Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (37 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—¿No opondrías objeciones, entonces, si los caballeros andantes se limitasen a los dragones, los gigantes y los hechiceros?

Ella agitó la mano con un gesto melancólico.

—La vida es de por sí bastante fea y difícil —dijo—. ¿Por qué se obstinan en buscar cosas desagradables, feas y malignas para conmovernos y entristecernos? ¿Qué tienen de malo esas justas y torneos de los viejos tiempos? A nuestros padres les sirvieron de mucho.

Una nube de ansiosos mensajeros zumbó en los oídos de Lanzarote, y él los escuchó y decidió contenerse, pues de esta mente bien pertrechada no podía esperar sino respuestas contrarias.

—Es muy cierto —dijo—. Ahora lo comprendo. Lo lamento, señora.

Finalmente ella sonrió con su boca de fresa.

—No tiene mayor importancia —declaró—. No hay vasija de Dios que, una vez rota, no pueda encolarse con un poco de penitencia.

Lanzarote sólo sentía una mórbida tristeza, y deseó no ser tan ignorante.

—Quisiera descansar, señora. El próximo martes debo luchar.

Ella palmeó las manos.

—Estaré presente para verte, señor —exclamó la abadesa—. Una compañía tan distinguida, un porte militar tan apropiado. El martes pasado murieron cincuenta caballeros. Con un brazo tan renombrado como el tuyo, el próximo será mejor todavía.

Lanzarote fue a descansar al cuarto que le habían preparado, vencido por la fatiga y la confusión. No podía luchar con ferocidad contra hombres a los que amaba, y amaba a muchos de ellos. Pero cuando sonara la trompeta, seria capaz de matar a cualquiera. No tenía ganas de meditar al respecto. Por un rato un golpeteo le impidió conciliar el sueño, pues estaban reemplazando unos tablones viejos en la horca que había junto a la capilla, ya que la abadía gozaba de derechos y deberes feudales a la vez que espirituales. Pero no tardó en dormirse y en soñar con Ginebra, la reina de mesurados gestos, a quien en sueños le confirmó que la serviría mientras viviera. Y soñó que ella se reclinaba sobre él, diciéndole: «No puedes rehacer el mundo. Muy poco es lo que puedes hacer para rehacerte siquiera a ti mismo».

Y en su sueño se vio rodeado por un andamiaje. Se quitaba ladrillos del cuello y los hombros y los reemplazaba por otros, cubiertos de mezcla pero con aspecto de nuevos. Hasta él comprendió lo cómico de la escena y rió sin despertarse.

Sir Bagdemagus llegó a la abadía seguido por una nube de caballeros vestidos de hierro y circundado por un colorido enjambre de encantadoras damas. Y después de los saludos, los abrazos y los besos, y después de podar por completo el árbol de los elogios y de contar una y otra vez el rescate emprendido por la doncella, quien no cesaba de sonrojarse, ahuyentando las alabanzas con menudos gestos, su padre y Lanzarote fueron aparte y Bagdemagus le dijo:

—No tengo palabras para agradecerte que me ayudes el próximo martes.

—Tu hija me comentó, señor, que pasaste un mal momento.

—Me derrotaron por completo —dijo honestamente el caballero—. Al parecer, no podía acertar un solo lanzazo. Y ahora tengo que enfrentar a los mismos campeones y todavía me duelen los huesos de la tunda que me dieron.

—¿Es verdad que algunos de los caballeros del rey Arturo pusieron la suerte en tu contra?

—Es verdad. Son demonios peleando. Cuando pienso que tengo que volver a enfrentarlos, mi corazón tiembla como el de un niño atemorizado.

—¿Quiénes son esos caballeros, señor?

—Bueno, los conduce el rey de Gales del Norte.

—Conozco a su mujer —dijo Lanzarote.

—Ella no está aquí. Fue en peregrinación a Nuestra Señora de Walsingham. Y creo que los más temibles eran Sir Mador de la Porte, Sir Mordred y Sir Galatine.

—Hombres de valía —dijo Lanzarote—. Pero hay una dificultad. No querrán luchar conmigo.

—¿Por qué no?

—Varias veces los derroté y rechazaban las listas que me incluían. Por eso salí en busca de aventuras. No podía encontrar oponentes.

—Esa es una mala noticia —dijo Sir Bagdemagus—. Pero si aparecen junto a mí en las listas y rehúsan presentarse, perderán por estar ausentes. Prefiero tener una victoria así a no tener ninguna.

—Oh, pero no rehusarán —dijo Lanzarote—. Nunca lo hacen. Se alejarán para atender alguna ocupación, o estarán enfermos, o algún juramento les impedirá tomar las armas. Sé cómo suelen actuar. Lo lamento, señor. Me gustaría volver a chocar lanzas con Mordred. Nunca me cayó bien. No me inspira ninguna confianza.

—¿Es verdad que es hijo del rey?

—Así se rumorea. Tú sabes cuántos rumores circulan en la corte. Si el rey tuviera tantos hijos como se comenta, no tendría tiempo para gobernar. Bien se dice que si son príncipes todos los que reclaman para su emblema la banda siniestra, las comadronas estarían mucho más ocupadas.

—¿Y qué ocurriría si usas un nuevo emblema? Hay demasiados que conocen el escudo de Sir Lanzarote.

—Son muy listos para eso. Verían que hay un caballero desconocido detrás de la barrera y me reconocerían por el modo de montar a caballo. No son tontos. —Se tocó la sien con el cuchillo que utilizaba para cortar la carne—. ¿Hay algún refugio cerca de la palestra, alguna maleza o matorral?

—Sí… hay un bosquecillo de hayas. ¿Por qué?

—Bien, pensaba que si hay más de un caballero desconocido, eso podría desconcertarlos. Y si digamos, cuatro de nosotros se ocultan hasta después que suenen las trompetas, no podrían retirarse. En cuanto los heraldos anuncien la lid, no pueden volverse atrás.

—Es verdad —dijo Sir Bagdemagus—. ¿Cuántos caballeros deseas?

—Mándame cuatro de los mejores. Yo seré el quinto. Y que me traigan cinco armaduras blancas con escudo blanco, sin ningún emblema. Al principio pueden creer que somos neófitos ansiosos de ganar una insignia.

—De acuerdo.

—Y mándamelos enseguida. Debo instruir a mis caballeros y ejercitarlos, para que luchemos como un solo hombre.

Y así se hizo sin tardanza alguna.

El martes, mientras las damas se apiñaban en los estrados como moscas de color en una torta de grosellas, Sir Mordred y sus secuaces lucharon al frente de sus hombres, derribando jinetes a diestro y siniestro. De pronto, cinco jinetes blancos surgieron del bosquecillo y atacaron como un rayo blanco, luego retrocedieron conjuntamente y volvieron a atacar, y así una y otra vez. Luego Lanzarote enfrentó animosamente a sus enemigos personales. Sir Mador, que fue el primero en caer, se rompió la cadera. Luego volaron Sir Mordred y su silla, y al dar contra el suelo el yelmo se le enterró hasta los hombros. Galatine recibió un golpe tan fuerte en la cabeza que le brotó sangre de los oídos, la nariz y los ojos, y su montura se alejó al galope con él a cuestas, porque no podía secarse los ojos y ver hacia dónde volver grupas. Entretanto, Lanzarote desmontó a doce caballeros con una sola lanza. Luego tomó otra y derribó a doce más, mientras sus blancos camaradas, ensoberbecidos por el triunfo, luchaban mejor que nunca. No hubo necesidad de tocar la trompeta de paz. Antes que sonara, los hombres del rey de Gales del Norte se habían ido, y Sir Bagdemagus quedó dueño del campo y del galardón.

Y reía y gritaba de dicha al ver reparada su honra y acrecentada su fama.

Condujo a Lanzarote a su castillo, hablando todo el tiempo y palmeando con tanto entusiasmo el espaldar de su campeón que el ruido metálico ahogaba sus palabras. En el castillo le ofrecieron innúmeros presentes —caballos, perros, vestiduras y joyas— y Bagdemagus agotó su repertorio de alabanzas e incitó a su hija a que hiciera lo propio. Rogaron a Lanzarote que permaneciera con ellos, que residiera con ellos, que viviera con ellos toda la vida. Lanzarote aguardó con una sonrisa a que la ronquera y el cansancio de su anfitrión le permitieran aclarar que debía partir en busca de su sobrino Lyonel.

Entonces Bagdemagus se ofreció a acompañarlo, a mandar a su hija, a sus hijos, a todo su séquito. Ordenó brindar a la salud de Sir Lanzarote con hidromiel, en esos cuernos que es necesario vaciar para poder sostenerlos. Nadie se atrevió a rehusar con la sola excepción de Lanzarote, quien alegó que le producía vómitos.

Y por la mañana se alejó de un silencioso castillo gobernado por el sueño y el dolor de cabeza, regido por el hidromiel.

Lanzarote no creía haberse alejado en exceso del manzano donde habían comenzado sus aventuras. Como deseaba buscar a Lyonel, procuró volver al sitio donde lo había perdido. Encontró la carretera romana y siguió por ella hasta cruzarse con una doncella a lomos de un palafrén blanco cubierto por una red y campanillas rojas para ahuyentar las moscas, a la manera andaluza.

—¿Te encuentras bien, caballero? —preguntó ella.

—Estaré mejor cuando encuentre a mi sobrino, Sir Lyonel. Se escapó mientras yo dormía y anda perdido.

—Si él es tu sobrino, tú debes ser Lanzarote del Lago.

—Así es, mi señora. ¿Tienes noticias de algún combate en las cercanías?

—Acaso pueda ayudarte, señor —dijo ella, dirigiéndole una mirada astuta—. Hay un castillo que pertenece a Tarquino, el caballero más aguerrido de esta comarca. El libra una guerra personal contra los caballeros del rey Arturo, y se dice que ha dado muerte a algunos y que ha tomado unos sesenta prisioneros.

—Debe ser buen lancero.

—Lo es. Y a las puertas de su castillo exhibe los escudos de sus prisioneros.

—¡Ah! —exclamó Lanzarote—. ¿Hay algún escudo con un gallo por insignia?

—Me parece haberlo visto, señor, pero hay gran variedad de pájaros, animales, serpientes y monstruos nunca vistos o mencionados como no sea en África. Creo que había un gallo.

—¿Con las alas abiertas…, cacareando?

—Estoy casi segura de que sí, señor.

—Hermosa doncella, llévame allí, por cortesía.

Ella lo midió con los ojos y eligió cuidadosamente las palabras.

—Si se tratara de otro que no fueses tú no te llevaría a la muerte —dijo—. Tampoco te pediría una gracia, segura de que no sobrevivirías. Pero tratándose de Lanzarote, me atrevo a hacer ambas cosas. Cuando hayas terminado de luchar con Tarquino, ¿me prometes realizar un servicio, por tu honra de caballero?

—Si no hiciera esa promesa, ¿no me llevarías?

—Debo encontrar un buen caballero capaz de ayudarme, señor.

—Ya veo. Parece que no hay doncella en el mundo sin problemas cuya solución no implique hacerme arriesgar el pellejo.

—¿No has jurado proteger a las damas y doncellas?

—Por cierto que si. Pero a veces quisiera no tener que rendir tributo a mi juramento con tanta frecuencia.

—Somos criaturas desvalidas —dijo ella con voz recatada—, y dependemos del fuerte brazo de los hombres.

—Ojalá yo fuera tan desvalido —dijo Lanzarote—. Muy bien, querida mía, lo prometo por mi honra. Llévame al castillo.

Al cabo de una hora llegaron a una casa señorial con puertas y murallas, que se alzaba junto a un arroyo. Y sobre la puerta cerrada Lanzarote descubrió el escudo de Lyonel. De una cadena sujeta a un árbol pendía una gran jofaina de bronce que hacía las veces de alarma. Lanzarote golpeó la jofaina con la lanza, pero las puertas permanecieron cerradas y la casa en silencio. Llevó a su caballo a beber al arroyuelo; luego volvió y golpeó nuevamente el bronce, cabalgando de un lado a otro frente a las puertas y montando en cólera.

—Quizás haya salido —dijo la doncella—. A veces permanece al acecho en la carretera.

—Pareces conocerlo bien.

—Así es, señor. Todos lo conocemos. A las damas no les causa daño alguno, sólo a los caballeros de Arturo.

—¿Por qué no le pides a él que te preste sus servicios? —refunfuñó Lanzarote.

—Porque a las damas tampoco les presta servicio alguno.

—Quizá sea más sabio que yo —dijo Lanzarote enfurecido, y se dirigió a la jofaina y la golpeó con tal fuerza que le arrancó el fondo.

—No es necesario que pierdas los estribos, señor —dijo la doncella—. Él regresará y nunca ha rehusado luchar con nadie. Me parece verlo acercarse.

Sir Tarquino se acercaba al galope, precedido por un corcel al que había sujeto un caballero herido. Y en el escudo que colgaba del arzón de la silla, Lanzarote distinguió la insignia de Sir Gaheris, el hermano de Gawain.

Tarquino contuvo las riendas al ver a un hombre armado frente a su casa y la jofaina rota meciéndose al viento.

—Noble caballero —dijo Lanzarote—, deja que ese hombre herido descanse un poco en tierra. Me han comentado que tienes algún encono contra los caballeros de la Tabla Redonda.

—Si eres parte de esa maldita cofradía, bienvenido seas —gritó Tarquino.

—Es grato que a uno lo reciban así —dijo Lanzarote, y ocupó su sitio en el campo.

Y ambos chocaron con tan idéntica fuerza y precisión que los dos caballeros cayeron derribados.

Luego echaron mano a la espada y lucharon de a pie, tirando y recibiendo tajos hasta perder el aliento. Por tácito acuerdo descansaron apoyados sobre las espadas.

Y cuando pudo hablar, dijo Tarquino:

—Eres el mejor caballero, el más fuerte y templado que me enfrentó jamás, por lo cual te debo mi admiración. Preferiría que fueras mi amigo y no mi enemigo. Sólo hay un hombre en el mundo a quien no puedo perdonar.

—Es grato tener un amigo. ¿Quién es ese caballero que odias?

—Lanzarote del Lago. Mató a mi hermano Carados en la Torre Dolorosa. Y en homenaje a mi odio, ataco, capturo y encarcelo a todos los caballeros de Arturo que encuentro. Pero cuando encuentre a Lanzarote, lo mataré o moriré.

—Me parece una triste tontería guerrear contra sus conocidos. ¿Por qué no lo buscas a él? No creo que Lanzarote se niegue a darte una satisfacción.

—Tarde o temprano vendrá a mi —dijo Tarquino—, y preferiría luchar con él en terreno de mi pertenencia y colgar su escudo en mi puerta, encima de los otros. Pero dejemos eso. Hagamos las paces y cenemos como hermanos.

—La oferta es atractiva para un hombre cansado —dijo Lanzarote—. Pero, señor, si tus conocimientos de heráldica estuvieran a la altura de tu odio, habrías observado mi escudo.

Tarquino quedó boquiabierto.

—¿Tú eres Lanzarote?

—Está registrado en la iglesia de Benwick, «hermano»: Lanzarote del Lago, hijo del rey Ban y la reina Elaine. Si te place, puedo presentarte el árbol genealógico.

—Bienvenido seas —dijo Tarquino con ronca voz. Alzó la espada y se lanzó al combate. Esta vez no hubo descanso, pues este hombre estaba empeñado en matar a su adversario y no daba cuartel. Atacaba, golpeaba y acometía, buscando una brecha.

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