Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (11 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—En mis tierras un caballero siempre lleva la espada consigo. Si no la llevo, no puedo celebrar con vosotros. —De mala gana le permitieron conservar el arma, y Balin entró al salón y departió con otros caballeros, siempre acompañado por su dama.

Entonces Balin preguntó:

—¿Hay en esta corte un caballero llamado Garlon, hermano del rey?

—Allá está —le indicó un hombre que tenía al lado—. Mira, es ese de tez oscura. Es un hombre extraño y ha matado a muchos caballeros, pues posee el secreto de la invisibilidad.

Balin miró a Garlon y meditó qué le convenía hacer, y pensó: «Si lo mato ahora, no podré escapar, pero si no lo mato quizá nunca vuelva a verlo, pues no será visible».

Garlon había advertido que Balin lo observaba y eso lo enfureció. Se levantó de su sitio, se acercó a Balin y le abofeteó el rostro con el dorso de la mano.

—No me gusta que me estés mirando —le dijo—. Come tu carne, o haz lo que viniste a hacer, sea lo que fuere.

—Haré lo que vine a hacer —dijo Balin, y desenvainó la espada y cortó la cabeza de Garlon. Luego le dijo a su señora—: Dame la lanza que mató a tu amado. —Y la doncella se la alcanzó y él hundió el hierro en el cuerpo de Garlon, exclamando—: Con esto mataste a un buen caballero. Ahora lo tienes clavado en ti —y llamó a su amigo, que aguardaba fuera del salón—. Aquí tienes suficiente sangre para curar a tu hijo.

Los caballeros reunidos habían permanecido atónitos, pero ahora se pusieron de pie dispuestos a lanzarse sobre Balin. El rey Pelham se levantó de la mesa, diciendo:

—Has matado a mi hermano. Mereces la muerte.

—Muy bien. Dámela tú mismo si tienes valor para ello —lo provocó Balin.

—Estás en lo cierto —dijo Pelham—. Apartaos, caballeros. Yo mismo he de matarlo, por el honor de mi hermano.

Pelham tomó del muro una enorme hacha de guerra y avanzó. Atacó a Balin, y Balin detuvo el golpe con la espada, pero el hacha le partió la hoja en dos y se quedó sin armas. Entonces Balin corrió fuera del salón perseguido por Pelham. Pasó de un aposento a otro en busca de un arma pero no hallaba ninguna, y a sus espaldas oía los pasos del rey Pelham.

Al fin Balin entró a una cámara y vio algo que lo maravilló. El aposento estaba revestido con colgaduras de oro pobladas de símbolos místicos y sagrados, y había un lecho rodeado por cortinas admirables. Sobre el lecho, bajo un edredón de hebras de oro, yacía el cuerpo perfecto de un anciano venerable, y en una mesa dorada que había junto al lecho se erguía una lanza de extrañas formas, con empuñadura de madera, delgada asta de hierro y cabeza pequeña y puntiaguda.

Balin oyó los pasos del rey que se acercaba, empuñó la lanza y la hundió en el flanco de su adversario. Y en ese momento la tierra tembló y los muros del castillo se rajaron y el techo cedió, mientras Balin y el rey Pelham rodaban entre los escombros y perdían el sentido, sepultados por cascotes y vigas de madera. La mayor parte de los caballeros que había en el interior del castillo murió aplastada al ceder el techo.

Al poco tiempo apareció Merlín, quien apartó las piedras y devolvió a Balin el sentido. Y le trajo un caballo y le dijo que abandonara esas tierras lo antes posible.

—¿Dónde está mi doncella? —dijo Balin.

—Yace muerta bajo el castillo derrumbado —dijo Merlín.

—¿Cuál fue la causa de esta catástrofe? —preguntó Balin.

—Te has topado con un misterio —dijo Merlín—. Poco después de la crucifixión de Jesucristo, José, un mercader de Arimatea que dio sepultura a Nuestro Señor, navegó hasta estas tierras con el cáliz sagrado de la Última Cena rebosante de sangre sagrada, y también con la lanza que el romano Longinus empuñó para traspasar el flanco de Jesús en la Cruz. Y José trajo estos objetos sagrados a la Isla de Cristal, en Avalón, y allí fundó una iglesia, la primera de toda esta comarca. El cuerpo que yacía en el lecho era el de José, y la lanza, la de Longinus, y con ella heriste a Pelham, descendiente de José, y ése fue el Tajo de Aflicción del que te hablé hace mucho tiempo. Y en virtud de ello, la enfermedad y el hambre y la desesperación se propagarán por estas tierras como una plaga.

—No es razonable. No es justo —sollozó Balin.

—El infortunio no es razonable, el destino no es justo, pero no obstante existen —dijo Merlín, y se despidió de Balin para siempre—. Pues —le dijo— no volveremos a encontrarnos en este mundo.

Luego Balin cabalgó por esa tierra de aflicción y vio gentes muertas y agonizantes por todas partes, y los vivos le gritaban:

—Balin, tú eres la causa de esta destrucción. Pagarás por ello. —Y Balin, angustiado, picó espuelas para dejar ese asolado territorio. Cabalgó ocho días, huyendo del mal, y no sin alegría abandonó esa atribulada comarca para internarse en un bello y plácido bosque. Su ánimo despertó y se despojó de sus oscuros atavíos. Sobre las copas de los árboles de un hermoso valle divisó las almenas de una espigada torre y enfiló hacia ella. Junto a la torre había un gran caballo sujeto a un árbol. En el suelo, un robusto y elegante caballero estaba sentado y gemía en voz alta.

Y como había provocado tantas muertes e infortunios, Balin ansiaba purgar sus culpas.

—Dios te ampare —le dijo al caballero—. ¿Por qué estás triste? Dímelo y haré lo posible por ayudarte.

—Diciéndotelo no haré sino acrecentar mi dolor —dijo el caballero.

Entonces Balin se apartó un poco y observó los arreos y jaeces del caballo, y oyó que el caballero decía:

—Oh, señora mía, ¿por qué has roto la promesa de venir a mi encuentro aquí al mediodía? Me diste esta espada, una dádiva fatal, pues con ella puedo matarme por amor de ti. —Y el caballero sacó de la vaina la hoja resplandeciente.

Entonces Balin se apresuró a aferrarle la muñeca.

—Déjame o te mataré —gritó el caballero.

—Nada ganarás con eso. Ahora me has revelado algo acerca de tu señora y prometo traerla a ti si me dices dónde está.

—¿Quién eres? —preguntó el caballero.

—Sir Balin.

—Conozco tu fama —dijo el caballero—. Eres el Caballero de las Dos Espadas, y se dice que eres hombre de mucho valor.

—¿Cómo te llamas?

—Mi nombre es Sir Garnish. Soy hijo de un hombre humilde, pero como le presté buenos servicios en batalla, el duque Harmel me tomó bajo su protección, me armó caballero y me cedió tierras. Es a su hija a quien amo, y pensé que ella me amaba.

—¿A qué distancia se encuentra ella? —preguntó Balin.

—A sólo seis millas.

—¿Entonces por qué permaneces aquí lamentándote? Vamos a buscarla y a preguntarle por qué no cumplió su promesa.

Cabalgaron juntos hasta llegar a un fuerte castillo con altas murallas y un foso.

—Quédate aquí y espérame —dijo Balin—. Entraré al castillo y trataré de encontrarla.

Balin entró al castillo y no vio a nadie. Buscó en los salones y aposentos y al fin llegó a la cámara de una dama, pero el lecho estaba vacío. Desde la ventana pudo ver un jardín pequeño y encantador protegido por las murallas. En la hierba, debajo de un laurel, vio a la dama y a un caballero tendidos sobre un paño de seda verde, profundamente dormidos y estrechamente abrazados, las cabezas apoyadas sobre una almohada de hierba y plantas aromáticas. La dama era hermosa, pero él era un hombre feo e hirsuto, tosco y pesado.

Entonces Balin salió sigilosamente a través de aposentos y salones, y a las puertas del castillo le refirió a Sir Garnish lo que había visto y sin hacer ruido lo condujo al jardín. Y cuando el caballero vio a su señora en brazos de otro, su corazón se estremeció de pasión y sus venas estallaron y la sangre manó de sus narices y su boca. Enceguecido por la cólera, desenvainó la espada y decapitó a los amantes dormidos. Y de pronto su cólera se extinguió y se sintió débil y enfermo. Y acusó a Balin con amargura, diciéndole:

—Has sumado penurias a mis penurias. Si no me hubieses conducido aquí, yo no me habría enterado.

—¿No era mejor conocerla por lo que era y así encontrar remedio a tu pasión? —replicó Balin enfurecido—. Sólo hice lo que hubiese querido que hicieran por mí.

—Has duplicado mi dolor —dijo Sir Garnish—. Me has hecho matar a la que más quería en el mundo. Ya no me es posible vivir.

Y de pronto se hundió la espada ensangrentada en el pecho y cayó muerto junto a los amantes decapitados.

El castillo estaba en silencio, y Balin sabia que si lo descubrían allí lo harían culpable de las tres muertes. Se alejó rápidamente del castillo y galopó entre los árboles del bosque, agobiado por la espesa tiniebla de su destino, presintiendo que pronto caería el telón sobre el escenario de su vida, de modo que le parecía cabalgar entre las brumas de la desesperación.

Al poco tiempo llegó a una encrucijada y vio esta inscripción en letras de oro:
NINGÚN CABALLERO CABALGUE A SOLAS POR ESTE CAMINO
. Y mientras la leía, un anciano canoso se le acercó y le dijo:

—Sir Balin, éste es el limite de tu vida. Vuélvete y podrás salvarte. —Y el viejo desapareció.

Entonces Balin oyó el ronquido de un cuerno de caza que anunciaba la muerte de un venado. Y se dijo sombríamente:

—Esa trompa anuncia mi propia muerte. Soy la presa y aún sigo con vida.

Y de pronto una multitud se apiñó a su alrededor, un centenar de damas encantadoras y muchos caballeros con armaduras ricas y lustrosas, y le dieron la bienvenida con amabilidad y lo elogiaron y lo calmaron, conduciéndolo a un castillo cercano donde lo despojaron de sus armas y lo vistieron con un atuendo rico y delicado y lo llevaron al salón, donde había música y danzas y júbilo y plácida alegría.

Cuando Balin se reanimó, la Dama del Castillo acudió a su encuentro y le dijo:

—Caballero de las Dos Espadas, es nuestra costumbre que todo forastero que pase por aquí debe luchar con un caballero que custodia una ínsula cercana.

—Desdichada costumbre la de obligar a un caballero a batirse contra su voluntad —dijo Balin.

—Se trata de un solo caballero. ¿Acaso el gran Balin siente temor de un solo caballero?

—No siento temor alguno, mi señora —dijo Balin—. Pero un hombre que ha viajado mucho puede estar fatigado y su caballo exhausto. Mi cuerpo está fatigado, pero mi pecho no perdió sus bríos. —Y añadió con desconsuelo—: Lo haré si no queda otro remedio, y me alegrará encontrar aquí mi muerte, mi reposo y mi paz.

Entonces un caballero que estaba cerca le dijo:

—He observado tu armadura. Tu escudo es pequeño y tiene las correas flojas. Toma el mío, que es amplio y resistente. —Y cuando Balin rehusó, el caballero dijo con insistencia—: Te ruego que lo lleves, por tu seguridad.

Entonces Balin se armó de mala gana y el caballero le trajo su escudo nuevo y bien pintado y lo forzó a llevarlo. Balin estaba harto fatigado como para discutir y recordó el comentario de su escudero con respecto al vigor de su adversario, que lo hacía casi invencible, de modo que aceptó el escudo y trotó sin prisa hacia un lago en el cual había una ínsula tan próxima al castillo que podía contemplársela desde todas las almenas. Y las damas y los caballeros se congregaron en las murallas para presenciar el combate.

En la orilla aguardaba una embarcación de tamaño suficiente como para trasladar a un jinete con su montura. Balin la abordó y fue conducido a la ínsula, donde lo esperaba una doncella que lo recibió con estas palabras:

—Sir Balin, ¿por qué has dejado el escudo que lucía tu emblema?

—Lo ignoro —dijo Balin—. Estoy agobiado por el infortunio y tengo el juicio desquiciado. Lamento haber venido a este lugar, pero ya que estoy aquí, nada me cuesta seguir adelante. Si vuelvo atrás me cubriré de vergüenza. No. Aceptaré lo que me esté destinado, sea la muerte o la vida.

Luego, como varón habituado a esos lances, probó sus armas y ajustó la cincha de su montura. Después montó a caballo, musitó una plegaria, bajó la visera del yelmo y galopó hacia un pequeño habitáculo de la ínsula, mientras los caballeros y las damas lo observaban desde la torre.

Entonces un caballero con armadura roja cabalgó a su encuentro sobre un caballo enjaezado de rojo. Era Sir Balan, quien al ver que su oponente ceñía dos espadas, pensó que era su hermano, pero al observar el emblema del escudo juzgó que se había equivocado.

En medio de un silencio atroz, los dos caballeros enristraron las lanzas y se acometieron, y ambas lanzas dieron en el blanco sin quebrantarse, y ambos caballeros cayeron de las sillas y yacieron aturdidos. Balin quedó magullado y maltrecho por la caída, y el cuerpo le dolía de cansancio. Y Balan fue el primero en recobrarse. Se incorporó y se precipitó sobre Balin, quien a duras penas se levantó para enfrentarlo.

Balan lanzó el primer tajo, pero Balin alzó el escudo para detenerlo y de una estocada le atravesó el yelmo. Volvió a atacar con su fatídica espada, haciendo tambalear a su adversario. Luego se apartaron y lucharon con ímpetu y tenacidad hasta perder el aliento.

Balin contempló las torres y vio a las damas que presenciaban el duelo lujosamente ataviadas. Volvió a arremeter contra su oponente. El furor de la lid les infundió nuevos bríos y ambos enarbolaron sus armas con ferocidad, y los aceros hendían las armaduras y ambos manaban sangre. Reposaron un instante y luego reiniciaron esa lucha mortal, afanándose por abatir al contrario antes que la pérdida de sangre los dejara sin fuerzas; cada uno le infligió al otro heridas fatales y al fin Balan se tambaleó y cayó, demasiado débil para alzar siquiera la mano.

—¿Quién eres? —preguntó entonces Balin, reclinándose sobre su espada—. Nunca encontré un caballero capaz de oponérseme con tanta valentía.

—Mi nombre es Balan —respondió el caído—, y soy hermano del famoso Sir Balin.

Cuando Balin oyó esto sintió un vértigo, desfalleció y rodó por tierra. Cuando recobró el sentido se arrastró con las manos y las rodillas, despojó a Balan de su yelmo y vio su cara tan cortajeada y ensangrentada que no pudo reconocerla. Apoyó la cabeza en el pecho de su hermano, sollozó y se lamentó:

—Ay, hermano mío, querido hermano mío. Acabo de matarte y tú me has herido de muerte.

—Vi las dos espadas —dijo débilmente Balan—, pero llevabas en el escudo un emblema desconocido para mi.

—Fue un caballero del castillo quien me incitó a llevarlo, porque sabía que de lo contrario me habrías reconocido. Si pudiera vivir destruiría ese castillo con sus viles costumbres.

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