayor parte de la gente apostaría por lo segundo, cosa que a ella ya le está bien. El silencio que ha mantenido durante el viaje ha irritado al agente Fielding, que la conoce desde hace tan solo tres horas, y que si no hubiera recibido el encargo de conducirla hasta Pimonta, llevaría ya horas en casa. Fielding sigue sin tener ni idea de por qué ha tenido que tragarse todo aquel camino, lo cual se debe al hecho de ser solo agente de departamento. Sencillamente hace lo que le dicen, una responsabilidad bastante poco estimable.

La mujer cierra la puerta con un ruido suave que sabe que el hombre del puente podrá oír. El no se mueve, o ni siquiera alza los ojos, hasta que ella no rebasa el hostal y, más allá, el establecimiento tapiado de un difunto alfarero local y camina hacia el puente.

Se acerca hasta quedar a unos pocos metros del hombre y luego se detiene, sintiéndose un poco absurda y acusando bastante el frío.

—Hola, Nina —dijo él, sin mirarla todavía.

—Fenomenal —replicó—. Estoy impresionada.

Él se dio la vuelta.

—Bonito vestido. Muy a lo Dana Scully.

—Hoy en día todas queremos parecemos a ella. Algunos hombres también.

—¿Quién hay en el coche?

—Un agente local. De Burlington. El pobrecillo me ha traído hasta aquí.

—¿Cómo me has encontrado?

—Tarjeta de crédito.

—De acuerdo —dijo—. Has hecho un largo viaje.

—Tú lo vales.

Miro con escepticismo a una mujer que en cierto momento le resultó impresionante y a la que ahora encontraba poco agraciada de nuevo.

—Así pues, ¿qué quieres? Hace frío. Empiezo a tener hambre. Me sorprendería que tuviéramos nada que decirnos.

Por un momento, la mujer volvió a parecer hermosa, y dolida. Y entonces, como si aquel tipo no significara nada para ella, o como si jamás lo hubiese significado, dijo:

—Ha ocurrido otra vez. Pensé que querrías saberlo.

Giró sobre sus talones y se encaminó de regreso hacia el coche. El motor ya estaba en marcha antes de que ella abriera la puerta, y en dos minutos el valle volvía a estar desierto y en silencio otra vez, salvo por un hombre en el puente, con la boca ligeramente abierta y el rostro pálido.

Él la alcanzó veinte millas al sur, bajando a toda prisa por carreteras de montaña, derrapando en cada curva. El sur de Vermont no está pensado para la velocidad, y en dos ocasiones el coche resbaló sobre las placas de hielo. Zandt no se dio cuenta de eso ni de la cantidad de conductores locales que apenas tuvieron tiempo de advertir que se acercaba antes de tenerlo encima, acelerando, dejando a los demás coches meciéndose en su estela. En Wilmignton llegó a un cruce. No vio al Lexus en ninguna dirección. Dedujo que la mujer habría tomado el camino hacia el lugar más cercano desde el que pudiera ser aerotransportada hasta la civilización, así que giró a la izquierda por la carretera 9 hacia Keene, en la frontera de New Hampshire.

Una vez en la ancha carretera pudo aumentar la velocidad, y pronto vislumbró a lo lejos las características luces traseras del Lexus parpadeando entre los árboles, en una curva o al otro lado de una hondonada. Lo alcanzó finalmente en un tramo recto al sur de Hardsboro, donde la carretera pasaba junto a un lago frío y llano que recordaba a un espejo que reflejara un cielo repleto de sombras.

Le hizo luces. No hubo respuesta. Se acercó más y volvió a hacer luces. Esta vez el Lexus aumentó un poco la velocidad. Zandt aceleró, apretando a fondo, y vio que Nina volvía la cabeza y reconocía su rostro a través del cristal posterior. Habló con el conductor, que no aminoraba.

Zandt hundió el pedal hasta el suelo, arrancó desde atrás y zumbó hasta que lo hubo adelantado, entonces se cruzó y frenó de golpe. Salió del coche antes de que el motor se hubiera detenido, y también Fielding, que ya sacaba la mano del interior del abrigo.

—Deja eso —sugirió Zandt.

—Que te jodan. —El agente sostenía el revólver con las dos manos. Mientras tanto Nina había bajado del coche por el otro lado, pisando con cuidado para no ensuciarse de barro—. Te digo —espetó Fielding sin alterar la voz— que retrocedas.

—Está bien —dijo Nina—. Mierda. Los zapatos.

—Que le jodan. Ha intentado sacarnos de la carretera.

—Probablemente solo quería hablar con nosotros. Aquí uno puede llegar a sentirse muy solo.

—Hablará con mis pelotas —dijo Fielding—. Tú, pon las manos sobre el coche.

Zandt se quedó donde estaba hasta que Nina hubo dado la vuelta por delante del Lexus y avanzó sobre la carretera.

—¿Estás segura de que es él? —dijo Zandt.

—¿Crees que habría hecho este viaje si no?

—Jamás he entendido nada de lo que has hecho. En ningún momento. Limítate a contestar la pregunta.

—¿Quieres poner las putas manos sobre el capó? —gritó Fielding.

Se pudo oír el sonido suave y mecánico de un seguro que se alzaba.

Zandt y Nina se volvieron para mirarle. El agente estaba completamente fuera de sí. Nina levantó la vista hacia la carretera, por la que se aproximaba un gran Ford blanco, que decía a gritos «de alquiler», a poca velocidad para que sus habitantes pudieran disfrutar del hermoso panorama con lo que quedaba de luz.

—Tranquilo —sugirió ella—. ¿Quieres tener que explicar un incidente de fuego amigo a tu SAC?

Fielding miró por encima del hombro. Vio como el coche se hacía a un lado en un punto privilegiado, unos cien metros más allá. Bajó el arma.

—¿Pueden decirme qué demonios está ocurriendo?

Nina sacudió la cabeza con severidad, y luego le dio la espalda a Zandt.

—Estoy segura, John.

—Entonces, ¿por qué estás aquí y no allí?

Se encogió de hombros, un gesto habitual.

—En realidad, no lo sé. Tal vez no debería estar aquí, y lo más probable es que no debería estar hablando contigo. ¿Quieres acercarte o prefieres que vayamos a algún sitio para hablar?

Zandt dejó que su mirada se perdiera por encima de la llana superficie del lago. En algunos lugares era negra, en otras de un gélido gris. Al otro lado había un pequeño claro y una casa de campo de madera, con gran cantidad de troncos amontonados a un lado. El edificio no parecía prefabricado o elegido por catálogo, sino más bien como si una o, tal vez, dos personas se hubieran pasado muchas noches sentados en alguna ciudad febril, proyectándola en cuadernos que llevaban a casa de la oficina, desesperados por tener otra historia en su vida. No por primera vez, Zandt deseó ser otra persona. Quizá el tipo que vivía en aquella casa. O uno de los turistas que había más arriba y que ahora estaban en una arboleda junto al agua, los cuales, vistos entre los árboles, parecían, por los refulgentes colores de sus anoraks, un pequeño tropel de semáforos.

Finalmente, asintió. Nina avanzó hacia Fielding, y habló con él unos instantes. Al cabo de un minuto la pistola del agente volvía de nuevo a donde tenía que estar. Cuando Zandt se hubo apartado del lago, Fielding estaba otra vez en el coche, con expresión tranquila.

Nina esperaba junto al coche de Zandt, con un grueso expediente bajo el brazo.

—Le he dicho que iría contigo —dijo.

En cuanto Nina hubo subido a su coche, Zandt se aproximó con paso decidido al Lexus. Fielding lo contempló con rostro inescrutable a través de la ventanilla y encendió el motor. Luego apretó un botón y bajó la ventanilla.

—Creo que podré olvidarlo, por esta vez —dijo.

Zandt sonrió. Era una sonrisa fina, que guardaba muy pocas semejanzas con algo provocado por la alegría.

—De hecho, solo habrá esta vez.

Fielding sacudió la cabeza.

—¿Y eso qué se supone que significa?

—Que si nos volvemos a encontrar y me apuntas con un arma, en algún hermoso lago flotarán los pedazos de un agente federal. Y me importa una mierda si con eso jodo el ecosistema.

Zandt se dio la vuelta y se fue, dejando al agente con la boca abierta.

Entonces Fielding dio media vuelta a toda velocidad, arrojando un chaparrón de gravilla contra el aire. Aceleró el motor y pasó deprisa, solo redujo para asomarse y mostrar el anular de su mano derecha.

Cuando Zandt entró en el coche vio a Nina sentada, mirándole, con los brazos cruzados y una ceja levantada.

—Tu sociabilidad mejora día a día —dijo—. Quizá podrías dar un curso o algo. Escribir un libro. Lo digo en serio. Lo tuyo es un don. No lo reprimas, compártelo. Sé todo lo que puedas ser.

—Nina, cierra el pico.

Zandt condujo en silencio de regreso a Pimonta. Nina estaba sentada con el expediente sobre las rodillas. Cuando llegaron de nuevo al pueblo ya era de noche, y habían hecho aparición los coches de algunos de los otros residentes. Se veían luces encendidas en muchas ventanas. Aparcó frente al hostal, apagó el motor. No hizo ningún movimiento para abrir su puerta, así que Nina se quedó donde estaba.

—¿Todavía tienes hambre? —le preguntó ella al fin.

El coche se estaba enfriando. Ya habían pasado un par de parejas paseando frente al parabrisas, de camino al edificio principal, con cara de felicidad ante la perspectiva de la comida.

Zandt se revolvió como si regresara de muy lejos.

—Como quieras.

Ella intentó ser amable.

—No tengo prisa.

—No. Aquí sí la tienes. La cena se sirve de seis y media a nueve. Así que comemos ahora o esperamos hasta mañana. El desayuno es de siete a ocho, y escaso.

—¿Qué? ¿No hay ningún lugar donde se pueda tomar una hamburguesa mientras tanto? ¿O no pueden prepararte un sándwich aquí un poco más tarde?

Zandt volvió la cabeza y en esta ocasión su sonrisa pareció casi real.

—Tú no eres de por aquí, ¿verdad?

—No, gracias a Dios. En el lugar de donde vengo puedes comer cuando quieras. Tú das dinero y ellos te dan comida. Es moderno y cómodo. ¿O has estado tanto tiempo entre las vacas que ya no te acuerdas?

Él no respondió. Con brusquedad, ella dejó caer el expediente al suelo del coche y abrió la puerta.

—Espérame aquí —dijo.

Zandt la esperó, contemplando a través del parabrisas como Nina avanzaba decidida hacia el edificio principal. El hambre que le había dado la caminata del día había desaparecido hacía mucho rato. Sintió frío, por dentro y por fuera. No estaba acostumbrado a tratar con alguien que le conociera, y se sentía torpe, como si sus pensamientos y sentimientos estuvieran fuera de sintonía. Había pasado mucho tiempo en la carretera, en su escenario no había más personajes que el tipo de detrás del mostrador, necesario para llenar el depósito, el que iba a trabajar por los alrededores un par de días, otro junto a un surtidor, mirando a la nada por encima de su coche mientras le echaba gasolina. Durante largos períodos no había pensado casi en nada, ayudado por la falta de asideros en su existencia anterior. La presencia de Nina había supuesto un cambio. Ojalá se hubiera marchado de aquel pueblo un día antes, de modo que ella hubiera llegado para descubrir que ya se había ido. Pero Zandt sabía de su empeño más que nadie, y era consciente de que una vez decidida a encontrarle, no se habría detenido hasta dar con él.

Observó el expediente que había en el suelo. Era grueso. No tenía ningunas ganas de tocarlo, y menos aún de ver lo que contenía. La mayor parte de las cosas ya las sabía, y demasiado bien. El resto sería más de lo mismo. Los sentimientos que todo aquello inspiraba eran una mezcla absoluta de parálisis y horror, cuchillas de afeitar envueltas entre copos de algodón.

Oyó el ruido de una puerta que se cerraba y alzó la vista para ver a Nina de regreso del edificio principal. Llevaba algo en la mano. Salió del coche. Hacía mucho más frío ahora, el cielo plomizo. Nieve.

—Jesús —dijo ella, su respiración formaba nubes de vapor alrededor de su cara—. Hablabas en serio. Comida solo en caso de necesidad. Aunque he conseguido esto. —Sostenía una botella de whisky irlandés—. Le dije que esto lo necesitábamos a toda costa.

—En realidad ya no bebo —dijo él.

—Bueno, yo sí —respondió ella—. Puedes sentarte y mirar.

Abrió la puerta y recuperó el expediente. Zandt la sorprendió comprobando su posición en el suelo, como siquiera saber si él le había echado un vistazo durante su ausencia.

—Nina, ¿por qué has venido?

—He venido a salvarte —dijo ella—. Bienvenido de nuevo al mundo.

—¿Y si no quiero volver?

—Ya has vuelto. Lo único que pasa es que todavía no te has dado cuenta.

—¿Qué se supone que significa eso?

—John, aquí hace más frío que en las bragas de una monja. Entremos. Estoy segura de que dentro podrás seguir mirando al infinito igual de bien.

La sorpresa hizo que Zandt riera con un gruñido.

—Eso no ha sido muy educado, ¿no te parece?

Ella se encogió de hombros.

—Ya conoces las reglas. Si duermes con una mujer, le das derecho a tratarte con superioridad el resto de su vida.

—¿Aunque haya empezado ella? ¿Y lo haya terminado?

—No te dejaste la piel en ninguna de las dos ocasiones para evitarlo, según recuerdo. ¿Cuál de estos graneros es tu actual morada?

Indicó su edificio con un gesto de cabeza y ella emprendió la marcha. Tras meditar un momento y rechazar luego la idea de volver al coche y salir huyendo, la siguió.

4

Él encendió la chimenea mientras ella permanecía sentada en una de las raídas butacas, con los pies sobre la mesa de centro. Zandt era consciente de que la mujer sopesaba la habitación a la luz de la lámpara: alfombras gastadas de muy buen gusto, mobiliario de una elegancia barata, cuadros que solo escogería un hotelero. Las tablas del suelo estaban pintadas de blanco cremoso, y había un ramillete de flores silvestres alegremente colocadas en un jarrón a pocos centímetros de los pies de Nina.

—¿Cuándo volvió Martha Stewart a dejarse ver?

—En cuanto te fuiste —dijo él mientras se dirigía al baño a buscar vasos—. Lo mío con ella es algo animal.

Nina sonrió, y contempló el fuego de la chimenea. Las llamas crepitaban y crujían, felices de haber sido despabiladas, dispuestas a consumirse. Le parecía que hacía mucho tiempo desde la última vez que vio un fuego de verdad. Se acordó de las vacaciones de su juventud y le dio un escalofrío.

Other books

Click - A Novella by Douglas, Valerie
Painted Black by Greg Kihn
A Belated Bride by Karen Hawkins
The Empress Chronicles by Suzy Vitello
When Do Fish Sleep? by David Feldman
Bridge of Spies by Giles Whittell