Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (14 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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Cuando Arbellus escuchó esto sintió gran temor y se puso en manos de Sir Tor y le pidió misericordia.

Y Tor quedó perplejo.

—Hace un momento —dijo— te ofrecí clemencia y te negaste a rendirte a menos que te diera la perra blanca. Pero ahora que hice una triste promesa, te rindes y pides la clemencia que rehusabas.

Entonces el atemorizado Arbellus se volvió y huyó hacia los árboles, y Sir Tor lo persiguió y de un tajo lo derribó y le dio muerte, y luego contempló el cadáver con ojos fatigados.

—Bien hecho —dijo la dama, acercándose—. Era un asesino. Cae la noche y estás agotado. Ven a mi casa y tómate un descanso.

—Lo haré —dijo Tor—. Mi montura y yo hemos descansado poco y comido menos desde que salimos de Camelot para llevar a término esta aventura. —Entonces la acompañó y en casa de ella lo recibió su esposo, un caballero anciano y honorable. Le dieron de comer y beber y le ofrecieron un cómodo lecho, y él se tendió en el lecho y durmió profundamente. Y por la mañana, después de misa, se dispuso a despedirse del viejo caballero y su joven esposa, y ellos le preguntaron su nombre.

—Me llamo Sir Tor —dijo él—. Acaban de armarme caballero y ésta era mi primera aventura, la de buscar a Arbellus y la perra blanca para llevarlos a la corte del rey Arturo.

—La has llevado a buen término —dijo la dama—. Y cuando en el futuro pases cerca de aquí, ésta es tu casa, donde siempre te serviremos y daremos la bienvenida.

Y luego Sir Tor volvió a Camelot y llegó al mediodía del día tercero, cuando el rey y la reina estaban en el salón con sus vasallos. Lo recibieron con alegría y, según era costumbre, Tor refirió sus peripecias y demostró su veracidad con la perra blanca y el cadáver de Arbellus, con gran contento del rey y la reina. Y dijo Merlín:

—Partió a la ventura sin ayuda ni servidores. Pellinore, su padre, le dio un viejo rocín, y Arturo una armadura y una espada gastadas. Pero esto no es nada en comparación con lo que hará, mi señor. Será un valeroso y noble caballero, gentil, leal y cortés, y nunca mancillará su condición de tal.

Y cuando hubo hablado Merlín, el rey Arturo le otorgó a Sir Tor le Fise Aries un condado y un sitio de honor en la corte.

And here endith the queste of Sir Torre, Kynge Pellynors sonne.

Con lo cual toca a su fin la aventura de Sir Tor, hijo del rey Pellinore.

Pasemos ahora a la aventura que tuvo Sir Pellinore con la dama llevada de la corte por la fuerza.

Mientras el rey Arturo y su noble cofradía permanecían a la borrosa luz del salón, festejando y escuchando querellas y canciones juglarescas, Sir Pellinore fue a sus aposentos y se armó, hizo equipar y enjaezar a su caballo, y luego montó y cabalgó al trote largo en persecución de la dama que había sido involuntariamente arrastrada por un caballero desconocido. Y se internó en la floresta y llegó a un valle amparado por una arboleda baja, donde, junto a un rumoroso manantial, vio a una doncella sentada en el suelo alfombrado de musgo, con un caballero herido en sus brazos. Y cuando la doncella vio venir a Sir Pellinore, lo llamó de este modo:

—Ayúdame, caballero, por el amor de Cristo.

Pero Pellinore, ansioso por llevar a cabo su empresa, no quiso detenerse. Y la doncella clamó lastimeramente, pero cuando vio que él no estaba dispuesto a socorrerla elevó una plegaria en voz alta, rogándole a Dios que Pellinore se encontrara alguna vez en circunstancias igualmente apremiantes y nadie acudiera en su ayuda. Se dice que el caballero herido prontamente murió en brazos de la doncella, quien, desesperada, se quitó la vida.

Pero Pellinore continuó su camino a través del valle, hasta que en el sendero se cruzó con un humilde labriego y le preguntó si había visto a un caballero que llevaba a una dama contra su voluntad.

—Por cierto que los vi —dijo el hombre—. Los vi pasar y la dama se quejaba tan sonoramente que su voz vibraba en todo el valle. Un poco más allá —dijo el labriego— veréis dos pabellones. Uno de los caballeros que hay allí desafió al acompañante de la dama diciendo que era su prima. Entonces uno dijo que la dama le pertenecía por derecho de fuerza y el otro que era suya por derecho de sangre, y tras discutir e insultarse y desafiarse, se trabaron en lucha. No conviene a un hombre humilde estar cerca de dos caballeros con ánimo de batallar, de modo que me alejé para evitar problemas. Pero si os apuráis podréis verlos en plena contienda. En un pabellón, bajo la custodia de dos escuderos, la dama aguarda a que el combate decida su suerte.

—Te agradezco —dijo Pellinore, y picó espuelas y no tardó en llegar a los pabellones, donde la lid por cierto continuaba mientras la dama observaba al amparo de la tienda.

Pellinore se acercó a ella y le dijo:

—Bella señora, debes acompañarme a la corte del rey Arturo. Es mi deber llevarte conmigo.

Pero los escuderos se pusieron delante de ella y dijeron:

—Señor, puedes ver que hay dos caballeros luchando por esta dama. Vé a apartarlos, y si ellos están de acuerdo puedes hacer con ella lo que te plazca. De lo contrario no podemos dejarla ir.

—Veo que obedecéis órdenes —dijo Pellinore, y salió al campo e interpuso su montura entre ambos contendientes y cortésmente les preguntó por qué combatían.

—Caballero —dijo uno de ellos—, esa dama es mi prima, y cuando la oí gritar porque la llevaban contra su voluntad, reté a este hombre que abusaba de ella.

—Soy Sir Ontelake de Wenteland —dijo el otro con aspereza—. Tomé a esta dama por la fuerza de mi bravura y de mis armas, según es mi derecho.

—No es verdad —dijo Pellinore—. Yo estaba presente y vilo sucedido. Viniste armado a la fiesta nupcial del rey Arturo, donde estaban vedadas las armas y la violencia, y te adueñaste de esta dama antes que cualquiera pudiese ir en busca de una espada e impedírtelo. Y como has quebrantado la ley de la corte real, es mi deber llevarla a ella y también a ti, siempre que te deje con vida. Pues créeme, caballero, le prometí al rey Arturo que la llevaría de regreso. Por lo tanto, dejad de lidiar, porque ninguno de vosotros se quedará con ella. Claro que si cualquiera de los dos quiere luchar conmigo por su causa, estoy muy dispuesto a daros satisfacción.

Entonces los dos caballeros que tan encarnizadamente habían intentado matarse unieron sus fuerzas y exclamaron:

—Antes de llevártela, tendrás que luchar con nosotros.

Cuando Sir Pellinore trató de apartar su montura, Sir Ontelake hundió la espada en el flanco del caballo y lo mató y gritó:

—Ahora estás a pie, igual que nosotros.

Sir Pellinore saltó ágilmente de la bestia caída y desenvainó la espada.

—Ese fue un acto de cobardía —comentó con amargura—. Cuida tu salud, amigo mío, porque aquí tengo un remedio para los hombres que apuñalan caballos. —Y así diciendo, Pellinore blandió la espada y de un tajo partió el yelmo de Ontelake y le abrió la cabeza hasta la barbilla, dejándolo muerto.

Luego Pellinore se volvió hacia el otro, pero el caballero había presenciado la tremenda fuerza del golpe de Pellinore y cayó de hinojos y dijo:

—Llévate a mi prima y lleva a término tu misión, pero te pido, en calidad de caballero, que no vayas a mancillarla.

—¿No vas a luchar por ella?

—No, no con un caballero como tú después de lo que he visto.

—Bien —dijo Pellinore—, no tengo por costumbre deshonrar mi condición de caballero. Te prometo no importunar a esa dama. Ahora necesito un caballo. Tomaré el de Ontelake.

—No —dijo el caballero—. Ven, come y alójate conmigo y te daré un caballo mucho mejor que ése.

—De acuerdo —dijo Pellinore. Y esa noche se holgó, tomó buen vino y durmió plácidamente, y por la mañana, después de misa, desayunó.

—Quisiera saber tu nombre —dijo su anfitrión—, puesto que te llevas a mi prima.

—Es razonable. Mi nombre es Pallinore, rey de las Islas y caballero de la Tabla Redonda.

—Me honra que un caballero de tanta fama escolte a mi prima. Mi nombre, señor, es Meliot de Logurs y mi prima se llama Nyneve. El caballero del otro pabellón, mi hermano de armas, es Sir Bryan de las Islas, hombre puro. Jamás pelea a menos que lo obliguen.

—Me intrigaba que no saliera a luchar conmigo —dijo Pellinore—. Tráelo alguna vez a la corte. Allí serás bienvenido.

—Iremos juntos alguna vez —dijo Sir Meliot.

Luego Pellinore montó a caballo y la dama lo acompañó y ambos partieron rumbo a Camelot. Pero mientras atravesaban un valle rocoso, la montura de la dama resbaló y rodó y ella quedó maltrecha por la caída.

—Tengo el brazo herido. No podré seguir por un rato.

—Muy bien, descansaremos aquí —dijo Pellinore, y la condujo a un sitio agradable y cubierto de hierba, bajo un árbol frondoso, y allí se tendió junto a ella y no tardó en dormirse y sólo despertó ya entrada la noche. Al despertar, Pellinore estaba ansioso por partir, pero la dama dijo:

—Está muy oscuro. No podríamos hallar el camino. Quítate la armadura y reposa hasta el alba.

Poco antes de medianoche oyeron un trotar de cascos.

—Silencio —dijo Pellinore—. Algo extraño ocurre. Los hombres no suelen cabalgar de noche. —Y sin hacer ruido vistió la armadura, se ató las correas y guardaron silencio. Luego entrevieron en las cercanías, en el sendero por el que habían venido, las vagas figuras de dos caballeros que se encontraban. Uno venia de Camelot y el otro del norte, y ambos hablaban quedamente.

—¿Qué noticias hay de Camelot? —dijo uno.

—Estuve en la corte —respondió el otro—, pero no sabían que iba en calidad de espía. Y te digo que el rey Arturo ha congregado una hermandad de caballeros como no la hay en parte alguna. Y la fama de estos caballeros de la Tabla Redonda ya circula por el mundo entero. Voy hacia el norte para comunicarle a nuestros jefes que el rey Arturo se ha vuelto muy poderoso.

—Tengo conmigo el remedio para ese poder —dijo el otro—, un polvillo que hará polvo sus fuerzas. Un hombre de confianza y allegado al rey nos prometió, por una suma determinada, verter este veneno en la copa de Arturo. Entonces su poder se acabará.

—En ese caso, cuidado con Merlín —advirtió el primer caballero—. El puede detectar esas maquinaciones.

—Seré cauteloso, pero no tengo miedo —dijo el otro. Se despidieron y cada cual siguió por donde venia.

En cuanto se alejaron, Pellinore se apresuró a partir y no dejaron de cabalgar hasta el alba. Las primeras luces los sorprendieron frente al manantial donde Pellinore había rehusado socorrer a la dama y al caballero herido. Las fieras los habían lacerado y devorado y sólo quedaban sus cabezas. Pellinore rompió a llorar.

—Pude haberle salvado la vida —gimió—, pero el afán de mi aventura me impidió escuchar sus súplicas.

—No era tu misión salvarla. ¿Por qué estás triste? —preguntó ella con esa típica indiferencia de las mujeres hacia otras mujeres.

—No lo sé —dijo Pellinore—, pero me desgarra el corazón ver sin vida a esta doncella, tan joven y hermosa, cuando pude haberla socorrido.

—Entonces te aconsejo que sepultes los restos del caballero y le lleves al rey Arturo la cabeza de la doncella, y que él juzgue qué correspondía hacer.

—Ella lanzó sobre mí una maldición espantosa —dijo Pellinore.

—Cualquiera puede maldecir. Tenías por delante una misión —dijo Nyneve con sequedad—. Yo era tu misión.

Luego Pellinore encontró en las cercanías a un santo eremita y le pidió que enterrara los huesos del caballero en suelo consagrado y que rezara por su alma. Y como recompensa, le dio al ermitaño la armadura del caballero. Después tomó la rubia cabeza de la doncella, y al ver ese rostro joven y encantador su ánimo se ensombreció.

Al mediodía llegaron a Camelot, donde Arturo y Ginebra y la noble hermandad celebraban un festín. Y Pellinore refirió su aventura a los presentes y juró por los cuatro Evangelistas que cada palabra era cierta.

—Sir Pellinore —dijo entonces la reina Ginebra—, has cometido una falta grave al no salvar la vida de la doncella.

—Señora, falta grave seria la tuya si, pudiendo salvar tu propia vida, rehusaras hacerlo. Mi congoja es mayor que tu displacer, pues yo estaba tan ensimismado en mi aventura que no podía esperar, y esto pesará en mi conciencia todos los días de mi vida.

Todos se volvieron hacia Merlín, pues en esta historia parecía repercutir un presagio del destino.

Merlín tenía ojos tristes al hablar.

—Tienes mucha razón en arrepentirte de tu irreflexiva premura —dijo—. Esta doncella era Alyne, tu propia hija, nacida de tu amor por Lady de Rule. Y el caballero era Sir Myles de las Landas, amado de ella y hombre honesto. Venían a la corte para celebrar sus bodas, cuando un cobarde caballero, Loraine le Sauvage, atacó a Sir Myles por la espalda y lo traspasó con su lanza. Cuando rehusaste ayudarla, la desconsolada Alyne se quitó la vida con la espada de su amado —Merlín hizo una pausa y añadió—: Recordarás que ella te maldijo. Pues bien, esa maldición será tu destino. Tu mejor amigo te abandonará cuando más lo necesites, tal como tú abandonaste a tu hija. Aquel en quien más confías dejará que te maten.

—Tus palabras me llenan de aflicción —dijo Pellinore—, pero creo que Dios puede torcer los destinos. Debo tener fe en ello.

Y así culminaron las aventuras de las Bodas del Rey Arturo, y al cabo se dictaron las leyes de la Tabla Redonda y todos los caballeros de la hermandad juraron cumplirlas. Juraron que jamás usarían de la violencia sin un buen propósito, para no incurrir en el asesinato o la traición. Juraron por su honra ser clementes cuando les pidieran clemencia, y proteger a las doncellas, damas, señoras y viudas, y defender sus derechos sin jamás someterlas por la fuerza a sus deseos carnales. Y prometieron no luchar nunca por una causa injusta o en provecho personal. Todos los caballeros de la Tabla Redonda adhirieron a este pacto, y todos los años, en Pascua de Pentecostés, renovaban el juramento.

Explicit the Weddinyng of King Arthut.

Fin de Las bodas del rey Arturo

La muerte de Merlín

C
uando Merlín vio a Nyneve, la doncella que sir Pellinore había traído a la corte, supo que se encontraba con su destino, pues en su pecho de anciano el corazón brincó como el corazón de un mozo y su deseo se impuso a la edad y la sabiduría. Merlín deseó a Nyneve más que a la vida, tal como lo había previsto, y la acosó sin darle reposo. Y Nyneve, usando de sus poderes sobre este Merlín imbecilizado por la vejez, ofreció su compañía a cambio de las artes del mago, pues era una de las doncellas de la Dama del Lago y gustaba de los prodigios.

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