Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (16 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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Mediante sus artes, Morgan la bruja fabricó una espada con su vaina, exactamente igual a Escalibur por el aspecto, y en secreto la sustituyó por la espada de Arturo. Luego sedujo a Accolon con promesas, anuló su conciencia exaltando sus apetitos carnales y lo instruyó sobre la parte que a él le tocaba. El asintió a todo, creyendo atisbar el amor en esos ojos que en verdad destellaban de triunfo, pues Morgan le Fay no amaba a nadie. Su pasión era el odio y su placer la destrucción.

Incitado por ella, Accolon se instaló cerca de Arturo y nunca se alejaba de él.

Cuando no había guerras o torneos, era costumbre de los caballeros y hombres de armas salir de cacería por los inmensos bosques que cubrían buena parte de Inglaterra. En la afanosa persecución del ciervo, a través de florestas y pantanos, por accidentados y rocosos montes, se templaban como jinetes, y al afrontar la salvaje acometida de los jabalíes preservaban la solidez de su coraje y la agilidad de su destreza. Además estas modestas aventuras poblaban los espetones de las cocinas con suculentas carnes para las largas mesas del salón de palacio.

Un día en que el rey Arturo y muchos de sus caballeros batían el bosque en procura de salvajina, el rey y Sir Uryens y Sir Accolon de Galia divisaron un hermoso venado y se lanzaron a perseguirlo. Cabalgaban excelentes monturas, de modo que cuando cayeron en la cuenta, se habían alejado más de diez millas del resto de la partida. El venado, altivo y de soberbia cornamenta, no cesaba de correr, y ellos fustigaban y espoleaban a sus babeantes caballos, obligándolos a atravesar enmarañados pastizales y ciénagas traicioneras, y a saltar sobre manantiales y árboles caídos, hasta que los forzaron en exceso y los caballos rodaron jadeantes y extenuados, con el bocado empapado de sangre y los flancos enrojecidos por las espuelas.

Los tres caballeros, ahora sin caballo, vieron cómo el venado se alejaba fatigosamente.

—En buena nos metimos —dijo Arturo—. Estamos muy lejos de cualquiera que pueda ayudarnos.

—No tenemos más opción que ir a pie en busca de algún sitio donde alojarnos y esperar auxilio —dijo Sir Uryens. Caminaron pesadamente por el robledal hasta que llegaron a las márgenes de un río ancho y profundo, y en la ribera yacía el venado exhausto, rodeado por perros de caza, y un lebrel le laceraba la garganta. El rey Arturo dispersó a los perros, remató al venado, alzó el cuerno de caza y anunció la muerte de su presa.

Y sólo entonces los caballeros miraron en derredor. Sobre la plácida y oscura superficie del río vieron una pequeña nave cubierta de sederías que pendían por encima de la borda y se arrastraban por el agua. La nave bogó silenciosamente hacia la orilla y encalló en las arenosas márgenes cercanas. Arturo se internó en el río y caminó hasta la embarcación. Miró por debajo de las colgaduras de seda pero no vio a nadie. Llamó a sus compañeros y los tres abordaron la nave y comprobaron que su interior era suntuoso, con mullidos cojines y ricos cortinados, pero no encontraron ningún ocupante. Se echaron sobre los cojines y reposaron hasta que cayó la noche y las tinieblas descendieron sobre el bosque. Las aves nocturnas graznaban en la floresta y los patos salvajes se acercaban a la costa destacándose sobre la negra muralla de árboles.

Mientras los compañeros de Arturo cabeceaban victimas del sueño, un circulo de antorchas relumbró alrededor de ellos, y de la cabina del barco emergieron doce encantadoras doncellas con vaporosos atuendos de seda. Las damas le hicieron una reverencia al rey y lo saludaron por su nombre dándole la bienvenida, y Arturo agradeció esas gentilezas. Luego condujeron al rey y sus compañeros a una cabina revestida de tapicerías y los invitaron a una mesa colmada de vinos y carnes diversas, y de manjares que ellos observaban atónitos, tal era la variedad y profusión de la cena. Después de una comida grata y prolongada, con los ojos vencidos por los efectos del buen vino, cada uno de ellos fue conducido por las doncellas a aposentos separados, con ricos ornatos y lechos mullidos y acogedores. Los tres se hundieron en sus respectivos lechos e instantáneamente cayeron en un sueño artificioso y profundo.

Al amanecer, Sir Uryens entreabrió los ojos hinchados por el vino y comprobó que estaba en su propia cama, en sus aposentos de Camelot, con Morgan le Fay a su lado, aparentemente dormida. Se había dormido dos días atrás y no podía recordar otra cosa. Examinó a su mujer con los párpados entreabiertos, pues había muchas cosas que ignoraba acerca de ella y muchas otras que prefería ignorar. De modo que no hizo comentarios y ocultó su asombro.

El rey Arturo recobró el sentido sobre las frías piedras de una mazmorra. La luz del alba, penetrando por una alta hendidura del muro, le reveló las inquietas figuras de muchos otros prisioneros. El rey se incorporó y les preguntó:

—¿Dónde estoy, y quiénes sois vosotros?

—Somos caballeros cautivos —le dijeron—. Aquí hay veinte de nosotros, y algunos hemos padecido la oscuridad de esta celda por el término de ocho años.

—¿Por qué razón? —inquirió el rey—. ¿Piden un rescate?

—No —dijo uno de los caballeros—. Te diré la causa. El señor de este castillo es Damas, un hombre falso y mezquino, amén de cobarde. Su joven hermano es Outlake, un caballero valeroso, bueno y honorable. Sir Damas rehusó compartir con su hermano las tierras que heredaron, a excepción de una pequeña casa señorial y oí propiedades que Sir Outlake tomó por la fuerza y mantiene bajo custodia. La población ama a Sir Outlake por su bondad y rectitud, pero odia a Sir Damas, que es cruel y vengativo como casi todos los cobardes. Por muchos años ha habido guerra y conflictos entre ambos hermanos, y Sir Outlake lanzó un reto para enfrentar en singular combate en pro de sus derechos, a su hermano o a cualquier caballero que Sir Damas quiera designar. Pero Sir Damas carece de valor para combatir, y por otra parte es tan odiado que ningún caballero quiere salir a la liza para defenderlo. Por lo tanto, con una banda de mercenarios, ha tendido trampas a los buenos caballeros que se aventuran a solas sorprendiéndolos y sometiéndolos a cautiverio en este lugar. Ofrece la libertad a quien quiera luchar en su defensa, pero todos han rehusado, pese a que Sir Damas torturó a algunos y a otros los mató de hambre. Todos nosotros estamos débiles y entumecidos por el hambre y la prisión, de modo que no podríamos luchar aún si lo deseáramos.

—Tenga Dios la bondad de libertaros —suspiró Arturo.

En eso una doncella se asomó por el enrejado de hierro de la puerta de la mazmorra y, dirigiéndose a Arturo, dijo con suavidad:

—¿Te encuentras a gusto aquí?

—¿Se supone que debe gustarme una prisión? —dijo Arturo—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque tienes otra opción —dijo la doncella—. Si estás dispuesto a combatir por mi señor serás liberado, pero si te niegas como lo han hecho estos necios, pasará tu vida aquí adentro.

—Extraño modo de conseguirse un paladín —dijo el rey—, pero, por mi parte, prefiero luchar con un caballero antes que vivir en una mazmorra. Si me presto a combatir, ¿liberaréis a estos otros prisioneros?

—Si —dijo la doncella.

—Entonces estoy dispuesto —dijo el rey—, pero no tengo caballo ni armadura.

—Tendrás todo cuanto necesites, señor.

El rey la miró con atención.

—Creo haberte visto en la corte del rey Arturo —le dijo.

—No —replicó ella—. Nunca estuve ahí. Soy la hija del señor de este castillo.

Cuando la muchacha se alejó para hacer los arreglos pertinentes, Arturo hurgó en su memoria y estuvo seguro de haberla visto al servicio de su hermana Morgan le Fay.

Sir Damas aceptó la oferta de Arturo y juró liberar a los prisioneros, en tanto que el rey juró luchar encarnizadamente contra el adversario de Sir Damas. Cuando los veinte caballeros, débiles y famélicos, fueron sacados de la mazmorra y recibieron alimento, decidieron quedarse a ver el combate.

Volvamos ahora a Sir Accolon, el tercer caballero víctima del sueño encantado. Despertó muy cerca de un profundo arroyo y el menor movimiento durante el sueño pudo haberlo arrojado a sus aguas. Del arroyo salía un tubo de plata que arrojaba agua a una fuente de mármol. El hechizo de Morgan se había debilitado con su ausencia, de modo que Accolon se persignó y dijo en voz alta:

—Jesús proteja a mi señor, el rey Arturo, y a Sir Uryens. Las del barco no eran doncellas sino demonios del infierno. Si salgo bien librado de esta aventura, las destruiré a ellas y a cuantos practiquen estas artes malignas.

Y en ese momento irrumpió de la floresta un feo enano de labios gruesos y nariz chata y saludó a Sir Accolon.

—Vengo de parte de Morgan le Fay —dijo el enano, y el hechizo volvió a dominar al caballero—. Ella te envía sus saludos y te exhorta a fortificar tu ánimo, pues mañana por la mañana debes luchar con un caballero. Como ella te ama, te manda la espada Escalibur y su vaina. Y dice que si en verdad la amas lucharás sin misericordia, tal como privadamente se lo has prometido. Además, como prueba de que has cumplido con tu palabra, espera que le lleves la cabeza del caballero.

—Comprendo —dijo Sir Accolon, totalmente vencido por el encantamiento—. Cumpliré mi palabra, ahora que cuento con la espada Escalibur. ¿Cuándo viste a mi señora?

—Hace muy poco —dijo el enano.

Entonces el encantado Accolon abrazó al feo enano y lo besó, diciéndole:

—Saluda a mi señora y dile que cumpliré con mi promesa o moriré en el intento. Ahora comprendo lo de la nave y el sueño. Es todo obra de mi señora, ¿no es así?

—Así puedes creerlo, señor —dijo el enano, deslizándose entre los árboles y dejando a Accolon tendido junto a la fuente de plata y sumido en su ensoñación.

Y pronto llegó un caballero en compañía de una dama y seis escuderos, y le rogó a Accolon que fuera hasta una residencia cercana para comer y descansar, y Accolon aceptó la oferta. Todo ello obedecía a un plan de Morgan le Fay, pues el señor de dicha residencia era Sir Outlake, quien yacía herido de un lanzazo en el muslo. Y mientras Sir Accolon departía con él, se sacó a colación que Sir Damas tenía un campeón que lucharía a la mañana contra su hermano.

Y Sir Outlake estaba encolerizado por su herida, pues hacia tiempo que ansiaba este enfrentamiento, pero tenía las piernas en tan malas condiciones que no podía montar a caballo.

Sir Accolon confiaba en la protección de la espada Escalibur, y se ofreció para defender la causa de Sir Outlake.

Entonces Sir Outlake se alegró y de todo corazón agradeció la oferta de Sir Accolon, y envió un mensaje a Sir Damas diciéndole que su campeón se batirá por él.

Estas justas contaban con la bendición del hábito y la autoridad de la religión. Era un modo de apelar a Dios para que decidiera cuál de los contendientes tenía razón, revelando su decisión en el dueño de la victoria. El resultado tenía fuerza de ley. Y, dado el odio que los hombres sentían por Sir Damas y la estima que profesaban por Sir Outlake, toda la población se congregó para presenciar el veredicto de las armas, caballeros y hombres libres, y en los límites de la multitud, siervos y esclavos. Doce hombres de honor fueron escogidos para escoltar a los campeones mientras aguardaban sobre sus monturas, los escudos en alto, las viseras bajas, las lanzas en ristre, a que se diera la señal para iniciar el duelo. El sol de la mañana penetraba por las hojas del robledal que circundaba el campo. Se había dado la misa y cada campeón había rezado por la victoria. Ahora todos esperaban.

Entonces una doncella irrumpió en la liza y extrajo de abajo de su manto una espada con su vaina, la falsa Escalibur.

—A causa del gran amor que siente por ti —dijo la doncella—, tu hermana Morgan le Fay te manda a Escalibur, mi señor, la vaina para proteger tu vida y la espada para concederte el triunfo.

—Qué generosa es mi hermana —dijo Arturo—. Llévale mi gratitud y mi amor. —Y tomó la falsa espada y la ciñó al flanco.

El cuerno emitió su ronca señal y ambos caballeros enristraron las lanzas y acometieron, y los dos hierros acertaron el impacto y los dos hombres rodaron por tierra. Se incorporaron de un brinco, desenvainaron las espadas y se enfrentaron. Girando en círculos y hostigando al adversario, buscaban un punto débil o una abertura.

Y cuando se trabaron en lucha, apareció Nyneve del Lago a todo galope, la misma doncella que había engañado a Merlín y lo había encerrado en una roca. El arte nigromántico sustraído al enamorado anciano le había conferido poder, pero también había despertado la rivalidad y la suspicacia de Morgan le Fay. Nyneve amaba al rey y odiaba a su maligna hermana. Estaba al tanto del complot contra la vida de Arturo y había acudido rápidamente para salvarlo antes que se iniciara el combate y se aplicaran las leyes que impedían toda interferencia. Pero llegó tarde y debió presenciar el desigual enfrentamiento, pues aunque ambos caballeros atacaban con fiereza, Escalibur penetraba más hondo, abriéndose un sangriento camino a través de la armadura de Arturo, en tanto que la falsa espada del rey resbalaba en el escudo y la cimera de Accolon sin causarle daño.

Cuando Arturo sintió que la sangre manaba de sus heridas y advirtió la absoluta inutilidad de su espada, se consternó y creció en él la sospecha de que lo habían engañado. Entonces se atemorizó, pues cada estocada de Accolon le abría profundos tajos, mientras que los vigorosos golpes de Arturo de poco o nada valían. La falsa espada que blandía estaba forjada con metal vil, frágil y sin fuerza.

Entonces Accolon notó su ventaja e intensificó el ataque, y el rey lo recibió con un golpe tan rotundo que el impacto hizo tambalear a Accolon, quien retrocedió para recobrar el aliento y los bríos. Pero volvió a acometer, y sin arte ni destreza ambos se lanzaron una lluvia de tajos hasta que Arturo se desangró por cien heridas, mientras Accolon permanecía indemne, protegido por la vaina de la auténtica Escalibur.

Un murmullo de asombro recorrió el círculo de espectadores. Veían que Arturo luchaba con habilidad y que sin embargo no podía herir a su adversario, y quedaban pasmados al ver que podía continuar pese a la enorme pérdida de sangre. En eso Arturo se apartó para descansar y recobrar fuerzas, pero Accolon exclamó triunfalmente:

—¡Vamos, ven a luchar! Éste no es momento para el reposo. —Y arremetió con tal fiereza y denuedo que Arturo volvió desesperadamente al combate, asestándole sobre el yelmo una estocada tan violenta que la hoja de su espada se partió y el rey se quedó con sólo la empuñadura. Indefenso, se cubrió con el escudo mientras Accolon no cesaba de descargar golpes sobre él, dispuesto a destruirlo.

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